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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (29 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Había corrido un rumor entre nosotros: el padre de Iturbide contaba cuando su hijo, siendo niño, les «cortaba los dedos de los pies a las gallinas para tener el bárbaro placer de verlas andar con sólo los troncocitos de las canillas». Ese era nuestro perseguidor. Se le acusaba de haber castigado sin motivo a muchas personas; de tener prisioneras mujeres capturadas en Pénjamo, sin formarles causa; de saquear, de robar a los propios realistas que prestaban sus servicios al virrey; de sanguinario porque ordenaba el fusilamiento de soldados indisciplinados de sus propias tropas; de especular con granos, «comprándolos él mismo por tercera mano para revenderlos por cuadruplicada cantidad»; de fusilar a muchos vecinos de las poblaciones que presentaban alguna resistencia y de vanagloriarse de que en dos meses había aprehendido o pasado por las armas a novecientos insurgentes; de traficar con azúcar, lana, aceite, cigarros y plata; de menospreciar y ultrajar a las corporaciones civiles sólo porque no le ayudaban en sus comercios y porque no eran esclavas de su voluntad; de apropiarse de más de un millón de pesos de las cajas reales de Guanajuato sin detenerse a pensar en la pésima situación de sus tropas... En fin, que se sepa: Iturbide nunca fue un patriota. Si algo lo distinguió fue haber sido particularmente sanguinario, un émulo del virrey Félix María Calleja, cruel, de mano dura y extraordinariamente corrupto.

Tendríamos que imponer la Constitución con la fuerza de las armas para hacerla entrar en vigor en todo el país. De Zumpango pasamos a la Cañada del Zopilote, de ahí al río Mezcala, a Tetela, a Pezoapan, a El Cubo, a la Hacienda del Potrero, en Tlalchapa, y en Cutzmala, a Chumítaro, a Huetamo, de regreso a Nocupétaro, a Carácuaro, a Chupio, a Tacámbaro, a Llano Grande, a Acuitzio, a Tiripitío, a Santiago Undameo y a Lomas de Santa María. Era imposible que dejáramos extinguirse los focos de insurrección.

Mientras el ejército realista seguía nuestros pasos cada vez más de cerca y amenazaba con ponernos contra la pared, el cabildo eclesiástico de México disparaba también sus cañones, pero desde los púlpitos o por medio de manifiestos o declaraciones que se pegaban en la puerta de todas las iglesias del país. En 1815 publicaron un edicto:

...prohibiendo nuestra Constitución y otros papeles publicados en Apatzingán, bajo la pena de excomunión mayor, quedando sujetos a la misma los que no delatasen á los que los tuviesen, por cualquiera racional y fundada sospecha, por ser reos de alta traición y cómplices de la desolación de la Iglesia y de la Patria...

En el mismo edicto:

...mandó el cabildo a todos los curas, confesores y predicadores, tanto seculares como regulares, a que combatiesen los principios contenidos en aquellos escritos, amenazando a los eclesiásticos que se condujesen con indiferencia en este punto o que usasen en los actos públicos de otro lenguaje, con la pérdida de los beneficios o destinos que obtuviesen y suspensión del ejercicio de su ministerio, procediéndose a formación de causa contra ellos, como sospechosos no sólo en materia de fidelidad, sino también de creencia...

La Inquisición, por un edicto publicado el l0 de julio de 1815, haciendo menuda relación de cada uno de los papeles objeto de su censura

...declaró incursos en excomunión mayor no sólo a todos los que tuviesen tales papeles, sino a los que no denunciasen a quienes los hubiesen leído, y a los que inspirasen o propagasen el espíritu de sedición e independencia y el de inobediencia a las determinaciones de las autoridades legítimas, especialmente a las de! Santo Oficio.

Mi Iglesia, ¿dónde estaba mi Iglesia y a quién apoyaba mi Iglesia? Perdónalos también, Dios mío...

Sin embargo, no cejábamos en nuestros esfuerzos. Logramos crear, a través de un decreto, el escudo nacional, en un campo de plata incorporamos a un águila de pie con una serpiente en el pico, descansando sobre un nopal cargado de tunas, cuyo tronco estaba fijado en el centro de una laguna. Avanzábamos, inventábamos símbolos, uníamos a los nuestros a través de una mística y alimentábamos esperanzas de éxito, como cuando le escribí el 4 de julio de 1815 una carta al presidente de los Estados Unidos para felicitarlo por la fiesta de Independencia de su país.

Suscribiendo como presidente del Supremo Gobierno mexicano, exhorté al presidente de los Estados Unidos a reconocer la independencia de México:

Exmo. Sr. Presidente de los Estados Unidos del Norte:

Cansado el pueblo mexicano de sufrir el enorme peso de la dominación española y perdida para siempre la esperanza de ser feliz bajo el gobierno de sus conquistadores, rompió los diques de su moderación, y arrostrando dificultades y peligros que parecían insuperables a los esfuerzos de una colonia esclavizada, levantó el grito de su libertad y emprendió valerosamente la obra de su regeneración.

[...] puntualmente se nos ha presentado la mil veces deseada oportunidad de procurar nuestras relaciones con el gobierno de esas venturosas provincias [...] con la satisfacción de que esta tentativa no correrá la suerte que otras anteriores...

Nos alienta sobremanera para insistir en esta solicitud, la íntima persuasión en que siempre hemos vivido, de que siendo amigas y aliadas las Américas del Norte y Mexicana, influirán recíprocamente en los asuntos de su propia felicidad y se harán invencibles a las agresiones de la codicia, de la ambición y de la tiranía.

En consecuencia, este Supremo Gobierno Mexicano, a nombre del mismo Congreso y de la nación que representa, eleva lo expuesto al superior conocimiento de Vuestra Excelencia, suplicándole que con los seis documentos legales que se acompañan, se sirva enterar de todo al Congreso General de los Estados Unidos, y en su augusta presencia recomiende nuestras pretensiones, ceñidas a que se reconozca la independencia de la América Mexicana, se admita al expresado Exmo. Sr. Lic. D. José Manuel de Herrera como Ministro Plenipotenciario de ella, cerca del gobierno de dichos estados, y en esta virtud se proceda en la forma conveniente a las negociaciones y tratados que aseguren la felicidad y la gloria de las dos Américas.

Dios guarde a VE muchos años, Palacio Nacional del Supremo Gobierno Mexicano, en Puruarán.

La persecución realista era implacable. Los insurgentes ya no sólo teníamos que defender la causa, sino velar por la integridad física de los representantes del Congreso. Nos trasladábamos de un lugar a otro. Yo era el primero en levantarme y el último en acostarme, hasta que, en noviembre de 1815, decidí conceder un descanso a mi tropa, porque la evidencia de la fatiga no dejaba lugar a la menor duda. De haber tenido que enfrentar al ejército de Calleja en las condiciones en las que nos encontrábamos, el desastre no se hubiera hecho esperar. Me volví a equivocar. Jamás tendría que haberme detenido en Texmalaca sabiendo que en cualquier momento, De la Concha y sus secuaces, entre los que se encontraba nada menos que Matías Carranco, podían caer encima de nosotros con tan sólo seguir nuestras huellas.

De la Concha sabía de nuestros pasos y para acortar el camino siguió el rumbo de Malinalco, Tepecoacuilco y Tulimán, donde una partida de caballería de Villasana le comunicó que dos días antes habíamos pasado por Tenango, noticia confirmada por un indígena, que aseguró que nos encontrábamos en Texmalaca. Sin perder un instante, se movilizaron las tropas realistas. Al cruzar el río se les concedió un pequeño descanso para proveerse de agua y en seguida marcharon hacia Texmalaca, donde lograron avistar a nuestra retaguardia. Al darme cuenta de la proximidad del enemigo, di órdenes de que el Congreso se adelantara cuanto pudiera a fin de salvarlo, en tanto que yo formaba tres columnas para defendernos; la de la izquierda a las órdenes de Nicolás Bravo; la de la derecha, a las de Lobato, reservándome la del centro. De la misma manera se distribuyó el ejército realista, iniciándose el combate a las once de la mañana «con un fuego bastante vivo por ambas partes...» Nuestras tropas se dispersaron, fijándose la atención de los realistas en mi captura. La cacería había comenzado. Asesinen al maldito cura que busca la libertad y la independencia de México aunque los propios soldados realistas estuvieran de acuerdo en lograr, precisamente, la libertad y la independencia de México. ¡Ay!, la sinrazón de la sinrazón! En medio de aquel desorden me encontré con Bravo, quien me comentó su determinación de seguir combatiendo a mi lado. Yo consideraba la causa perdida. Estábamos cercados. No teníamos escapatoria posible.

—No, vaya usted a escoltar al Congreso —contesté— poco importa que yo perezca.

Mis odios fundados en contra del ejército realista se centraban en cuatro personas: Félix María Calleja, Agustín de Iturbide, Manuel de la Concha y, por supuesto, en mi eterno enemigo Matías Carranco. Con cualquiera de ellos deseaba encontrarme en igualdad de condiciones, sin embargo, cuando entraba a una espesa arboleda acompañado de mis hombres, de pronto, pero tarde, muy tarde, me percaté de que había caído en una emboscada de los realistas. Al girar para todos lados sólo encontré caras desconocidas y cincuenta rifles que me apuntaban al pecho. Estábamos perdidos. Cualquier intento de fuga resultaría imposible. Nos desarmaron uno por uno. ¡Con cuánta angustia y coraje nos vimos obligados a dejar caer al piso nuestros mosquetes, junto con nuestras espadas y lanzas! No tardé en descubrir la identidad del jefe de la patrulla militar que me había atrapado: Matías Carranco. Era él, no cabía la menor duda: se trataba de mi antiguo amigo arriero, quien me había arrebatado a la mujer de mi vida. ¿Cómo confundirlo?

—Tú y yo ya nos conocíamos, Matías, ¿no es cierto? —aduje haciendo gala de una gran sangre fría al recordar las mismas palabras de cuando nos batimos a duelo a machetazos, en Chichihualco, cuatro años antes.

—Es usted mi prisionero —respondió Matías dudando de lo que sus ojos veían. Evitaría, a como diera lugar, que me dispararan. Por supuesto que me quería vivo para cumplir con su parte de la venganza. La vida lo premiaba concediéndole la oportunidad de atraparme. Los designios del Señor eran inescrutables. ¿En qué me había equivocado para hacerme acreedor a semejante castigo?

—Muchas gracias, señor Carranco —agregué entregándole mi reloj, sin saber por qué lo hacía.

Obviamente no opuse resistencia. Sabía a ciencia cierta mi destino. Más tarde Carranco sería elevado al rango de general, además de habérsele concedido el distintivo particular de un escudo que podría ostentar en el brazo izquierdo con las armas reales y el lema: «Señaló su fidelidad y amor al rey el día 5 de noviembre de 1815». El gran traidor a la causa insurgente sería ascendido mientras yo sería fusilado. Era la gran oportunidad de Matías Carranco para arrebatarme, ahora sí para siempre, a mi Francisca, a mi Panchita con todo y mi chamaco...

A los diez días de mi captura, me vi encerrado en los sótanos del Palacio de la Inquisición, atrás de la Catedral Metropolitana en la capital de la Nueva España. La Iglesia, mi querida Iglesia, me torturaría para arrancarme todos mis secretos. Se trataba de hacerme confesar el número e identidad de los principales cabecillas del movimiento de Independencia, así como su ubicación, junto con las cantidades de parque disponible en cada plaza. Guardé silencio hasta que me colgaron de una garrucha anclada en el techo de una habitación sin ventanas, iluminada de día y de noche por candelabros. Los verdugos y los fiscales me cargaron de grillos, me ataron a las gargantas de mis pies cien libras de hierro, me torcieron los brazos atrás de la espalda, asegurándolos con unas sogas para sujetarme las muñecas. A continuación me levantaron unos tres metros del suelo y me dejaron caer de golpe hasta doce veces, sin que yo delatara a ninguno de los míos muy a pesar de que sentía haber perdido mis brazos o, lo menos, los tenía descoyuntados, pues los arrastraba como si careciera de osamenta.

Como me negué a confesar, los inquisidores ejecutaron la tortura del potro, atándome los pies y las manos, en tanto asestaban garrotazos que convertían mi cuerpo en meros pedazos irreconocibles de carne.

Yo me mantenía inconfeso, por lo que me hicieron tragar grandes porciones de agua por medio de un embudo, seguido de golpes en la espalda para asfixiarme piadosamente si no hablaba. ¿Dónde estabas, Dios mío, cuando estos vergonzosos pastores disfrazados de verdugos me torturaban sólo por haber intentado tener un país libre y próspero?

Ni siquiera cuando me quemaron los pies desnudos, untados con grasa y asegurados en un cepo, a fuego lento en un brasero, pronuncié un solo nombre que ellos no conocieran. Entre gritos de horror confesé la ubicación de nuestro parque, la misma que ellos no podían ignorar. No traicioné a nadie, por más que hubiera llegado a estar muy cerca de hacerlo. Me pusieron un sambenito desgastado y ensangrentado que despedía un olor a sudor hediondo que seguramente había sido utilizado por miles de prisioneros en las mismas condiciones en que yo me encontraba. Después fui procesado por otros dos tribunales, además del de la Jurisdicción Unida: el del Santo Oficio y el militar, que sólo deberían conducir, bien lo sabía yo, a mi degradación y muerte... Esperaba la pena capital porque antes de someterme a ningún juicio ya había sido sentenciado. Por todo ello, en la Constitución de Apatzingán había propuesto la cancelación de las torturas y establecido el respeto de las garantías jurídicas y políticas inherentes al ser humano, los derechos universales del hombre que ignoraba mi Iglesia. No tardarían en condenarme como hereje...

A mi hijo José Vicente le dejé esta carta con las hojas sueltas, pequeñas, escondidas, una a una, entre las de mi misal:

Tres funcionarios del Tribunal Eclesiástico me recibieron de espaldas —como se recibe a los traidores, como si yo fuera un traidor—. Sólo dejaban ver sus negras capas pluviales. La sala estaba adornada con retratos al óleo de los inquisidores. Las columnas y ornatos arquitectónicos estaban cubiertos de damasco encantado. En el extremo que daba al sur había un sobrio altar exquisitamente decorado. En su centro estaba colocada una imagen de san Ildefonso. En el lado opuesto, y después de una gradería de una vara de altura, estaba el escritorio de los inquisidores, con tres sillas cubiertas de terciopelo color carmesí, con franjas y vivos de oro. Sobre la mesa había un crucifijo orlado de franjas y borlas del mismo metal precioso. Las armas reales, un paño amarillo con franjas rojas, colores de la bandera española y una inscripción sobre el globo de la Corona que decía:
Exurge
,
Domine
,
judica causam tuam
, que en latín significa «Levanta Señor y juzga tu causa».

Había también varios sacerdotes que escondían la cara tras unas capas grises obscuras de corte funerario. Estos invisibles personajes eran, creo yo, los mismos que me vistieron con el alzacuello, la sotana, la estola y la casulla. Parecía como si me fueran a ungir otra vez como clérigo. Luego me ordenaron que tenía que tomar una hostia sin consagrar, verter un poco de vino en el cáliz, beberlo y arrodillarme ante mis jueces. Ya hincado y tras una instrucción dada por un canónigo de más alto rango, tuve que extender y exhibir las palmas de mis manos para raspar la piel con un cuchillo, después de mojármelas con un ácido muy corrosivo. Comenzaron a chorrear hilillos de sangre. El dolor era intolerable, pero si yo deseaba ser héroe de la Independencia debería permanecer estoico.

Aquella sesión plenaria del Tribunal de la Santa Inquisición habría de durar veinticinco horas, en realidad, una simulación para llegar a la degradación y a la pena capital. Antes de iniciar el procedimiento ya estaba demostrado y era del dominio público el delito de alta traición, de la misma manera que al comenzar el juicio ya había sido sentenciado de antemano como hereje y por cometer delitos ideológicos.

La degradación como sacerdote, única ocasión en la que fui exhibido en público, tras los suplicios a que me sometieron en los sótanos inquisitoriales, consistió, hijo mío, en la lectura de la causa. El inquisidor decano hizo que yo abjurase de mis errores e hiciese la protesta de la fe, procediendo a la reconciliación, recibiendo yo de rodillas azotes con varas, que me fueron asestados por los ministros del tribunal durante el rezo del salmo
Miserere
. En seguida continuó la misa rezada en mi presencia. Acabada ésta enseguida continuó la dicha ceremonia de degradación... Tuve que atravesar una gran sala con el vestido ridículo que me habían puesto... Yo crucé el recinto con los ojos bajos, aspecto decoroso y paso mesurado rumbo a un altar, donde la sentencia fue leída públicamente por un secretario de la junta conciliar. Me revistieron con los ornamentos sacerdotales, y puesto de rodillas, delante del obispo se ejecutó mi degradación por todos los órdenes... Mientras el obispo se deshacía en un llanto hipócrita y me desprendía de mis hábitos, yo me mantenía sereno, con una fortaleza inspirada por Dios.

Ya sabía yo que el auditor Bataller había pedido la pena capital y confiscación de mis bienes, desde el veintiocho de noviembre de 1815, debiendo ser fusilado por la espalda como traidor al rey, amputándoseme la cabeza y mi mano derecha, para que en una jaula de fierro quedasen expuestas en la plaza de México, y la mano derecha se fijase en la de Oaxaca.

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