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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (59 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Siempre pensé que el arzobispo soñaba con mi musa, con Juana, con Sor Juana, la más odiada y la más amada de todas las mujeres... Ella también lo tenía embrujado, sólo que el arzobispo no podía reconocerlo ni siquiera en Su fuero interno y yo si... Por ello él llamaba regularmente a un sacerdote ajeno al oratorio, para que vigilara algunas noches su sueño dado que temía hablar dormido y violar así, sin proponérselo, el secreto de la confesión... «Como al final se le informó que no decía nada, pudo dormir liberado de temores.»

¿Cómo era el arzobispo Aguiar y Seixas, el enemigo más poderoso de Sor Juana, en visión del apostolado que él deseaba ejercer?

Baste decir que Aguiar y Seixas, «hombre de grandes pasiones, debió practicar la castidad en grado heroico. Aguiar era un viejo cojo y cegato, aquejado de tabardillos, mal de costado, además de otras enfermedades... Todos los días de su vida, pasara lo que pasara y donde estuviese; don Francisco cantó la misa... Nunca visitó un monasterio de monjas... Dictó y posteriormente reiteró la excomunión contra las mujeres que se atrevieran a subir la escalera de su palacio». Les tenía prohibido pisar su santo recinto. ¿Cómo concederle el menor espacio a la encarnación del mal en su propia casa? Sí, en efecto, llegó a pensar en renunciar al arzobispado por el temor de que la virreina de la Nueva España, doña María Luisa, se atreviera a besarle la mano... No lo permitiría, no lo soportaría, no lo sobreviviría, no, no y no. ¿Cómo sería su rechazo flagrante a las personas del sexo opuesto, que ni siquiera se atrevía a verlas a la cara?

Aguiar y Seixas creía ejercer un control total en la feligresía hasta que una tarde, en la iglesia, empezó, desde el púlpito, a criticar a las mujeres «que andan por ahí provocando a los hombres, mostrándose como emisarias de Luzbel...» Entre los feligreses se encontraba una dama, tal vez la primera defensora de su género en la Colonia. Indignada por el dicho del arzobispo, perdida de coraje al llamarlas culpables de todos los males terrenales, mostró su rabia pensando en una primera instancia en gritarle, enrostrarle sus errores. Decidió, en su ira, que la queja pública, la protesta verbal, resultaba una respuesta insignificante ante los atropellos e insultos proferidos por el altísimo jerarca católico. No, no era suficiente. ¿Gritar, para qué...? Impulsada por una rebeldía natural prefirió ponerse de pie sobre las bancas de la iglesia y, una vez vista por toda la feligresía, reclamando sus derechos pisoteados, empezó a quitarse la ropa y aventarla furiosa entre los devotos que la contemplaban aterrados, al igual que el arzobispo, hasta dejar ver lo que para cualquier cura de la época era lo más abominable, la evidencia apodíctica de la existencia de Satanás; lo que para los creyentes era la cruz, para el diablo era el triángulo negro del sexo... Aguiar, al contemplar la escena, cayó al suelo impactado por la impresión, arrojando espuma por la boca, retorciéndose de dolor espiritual en tanto daba vueltas compulsivamente al torniquete del cilicio.

Hacía conducir a las mujeres extraviadas al convento de Belén, mejor conocido como «la cárcel de Belén», para que jamás volvieran a pisar la calle. Resultaba imposible encontrar a hombres en sus celdas, sólo mujeres, siendo que él se ostentaba como el dueño absoluto de la prisión... Pretendía recoger «a todas las mujeres de la ciudad», convertir el beaterío en un gigantesco reclusorio sin conformarse con las ya reclutadas... «Desde luego las mujeres se asilaban voluntariamente pero, una vez dentro, no volvían a salir, ni a ser vistas por ningún hombre. Valido de diversos pretextos —el excesivo solo el frío extremo— tapió ventanas, clausuró puertas, levantó muros y en 1683 estableció la más rígida clausura...» Las confesaba, oficiaba misas, organizaba pláticas piadosas y ordenaba que se les diera la Eucaristía con la salvedad de que él no podía ni verlas. ¡Claro que fundó una institución de asistencia para mujeres locas!

Pero no, no sólo eso, compraba todos los asientos de los palenques de modo que nadie pudiera asistir, por tratarse de espectáculos pecaminosos y, por si fuera poco, todavía se encargó de proscribir, bajo pena de excomunión, la venta de pulque, el juego, las apuestas, así como la crianza y pelea de gallos... Cometía pecados imperdonables quien se dedicara a semejantes actividades. «Enemigo mortal de comedias y novelas, persuadía a los libreros de que no las vendieran o se las cambiaba por los mil quinientos ejemplares del libro
Consuelo de Pobres
, importado por él de España... Él mismo presenciaba en su palacio, con gran satisfacción, la quema de los libros nefandos, heréticos, deformantes, incendiarios y disfrutaba particularmente la forma en que perecían los gallos más renombrados víctimas del fuego...» Describía prolijamente la coronación de espinas que sufrió Cristo y propiciaba la confesión de todos los pecados para que aquellos que se ocultaran al sacerdote no se convirtieran en sapos atorados en la garganta, que produjeran la asfixia y la muerte por vergüenza al ser relatados. Era un gran limosnero incapaz de percatarse de que mientras más daba, más pobres había... El furor misericordioso de Aguiar y Seixas —los contadores del virreinato calcularon que en dieciséis años había gastado dos millones, sin incluir donativos secretos— nos describe la infinita miseria de la ciudad, de sus barrios y pueblos...

¡Cómo olvidar cuando reunió a una multitud el 12 de noviembre de 1694, en la iglesia, y habló así!: «Ea hijos, estad advertidos que tal día a las tres de la tarde han de tocar tres veces una campana, así en la catedral como en las demás iglesias: os habéis de hincar de rodillas, rezar tres credos en cruz, y así lo habéis de decir a cuantosos preguntaran... Durante años tañeron las campanas y muchos se arrodillaron en las calles rezando sus tres credos, con la esperanza de encontrar una buena muerte».

En los últimos meses de su vida, muy enfermo, siguió absorbiendo rapé en un rincón apartado de la vista de los curiosos, sin prescindir jamás de los cilicios: hasta la muerte trajo encarnado uno de acero tan metido en la carne «que los médicos debieron cortarlo con sierra y tenazas. Murió con un cilicio muy apretado y una cruz colgada de una cadenilla erizada de púas».

Al año siguiente, 1686, don Tomás mi marido dejó de ser el virrey de la Nueva España. Sin embargo, gracias a mis buenos oficios todavía pudimos permanecer en la Colonia dos años más sin representación oficial alguna, eso sí, sufriendo una nueva y devastadora campaña del arzobispo Aguiar desatada en contra de las mujeres. Don Tomás invertía la mayor parte de su tiempo en la realización de negocios que nos permitieran vivir en Europa con la máxima dignidad. Yo, por mi parte, sólo tenía dos objetivos en la mente: uno, absorber todas las esencias de esa hermosísima monja en la más amplia acepción de la palabra, pasar a su lado todo el tiempo que me fuera posible y, dos, recopilar la obra de Sor Juana para publicarla inmediatamente a mi llegada a España. De llegar yo a convertirla en una deidad poética por la publicación de sus trabajos en Europa, de sobra lo sabía, se haría una mujer intocable para cualquier cura, arzobispo o inquisidor. ¿Quién se atreve a condenar a la hoguera a la máxima expresión de las letras castellanas universales personificadas, esta vez, por una mujer? ¿Aguiar y Seixas iba a mandar quemar junto con sus libros a la figura más conocida de la poesía novohispana? No, se condenaría en el infierno. ¿Objetivos centrales? "Amar a mi musa, recopilar a la máxima velocidad posible y publicar al desembarcar en España. Nadie podría con ella. Un ídolo de las artes universales. ¡A trabajar!

«Finge estar enferma, Sor Juana, te visitaré mañana en la tarde en tu celda...»

Ella contesta: «Ama y Señora mía, beso los pies de Vuestra Excelencia. Su criada. Juana Inés de la Cruz».

El tiempo pasaba y Sor Juana me hacía confesiones unas veces en su celda y otras en el locutorio, a la vista, mas no al oído del público, para guardar las apariencias.

En una ocasión me mandó uno de sus
papelillos
con este mensaje: «Pensé yo que huía de mí misma pero ¡miserable de mí! Trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación: que no sé determinar si por prenda o castigo me dio el cielo, pues de apagar o embarazarse con tanto ejercicio que la religión tiene, reventaba como pólvora y se verificaba en mí el
privatio est causa appetitus
».

La abstención origina el apetito... ¿No es una síntesis maravillosa expresada en un genial latinajo?

El virrey visitó un par de veces el convento y si yo lo hice en repetidas ocasiones fue al amparo de mi incuestionable autoridad virreinal, Supe entonces que su padrino, el capitán don Pedro Velásquez de la Cadena, un hombre acaudalado, había pagado cinco mil pesos en oro, una muy elevada y sustanciosa cantidad para facilitar su ingreso en el convento de San Jerónimo en 1669. Cualquier trámite eclesiástico podía costar una fortuna, como fortuna había tenido que pagar mi Sor Juana para comprar la celda de dos pisos en la que vivía enclaustrada y que albergaría cuatro mil volúmenes de libros coleccionados a lo largo de toda su existencia. Debo reconocer que yo, en alguna medida, ayudé a la integración de esa magnífica biblioteca, envidia de propios y extraños, porque yo contaba con todas las ventajas aduaneras desde que nadie se atrevía a abrir el correo real en el que venían también un gran número de obras prohibidas en España, redactadas en la Europa progresista. ¿Un gran peligro de cara a la Inquisición de haber descubierto este contrabando de ideas? Bien, ¿y no valía la pena correr el riesgo para alimentar el prodigioso intelecto de esta mujer superior en todos los órdenes de la palabra? La propia Sor Juana me hizo saber cómo la marquesa de Mancera también la había protegido y ayudado a conseguir libros prohibidos, tal y como yo lo había hecho. Durante aquellos años mi musa fue también intocable. Yo lo desconocía, como también ignoraba que la muerte de la marquesa de Mancera, en Tepeaca, rumbo a Veracruz, el 21 de abril de 1674, le hubiera afectado tanto a Juana. ¡Cómo lloró mi monja adorada, según me lo expresó, la pérdida de esa mecenas que hizo tanto por ella! Dicha virreina y su marido fueron quienes habían convocado a una competencia entre Juana de Asbaje y los cuarenta sabios más sobresalientes de la Nueva España, prueba de la que esa pequeña, que ni siquiera había cumplido los veinte años, había salido gallarda y exitosa...

Sor Juana y yo hablamos con mayor frecuencia, intensidad y honestidad a partir del momento en que anuncié mi regreso a España. Nos arrebatábamos la palabra. Cada una de nosotras deseaba llenarse de recuerdos de la otra, sepultarse en imágenes, afirmar de tal manera los conceptos, que nunca desaparecieran con la facilidad con que las huellas de las gaviotas se desvanecen al caminar sobre la arena húmeda del mar. Juana, mi Juana, nunca recurrió a su físico para causar escándalo, sino a su inteligencia. Invariablemente se negó a ser la priora del convento porque ello la distraería de sus obsesiones literarias. Nada podía apartarla de la filosofía ni de la poesía ni de las letras ni de la literatura. Por ello había pasado interminables momentos de frustración cuando aceptó el cargo de archivista y contadora del convento. Nada mejor, como ella misma me decía, que ascender por los escalones de la ciencia para poder entender la teología. En esos días me confesó que la escritura sería su perdición: «...mi tintero es la hoguera donde tengo que quemarme...» El miedo a la Inquisición, a perecer incinerada en la hoguera o a perder brazos y piernas por medio de una de las torturas que podía imponer el Tribunal de la Fe, algún día le iba a quitar la pluma de la mano. La Mariolatría, su adoración por la virgen María, le había permitido argumentar a favor del derecho de la mujer, específicamente del suyo, a leer y a escribir. Sor Juana adoptó entonces una posición crítica en relación con la Trinidad masculina, reconstruyéndola con un principio femenino. ¿El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de pura extracción masculina? ¿Hombres, hombres y sólo hombres en la cúpula de la religión católica? ¿Y las mujeres? ¿Por qué razón Dios, el Padre, no puede ser mujer, es decir, una Diosa? Excluirnos implicaba una perversión. Y esto era realmente inadmisible para el arzobispo Aguiar y Seixas y su cáfila de diablillos misóginos. En sus villancicos queda claro que Dios puede ser mujer o un ser sin sexo o estar ausente. ¿Cómo puede ordenar Dios un mundo en que mujeres como Sor Juana tuvieran que arriesgar la salud, el bienestar mental o la propia vida para ejercer la inteligencia que el mismo Dios les dio? Excluir a las mujeres es una conjura de los hombres para prostituir el orden espiritual y moral de la sociedad y de la Iglesia. ¿Una monja, una mujer, un ser inferior que debía permanecer callado, se atrevía a abordar temas teológicos? Era preciso amordazarla, silenciarla, quemarla o desaparecerla: no había espacio para las sacerdotisas. ¡La pira!

La Iglesia invariablemente se había distinguido por tratar de erradicar los valores femeninos de la conciencia religiosa del pueblo. Sor Juana se oponía a veces en forma abierta o encubierta por medio de sus escritos a la hegemonía masculina. Ella la había padecido desde niña cuando su madre se había convertido en esclava de los hombres por la sola razón de su sexo. Las mujeres cargaban con los hijos, con la educación, con las carencias materiales, con el aseo doméstico hasta depender totalmente de la suerte del jefe de la familia sin poder instruirse ni capacitarse ni estudiar en bien precisamente de la familia. ¿Cómo los hombres podían encargarle los hijos a las mujeres si éstas eran unas ignorantes apenas útiles para lavar y planchar la ropa hasta acabar con las manos deshechas en la peor desazón? ¿Cómo culpar del embrutecimiento de los hijos, de la escasa prosperidad familiar a las mujeres cuando a éstas les era prohibido pisar una universidad? El atraso de la Nueva España se debía, entre otras razones, a la dolorosa exclusión de las mujeres de la academia y de la vida económica. Ella sufría, tanto dentro del convento como afuera, en una sociedad que festejaba los valores del Padre, del Hijo y el Espíritu Santo. El entendimiento humano, decía Sor Juana, es una potencia libre que juzga lo que es o no verdad en asuntos espirituales. ¿Por qué las mujeres iban a quedar excluidas de dicho entendimiento? Para ella algo terriblemente malo había ocurrido al aparecer el cristianismo en el horizonte religioso del mundo. Había sido algo terriblemente injusto, «contrario a la lógica más elemental y a todo principio humanitario». Las mujeres habían sido rebajadas de su debido puesto en la jerarquía religiosa convirtiéndolas en seres criminales responsables de todo mal en la Tierra. «Para Sor Juana, un cristianismo que les negaba a ellas su naturaleza divina era un cristianismo equivocado y de hecho, inicuo.» Ahí radicaba una parte de su odio al padre, a los hombres, al género masculino.

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