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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (43 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Después de desplomarme al piso con el texto entre los dedos de mi mano, fui presa de un ataque de furia durante el cual mandé cartas insultantes, terribles, unas injurias irrepetibles, de tal manera agresivas que facilitaron la expedición de una orden de arresto solicitada por el marido de Adriana. Al lograr recuperar mi libertad por medio de una fianza, busqué consuelo y lo encontré en Sol, la bella Sol, una fascinante bailarina española que me impidió volver a padecer recuerdos lúgubres. Un clavo no saca a otro clavo, de acuerdo, pero al menos lo afloja... Cuando, tiempo después, volví a encontrarme con Adriana en Nueva York, separada temporalmente del marido, logramos llegar a una reconciliación-liquidación: «igual que el fuego de esas brasas que han estado bajo ceniza y se avivan un instante bajo el soplador, para luego consumirse y extinguirse, en definitiva». Fue la mujer que más quise en mi vida. Me dejó tocado para siempre. Nunca pude olvidarla. Hoy todavía su recuerdo me agobia. Ni siquiera he podido leer la correspondencia que cruzábamos en nuestra juventud. Vendrían otras, muchas otras, en efecto, las mujeres son mi debilidad, pero jamás podría olvidar a Adriana.

¿Charito? Charito era de ojos negros, vivos y grandes, pelo negro y un poco crespo, pálidas mejillas, labios delgados, nariz nerviosa, cuello fino y cuerpo torneado, movible y tormentoso. Mi única preocupación eran sus pantorrillas demasiado delgadas. Veinte años más joven que yo, disfrutábamos una relación puramente sexual. Charito era poco complicada y sin problemas de índole intelectual. Tal y como lo narro en
El desastre
, ella siempre me decía: «No me exijas mucho, no me pidas más de lo que puedo dar, en el fondo no soy más que una pendeja, pero tuya...»

La vida seguía su marcha y su rumbo indescifrable. Yo me negaba a ser la hoja de un árbol sujeta a los caprichos del viento. Porfirio Díaz, el tirano, renunció en 1911 al cargo de presidente de la República al que accedió en 1876, como un golpista, después de derrocar al gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada enarbolando la bandera de la no reelección. Por supuesto que se reeligió cínicamente hasta que en 1911 el estallido de la Revolución lo obligó a dejar el cargo. Trabajé intensamente con Gustavo Madero en Washington para proveer de recursos al movimiento armado; Rockefeller nos ofreció quinientos mil dólares en oro a cambio de terrenos y concesiones petroleras, mismos que ya no llegamos a necesitar gracias a la temprana abdicación del dictador. Incumplir con un préstamo otorgado por el rey del oro negro hubiera propiciado la llegada de miles de marines en Veracruz o en Tampico. Las fuerzas armadas yanquis siempre estuvieron al servicio de los poderosos empresarios consentidos de Wall Street. Bastaba una llamada de los centros neurálgicos financieros de Nueva York para que se produjera una catastrófica intervención militar en cualquier parte del mundo, en particular en América Latina, atenazada por tiranos a su servicio. ¡Cuidado entonces con Rockefeller y sus secuaces! Gustavo era un avispado político, intrépido y agudo. ¡Qué diferencia con su hermano Pancho! Gustavo tenía que haber sido el presidente sin duda alguna...

Durante el gobierno de Madero inicié mi carrera como Maestro de la Juventud al ser nombrado director de la Escuela Nacional Preparatoria, en lugar de aceptar otros cargos más elevados que no quise ocupar por diferentes razones. Mi camino, por lo pronto, consistía en educar. Díaz había abandonado el poder heredándonos un ochenta y cinco por ciento de analfabetos, o sea, ganado, reses y vacas, a las que se podía conducir con emociones, chiflidos y arengas sentimentales, jamás con argumentos. ¡Libros, gritaba yo en mi desesperación, en lugar de discursos populacheros! ¡Aulas, profesores, explicaciones, razones y educación en general! Impuse mi ley, bueno, traté de imponer mi ley. Intenté disciplinar al alumnado con autoritarismo, la única voz que entienden los mexicanos después de casi tres siglos de padecerlo. No podemos desconocer nuestros antecedentes ni nuestra historia ni menos nuestra idiosincrasia. Tuve que renunciar. Los estudiantes no aceptaron el rigor indispensable para alcanzar un nivel de enseñanza eficiente, competitivo y productivo. El paternalismo se impuso y con él se enraizó aún más la indolencia, la resignación, el fatalismo, la ignorancia y la apatía. ¿Cómo rescatar a unos jóvenes que no desean ser rescatados? ¿Cómo? ¿Cómo ayudar cuando no se aquilata la función del maestro ni se le acredita ni se le respeta como el líder a quien se debe seguir ciegamente sin discutir sus directrices ni cuestionar su sabiduría? Me aparté del gobierno maderista. Cancelé, por lo pronto, en espera de mejores tiempos, cualquier esfuerzo en materia de educación pública. Volví al ejercicio profesional. Aprovecharía mis relaciones internacionales para desempeñarme como abogado. Ésa era mi carrera. Resultaba imperativo formar un patrimonio. El apoyo económico, algo me lo decía a mis treinta años de edad, constituía un objetivo fundamental. ¿A hacer dinero?, sí, a hacerlo y con clientes norteamericanos.

Era obvio que el derrocamiento de Madero se produciría de una u otra forma. No desmanteló, de acuerdo con la más elemental lógica, el viejo aparato porfirista, en particular al ejército. Las fuerzas armadas leales al tirano acabarían tarde o temprano con su gobierno y tal vez hasta con su vida. Y así se dieron los hechos: Madero fue depuesto y asesinado y con ello segada la gran esperanza democrática después de más de treinta años de dictadura. La Revolución estalló sólo para centralizar más el poder. Los mexicanos nos volvimos a ver inmersos en un nuevo baño de sangre similar al de la guerra de Reforma estallada en 1858, apenas cincuenta y cinco años atrás. ¿Saldo del movimiento armado de 1913? Un millón de muertos, más el desastre social, económico y político que nos obligó a dar marcha atrás por los menos medio siglo a las manecillas del reloj de la historia. Escapé con vida de las manos sanguinarias de Huerta, quien me había ofrecido todo género de seguridades para que permaneciera pacíficamente en el país. El chacal, justo es decirlo y reconocerlo, integró un gabinete de hombres notables, de acuerdo, pero yo no podía trabajar en una administración capitaneada por un asesino. Viajé a Estados Unidos. Ahí me refugiaría en lo que concluía el movimiento armado. Si nunca me entendí con Huerta, menos pude hacerlo con Carranza. Además de que era un falso civilista, jamás me perdonó haber dicho: «¡Ahora sí, ya le nació hombre a la Revolución!», en obvia referencia a Pancho Villa,
el Centauro del Norte
. Su séquito me vomitaba. Tanto me identifiqué con Villa que, a mi regreso, me salvó de perecer fusilado a manos del
Atila del Sur
, Emiliano Zapata.

Es cierto que durante el gobierno de la Convención, encabezado por Eulalio Gutiérrez, fui secretario de Educación, pero lo que sí es falso es que el dinero que le solicité al presidente Gutiérrez para obtener el reconocimiento diplomático de la Casa Blanca, una buena cantidad de oro, cuyo monto no recuerdo, me lo hubiera gastado en Europa con mujeres, vistiéndolas en las
boutiques
más caras del Faubourg Saint-Honoré, comiendo caviar y bebiendo champán. Es verdad que me dieron el dinero, mucho dinero. Es verdad que tenía intenciones de trabajar como cabildero en Washington. Es verdad que me escoltaron hasta el Río Bravo para poder cumplir a salvo con mi encargo político. También es verdad que, por razones ajenas a mi elevado encargo oficial, tuve que dirigirme de pronto a Europa y que ya estando allá, en el París de mis sueños, dejó de existir el tal gobierno convencionista, por lo cual me quedé descolgado sin misión que ejecutar. ¿Qué hacer sino vivir...? Pues a vivir... Fue entonces cuando se me agotaron los recursos porque es menester subrayar que pasarla bien en el Viejo Continente exige, de verdad, la tenencia de cuantiosos fondos... Si originalmente no fui a Washington ni cumplí con mis elevados compromisos no fue en razón de mi debilidad por el
foie gras
acompañado de un vino dulce Sauterne, sino meramente por cuestiones personales que no caben en el contexto de este breve relato.

Reconciliado con Carranza, recibí la inmensa satisfacción de ser nombrado su representante ante Inglaterra para sabotear el otorgamiento de préstamos a Villa, sí, en efecto, el mismo que me había salvado la vida para no perecer a manos del Atila del Sur. Se trataba de estrangularlo financieramente. Huerta seguía conspirando desde el destierro. Volví al Viejo Continente con dinero público para pagar mi estancia y mis negociaciones secretas. Lo que sí fue todo un acierto fue el haber podido disfrutar, de nueva cuenta, la dorada oportunidad de cruzar el Atlántico a bordo de un buque a todo lujo y visitar no sólo el Reino Unido, sino Francia, otra vez Francia, y España. Acepto que soy trotamundos. ¡Lástima que esta nueva aventura tampoco fue coronada con un sonoro triunfo diplomático: los ingleses vomitaban a Carranza! ¿Qué hacer? Una vez más sin fondos, mi pareja y yo tuvimos que regresar a la patria a dar las debidas explicaciones y a buscar empleo en el gobierno del
Barbas de Chivo
. Lo logré. Fui nombrado otra vez director de la Escuela Nacional Preparatoria, puesto de gran distinción del cual volví a separarme en el corto plazo, en razón de mis críticas al propio régimen carrancista. ¿Una deslealtad? ¡Qué va! La libertad implica el derecho a expresar mis opiniones sin sufrir represalias de ninguna naturaleza. Sin embargo, no sólo fui depuesto del cargo, sino arrestado. Una vez absuelto regresé a Estados Unidos, tierra de promisión. Por supuesto que no volvería a la vida pública mexicana sino hasta después del asesinato de Carranza, en 1920. Madero había caído también baleado en 1913. Dos presidentes acribillados en tan sólo siete años... ¿Cónlo acabar con el caos? ¿Por qué los mexicanos teníamos que dirimir nuestras diferencias a balazos? ¿Por qué provocar permanentemente al México bronco? ¿Por qué nuestra indisposición al diálogo? ¿Por qué nuestra incapacidad para parlamentar...?

Mientras me encontraba viviendo tranquila y modestamente, disfrutando las playas californianas; y festejaba con fruición el asesinato de Carranza afirmando que ahora sí todos los mexicanos seríamos libres, llegó un correo enviado por Antonio I. Villareal, por medio del cual me invitaba a regresar a México para ocupar el cargo de jefe del Departamento Universitario y de Bellas Artes, en realidad rector de la Universidad en el gobierno provisional de Adolfo de la Huerta, el verdadero político llamado a consolidar el gran proyecto nacional derivado de la Revolución. Obviamente no dejó de enviarme sobrados fondos para regresar tan pronto mi agenda me lo permitiera. El dinero siempre fue un problema en mi vida. Igual que lo obtenía, lo gastaba. Disfrutaba por igual su tenencia que su dilapidación imprudente e incontenible para volver a vivir la misma muerte, una agonía financiera que sería interminable hasta el último de mis días.

¡Cuánta alegría! ¡Cuántas posibilidades para! materializar mi sueño dorado!: ¡educar! Había nacido para educar y ahora podría hacerlo con una de las herramientas más eficientes a mi alcance: una universidad a nivel nacional. ¡Qué manera de justificar mi existencia! La Revolución no había sido un movimiento inútil. Concebí entonces el lema que resumiría la enseñanza universitaria: «Por mi raza hablará el espíritu». Con educación podríamos construir el México que todos creíamos merecernos. Aunque siendo consecuente con el objetivo de estas confesiones, debo señalar que «lo que en realidad quise decir fue que Por mi raza hablará el Espíritu... Santo». ¿Cuál sería mi suerte a la conclusión del gobierno de Fito de la Huerta, el gran conciliador y auténtico constructor de las mejores causas de México? Obregón llegaría a la presidencia. Nadie con más merecimientos que él para dirigir los destinos del país. ¿Quién podía enfrentársele? ¿Cómo olvidar ni por un instante la suerte de Carranza?

Álvaro Obregón me llamó a su gabinete. Desde un principio creí en el sonorense. No recordaba haberme encontrado en mi vida con un hombre más creativo, más rápido de mente, más simpático, más ágil en sus respuestas, más ejecutivo en sus decisiones, más dispuesto a cambiar el rumbo de la patria. Aceptó desde nuestras primeras conversaciones mi proyecto educativo. En 1921, gracias a mis gestiones y cabildeos en los congresos locales, nació legalmente la Secretaría de Educación Pública con un presupuesto jamás visto. Juntos instrumentaríamos la auténtica revolución educativa. Capacitaríamos a los maestros para enseñarlos a enseñar. A los estudiantes les enseñaríamos a estudiar. A ningún alumno se le había enseñado jamás a aprender. Alimentaríamos debidamente a los chiquillos para que no se durmieran encima de los pupitres, víctimas de la desnutrición y del hambre. Instituiríamos los desayunos escolares. Advendría el progreso cultural; la evolución material. Asistiríamos a una nueva eclosión de la más pura mexicanidad, construiríamos la civilización del futuro, sentaríamos los cimientos de una prosperidad nunca siquiera soñada. Nos convertiríamos de la noche a la mañana en la capital de la ciencia, el centro mundial de las artes. Crearíamos numerosas bibliotecas populares y le daríamos vida a los departamentos de Bellas Artes, Escolar y de Bibliotecas y Archivos; reorganizaríamos la Biblioteca Nacional, dirigiríamos un programa de publicación masiva de autores clásicos, fundaríamos la revista
El Maestro
, promoveríamos la. escuela y las misiones rurales y propiciaríamos la celebración de la primera Exposición del Libro. Cada muro de la nación sería un cuadro por más que Orozco hacía caricaturas horribles; en cada jardín habría una escultura, en cada parque se leerían poemas; en cada aula se forjaría a los mexicanos del porvenir con arreglo a lecturas de los grandes literatos; en cada hogar habría una pequeña biblioteca que alojaría a los filósofos incunables de todos los tiempos. Aprenderíamos a pensar, nos sacudiríamos con conocimientos los traumatismos de nuestra historia, nos desprenderíamos los complejos de inferioridad, razonaríamos con talento e imaginación tal y como era usual en las grandes potencias, constituiríamos una referencia obligada, nos consultarían para entender el milagro mexicano. Nos curaríamos de cualquier mal.

En resumen, impartiría una educación con maestros especialmente capacitados; construiría mil escuelas al año en las ciudades y en el campo; instrumentaría campañas contra el analfabetismo, lo erradicaría como a una hierba maldita; instalaría bibliotecas, difundiría y promovería las artes, publicaría millones de libros, pintaría murales en edificios públicos encargándoles los trabajos a José Clemente Orozco, Diego Rivera, David Alfara Siqueiros, Ramón Alva de la Canal, Fermín Revueltas, Fernando Leal y Jean Charlot; emprendería un esfuerzo en materia de comunicación con el resto de la cultura latinoamericana; invitaría a escritores y educadores extranjeros a fin de que impartieran cursos y conferencias; vendría la gran Gabriela Mistral; incorporaría a la minoría indígena a un sistema escolar nacional; la enseñanza del castellano sería obligatoria; promovería las artesanías populares con el apoyo incondicional del presidente Obregón. Él me daría los fondos requeridos. La educación sería el primer objetivo de su administración. ¿Mil escuelas al año constituían un objetivo insignificante? ¿Qué había hecho el tirano de Díaz durante su interminable dictadura de treinta y cuatro años? ¿Por qué no construyó treinta y cuatro mil escuelas? ¡Qué país nos hubiera heredado! Simplemente no habría estallado la Revolución ni veríamos burros en las calles de la ciudad de México en lugar de los Cadillac que circulan por las ciudades norteamericanas. Los campos serían vergeles y no eriales. Los campesinos ilustrados utilizarían zapatos en lugar de huaraches llenos de costras de lodo. Se bebería whisky y no pulque; comeríamos sentados con tenedor, cuchara y plato y no en cuclillas y con las manos; disfrutaríamos el aroma de los perfumes y no los hedores propios del sudor rancio de siglos; recurriríamos al médico graduado y no al brujo que trata de curar con bailes rituales; utilizaríamos baño en lugar de letrina. Las escuelas son la gran panacea. ¡Cuánto tiempo desperdiciado durante la tiranía porfirista! ¡Cuánto daño nos había hecho el caos padecido a lo largo del siglo XIX! ¡ Qué privilegio me concedía la vida al permitirme ser el constructor del México moderno con el que había soñado desde mi remota estancia en Piedras Negras!

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