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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (58 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Sor Juana escribió y escribió. Casi todos los días llegaba mi lacayo con un poema, cada vez más audaz, que ponía en mis manos con la cabeza inclinada sin atreverse a verme el rostro. Yo lo leía, lo volvía a leer una y otra vez, la mayoría con una copa de vino en mis manos. ¡Qué satisfacción llegar a ser la fuente de inspiración de una poetisa eterna! Yo lo era, sin duda yo inundaba su mente con imágenes. He aquí otra prueba:

A la condesa de Paredes

Ángel eres en belleza,

y Ángel en sabiduría,

porque lo visible sólo

de ser Ángel te distinga.

Pero si es tan bello el cuerpo

que tu heroica forma anima,

lo que lo desmiente más

es lo que más lo acredita...

Y también, porque en el tiempo

que la Iglesia nos destina

a que en mortificaciones

compensemos las delicias,

Por pasar algunas yo,

que tantas hacer debía,

hice la mayor, y quise

ayunar de tus noticias.

Pero no de tus memorias:

que ésas, en el alma escritas,

ni el tiempo podrá borrarlas

ni otro objeto confundirlas...

Reina de las flores eres,

pues el verano mendiga

los claveles de tus labios,

las rosas de tus mejillas.

¿Qué tal estas líneas que me dedicó cuando llegaron las pascuas?

Tú eres Reina, y yo tu hechura;

tú deidad, yo quien te adora;

tú eres dueño, yo tu esclava;

tú eres mi luz, yo tu sombra.

Mientras yo le pido a Dios,

que te acuerdes, gran Señora,

que nací para ser tuya,

aunque tú no lo conozcas.

La poetisa se dice una y otra vez criada y enamorada, esclava y amante; en los pasajes de mayor frenesí también se llama idólatra y creyente. ¿Qué tal cuando Sor Juana me hizo llegar en un papel arrugado y destruido estas palabras escritas, tal vez, al amanecer?

Así, cuando yo mía

te llamo, no pretendo

que juzguen que eres mía,

sino sólo que yo ser tuya quiero.

¡Oh cuán loca llegué a verme

en tus dichosos amores, que,

aun fingidos, tus favores

pudieron enloquecerme

Ambas entendimos que ni la vida religiosa ni la matrimonial ni la liturgia conventual ni las ceremonias palaciegas nos ofrecían a Juana Inés y a mí las satisfacciones emocionales o sentimentales que requeríamos. Por supuesto que las relaciones con otros hombres estaban prohibidas, canceladas y excluidas para las dos: nuestro único consuelo radicaba en nosotras mismas. Sólo que yo no estaba dispuesta a abandonar ni a mi esposo ni a mi hijo y ella no consentiría jamás en ser exclaustrada del convento... Las fronteras de nuestra relación estaban muy bien definidas y acotadas.

Las limitaciones de nuestro amor las contemplaba Sor Juana con su asombrosa visión poética:

Ser mujer, ni estar ausente,

no es de amarte impedimento;

pues sabes tú, que las almas

distancias ignoran y sexo.

Si un tema obsesionaba a Sor Juana era el relativo a sus más grandes enemigos, a los cuales Tomás y yo habíamos logrado cortarles las uñas y sacarles los dientes con todo y colmillos para que se abstuvieran de lastimar a
nuestra monja
. Nuestra protección muy poco disimulada, yo diría casi abierta y pública, irritaba sobremanera a Francisco Aguiar y Seixas, arzobispo de México, elevado a la jerarquía de máxima autoridad católica en la Nueva España en 1681, arribo catastrófico que casi coincidió con el despido del padre Antonio Núñez de Miranda, nada menos que el confesor de mi musa, de quien prescindió por intolerante y feroz opositor de los trabajos poéticos y en prosa de la monja sin igual...

La guerra entre Juana, mi Juana, la Juana de la Nueva España, la futura Juana del mundo entero, la musa universal de las letras de todos los tiempos en contra de los jerarcas de la Iglesia católica, comenzó cuando decidió ya no compartir con el padre Núñez los secretos de confesión; lo canceló, lo rechazó a través de una carta histórica en la que respondía, con su nombre y firma, a los ataques que el jesuita le dirigía a sus espaldas, censurando en sus conversaciones su conducta y calificándola de
escándalo público
. ¿Cómo se había atrevido a revelar sus conversaciones? Algún día esa carta debería quedar colgada en la pared de un museo con un marco de oro. Agrega que si no ha respondido a sus ataques, ha sido «por humano respeto», y no «por cristiana paciencia». Reconoce que Núñez tiene fama de oráculo divino y que sus palabras son a oídos de todos «dictadas por el Espíritu Santo». Afirma que trató de guardar silencio «para que V.R. se desapasionase, pero antes parece que le irrita mi paciencia» y enseguida pasa a hablar de la razón de sus enojos: «no ha sido otra que la de estos negros versos de que el cielo tan contra la voluntad de V.R. me dotó», recordándole «la natural repugnancia que siempre he tenido a hacerlos», así como el hecho de que, aquellos que han sido publicados, han sido corregidos por él y han contado con su venia. «¿En cuál de estas ocasiones ha sido tan grave el delito de hacerlos?», le pregunta, y se queja amargamente: «¿De qué envidia no soy blanco?... ¿Qué palabra digo sin recelo?... Unos no quisieran que supiera tanto, otros dicen que había que saber más para tanto aplauso... ¿Qué más podré decir?», se pregunta, y recuerda la vez que la obligaron a malear su letra porque dicen que parecía de hombre y que no era decente... «Y de esto toda la comunidad es testigo», afirma. Brevemente, Juana menciona como posible causa del enojo de Núñez su amistad con los virreyes, y le pregunta: «Aunque no había por qué ¿podré yo negarme a tan soberanas personas?, ¿podré sentir el que me honren con sus visitas?» ¿Serán, pues, los estudios?: «Mis estudios no han sido en daño ni perjuicio de nadie», le recuerda, «mayormente habiendo sido tan sumamente privados que no me he valido ni aun de la dirección de un maestro... No ignoro que el cursar públicamente las escuelas no fuera decente a la honestidad de una mujer, por la ocasionada familiaridad con los hombres... Pero los privados y particulares estudios ¿quién los ha prohibido a las mujeres? ¿No tienen alma racional como los hombres?... ¿Qué revelación divina, qué determinación de la Iglesia, qué dictamen de la razón hizo para nosotras tan severa ley? ¿ O serán las meras letras?: ¿Las letras estorban, sino que antes ayudan a la salvación? ¿No se salvó san Agustín, san Ambrosio y todos los demás santos doctores? y V.R. cargado de tantas letras, ¿no piensa salvarse?... ¿No estudió santa Catalina, santa Gertrudis, mi Madre santa Paula?... ¿Por qué en mí es malo lo que en todas fue bueno? ¿Sólo a mí me estorban los libros para salvarme?... ¿Quién no alaba a Dios en la inteligencia de Aristóteles?... ¿Por qué ha de ser malo que el rato que yo había de estar en una reja hablando disparates, o en una celda murmurando cuanto pasa fuera y dentro de casa, o pelear con otra, o riñendo a la triste sirviente, o vagando por todo el mundo con el pensamiento, lo gastara en estudiar?» Seamos claros, parece decirle: «V.R. quiere que por fuerza me salve ignorando... Sálvese san Antonio con su ignorancia santa, que san Agustín va por otro camino...»

Enterada de las palabras de Núñez en el sentido de que, de haber sabido que iba a hacer versos, no la mete al convento, sino que la casa, le pregunta: «¿cuál era el dominio directo que tenía V.R. para disponer de mi persona?... Cuando ello sucedió hacía muy poco que yo tenía la dicha de conocer a V.R.... Lo tocante a la dote, mucho antes de conocer yo a V.R. lo tenía aprestado mi padrino... Luego no hay sobre qué caiga tal proposición... ¿Tócale a V.R. mi corrección por alguna razón de obligación, de parentesco, crianza, prevacía, o tal qué cosa?» Y finalmente: «¿Soy por ventura hereje? y si lo fuera ¿había de ser santa a pura fuerza...?» Pasando a despedirse: «El exasperarme no es buen modo de reducirme, ni yo tengo tan servil naturaleza que haga por amenazas lo que no me persuade la razón... y así le suplico a V.R. que si no gusta ni es servido favorecerme (que eso es voluntario) no se acuerde de mí... Podré gobernarme con las reglas generales de la Santa Madre Iglesia, mientras el Señor no me da luz de que haga otra cosa, y elegir libremente Padre espiritual el que yo quisiere...» y heréticamente: «No sé decir las cosas sino como las siento».

¿Cómo continuar resistiendo a un confesor que mutilaba sus versos, se había convertido en un censor de sus pensamientos, en un juez que sancionaba su obra y sus creaciones, y todavía se atrevía a modificar su estilo y forma sin su autorización? ¿Cómo era posible que una mujer pensara, escribiera y publicara? ¡Imposible! Sor Juana cancela su supuesta ayuda y guía espiritual en realidad disfrazada de censura inquisitorial. No la acepta. Lo despide. Ella tiene su temperamento: no lo aceptará en lo sucesivo en el convento ni él volverá a saber de ella a través de la confesión... Ni el padre Núñez ni el arzobispo Francisco Aguiar y Seixas resisten aquello de: «¿No estudió santa Catalina, santa Gertrudis, mi Madre santa Paula...? ¿Por qué en mí es malo
lo
que en todas fue bueno? ¿Sólo a mí me estorban los libros para salvarme?» La acusan en secreto de insolente, irreverente, impía, soberbia, altanera, atea, blasfema, profanadora, infiel, execradora, imprecadora, malhablada, juramentosa, desvergonzada, atrevida, egoísta, malagradecida, arrogante, deslenguada, petulante, hereje, procaz, descarada, descocada, lanzada, temeraria, imprudente, irreligiosa, sacrílega, fresca, jactanciosa, presumida, renegadora, maldiciente, irrespetuosa, desconsiderada, descortés, ingrata, desleal, olvidadiza, altiva, engreída, presumida, vanidosa, envanecida, orgullosa, desdeñosa, despreciativa, sólo porque cuenta con el apoyo de los señores virreyes. Juran venganza también en silencio. Algún día habrás de quedar desamparada y entonces la sabia mano de Dios se ocupará de ti...

Recordé entonces cuando me habían contado las luchas entabladas por el arzobispo de México, Francisco Aguiar y Seixas, que éste, en una ocasión, a medianoche, estaba inmerso en una espantosa pesadilla diferente a aquella en la que soñó que el mismísimo Satanás lo masturbaba para dibujarle con su propio semen una cruz en la frente, para así bautizarlo con el nombre de la lujuria y el pecado y condenarlo a pudrirse en el infierno. En otro encuentro con el maligno, empezó a ser despertado diariamente por éste, quien se apersonó entre carcajadas encarnándose de nueva cuenta en los genitales del máximo representante dela Iglesia católica de la Nueva España. ¿Qué sucedió la primera noche en que percibió la presencia de Mefistófeles quien sujetaba firmemente su pene estirándoselo, encogiéndoselo a placer sin que él, maniatado, inmóvil, pudiera impedirlo, extraviado como estaba, en el fondo de una pesadilla? El maligno reía mientras contemplaba en su arrobo cómo el miembro respondía a sus estímulos diabólicos y se erguía orgulloso y desafiante, feliz y lujurioso, como corresponde a un poderoso músculo inflexible dotado de una fuerza impresionante para traspasar todas las puertas que conducen al paraíso. El arzobispo movía la cabeza de un lado a otro mientras sus partes nobles eran agitadas por Lucifer, quien lucía unas manos de seda, expertas, dóciles, inocentes y, sobre todo nuevas, desconocidas al tacto. El jerarca sudaba. Las gotas resbalaban por su frente enarcada en tanto su ropa de noche se empapaba, se humedecía durante ese tormento en el que Dios, nuestro Señor, parecía haberlo puesto a prueba, una ante la cual sucumbiría el más encumbrado y puro de todos los santos de la antigüedad remota y del presente más doloroso y que, sin duda, haría fracasar a toda la santidad del futuro, incluidos beatos y otros personajes canonizados.

El pene de su santidad mantenía una forma erecta impecable que sobresalía marcadamente por encima de las sábanas cuando, de repente, Francisco Aguiar y Seixas, despertado abruptamente por la voluntad irrefutable de Dios, salió de su sueño sólo para constatar cómo su cuerpo estaba todavía poseído por Satanás. Aterrorizado se percató de la inminente necesidad de acabar de inmediato con ese promontorio macabro. ¿Cortarlo con la hoja de afeitar? ¡Ni hablar, no se trataba de suicidarse. ¡Dios lo castigaría! ¿Golpearlo? ¡Tampoco! No podría ni dar un paso después y sería el hazmerreír de la jerarquía. ¿Qué hacer si ni siquiera se atrevía a desprenderse de la bata utilizada para dormir y contemplar desafiante el rostro mismo de Satanás encarnado en su persona? Bien sabía él que si llegaba a tocarlo con sus santas manos cometería un pecado mortal, imperdonable, el cual impediría su absolución el día de} Juicio Final. Ni cortarlo ni golpearlo ni verlo. ¿Entonces? Entonces se levantó con las debidas dificultades para no tocar ni con las piernas las partes ya poseídas por el diablo de modo que no se contagiara todo su organismo. Una vez de pie se dirigió apresurado a una pequeña pila de agua bendita que tenía en su habitación. Para su desgracia constató que estaba vacía. Su ayuda de cámara había olvidado llenarla. Tomó el agua de una pequeña jícara ubicada a un lado del bacín. La colocó sobre un pequeño armario en donde guardaba las casullas y, sin más miramientos ni protocolos, violando alguna parte sagrada de la liturgia, hizo una y otra vez la señal de la Santa Cruz sobre el improvisado recipiente para volear todo el ya santísimo contenido sobre la notable protuberancia que todavía aparecía a la altura de la entrepierna en su ropa de dormir. Descansó. Se persignó. Se volvió a persignar contemplando el montículo que no cedía ni siquiera con el contacto del agua, unas veces en la frente y otras tantas en el pecho. Besó repetidamente la cruz hecha con su pulgar y el índice. No, la terrible inflamación no cedía. Recurrió entonces de nueva cuenta al agua. Más agua. La bendijo, la volvió a bendecir, y nada, no, nada parecía aplacar la furia del diablo. Agua, más agua, agua sin bendecir, sin señales divinas, agua, agua, agua...

Tomó la jarra entera y se la derramó sobre el maldito ropón. No, ni toda el agua del Lago de Texcoco, el de Chaleo y el de Xochimilco juntos podrían sofocar semejante incendio. ¿Lagos? ¿Cómo lagos? Ni las aguas completas del Océano Pacífico ni del Atlántico ni del Índico juntas, vertidas en magníficas y estruendosas cataratas podrían evitar esta siniestra catástrofe que lo devoraba con el fuego de todos los infiernos conocidos y por conocer. ¿El remedio? «[Dios, apiádate de este hijo pecador tuyo, amantísimo y devoto que lucha y compensa tu sufrimiento con su diario dolor! Perdóname, ¡oh, Dios y prívame de este horroroso torrnento!» Recurrió entonces al crucifijo pectoral de plata pura, colocado sobre la percha, obsequiado por el arzobispo de Toledo, Luis Manuel Fernández Portocarrero, para repetir con él varias veces la señal de la Santa Cruz. ¿Respuesta? Nada, la maldita inflamación no cedía. Invocó, suplicó, demandó, pidió, apeló, deprecó, exhortó, se encomendó, rogó y protestó sin resultado alguno. Todo parecía inútil. Por alguna suerte inexplicable su mano se dirigió entonces a un cajón del que extrajo el cilicio más agresivo y lo colocó sin tardanza alrededor de la cintura. Su rostro aparecía demudado, desencajado. Temblaba. Las puntas de hierro de la faja se encarnaron salvajemente mientras las apretaba sobre su talle jalando hasta el último agujero del cinturón para producirse una espantosa mortificación. No lloraba. Las muecas revelaban un genuino agradecimiento al auxilio prestado por Dios. La presencia del diablo empezó a ceder hasta que desapareció cuando comenzó a golpearse la espalda con el látigo de puntas aceradas, su preferido, el que sólo utilizaba cuando la tentación se presentaba como una amenaza incontrolable. Cuando el ropón se ensangrentó en la espalda y en la cintura y el sudor mojó por completo la prenda, y su respiración alborotada parecía desquiciarse mientras él gritaba compulsivamente: «Ten, ten, ten, miserable pecador... Haz sonreír con tu sangre y tu dolor el sagrado rostro de Dios...», entonces y sólo entonces, cuando la fuerza de los brazos y de las piernas lo abandonaron, se desplomó al piso rojo de barro cocido y se golpeó la frente sin poder contener un contagioso arrebato de llanto...

BOOK: Arrebatos Carnales
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