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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (44 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Las envidias no se hicieron esperar. Alfonso Reyes se atrevió a escribirme, desde Madrid, una carta fraternal y sincera que jamás pasé por alto. Me sugirió ser más claro en la definición de mis ideas filosóficas porque a veces sólo hablaba a medias. Que me pusiera por encima de mí mismo y que leyera mis textos objetivamente «sin dejarme arrastrar ni envolver por el curso de mis pensamientos». Que para escribir «tenía que pensar con las manos y no sólo con la cabeza y el corazón». Que pusiera en orden sucesivo mis ideas y «no las incrustara la una en la otra». Que mis párrafos eran confusos «a fuerza de tratar de cosas totalmente distintas, y que ni siquiera parecen en serio». ¿Reyes? ¿Quién se creería Reyes para dirigirse a mí en dichos términos? Nunca le perdoné semejante arrebato, por demás impertinente, a través del cual mostraba la envidia que lo corroía. Desde luego que él, en su fuero interno, deseaba ser el secretario de Educación, ni más ni menos... La propia Gabriela Mistral, quien adquirió notoriedad continental gracias a mí, no tardaría en decepcionarme. Otra malagradecida; todos son, en el fondo, unos malagradecidos.

Si festejé el asesinato de Venustiano Carranza, no es menos cierto que levanté la ceja al conocer la identidad del autor intelectual de semejante homicidio: ¡Alvaro Obregón, en aquel entonces mi futuro jefe! Cuando en 1923 la prensa informó del crimen perpetrado en contra de Pancho Villa, de inmediato supe que tanto Obregón como Calles, el precandidato a la presidencia, estaban detrás del espantoso atentado. Mi paciencia se derramó cuando conocí la forma en que el ínclito senador de la República, Francisco Field Jurado, había sido brutalmente acribillado a balazos en enero de 1924, en las calles de la ciudad de México, a manos de esbirros, auténticos sicarios al servicio de Plutarco Elías Calles, todo lo anterior con la complacencia y bajo la dirección y supervisión, claro está, de Obregón. No pude más. ¿Cómo trabajar a las órdenes de un criminal como
el Manco
o formar parte de una pandilla de bandoleros como la capitaneada por Calles? ¡No! Mi dimisión era obligatoria. No seme podía identificar con una gavilla de rufianes. Field Jurado cayó masacrado precisamente por defender los más caros intereses de la patria. Su único objetivo consistía en hacer valer, la Constitución por la que había muerto un millón de mexicanos durante el conflicto armado. Pagó muy caro su patriotismo.

Si ya había sido acusado de cobarde por no haberme levantado en armas al lado de Fito de la Huerta a finales de 1923, y de pusilánime, entre otros calificativos, por haber permanecido en el gabinete a pesar de la imposición de Calles a la presidencia, cuando asesinaron a Field Jurado por haber manipulado al senado para impedir la ratificación de los Tratados de Bucareli —otra de las graves felonías cometidas por Obregón, mediante los cuales se entregaba el petróleo a los norteamericanos dejando sin efecto la Constitución de 1917— de inmediato presenté por telegrama mi renuncia al cargo de secretario de Educación. Era claro que mi posición exhibía a Obregón como la cabeza de un gobierno de asesinos. Resultaba imposible seguir prestando mis servicios a una cáfila de criminales encabezados por el Manco y su secuaz, Plutarco Elías Calles. En aquellos años me había propuesto ser el próximo gobernador de Oaxaca, mi tierra natal, y de hecho me había apartado un tiempo del puesto oficial para iniciar mi campaña electoral. Fue entonces cuando caí víctima de una trampa por parte del general Obregón. Él me llamó al Castillo de Chapultepec. Ahí sostuvimos una larga conversación durante la cual me sugirió la conveniencia de declarar apócrifo el telegrama de mi dimisión, continuar amistosamente un tiempo más como secretario, a cambio de lo cual me garantizaba el acceso directo al palacio de gobierno de Oaxaca.

—Tú declara que el telegrama es falso, querido Pepe, de esta manera me cuidarás las espaldas y yo cuidaré las tuyas al colocarte como jefe del Ejecutivo de tu estado natal. Entiendo tus deseos de convertirte en gobernador de Oaxaca. Yo te ayudaré. Confía en mí... Además, Pepe, ya sabes que gato prieto que se me mete entre las llantas del coche, lo machuco...

Cumplí al pie de la letra con mi palabra, interpretando perfectamente bien el significado de las entrelíneas en relación con el gato prieto... ¿Cómo no conocer a esas alturas de mi vida los alcances del Manco...? Por supuesto que me machucaría y también por supuesto que volvería a ignorar sus promesas y compromisos. ¿Quién se atrevía a pedirle cuentas o explicaciones? Por mi parte envié una circular a la prensa, de acuerdo con la solicitud del presidente Obregón, y regresé a Oaxaca, sólo para comprobar más tarde que mi contrincante, el general Onofre Jiménez, había sido impuesto para cumplir una venganza en mi contra. Por supuesto que perdí en las elecciones. Fui engañado. Reclamar resultaba un ejercicio inútil.

Mis argumentos sólo hubieran provocado una escandalosa hilaridad entre Calles y Obregón, quienes con sonoras carcajadas se hubieran burlado de mí hasta llegar a las lágrimas, como seguramente lo hicieron esos despreciables traidores a las causas sagradas de la Revolución. Opté entonces nuevamente por el destierro. Esta patria ingrata no me merecía. En París y en Madrid publicaría la primera época de la revista
Antorcha
y continuaría redactando mis trabajos filosóficos como el
Pitágoras
y
El monismo estético
. A partir de esa coyuntura incursionaría en
La Raza Cósmica
, la misión de la raza iberoamericana. Escribiría, escribiría, escribiría en el extranjero, donde me sentía más comprendido...

Al llegar a Estados Unidos, todavía a bordo del barco, un reportero de la Prensa Asociada me preguntó:

—¿Qué opina usted de la reelección de Obregón?

La respuesta fue tajante:

—Sobre eso no se opina, sobre eso se escupe.

¡Claro que Obregón cayó asesinado en julio de 1928! Cuando en Estados Unidos me interrogaron respecto a la muerte de Obregón, declaré: «Cayó un tirano, pero, por desgracia, sigue en pie otro que será más funesto ahora que queda libre y se ha deshecho de su jefe; la muerte de Obregón ya estaba prevista».

Ésa es la suerte de los tiranos. ¿Podría ser otra? Si predije el crimen de Madero y celebré el de Carranza, más disfruté el del Manco, un forajido disfrazado de revolucionario que violó el principal postulado de la Revolución, el «Sufragio Efectivo, no Reelección», traicionó la Constitución que él mismo ayudó a redactar, además de haber masacrado a miles de sus compañeros de armas, liquidado a balazos a militares encumbrados y a líderes de la oposición como Francisco Serrano y Arnulfo Gómez, con tal de imponer a su paisano en la presidencia de la República, en forma similar a la adoptada por Porfirio Díaz y el Manco González, su compadre... Se trataba de prestarle a Calles la banda presidencial por tan sólo cuatro años, de la misma manera en que Carranza había intentado una jugarreta parecida con Ignacio Bonillas, sólo que las balas lo detuvieron en Tlaxcalantongo de la misma forma en que los proyectiles mortales acabaron con las ambiciones de Obregón en el restaurante La Bombilla. Cualquiera podía entender el lenguaje de las balas.

Después de cuatro años de exilio voluntario, a finales de 1928 llegó hasta Estados Unidos, donde radicaba, la noticia de que yo había sido nominado como precandidato a la presidencia por el Partido Nacional Antirreeleccionista. Enarbolaría la bandera del maderismo, la misma con la que habíamos derrocado a Porfirio Díaz. Esta vez yo la utilizaría en contra de Calles y de Portes Gil, su pelele, a través del cual ejercía el poder absoluto.

Al volver a poner los pies en territorio nacional, declaré:

Vuelvo a la patria después de uno de esos lapsos de dolorosa ausencia y me sorprende la fortuna al llegar... para revelarme la fuerza que late en el pueblo... Acudo al llamado y no me importa el carácter en que haya de figurar en definitiva entre vosotros... forzosamente he de hablar como precandidato presidencial, pero si más tarde llego al puesto más alto de la Administración, lo mismo que si ocupo el más bajo o ninguno, ciudadano siempre, hombre libre, gustoso cederé las responsabilidades a quien logre juntar en el puño mayor número de voluntades ciudadanas, pero en cambio no acataré el resultado ni de la intriga, ni de la imposición, ni de la fuerza... Los fariseos de la Revolución, en todo el mundo, se distinguen por la complacencia y el aplauso que otorgan a las dictaduras con el pretexto de que mediante ellas se pueden implantar tales o cuales reformas, pero la práctica enseña que la dictadura corrompe aun a los mejores... y se vuelve el predominio de una facción lo que debió ser victoria de todo un pueblo... El principio glorioso de la «No Reelección», consagrado con la sangre de tantos mártires, debe ser inscrito de nuevo en nuestra Carta Fundamental... un plazo irrevocablemente limitado para el mando vuelve cauto al poderoso y torna humano al gobernante... Lo primero que urge cambiar es nuestra disposición hacia la vida...

Ya en México continué entrevistándome con grupos de cristeros, de la misma manera en que lo había venido haciendo en Estados Unidos con altos jerarcas de la Iglesia católica, que apoyaban mi candidatura con cuantos medios tuvieran a su alcance—con tal de que yo derrotara a Pascual Ortiz Rubio, el extraviado embajador callista en Brasil, un despistado, cobarde y maleable al servicio de lo que con el tiempo sería conocido como el Maximato, un gobierno incondicional de peleles sometidos a la voluntad del Jefe Máximo para aplastar cualquier posibilidad de esperanza democrática, una canallada, sobre todo después de haber vivido la pavorosa Revolución tan sólo una docena de años atrás.

Organizar un movimiento armado antes de las elecciones me hubiera convertido en un Serrano o en un Arnulfo Gómez, supuestos golpistas que perecieron aplastados con toda la fuerza y la eficacia del ejército al haber atentado en contra de los poderes constituidos. En el ambiente político se hablaba con insistencia de violencia, de levantamientos armados, de cuartelazos organizados por diferentes facciones militares. Así, en marzo de 1929 estalló la rebelión escobarista, sólo que, como les dije a mis adictos, «ésa no era la buena», porque se trataba de una disputa de militares callistas contra militares obregonistas. «Revolución es la que el pueblo tendrá que hacer después de las elecciones, si no se respeta el voto.. Yo iría por todas con tal de defender mi triunfo en las urnas. ¿Quién podría derrotar limpia y democráticamente al Maestro de la Juventud, a un hombre amado por el pueblo, al que había instruido mejorándole sensiblemente sus condiciones de vida y le había obsequiado, además, esperanza y seguridad en su existencia? ¿Un generalote? ¡Vamos, hombre! ¿Un embajador extraído del paleolítico totalmente desvinculado de la realidad política del país? La mayoría de los mexicanos conocían mi nombre y mi trabajo. Todos tenían algo que agradecerme. Confiaban en mí. Yo no los traicionaría porque, además, lucharía al lado de los cristeros defendiendo nuestra sacratísima religión católica. Ya era hora de mostrarme como yo era en realidad yeso agradaría a los mexicanos amantes de la virgen de Guadalupe, cuyos elevados designios era conveniente defender con el poder de las armas. No me importaba, al revés, me fascinaba la idea de ser un presidente cristero. Me gustaba imaginar que mi pluma, «defensora del regicidio, guió también la pistola de Toral». Ahora bien, si no reconocían mi triunfo en las urnas lo haría valer por la fuerza de las armas. La rebelión escobarista sería un juego de niños frente a la que yo organizaría una vez concluido el recuento de los votos.

¿Recursos económicos de donde vinieran con tal de ganar las elecciones a pesar del gigantesco fraude electoral que ya se organizaba desde el castillo de Chapultepec? Los, fondos, con independencia de su origen, serían bienvenidos para defender nuestra causa, mi causa, la causa de México. ¿Dinero proveniente de las urnas de las iglesias católicas? ¿Qué más daba? No podía esperar ayuda financiera del gobierno de Calles. Ni soñarla, como tampoco podría aspirar a hacerme de una buena cantidad de dólares provenientes de la Casa Blanca. ¿Me tendría que resignar a protestar, como lo hizo . en su momento Alfredo Robles Domínguez, candidato de la oposición por el Partido Nacional Republicano, formado por algunos de los integrantes del Partido Católico Nacional, el PCN, en el sentido de exhibir el fraude electoral perpetrado a favor de Obregón en 1920? ¿Y Ángel Flores, el candidato opositor de Calles en 1924, el de los católicos, por supuesto el de los católicos, no había corrido aún peor suerte, porque no sólo se practicó un recuento delictivo de los sufragios, obviamente en su contra, sino que el propio Calles lo mandó envenenar cuando, tiempo después, empezó a hacer declaraciones públicas evidenciando las irregularidades cometidas en perjuicio del pueblo de México? ¿Cuál sufragio efectivo? ¿Cuál...? ¿Cuáles garantías individuales consignadas en la Carta Magna? ¿Cuál respeto a la legalidad para dejar de vivir en un país de salvajes? ¿Cuál Estado de Derecho prometido a raíz de la Revolución que enlutó, marcó, mutiló a toda una generación de heroicos mexicanos? Yo iniciaría un movimiento armado si se volvía a cometer un nuevo fraude electoral. Entonces sí, a las armas...

Durante mi campaña, a principios de marzo de 1929, precisamente el mismo 10 de marzo, cuando más recursos necesitaba, Andrés Henestrosa, Andresito, el joven poeta, mi paisano oaxaqueño, me presentó en Toluca a Antonieta Rivas Mercado, la rica heredera del arquitecto Antonio Rivas Mercado, el autor de la Columna de la Independencia ubicada en el Paseo de la Reforma, el decorador del Salón de Embajadores de Palacio Nacional, el famoso constructor del Teatro Juárez en Guanajuato y director de la Academia de San Carlos, un reconocido y próspero profesional porfirista. Antonieta, justo es reconocerlo, me cayó del cielo. No era un mujer hermosa como Adriana, ni tenía el magnetismo de Charito. No era una Úuta jugosa del trópico, abundante en carnes, piel curtida por el sol, cabellera larga como la de una potranca salvaje que se doma en la cama. Tenía, eso sí, una sensualidad exquisita. Labios finos, ojos cafés profundos, intensos, piel blanca, muy blanca, estatura media, delgada, cabello corto, castaño oscuro, nariz griega, alargada como su rostro, en realidad una copia de una esfinge de la Hélade, manos de pianista, dedos ensortijados, candorosos, sueltos, laxos, uñas impecables, ropa de la última moda, importada, de quien ha pasado largas temporadas en Europa y sabe vestir con elegancia. Trato dulce y generoso, sin pretensiones ni arrogancia, hablar reposado, en ocasiones escasamente audible, de sonrisa pronta, talentosa, ágil en sus respuestas, penetrante, eternamente curiosa, culta, gran lectora, amante de las bellas artes. En dicha ocasión conocí una buena parte de su vida. Me cautivó. Sin duda se trataba de una mujer valiosa. Había promovido la construcción del Teatro Ulises, impreso un buen número de libros de autores contemporáneos, traducido obras teatrales e incluso había desempeñado papeles estelares gracias a su habilidad histriónica y a su espléndida voz, financiado la Orquesta Sinfónica de Carlos Chávez y ayudado a diversos pintores como correspondía a una adoradora de las artes plásticas, una mecenas generosa, ayudadora y desinteresada. No tardé en percatarme de que la seducían los reflectores y los escenarios. Su inclinación hacia la notoriedad también me resultó evidente.

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