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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (22 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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¡Qué terrible presentimiento experimenté en una ocasión, cuando Matías y yo, ya convertidos en hombres hechos y derechos, hablábamos de amores a lo largo del camino, y él me describió con lujo de detalles a la mujer de su vida, con quien estaba dispuesto a casarse a la menor oportunidad! El perfil de su amada correspondía con el de Francisca, precisamente el de mi querida Francisca...

—¿Te refieres a la sobrina de don Antonio Gómez Ortiz, el dueño del comercio en Tepecoacuilo?

—Sí —repuso desinteresadamente sin imaginar que me estaba encajando en el estómago la hoja afilada de un machete. Por supuesto que Matías no podía imaginar que yo también suspiraba por Panchita, y que no sólo suspiraba, sino que yo también había dispuesto hacerla mi mujer.

—¿Por qué me lo preguntas? ¿Acaso también la conoces? ¿No te parece maravillosa...?

Esquivé entonces, como pude, la respuesta, sin delatar mis sentimientos y sin reflejar la enorme angustia que a partir de ese instante empezó a apoderarse de mí. No era el único que competía por conquistar su amor... ¿Por qué teníamos que enamorarnos los dos de la misma mujer habiendo tantas, tantísimas? Y además, ¿por qué teníamos que ser amigos y recorrer los mismos caminos, visitar las mismas plazas y comprar productos en los mismos comercios? ¿Por qué no otro hombre, por ejemplo de Acapulco o de la capital, se había enamorado de Francisca, sin que yo lo conociera y sin que obviamente tuviera algo que ver con él? ¿Por qué tenía que ser Matías, precisamente Matías Carranco, mi gran amigo? La vida empezaba por someterme a pruebas severas a una edad muy temprana. ¿Qué hacer, batirme en un duelo a machetazos, según se acostumbraba en mi tierra, o simplemente matarlo, o robarme a Francisca cuando ella menos lo sospechara y, tal vez, sin siquiera pedirle permiso? Mejor, mucho mejor no comentar nada por el momento. No me referiría en lo absoluto a la terrible coincidencia, pero, eso sí, me apresuraría a enamorada, a acercarme lo más rápido posible para apoderarme de su corazón. De logrado, Matías quedaría descalificado. Francisca le explicaría su predilección por mí y lo invitaría sensatamente a olvidarse de cualquier relación con ella.

Volví entonces a Tepecoacuilo decidido a apropiarme, sin pérdida de tiempo, del mundo de Francisca, lo quería todo para mí. Mi madre, profesora de primera enseñanza en un lote vecino al río Chiquito, la escuelita del barrio de San Agustín, me había enseñado que cuando una persona está dispuesta a dar todo a cambio de un objetivo, por lo general, el esfuerzo se corona con el éxito. Le empecé a llevar sus flores preferidas, los pensamientos, aun en épocas del año en que éstas difícilmente germinaban. Le componía versos, le hablaba de san Agustín, de santo Tomás, con el propósito de impresionarla con mis conocimientos adquiridos en la biblioteca que mi abuelo materno había logrado integrar a lo largo de su vida. El tiempo escasamente había pasado, en aquel entonces, yo contaba los veinticinco años de edad.

Ni mi aspecto ni mi baja estatura me proporcionaban la seguridad suficiente como para abordarla con alguna destreza y confianza en mí mismo. Tenía que deslumbrarla con actitudes y detalles para hacerla olvidar mi aspecto. Tal vez en mis desplantes, Francisca podría advertir algunos rasgos sobresalientes de mi personalidad que la animaran a acercarse a mí. Algo me indicaba que yo había nacido para cumplir una misión especial ordenada por el Señor, y ese algo, era precisamente lo que yo deseaba exhibir sin saber concretamente de qué se trataba. De lograr que ella advirtiera en mí un porvenir atractivo y gratificante, lo demás caería solo...

En una ocasión, cuando guardaba y amarraba las recuas, como siempre, después de un largo viaje, y me disponía a entrar en el tendejón, don Antonio, el tío, como si hubiera adivinado mis intenciones, se acercó a mí con el rostro descompuesto, la respiración extraviada y la mirada cargada de angustia, para decirme:

—José María, José María, Matías Carranco se ha raptado a mi niña, a mi sobrina Francisca, y nadie sabe dónde están.

Instintivamente me llevé la mano derecha para sujetar firmemente el mango del machete. Me quedé petrificado, anclado en el piso de tierra. Tartamudeando alcancé a decirle al viejo:

—¿Cuándo? ¿Cómo pasó?

—Ayer cuando merendábamos en Ahuacatitlán y celebrábamos a nuestra patrona, con el pretexto de ir a cortar nanches y a bailar, Matías se raptó a Panchita. Al acabar las fiestas ya nadie volvió a verla.

—¿Alguien vio cómo la secuestraban? ¿Por qué tenía que ser Matías?

—Fue con la última persona con quien la vieron. De ahí ya no hemos vuelto a saber nada de ella.

Juro por Dios que todo lo sabe que no podía creer lo que escuchaban mis oídos. Quería gritar y despertar de la pesadilla, pero lamentablemente estaba viviendo una terrible realidad.

—Además —agregó el viejo atando cabos—, de un tiempo para acá, ella ya no dejaba de hablar del tal Matías quien, a propósito, ya no vino por su carga el día de hoy, como acostumbraba cada miércoles desde hace tanto tiempo. Mírala —adujo don Antonio con gravedad externando el terrible disgusto que lo devoraba—, ahí está toda tirada y los animales esperando que vengan por ellos, pero seguro estoy que ya nadie vendrá a recogerlos... y pensar que mi sueño dorado era llevar a esta chamaca al altar para que se casara como Dios manda —concluyó el viejo sin poder controlar unas lágrimas de pesar o de rabia, que rodaban por sus mejillas.

Yo sabía dónde vivía Matías Carranco, de sobra me lohabía contado cuando arreábamos al ganado y teníamos todo el tiempo para platicar de nuestras vidas. Una vez asegurada 'mi carga, le pedí prestado un caballo a don Antonio y me dirigí al domicilio, de Matías, con quien ya no había nada que ocultar. Eso sí: no olvidé el machete que tantas veces me había salvado la vida al defenderme de los animales salvajes en la ruta a Acapulco. Había llegado el momento de volverlo a utilizar pero, esta vez, para matar a una persona, a un antiguo amigo, compañero de interminables caminatas a lolargos de la selva y de los bosques tropicales. Después de un par de horas de cabalgar a pleno galope con la esperanza de que no fuera a reventar el caballo, llegué agotado al lugar en donde encontraría secuestrada a mi amada. No me había equivocado. Al golpear la puerta a puñetazos, de pronto la abrió el propio Matías acompañado de Francisca, quien no exhibía, para mi inaudita sorpresa, la menor señal de angustia ni de preocupación. En ningún momento pidió auxilio ni me extendió desesperada la mano pidiéndome que la rescatara. No, no gritaba ni se arrastraba en el piso suplicando ayuda para escapar de su raptor.

Matías, quien para entonces ya debería de haber sido informado por Francisca de mis intenciones, se ubicó desafiante en el umbral de la puerta poniendo ambas manos en jarras para impedirme el paso:

—¿Qué quieres? —tronó en un plan de abierta provocación.

—Vengo por Francisca, no tienes ningún derecho a tenerla secuestrada.

—¿Quién te dijo que la tengo secuestrada? Yo la invité a vivir conmigo, no me la traje a jalones ni amarrada. Vivimos juntos de mutuo acuerdo.

—Eso es falso, nadie te lo va a creer; Francisca es mía y ella lo sabe. Está aquí contra su voluntad, de otra manera se hubiera quedado con su tío.

Antes de que Matías pudiera contestar, Francisca, de espaldas a él y a modo de una respuesta muda pero elocuente, entrelazó los dedos de sus manos con los de él, al tiempo que me disparaba en pleno rostro y sin la menor piedad:

—Ya soy una mujer, José María, y puedo tomar mis propias decisiones. Mi edad no cuenta... Me quedaré a vivir aquí con Matías gústele a quien le guste y desagrádele a quien le desagrade.

Me quedé absolutamente perplejo. Yo iba dispuesto a batirme en un duelo por mi amada, a quien por timidez escasamente le ha¬bía declarado mi amor; sin embargo, ¿qué hacer si ella, con su simple voz, me hacía más daño que mil navajas juntas? Sentí que hacía un espantoso ridículo. Nada había que discutir, nada había que alegar, nada tenía que hacer yo ahí, salvo dar la vuelta, montar mi caballo y regresar por donde había llegado. ¿Cómo era posible que la vida pudiera dar un vuelco tan vertiginoso y violento en tan sólo un santiamén? Apenas un par de horas antes pensaba en cómo invertir los ahorros obtenidos de mis negocios en la Hacienda de Tahuejo, en unas tierras en donde crecería ganado y cosecharía maíz y forrajes para tener, el día de mañana, una hacienda en donde viviría con Francisca y con los hijos que Dios, nuestro Señor, nos mandara. Ahora todo se derrumbaba y entraba en un túnel oscuro sin antorchas y con destino desconocido. Me perdía, me extraviaba, ya nada me interesaba, ni recuas, ni hacienda, ni hijos, ni futuro... nada. ¿Qué sentido tenía la vida sin Francisca? Ninguno.

Fue entonces cuando a los dichos veinticinco años, en 1790 para ser preciso, decidí dedicarme a estudiar para ingresar posteriormente en un seminario con la idea de ejercer el sacerdocio y obsequiar toda mi vida a Dios, olvidándome de las mujeres, de la existencia mundana y del dinero. Consagraría hasta el último de mis días a cultivar mi espíritu. Ayudaría a terceros a encontrar un camino que yo había perdido para siempre.

Precisamente en aquel año trágico y de gran luto amoroso en mi vida, abandoné la Hacienda de Tlahuejo y regresé a Valladolid para ingresar al Colegio de San Nicolás Obispo, decidido a iniciar mis estudios superiores hasta terminarlos en el Seminario Tridentino de la misma ciudad. Vestiría túnica y manto de paño azul para el diario, y de terciopelo del mismo color para las grandes ocasiones, además de beca y bonete. Para salir del colegio a la calle se requería el permiso del rector, nada menos que el cura Miguel Hidalgo y Costilla, además debíamos llevar el traje propio del plantel y regresar a horas convenientes, pues ningún colegial podía pernoctar fuera del recinto. En lugar de disfrutar mis ahorros con Francisca, los destinaría al pago de los trescientos pesos anuales, el gigantesco importe de la colegiatura, una fortuna si no se perdía de vista que un labrador de Apatzingán, por ejemplo, ganaba unos ciento cincuenta pesos al año. ¡Cómo me impactó la sabiduría y la cultura del padre Hidalgo quien, además, tenía el don de lenguas! Aparte del latín y el castellano, ¡leía y entendía, hablaba y escribía, traducía e interpretaba griego, hebreo, francés, italiano y portugués; purépecha, otomí y náhuatl!

Todos comíamos y dormíamos en el colegio. En el comedor se reunían los colegiales de todos los grados, los profesores y el rector, cada uno en su lugar. El desayuno se servía a las ocho de la mañana, el almuerzo, la principal comida del día, a las doce, después de lo cual se disfrutaba de una hora de descanso y conversación honesta y, a veces, había espacio para una pequeña siesta. En la tarde, hacia las cuatro, se comía un bocadillo y se concedía media hora de entretenimiento. Después de rezar en la capilla a las siete, nos obsequiaban con una cena ligera, durante la cual se narraban historias y se abría un momento para discusiones, con derecho a preguntas y respuestas. A las nueve de la noche, profesores y estudiantes nos recluíamos en nuestras respectivas celdas. Al día siguiente, a las cinco de la mañana, en la capilla se ofrecía la misa, tras la cual se reiniciaban las clases a las seis. Lo que fuera con tal de olvidar a Francisca. Con el tiempo adoraría mi vocación sacerdotal.

Mi madre, Juana María, quien en sus años jóvenes había servido como maestra en la escuela de mi abuelo y más tarde como profesora particular para ganarse la vida en nuestra propia casa, invariablemente insistió en la importancia de asistir al Colegio de San Nicolás. Su felicidad era inocultable. Ella y sólo ella sabía que sepultado en la ignorancia jamás podría construir un futuro. El mismo lema me lo repetía insistentemente mi abuelo, de ahí que ella exigiera una y otra vez el otorgamiento de una beca para garantizar mi porvenir.

Mi padre, especialmente hábil para engendrar hijos —llegó a procrear ocho— no demostraba las mismas capacidades a la hora de sostener económicamente a su familia. Cuando yo tenía diez años de edad, él, José Manuel Morelos, desapareció de nuestro hogar dejándonos en total abandono e indefensión económica. Su afición por el licor, por las mujeres y por el juego lo extravió para siempre. Sus escasos haberes los perdió en las barajas o con prostitutas, con las que logró finalmente deshacerse de todo su patrimonio. La vergüenza, el deshonor y la impotencia para hacer frente a sus obligaciones familiares, lo orillaron a tomar el camino más fácil: un día desapareció para volver ocho años más tarde a pedirle perdón a mi madre. Inexplicablemente, ella lo aceptó de nuevo en la casa, sólo para engendrar tres hijos más y precipitarnos en una pobreza todavía peor. Mi abuelo pudo sostenernos algún tiempo más con los escasos ingresos derivados de la escuela hasta que la carga lo aplastó y le estalló el corazón. Nos quedamos totalmente desamparados. Yo solo tuve que aprender a estudiar y a leer todos los libros que caían en mis manos. Me convertí en un autodidacto, mientras mi madre y yo intentábamos recuperar una capellanía fundada por mi bisabuelo, Pedro Pérez Pavón, para la celebración anual de misas orientadas a garantizar el eterno descanso de su alma.

El 4 de octubre de 1765, en la ciudad de Valladolid, me habían bautizado con el nombre de José María Teclo Morelos y Pavón. Mis padres habían nacido en la Nueva España y en ningún caso en Europa, a diferencia de como lo hicieron constar los integrantes del Santo Oficio, para que, en mi carácter de hijo de españoles, pudiera ser juzgado y ejecutado. A los mestizos y aborígenes no se nos podía privar de la vida, de ahí que insistieran en buscarme una identidad de la cual yo carecía.

Disfruté mucho mis años de estudio en el viejo colegio nicolaíta, sin imaginar que mi presencia en dicho plantel cambiaría radicalmente mi vida gracias a los consejos y a los conocimientos de Miguel Hidalgo y Costilla. De sus manos iluminadas y generosas recibí varios premios, en particular uno por mi habilidad en la lengua latina. El propio cura Hidalgo me promovió al cargo de decurión, al colocarme al mando de diez hombres para instruirlos. Ahora mi ilusión consistía en convertirme en centurión y dirigir académicamente a cien alumnos, objetivo que empecé a lograr al elevarme al grado de ayudante de profesor de diferentes disciplinas. Tenía las facultades para calificar la conducta y el aprovechamiento de mis semejantes, así como para recomendar su aprobación, suspensión o castigo en relación con las faltas cometidas. Había adquirido el rango de autoridad. Nunca olvidaré el rostro de mi madre cuando, el 24 de agosto de 1791, en presencia de catedráticos y alumnos, así como de familiares, me honraron con la responsabilidad del decurión. Tanto ella como mi hermana Antonia se impresionaron al verme subir al templete vestido con manto y bonete de terciopelo azul y una banda encarnada al pecho con el escudo de san Nicolás, para recibir de manos de don Miguel Hidalgo una distinción que confirmó mis habilidades para el estudio. Cuando el rector me abrazó, me dijo a la cara con gran orgullo y satisfacción que él había ganado el mismo premio en el colegio jesuita de San Francisco Javier muchos años atrás, cuando tan sólo contaba con trece años de edad. Mientras me ajustaba el bonete me hizo un comentario que, con el tiempo, adquiriría un peso muy significativo:

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