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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (42 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Hoy, en el otoño de mi vida, sostengo que «todos los pueblos deberían agradecer a Mussolini y a Hitler el haber cambiado la faz de la historia, el haber intentado liberarnos de toda esa conspiración tenebrosa que a partir de la Revolución francesa fue otorgando el dominio del mundo a los imperios que adoptaron la Reforma en religión y la engañifa del liberalismo en política... En la nueva situación el poder cristiano, el poder católico, saldrá ganando... En el desfile de banderas, que en el tablado pasean muchas bonitas, es la bandera alemana la que se lleva las ovaciones». Otro sí digo: «en países incapacitados para la democracia es saludable que una mano fuerte defienda la raza, las costumbres, la personalidad y la soberanía nacionales, así como las fuerzas latinoamericanas del hispanismo y la religión católica». ¿Qué podemos esperar del futuro sin un gobierno teocrático militar, rígido, ordenado y severo, como el encabezado por los aztecas, o sin un Estado confesional y, asimismo militar, como el dirigido, con tan buena fortuna, por el general Francisco Franco, caudillo de España por la Gracia de Dios? Por esa razón, acepté la invitación del gobierno del dictador para visitar España, así como las preseas nobiliarias que me obsequiaron, porque creo en él, de la misma manera en que la prensa de Madrid cree en mí, «desde el momento en que publicó en primera plana mi retrato concediéndome, sin vacilar, el mariscalato entre los pensadores del continente hispanoamericano». ¿No fue una gran distinción? Es obvio que soy el gran mariscal entre los pensadores latinos. Mi obra educativa constituye una prueba irrefutable, de la misma manera que mis libros justifican sobradamente el exclusivo lugar en el universo intelectual que el mundo de las letras me ha otorgado. ¿No eduqué a millones de mexicanos rescatándolos de las tinieblas de la ignorancia? ¿No los convertí en seres humanos? ¿No Hispanoamérica toda me alabó por ello y me proclamó su Maestro? ¿Cómo negar la evidencia? Y si eché mano de cualquier herramienta con tal de elevar a mis semejantes a la altura mínima exigida por la más elemental dignidad humana, fue porque no podía consentir el hecho de abandonar en una gigantesca fosa común a lo mejor del pueblo de México. ¿Que trabé alianzas inconfesables? Sí, sí, las trabé precisamente para lograr la superación de todos nosotros. ¡Claro que fundé la revista
Timón
con dinero proporcionado por la embajada alemana en México! ¿Dinero del Führer? ¡Por supuesto que dinero del Führer!: «el mandatario alemán es el hombre más grande que han producido los siglos... la verdadera grandeza está en los directores de hombres, y Hitler es el más grande de todos ellos...» ¿Por qué entonces negar su patrocinio?

El bombardeo aéreo a Polonia, a Inglaterra, a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la toma violenta en general de casi toda Europa, además de la persecución de judíos, sucesos todos que difundí, justifiqué y aplaudí en mi revista
Timón
, son los costos que se deben pagar por la superación de la sociedad. Gratis no hay nada. El progreso es caro.

Espero que estas páginas garrapateadas, mi pliego de mortaja, escritas a mano, algún día sean encontradas entre las hojas de esta antiquísima edición de la
Apología de Sócrates
, redactada con el genio indiscutible de Platón. Las escondí ahí para que el tiempo, y sólo el tiempo, la casualidad y la suerte, tengan la última palabra y decidan el momento adecuado de su hallazgo y su divulgación ante la opinión pública. En realidad sigo el principio del náufrago que arroja una botella con un mensaje al mar sin saber en qué manos va a caer o si se romperá contra las rocas de cualquier litoral... No viviré para saberlo...

Respecto de Antonieta Rivas Mercado debo decir que la quise, la amé, la respeté y, lo concedo, viví eternamente agradecido por haber invertido cuantiosos recursos heredados de su padre en mi campaña presidencial de 1929. No, de ninguna manera fue mi responsabilidad que haya agotado y comprometido su enorme fortuna en mi causa política ni mucho menos lo es el hecho de que se haya quitado la vida en la catedral de Notre Dame, en París, en 1931, cuando faltaban tan sólo dos meses para que cumpliera treinta y un años de edad. ¿Que nuestro amor empezó a parpadear como una vela una vez agotado el pabilo? ¿Que la pasión se erosionó junto con la escasez de sus ahorros? En efecto, fueron coincidencias de la existencia. Culparme de su muerte es una canallada. No se me agotó el amor cuando escasearon sus aportaciones a mi causa. ¡Falso! Lamenté que se hubiera quitado la vida dándose un balazo en el pecho con mi propia pistola en la más sagrada de las casas de Dios de toda Francia. Aquí estoy todavía para tratar de esclarecer mis andanzas de tal manera que los biógrafos no tergiversen la realidad. No puedo ignorar que mi figura histórica será controvertida y, por ello, dejo este testimonio oculto que espero vaya a caer al escritorio de algún investigador medianamente serio y objetivo que sepa plantear, con equilibrio y la debida serenidad, la verdad de lo acontecido. Nada me atormentaría más que descubrir en el más allá que mis cuartillas se encuentran sepultadas en la gaveta de cualquier burócrata o, algo mucho peor, que fueron a dar a los archivos de esos novelistas supuestamente defensores del laicismo, verdugos anticlericales, que buscan mediante una imaginación enfermiza su concepción de la realidad histórica. Comenzaré entonces por el principio, aun cuando parezca una redundancia, sin que la urgencia por relatar mi punto de vista atropelle el orden que debe prevalecer en una narración cronológica.

A los seis años, después de haber nacido en Oaxaca en 1882, por razones del trabajo de mi padre, mis hermanos y yo fuimos a radicar a Piedras Negras, Coahuila, ciudad fronteriza con Eagle Pass, cuya creciente prosperidad me despertó una justificada inquietud para tratar de entender los orígenes del atraso mexicano. ¿Cómo era posible que con tan sólo cruzar la línea divisoria entre ambos países se revelara ante nuestros ojos una prosperidad insultante, mientras que en nuestro lado se subsistía penosamente en condiciones miserables? ¿Cuáles eran las explicaciones? ¿Por qué las abismales diferencias? Algún día yo recuperaría Tejas, nuestra Tejas, con jota, y vengaría la ignominiosa derrota de 1847, por supuesto que sí, porque desde entonces ya advertía en mi interior el fluir de las ideas, el nacimiento del coraje, el despertar de las pasiones, la fuerza de mi intelecto y el poder de ciertas convicciones que con el tiempo se irían asentando y fortaleciendo en la medida en que fuera haciéndome de más información. La lectura era el camino hacia el entendimiento. Los libros me dirigían hacia la luz. Yo la seguiría con el rostro iluminado hasta el último de mis días.

Ningún vehículo mejor para alcanzar mis propósitos que estudiar la carrera de Derecho inmerso en el mundo de las humanidades, más concretamente en el de la práctica y teoría de la justicia. Ingresaría por la puerta grande al reino de las ideas, al de la filosofía, en donde me encontraría con los pensadores universales de todos los tiempos, para contagiarme con sus preocupaciones, impregnarme de sus angustias, sorprenderme ante sus conclusiones, aprender de sus planteamientos y sus deslumbrantes soluciones. Mi destino estaba claro: no se encontraba en la milicia ni en los negocios ni en la vida religiosa, tal cual lo habían seguido dos de mis nueve hermanos, Concha y Carmen, quienes ingresaron a un convento, a diferencia de Dolores que conoció la dicha y los sinsabores del matrimonio. Soledad siempre permaneció soltera. José, Carlos e Ignacio perdieron la vida por diferentes razones, siendo muy jóvenes. Samuel, el benjamín de la familia, se convirtió en comunista como una señal de protesta en contra del catolicismo de José, el mayor de todos. Por mi parte, nunca podré agradecer a mi madre el hecho de habernos educado en el seno de un catolicismo acendrado. He aquí mis recuerdos de ella: «...Yo viví para dos; para los dos que ya éramos: ella y yo; ese "ella y yo" que jamás vuelve a encontrarse en la vida. En cierta manera yo sentía que ella seguía viviendo y reencarnaba en mí: yo era como su propia conciencia trasladada a un cuerpo nuevo. Lo que ella había pensado yo lo volvía a pensar y nuestros sentimientos se repetían en mi corazón a tal punto que no sólo vivía yo para ella, sino que me sentía tan anegado de su presencia que sus simpatías, sus parentescos y preferencias eran también la ley misma de mi corazón. A tal punto éramos idénticos la muerta y yo, que en sus más hondos resentimientos yo la heredaba por entero. Ni un solo resquicio de mi corazón dejó de sentirse anegado de su alma».

Una vez concluidos mis estudios en la Escuela de Jurisprudencia, habiendo aprendido a aplacar las primeras perturbaciones eróticas rindiéndome al amor callejero hasta el límite de mis recursos monetarios, trabajé como amanuense en una notaría, más tarde en un juzgado civil y posteriormente en un bufete de abogados, hasta convertirme, al poco tiempo y por un breve lapso, en fiscal general del estado de Durango.

En 1906, cuando faltaban cinco años para la conclusión de la tiranía porfirista y me reunía periódicamente con Alfonso Reyes, Antonio Caso y Pedro Henríquez Ureña para leer a los clásicos, contraje nupcias con Serafina Miranda. Cedí a las presiones de mi futuro cuñado y, sepultado en un universo de dudas, contraje nupcias con su hermana. Gravísimo error. «Muy cara se suele pagar esa hipocresía masculina que gusta del relajamiento y luego ambiciona el refugio de la exclusividad para conquistar el aburrimiento, cuando no la perpetua discordia... Quizá era toda mi vocación la que traicionaba contrayendo compromisos incompatibles con mi verdadera naturaleza de eremita y combatiente. Sin duda, de aquella contradicción deriva la mitad del fracaso de toda mi carrera posterior...» No podría describir la pena aguda, la sensación del fracaso, el remordimiento de responsabilidad, la repugnancia física que me produjo la noticia del nacimiento de un hijo mío. ¡Claro que bendije una y mil veces a la prostituta que da placer y no anda cargando a nadie con hijos! Serafina Miranda: y yo procreamos a José y María del Carmen Vasconcelos. Debo aceptarlo en la estricta intimidad de estas líneas: nunca fui feliz con ella. Era un matrimonio arruinado desde el principio. Es cierto, nunca me ocupé de desmentirlo, sin embargo, tampoco me atreví a romper mi enlace, porque lo que Dios une sólo Él lo puede desunir. Preferí llevar una doble o triple vida antes de violar mi palabra empeñada ante el Señor frente al altar.

Al principio las carnes de Serafina me atraían, consolaban y aplacaban mis intensas tentaciones de varón. Entendí que la debilidad tendría que ser considerada como pecado mortal. Jamás debí haber sucumbido ante aquellos brazos que muy pronto sólo me transmitirían una terrible desazón, un vacío que yo traté inútilmente de evitar y del que empecé a huir a la primera oportunidad. ¡Cuánto puede agredir un beso o una caricia no deseada! ¡Qué inmenso dolor causamos a quienes nos aman y nosotros despreciamos sin poderlo remediar! Con qué devoción elevé mis plegarias más sentidas para lograr una erección sin conseguirla a pesar de las caricias más atrevidas y de las posiciones más insospechadas. ¿Resultado? Nada: la muerte en vida. El fracaso total. Mi cuerpo utilizaba un lenguaje que yo no podía controlar. ¿Verdad que los sentimientos nunca podrán ser gobernados por la razón? Yo sabía que mi lugar estaba al lado de Serafina. La moral, mi juramento ante Dios nuestro Señor, el compromiso legal, la unión ante la sociedad y mis convicciones así me lo indicaban, pero no podía cumplir con tantas responsabilidades. ¡Imposible! Mi interlocución con ella desapareció en un muy breve lapso. Nuestros intereses también se apartaron. La comunicación se degradó. Los apetitos sexuales se dispersaron. Nuestra intimidad se volvió insoportable. Falso que los hijos unan: o estrechan más la relación de quienes ya se aman con fascinación o separan irreparablemente a quienes se encaminan al divorcio.

Empezaron a desfilar ante mí diversas figuras femeninas con las que yo siempre soñé, una pléyade de mujeres de diferentes nacionalidades, clases sociales, fáciles, difíciles, nobles, ricas y pobres. Adriana me proporcionó el goce estético, Charito, el material, y Valeria, el intelectual. Cada una me enriqueció de una u otra manera.

Adriana, «una Venus elástica, de tipo criollo, provocativa, de risa voluptuosa», me permitió recoger «el botín más grande de la Revolución Mexicana: la mujer más hermosa de México.» Sus senos despertaban al solo contacto de mi vista. Bastaba desprenderle la blusa y mirarla para constatar aquel auténtico milagro de la naturaleza. Ella provocó en mí una pasión amorosa tan intensa que me obnubiló al extremo de no poder armar una sola oración disponiendo correctamente sujeto, verbo y complemento. En
La tormenta
dejo constancia de estos sentimientos inolvidables. Todo lo que no me decía la pobre Serafina, Adriana me lo gritaba sin pudor ni, control alguno. Me llegaba al alma. Me hechizaba, según dejé constancia en mi
Ulises criollo
, cuando señalé: «Era una de las raras mujeres que no desilusionan en la prueba, sino que avivan el deseo, acrecientan la complacencia más allá de lo que promete la coquetería y lo exige la ambición». Rematando: «Si los hijos míos hubiesen sido de ella, entonces habría conocido el paraíso de la Tierra». Aceptémoslo: me perdí, me alejé de mi esposa y de mis hijos y me olvidé de mis obligaciones de padre de familia, pero no me divorcié de Serafina. No podía controlar mis ímpetus de tocar a Adriana, palparle las manos, el pelo, acariciarle el rostro, enervarme con su perfume, envolverme en su cabellera, abrazarla, exprimirla, devorarla, disfrutar sus sudores, perderme en sus humedades, extasiarme con su saliva, una de las grandes esencias del ser amado. Imposible no escuchar su voz todos los días a cualquier hora de la jornada para conocer el mínimo detalle de su existencia a lo largo del último minuto. Quien no ha padecido la sed agónica de tocar, de mirar, de imaginar, de palpar a la amante, la necesidad apremiante de la presencia, ha pasado la vida en blanco. La fuerza huracanada de nuestra relación me condujo bien pronto a esconderme con ella en una pequeña vivienda en la colonia Mixcoac, de la capital mexicana, hasta que los celos me devoraron por dentro, las riñas destruyeron nuestro nido como un furioso vendaval que arrasa todo a su paso. Me engañaba, me engañaba con otro o con otros. No podía soportarlo ni resistirlo. El peso me aplastaba. Fumé opio. ¿Cómo evitarlo? Me hundía. Nuestra relación terminó cuando un día recibí una carta que «decía en clara letra impresa: Fulano de Tal, un nombre yanqui y Adriana X: Participan a usted su enlace efectuado tal y cual día en Brooklyn, de Nueva York...»

BOOK: Arrebatos Carnales
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