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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (26 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Las batallas por la independencia no podían detenerse. Las hostilidades continuaron en Tecpan, Puebla, Oaxaca, Zitácuaro, Toluca, Cuautla, Taxco, Chilpancingo, Chilapa, así como en diferentes partes de la Colonia, ya muy próxima— a convertirse en república. ¡Claro que fusilaba a quienes se atrevían a robarnos los fondos para financiar la insurrección, de la misma manera que pasábamos por las armas a quienes intentaban asesinar a los dirigentes del ejército insurgente y degollábamos a los espías, quienes, por unas monedas, se filtraban para obtener informes militares en nuestros cuarteles! No podíamos consentir ni a los ladrones, ni a los espías, ni a los traidores. En todo caso se necesitaba aplicar medidas ejemplares de modo que, propios y extraños, entendieran que la guerra no era un juego, sino que se debía exponer el valor más preciado de todo ser humano, como lo es sin duda la vida, para alcanzar nuestros objetivos; De ahí que también mostráramos benevolencia e indultáramos a los costeños que hubieran tomado las armas en contra de los insurgentes para ganarnos su gracia y respeto, en la inteligencia de que si bien nos habían atacado, carecían de la información correcta respecto a nuestra identidad y a nuestros propósitos patrióticos. Por supuesto que los perdonamos y por supuesto, también, que se sumaron a la lucha por la libertad.

Con el ánimo de otorgarle una estructura orgánica al movimiento y de comenzar a hacer funcionar otro tipo de instituciones políticas en los territorios bajo nuestro poder, creamos la Junta de Gobierno insurgente encabezada por Ignacio López Rayón, para coronar militarmente el levantamiento con una cabeza visible que representara la autoridad. Expedimos entonces un manifiesto a la nación en que se daba cuenta del establecimiento de dicha junta, declarando que su objetivo era, todavía, mantener la Nueva España fiel a Fernando VII. No tardaríamos en suprimir el odioso' nombre del monarca español, respetando la idea original de Allende, para buscar la independencia total y definitiva de la Madre Patria. Mientras tanto tendríamos que administrar eficientemente las rentas públicas, exigiendo cuentas a los encargados. Cancelamos el otorgamiento de grados militares y de empleos que con tanta generosidad habían creado otros jefes insurgentes. Suspendimos el saqueo y los desmanes en las plazas desocupadas para no desprestigiar a nuestro movimiento. Nos organizábamos. No sería fácil acabar con nuestras aspiraciones.

Pasaron veintiún años antes de que la vida me hiciera justicia, antes de que yo pudiera disfrutar como el sol brillaba en su máxima expresión. Yo sabía que ese día tendría que llegar, y llegó a finales de ese 1811 aciago para la causa insurgente por el fusilamiento de quien, sin duda, estaba llamado a ser el Padre de la Patria. En diciembre de ese año, al apearme del caballo en el pueblo de Chichihualco, vocablo que deriva del náhuatl,
chichihual
, «pechos» y que se traduce como el «lugar donde se amamantan niños», ahí, precisamente en ese lugar, como si se tratara de una paradójica alusión a los imponentes senos de Francisca, me encontré al salir de una tienda de víveres nada menos que con Matías Carranco. Al verlo se me helaron las manos. Observé sus movimientos con la misma astucia que un tigre observa a su presa, sin que él percibiera mi presencia. Se me secaba la boca. Mi primer impulso consistió en desenvainar mi machete, irivariablemente bien afilado, y lanzarme encima de él para destazado como a un cerdo en el matadero. Creí que el tiempo había borrado el rencor y el coraje, sin embargo, el hecho de haber dado repentinamente con él despertó en mí una furia incontrolable, la clara respuesta por haber tragado a diario cantidades enormes de veneno que me habían intoxicado el alma. Ni el recuerdo de mi difunta Brígida ni el de mis hijos pudieron impedir lo que a continuación aconteció. Me acerqué lentamente hasta donde se encontraba Matías de espaldas cargando unos sacos de frijol en un carruaje. Obviamente él peleaba del lado de nosotros, los insurgentes, de otra manera no podría haber estado en Chichihualco. Cuando estuve detrás de él, a una distancia en que bien podría haber percibido el calor de mi aliento, le dije al oído:

—Tú y yo ya nos conocíamos, Matías, ¿no es cierto?

Quien me había robado la vida al raptar a Francisca, giró rápidamente para encararme y empujarme. No toleraba mi cercanía, menos aun después de identificarme.

—¿Qué quieres, José María? Por lo visto nunca aprendiste a perder.

—Aquí solamente uno va a perder y ése eres tú, maldito bribón hijo de perra —respondí mientras desenvainaba. Al verlo desarmado le pedí a Nicolás Bravo que le prestara su machete, exigiéndoles a todos, en voz alta, que nadie interviniera, que nadie nos separara porque éste era un pleito añejo, personal, que únicamente podía resolverse al estilo en que los hombres de verdad dirimen sus diferencias.

Nicolás Bravo, sin ocultar un gesto de confusión, entregó mudo y pálido su machete a Matías Carranco, en tanto se improvisaba un círculo integrado por las tropas de insurgentes formadas, en este caso, por curiosos ávidos de ver a su jefe en acción. Tan pronto Matías empuñó su arma, me desprendí del sombrero y lo tiré al piso. Mi cabeza quedaba expuesta y cubierta únicamente por el paliacate que yo utilizaba para sujetar rebanadas de papa colocadas en las sienes, para disminuir las eternas jaquecas que me acosaban día y noche. Matías no era mucho más alto que yo. Éramos, más o menos, de la misma edad, por lo que la lucha sería justa y respetuosa. ¡Qué mal hubiera hecho al matarlo por la espalda, sin concederle la más caballerosa oportunidad de defensa! ¡Cómo me hubiera desprestigiado ante los míos!

—Ven acá, cobarde, miserable, que sólo eres muy macho con las mujeres. Has de probar el filo de mi machete —aduje, en tanto flexionaba las rodillas y levantaba mi brazo armado esperando que él hiciera lo propio.

Matías no me concedió semejante tregua, sino que se abalanzó encima de mí con la fuerza de un toro para sorprenderme hundiéndome la cabeza en el estómago con un golpe demoledor. Ambos caímos al piso y rodamos. Cuando me sobreponía de la embestida, vi caer la hoja de su machete estrellándose contra el piso de polvo de la calle principal del pueblo. Como pude, me incorporé y me dirigí hacia él lanzando machetazos hacia su cabeza, que fueron detenidos, una y otra vez, en tanto se producían chasquidos de horror seguidos por chispas originadas al chocar con tanta violencia las hojas de acero. Traté de rebanarle el estómago, sólo que mi enemigo se echó para atrás, momento que esperé para que se tropezara con unos abrevaderos de agua para los caballos, pero Matías pudo evitar, instintivamente, el obstáculo. Una vez repuesto, me devolvió; uno a uno, los golpes, en la inteligencia de que yo peleaba con una gran ventaja a mi favor que me llenaba de una fuerza y vigor desconocidos en condiciones normales: el coraje por la venganza contenida durante más de veinte años. Mi fuerza y mi capacidad defensiva se multiplicaban por la furia y el rencor.

En uno de sus lances con los que trataba de herirme una pierna pude asestarle un sonoro golpe con el puño de mi machete en pleno rostro. Los dientes rodaron al piso: era el momento de rematarlo porque escupía sangre a borbotones. Aproveché la ocasión para cortarlo por donde pudiera, deseando que, en su desesperación, tomara la hoja de mi machete con los dedos y se los pudiera rebanar hasta desprendérselos de las manos.

En su defensa me lanzó un machetazo dirigido a la cara que escasamente pude esquivar, devolviéndole el golpe en un brazo que casi logré separle del cuerpo. El crujido del hueso fue estremecedor. Cayó de bruces sólo para que yo aventara mi machete y me tirara encima de él para estrangularlo, al mismo tiempo que le azotaba la cabeza contra el piso, envuelta en un charco de sangre.

—¡Canalla, canalla, canalla! —gritaba mientras lo azotaba y lo hacía girar para romperle el cuello con mis manos fuertes y encallecidas durante mis años de arriero.

De pronto una voz interior me detuvo. Yo no podía matar de esa manera. Al sentir que ya había saciado la venganza, empecé a recuperar la razón. No tenía mucho tiempo que perder porque Matías se estaba desangrando y requería auxilio médico de inmediato. Lentamente empecé a soltarlo cuando sentí que ya no se defendía. Al ver que todavía me escuchaba, le dije de manera que todos pudieran oírlo:

—Te perdono la vida a cambio de la mujer que me robaste, con la que voy a quedarme yo porque ahora es mía, siempre fue mía. Cuando te repongas, vete, vete muy lejos de las tierras dominadas por la revolución, porque si vuelvo a encontrarte, te mataré.

Cuando Matías Carranco asintió con la cabeza, di por concluido el pleito, mientras veía cómo los médicos insurgentes le cauterizaban las heridas y la hemorragia con una tea. No me separé de Carranco hasta no ver que hubiera salvado la vida y ratificara nuevamente que jamás, nunca jamás, volvería a ver a Francisca. Si era hombre tendría que cumplir con su palabra. Y la cumplió.

Si la vida me había obsequiado la codiciada oportunidad de batirme a duelo a machetazos con el peor enemigo de mi existencia, con mayor razón aún debería premiarme poniendo en mis brazos a Francisca... Al tiempo, todo habría de venir a su debido tiempo...

Por lo pronto me irritaba saber cómo premiaban al cura Francisco Pablo Vázquez Vizcaíno y lo condecoraban con la Gran Cruz de Honor de Isabel la Católica, por haber reunido una cantidad enorme de limosnas que mi Iglesia entregó al gobierno del para ayudar a financiar la guerra en contra de nosotros, quienes luchábamos por la libertad y por la cancelación de la esclavitud, entre otros objetivos no menos importantes. ¿Cómo era posible que mi Iglesia destinara las limosnas pagadas por el pueblo para comprar armas destinadas a aniquilar a quienes luchábamos por el bienestar y por la independencia? Era claro: el alto clero estaba de acuerdo con la esclavitud, con la explotación de la gente, la cual carecía del derecho a pensar, es decir, no se consentía la libertad de conciencia, ni de instrucción, por lo que se mutilaba la posibilidad del crecimiento intelectual. ¿Cómo permitir que continuara la condición humana de nuestros semejantes sepultados en la miseria y en la ignorancia? Ya tendríamos oportunidad de discutir a fondo estas contradicciones inaceptables en una Iglesia que debería buscar invariablemente la superación del hombre.

Calleja nos acosaba. Calleja me buscaba hasta por debajo de las piedras. Calleja sobornaba a nuestra tropa para que me asesinaran. Calleja incendiaba pueblos por donde habíamos pasado los insurgentes. Calleja degollaba a quienes nos habían prestado ayuda. Calleja quemaba las milpas para que la gente no pudiera alimentarnos. Calleja nos perseguía. Calleja tenía que ser destruido porque nos golpeaba donde más dolía y, además, había acabado con la vida de Hidalgo, así como con la de otros bravísimos capitanes insurgentes, en alianza con nuestra misma Iglesia.

Sí, claro, Calleja y Abad y Queipo y López Rayón y los Galeana y los Bravo y la Junta Gubernativa y la guerra y las persecuciones y el abasto de alimentos y de pertrechos de guerra, sí, pero ¿y yo no tendría tiempo para ir por Francisca y llevarla conmigo a donde la violencia nos llevara? Afortunadamente no había tenido hijos con Carranco, mi sistema de espionaje así me lo había informado. De Chichihualco fui por ella a Yestla. Ahí estaba. Mi enemigo ni siquiera le había informado de su derrota. Si bien en un principio Francisca se sorprendió al verme, algo le decía que su vida cambiaría a partir de ese momento. La encontré dócil y receptiva. Todo parecía indicar que no habían transcurrido más de veintiún años desde el rapto... Pocos, muy pocos cambios percibía en su físico y en su personalidad. No se la había pasado mal con Matías, más aún porque era pública y notoria la fortuna de su tío, misma de la que él era beneficiario en la escala que se pudiera. ¿Por esa razón se habría escapado con él, por dinero, cuando yo en aquel entonces no era más que un humilde arriero? Lo importante en ese momento era llevármela para coronar con éxito la gesta libertaria de México. Ni pensar en utilizar la fuerza y obligarla a que me acompañara contra su voluntad. Yo tendría que continuar la campaña militar, por lo que a ella le sobrarían oportunidades para huir. Imposible asignarle un piquete de soldados para retenerla pero, además, ¿por qué iba yo a querer una mujer que permaneciera a mi lado sobre la base de estar amenazada de muerte si intentaba escapar? ¿De eso se trataba el amor? ¡Ni hablar! Una vez entendido que mi objetivo consistía en seducirla y enamorarla con el futuro que yo podría ofrecerle de llegar a independizarnos de España, entré en su casa, que exhibía ciertos lujos inalcanzables para la mayoría de nosotros. Al sentarnos le informé que Matías no volvería, que, como se trataba de un hombre con sentido del honor, nunca volvería con ella ni siquiera para despedirse, según constaba en las costumbres de Tierra Caliente. Ahora yo era su marido por la vía de los hechos y ella debía aceptarlos y seguirme a donde fuera, reconociendo, con esta sumisión, mi evidente superioridad y jerarquía. No podía ignorar que si bien al inicio vendría conmigo acatando un compromiso generacional, un acto de dignidad y respeto a nuestras tradiciones, con el tiempo lograría impresionarla y ganarme su admiración, sobre la que podríamos construir en el futuro una relación hermosa y sólida. ¿A dónde va una pareja que no se admira recíprocamente?

—No sé qué papel me tocará desempeñar en el México independiente ni si llegaré vivo a coronar nuestra obra, pero te ofrezco compartir esta aventura política y dejarnos llevar de la mano a donde nos conduzca el destino, que bien puede ser la gloria o el paredón. Tú dirás...

Francisca me veía en mi mejor momento. Fusilados Hidalgo y Allende, la responsabilidad del conflicto recaería en mi persona, por más que López Rayón fuera el coordinador de nuestras fuerzas armadas y del movimiento en general. Mi futuro era inmejorable, salvo que se interpusieran en él Calleja y Abad y Queipo, quienes me torturarían para arrancarme secretos y hacerme escarmentar para concluir deshonrado, excomulgado, fusilado y decapitado, el resultado evidente de la suma de fuerzas civiles y religiosas; de ahí que yo propusiera, entre otras razones, la sana separación entre Iglesia 'y Estado.

Francisca me contemplaba imperturbable. ¿Qué pensaría? En ese momento parecía un ídolo de piedra. Vestía unas sandalias cafés oscuro, de las que eran económicamente inaccesibles a las indígenas de la región, además de una falda amarilla, ocre, de gran vuelo, combinada con una blusa blanca que dejaba al descubierto sus hombros tostados por el sol y permitía admirar el nacimiento de aquellos senos por los que yo había llegado a delirar. Su pelo negro, lacio, y sus ojos del mismo color, su mirada intensa como siempre, me volvieron a atrapar como en los años en que sólo era un chamaco. ¿Me embrujaba? Sí, me embrujaba: olía como siempre, veía como siempre, coqueteaba como siempre, irradiaba belleza como siempre, empezó a reír como siempre, se sentaba como siempre, observaba como siempre... El tiempo no había pasado a pesar de que ella contaba con treinta y cinco años de edad.

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