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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (21 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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¿Qué sentido tenía todo este Juicio? Si Dios conocía perfectamente todas las andanzas, errores, desviaciones, crímenes y demás fatalidades y él siempre tendría la última palabra, ¿para qué entonces enrostrarle sus verdades a cada persona cuando ya se podría tomar una decisión de antemano? ¿Dios ya lo sabía todo? Pues que procediera de una buena vez a la sentencia. De ahí que Porfirio Díaz ya escuchaba la última parte de ese procedimiento divino con una cierta indolencia.

No se defendió cuando se le dijo que al final de la dictadura más del noventa y cinco por ciento de las aldeas comunales, es decir las de los indígenas, habían perdido sus tierras. Hizo caso omiso cuando se habló de la esclavitud en el campo en buena parte del país. Le era igual que a los peones les hubieran pagado con fichas canjeables en la tienda de raya y que de esta suerte nunca pudieran acabar de pagar sus deudas o que cayeran enfermos o murieran de tanto trabajo durante jornadas infernales sin descanso alguno. Tanto así que en Valle Nacional, Oaxaca, la vida promedio de un enganchado era de menos de un año... «Es más barato comprar un esclavo en cuarenta y cinco dólares, hacerlo morir de fatiga y hambre en siete meses y gastar otros cuarenta y cinco dólares en uno nuevo, que dar al primer esclavo mejor alimentación...»

Como Díaz no se defendía, la voz continuó con un tono de franca provocación. «Alrededor de 1895 el precio de un peón oscilaba entre doscientos y trescientos pesos. En 1900, con el auge del henequén, el precio del trabajador subió a mil quinientos y tres mil pesos, y después de la crisis de 1907 bajó de nuevo a cuatrocientos pesos... Era en la tienda de raya donde se endeudaban los peones y a la vez producían un alto ingreso complementario al hacendado, quien fijaba los precios arbitrariamente... Además ahorraba dinero al no pagar “en efectivo, sino en los mismos productos de la hacienda, con lo cual dependía menos del mercado externo.»

Tampoco reaccionó cuando se le hizo saber que su dictadura había sido cómplice de estas atrocidades porque había enviado al ejército y a los rurales a combatir a los indígenas y a campesinos de Quintana Roo, así como había deportado a una enorme cantidad de yaquis al ser capturados cuando se disponían a huir de las haciendas que los explotaban. ¿Qué más daba que el despojo de las tierras comunales hubiera formado una masa inmensa de campesinos desposeídos, de la cual sólo una porción mínima pudo ser absorbida por el incipiente proceso de industrialización? No contestó tampoco cuando se le señaló por qué no se había opuesto a la regla que establecía: «Ningún propietario de la localidad aceptará a un trabajador que no sea deudor». O esta siguiente: «Está prohibido que un indio de cualquier sexo contraiga matrimonio fuera de la hacienda». «Ninguna mujer se podrá casar si no es previo el consentimiento del patrón.. La policía porfiriana obligaba a trabajar en las condiciones que fuera, dado el pacto del dictador con los hacendados. No había nada que decir así como que todo negocio recomendado por Díaz era fallado favorablemente por los jueces y magistrados dentro de esta regla: «Toda diferencia surgida entre mexicanos y extranjeros será fallada a favor de estos últimos, sobre todo si éstos son poderosos o han formado compañías en el país».

Díaz escuchaba y escuchaba sin oponer resistencia. Ni siquiera arguyó una sola palabra cuando se le habló de la masacre obrera de Río Blanco y de Cananea. Él ya conocía los cargos, por ello resultaba inútil defenderse, cuando se le dijo que manejaba al país como a una ranchería. La verdadera debacle había comenzado cuando se produjo la entrevista Creelman-Díaz. Ahí el tirano se había echado la soga al cuello al declarar al periodista norteamericano «su intención decisiva de retirarse del poder, y predecir a México un porvenir de paz bajo instituciones libres». A continuación agregó: «Es un error suponer que el porvenir de la democracia en México se haya puesto en peligro por la continua y larga permanencia de un presidente en el poder. Por mí, puedo decirlo con toda sinceridad, el ya largo periodo de la presidencia no ha corrompido mis ideales políticos...» «La democracia es el único principio de gobierno, justo y verdadero; aunque en la práctica es sólo posible para pueblos ya desarrollados... Puedo separarme de la presidencia de México sin pesadumbre o arrepentimiento; pero no podré, mientras viva, dejar de servir a este país...» «Es muy natural en los pueblos democráticos, que sus gobernantes se cambien con frecuencia. Estoy perfectamente de acuerdo con ese sentimiento...» «Yo recibí el mando de un ejército victorioso, en época en que el pueblo se hallaba dividido y sin preparación para el ejercicio de los principios de un gobierno democrático. Confiar a las masas toda la responsabilidad del gobierno, hubiera traído consecuencias desastrosas...» «Varias veces he tratado de renunciar a la presidencia, pero se me ha exigido que continúe en el ejercicio del poder...» «He esperado con paciencia que la República de México esté preparada para escoger y cambiar sus gobernantes en cada periodo sin peligro de guerras, ni daño al crédito y progresos nacionales. Creo que ese día ha llegado...» «Es cierto que no hay partidos de oposición, tengo tantos amigos en la República que mis enemigos no se muestran deseosos de identificarse con la minoría...» «Tengo la firme resolución de separarme del poder al expirar mi periodo, cuando cumpla ochenta años de edad, sin tener en cuenta lo que mis amigos y sostenedores opinen, y no volveré a ejercer la presidencia» «Deseo estar vivo cuando mi sucesor se encargue del gobierno» «Si en la República llegase a surgir un partido de oposición le miraría yo como una bendición, y no como un mal, y si ese partido desarrollara poder, no para explotar, sino para dirigir, yo le acogería, le apoyaría, le aconsejaría y me consagraría a la inauguración feliz de un gobierno democrático...» «La nación está bien preparada para entrar en la vida libre...» «Me siento satisfecho de gozar a los setenta y siete años de perfecta salud, beneficio que no pueden proporcionar ni las leyes ni el Poder, y el que no cambiaría por todos los millones de vuestro rey del petróleo...» «Cuando por primera vez me posesioné del país, sólo existían dos pequeñas líneas que comunicaban la capital con Veracruz y con Querétaro. Hoy tenemos más de diez y nueve mil millas de vía férrea»

—La respuesta a la entrevista concedida a Creelman fue la publicación del libro intitulado
La sucesión presidencial
, escrito por Francisco I. Madero, ¿no, Porfirio? La ciudadanía te creyó que ibas a retirarte, ¿verdad, Porfirio? Y que a los ochenta años de edad habías decidido no permanecer en la presidencia, sin embargo los volviste a engañar a todos y por eso estalló otra espantosa revolución que finalmente te llevó a escribir tu renuncia y a firmarla con la ayuda de Carmelita porque ni siquiera tenías fuerza para tener la pluma entre los dedos de tu mano, ella te guiaba como una madre comprensiva a escribir el siguiente texto, que te mando con esta última burbuja:

México, mayo 25 de 1911.

Señor:

El Pueblo de México, ese pueblo que tan generosamente me ha colmado de honores, que me proclamó su caudillo durante la guerra internacional, que me secundó patrióticamente en todas las obras emprendidas para robustecer la industria y el comercio de la República, fundar su crédito, rodearle de respeto internacional y darle puesto decoroso ante las naciones amigas; ese pueblo, señores diputados, se ha insurreccionado en bandas milenarias, armadas, manifestando que mi presencia en el Supremo Poder Ejecutivo es la causa de la insurrección... No conozco hecho alguno imputable a mí que motivara ese fenómeno social; pero permitiendo sin conceder que puedo ser culpable inconsciente, esa posibilidad hace de mí la persona menos a propósito para reaccionar y decidir sobre mi propia culpabilidad. En tal concepto, respetando como siempre he respetado la voluntad del pueblo, y de conformidad con el artículo 82 de la Constitución Federal, vengo a la suprema representación de la Nación a dimitir del cargo de Presidente Constitucional con que me honró el voto nacional...

PORFIRIO DÍAZ.

Cuando la voz todopoderosa adquiría nuevos fueros e incansable se encontraba dispuesta a rendir su veredicto para condenar a un acusado tramposo, venal, huidizo, mendaz, cargos por los que, con toda seguridad, pasaría la eternidad en el Infierno, de pronto Porfirio Díaz despertó en la cama. Todo había sido una pesadilla. Alucinaba, deliraba el 2 de julio de 1915 en el París de sus sueños. Fue entonces cuando el anciano ex dictador tomó de la mano a Carmelita, quien no se había separado ni un instante de su lecho de muerte ni había dejado de limpiarle las perlas de sudor de su frente, para expresarle estas últimas y sentidas palabras, tal vez las más auténticas que dijera en su larga vida:

—Nicolasa, Nicolasa, por favor dile a Manuela que me perdone... 

Dicho lo anterior, su voz se apagó para siempre.

Sus restos se encuentran en el cementerio de Montparnasse, París, de donde se espera que jamás vuelvan a México.

Jose María Morelos

EL SACERDOTE DE LA LIBERTAD

...hemos sostenido por cinco años nuestra lucha, convenciéndonos prácticamente de que no hay poder capaz de sojuzgar a un pueblo determinado a salvarse de los horrores de la tiranía. Sin armas a los principios, sin disciplina, sin gobierno, peleando con el valor y el entusiasmo, nosotros hemos arrollado ejércitos numerosos, hemos asaltado con asombro plazas fortificadas...

MORELOS A JAMES MADISON,

PRESIDENTE DE ESTADOS UNIDOS.

Supongo que al señor Calleja le habrá venido otra generación de calzones para exterminar esta valiente división, pues la que trae de enaguas no ha podido entrar en este arrabal.

MORELOS A CALLEJA DURANTE

EL SITIO DE CUAUTLA.

A Leonardo Tenorio, un preclaro investigador de

la historia patria, quien jugó un papel insustituible

en la integración de los presentes Arrebatos

Que se sepa, sí, que se sepa, por más que intenté olvidarla, nunca pude sacudirme su recuerdo ni logré apartarla de mí: viví y morí perdidamente enamorado de Francisca, de Francisca Ortiz, la mujer que me arrebató el sueño para siempre y que se apoderó de mi respiración, de mi imaginación y de mi paz hasta obligarme a cambiar el rumbo de mi vida para dirigirme hacia horizontes que, si bien me habían llamado la atención, de ninguna manera justificaban mi decisión de dedicar el resto de mis días al Señor y menos, mucho menos, de una manera tan exabrupta y definitiva.

Todo comenzó a los veinticuatro años, cuando yo trabajaba en la Hacienda de San Rafael Tlahuejo, una finca arrendada por Felipe Morelos Ortuño, primo hermano de mi padre, en la que yo, además de llevar la contabilidad de la unidad agrícola puesto que mi madre, una maestra universal, me había enseñado desde muy temprano a leer y a escribir y a practicar operaciones matemáticas elementales, también cooperaba como atajador de arrieros, vaquero, mulero y vendedor de recuas. Era capaz de labrar hasta veintiséis arrobas y producir dieciséis libras de añil que me reportaban un buen dinero, tanto, que todavía me alcanzaba para pagar el diezmo a la Santa Iglesia Catedral de Valladolid.

En uno de mis tantos viajes a Tepecoacuilo, en donde yo descargaba en un tendejón los comistrajos traídos desde Chilpancingo, conocí a María Francisca Ortiz, sobrina de don José Antonio Gómez Ortiz, el propietario. Yo la aventajaba con cuando menos diez años de edad. Desde el momento en que la vi por primera vez, no pude olvidarla, ni siquiera el día en que fui fusilado de rodillas y de espaldas, como se ejecuta a los traidores... ¡Miserables! Ella era delgada y blanca, yo, fornido y de piel morena oscura; ella de grandes ojos negros y cabellera abundante, color castaño claro; yo de pelo negro corto y ensortijado y labios gruesos. Ambos éramos de cuerpo mediano. Ella parecía una señorita capitalina más que la pariente de un comerciante provinciano, así como a mí me podían haber identificado como un caporal acomodado, en lugar de un modesto arriero. Ella, justo es reconocerlo, apenas se fijaba en mí, era todavía una chiquilla, mientras que yo difícilmente le quitaba la mirada de encima. Nunca había visto a una mujer tan hermosa —de hecho jamás volví a encontrarme con una siquiera medianamente comparable en atributos— que contara con semejantes poderes mágicos y despertara en mí tantos sentimientos y embrujos desconocidos, los necesarios para hacerme volver, una y otra vez, a Tepecoacuilo, a buscarla en el lugar en donde siempre se sentaba en el interior de la pequeña miscelánea o en los alrededores, donde le gustaba perderse de vez en cuando.

En mis años de arriero, recorriendo una y otra vez la ruta de Valladolid a Acapuleo, me fui haciendo muy amigo de Matías Carranco, quien trabajaba como dependiente en un comercio de la condesa de Maturana. El tiempo transcurrió en estos menesteres. Yo ya me había hecho de una recua de mulas azulejas y, junto con otros arrieros, transportábamos vino, aceite de olivo y aceitunas de España, fardos y más fardos repletos de especias diferentes, loza, lacas y papel de China, buratos y encajería, sedas en madejas y tejidas, barras de plata y oro, barriles llenos de vino, así como pieles que llevábamos de Huetamo a Valladolid. Disfrutaba enormemente el hospedaje en la posada Vigía de los Caminos, cerca del Cerro del Vigilante, un gracioso hostal lleno de caporales, comerciantes, oficiales de las milicias, empleados de la Corona, sacerdotes y monjas, quienes éramos guiados por las noches a través del estallido de cohetes que al llenar el firmamento de múltiples colores señalaban a los peregrinos la dirección correcta para llegar a su destino. En la entrada, después de caminar por un sendero iluminado por candilejas de barro alimentadas con aceite y fogatas de acote y de lináloe, nos dirigíamos a un pequeño salón comedor en el que se encontraba una mesa cubierta por un mantel blanco sobre el que descansaban fuentes de lozas de China llenas de buñuelos con miel, además de rosquillas, polvorones, frutas, sin que pudiera faltar la colación. En el centro se distinguían los platones servidos con cochinita pibil, fiambres, moles, el pescado frito de Mezcala, el pozole descabezado, los tamales de diferentes sabores, así como las conservas de ciruela de Tlaxmalac, sin olvidar los postres exquisitos de leche ni los quesos de cincho ni el aceite de oliva.

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