Read Arrebatos Carnales Online

Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (24 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
9.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Y qué te parece?

—Me ruboriza, padre...

—Cuando te educaron como niña, ¿qué parte te prohibieron tocar de los hombres?

Brígida enrojeció. Su aturdimiento me fascinó, me excitó, al extremo de que mi cuerpo empezó a reaccionar junto con su respuesta, sin importar que ésta fuera un entendible silencio, al fin y al cabo se trataba de un mensaje que yo descifraba con toda su claridad y extensión. Cuando se sonrojó y se abochornó, me inundó con la energía de un fauno. Una prostituta ni se emociona ni se altera ni se asombra, por ello es que la virginidad de Brígida, no sólo la física sino la moral, me provocaba hasta llegar a arrebatos desconocidos.

—¿Qué parte te pidieron no tocar, ni siquiera ver? —agregué envuelto en una lujuria que me devoraba, mientras que mis, tamaños de hombre se multiplicaban.

Me contestó con una mirada esquiva, poseída por la vergüenza propia de una adolescente.

Cuando me acerqué y me acosté a su lado, la invité a que recorriera mi cuerpo, a que se hiciera mujer, a que me descubriera porque estábamos llamados a vivir juntos por toda la eternidad.

—Prueba, inténtalo, las caricias audaces nos acercarán como pareja. Entre nosotros no debe haber vergüenza.

Mientras Brígida cumplía puntualmente con mis órdenes, sus manos ignorantes, tímidas y torpes me perdieron. Le pedí que repitiera una y otra vez, el mismo movimiento:

—No te canses, reina, no te canses, insiste, mi amor, ahora lo haremos juntos, yo voy primero, por lo pronto no me sueltes, no, por favor aprieta, sube, baja, ven, concéntrate, inspírate, afloja, ahora con las dos manos, no pierdas el ritmo, más, más, ven, ven... —fue lo último que pude ordenar antes de que el cielo se abriera, de par en par, y después de unas gotas que hacían las veces de heraldo de un nuevo diluvio, una generosa lluvia tropical volvió a fertilizar al mundo, como desde aquellas lejanas centurias desde que el hombre era hombre y la tierra, tierra. Caí rendido como un semidios después de cumplir con mi tarea...

En una carta le hice saber al cura Hidalgo cómo construía pequeñas casas para darlas en arrendamiento. Exhibía mis cualidades comerciales. Disfrutaba especialmente el desarrollo de una facilidad como era el ejercicio de ciertos conceptos de ingeniería. Tenía varias recuas que iban de Tierra Caliente a Valladolid y viceversa, transportando mercancías. Invertía gran cantidad de tiempo en la tarea de hacerme de amigos, muchos de los cuales se sumarían con el debido coraje a defender la causa de la independencia. Contaba con socios compadres, bebía cantidades moderadas de mezcal, fumaba cigarrillos de los llamados puros, organizaba equipos de arrieros, con los cuales mandaba granos, aguardiente y ganado además de telas y herrajes, porque en Valladolid había un gran mercado para estos productos. Con el dinero, le expliqué al padre Hidalgo, pude reconstruir la iglesia de Nocupétaro y sus anexos, la casa cural, la casa del campanero, la del sepulturero y la del sacristán. Le conté que me había dado el lujo de levantar las bardas para poder contar hasta con un pequeño cementerio aprovechando la bondadosa mano de obra de los feligreses.

El mes de mayo de 1803 me sorprendió con una estremecedora noticia, de ésas que de golpe le dan sentido a la existencia. Tras dos años de noviazgo, Brígida, mi mujer, dio a luz a un niño, precisamente el día de san Juan Nepomuceno. Cuando fui a bendecirlos, y una vez que las matronas y enfermeras habían abandonado la pequeña habitación en donde había nacido mi hijo, mi primer hijo, los dos llegamos a un feliz acuerdo, previo intercambio de besos y derramamiento de lágrimas: la criatura se llamaría Juan Nepomuceno Almonte, claro que sería imposible registrarlo ni bautizarlo con el nombre de Morelos porque el escarnio, la envidia y la 'maldad de mis semejantes podría arruinar el proceso de construcción de una felicidad llamada a duramos muchos años. ¡Cuánto placer experimenté al tener a mi crío en mis brazos! ¿Por qué los sacerdotes no podíamos casarnos ni mucho menos tener familia? Jesús nunca había condenado el matrimonio de sacerdotes, ¿por qué entonces los hombres se atrevían a enmendar las leyes divinas?

A partir de ese momento contaba con más motivos para vivir, más razones para adorar a Brígida y respetarla por sobre todas las cosas. Ella tranquilizaba mis ansias de hombre, satisfacía mis deseos y me llenaba de paz y, además, ahora de una felicidad indescriptible que, para mi mala fortuna, tendría que ocultar para siempre. ¿Cómo gritar en plena plaza pública de Nocupétaro que el cura José María Morelos y Pavón era el padre de un hermosísimo chamaco que sería conocido como Juan Nepomuceno Almonte? Brígida no sólo se vería obligada a ocultar nuestra relación, sino la identidad del feliz padre de su hijo. Una aberración y, tal vez, hasta una canallada. ¿Por qué ocultar mi paternidad y esconder aviesamente el nacimiento de mi hijo, en lugar de invitar a todo el pueblo a brindar conmigo con mezcal y a tronar muchos cohetes, como los aventábamos el día de la virgen de los Remedios o el de la virgen de Guadalupe? A callar entonces, a negar mi felicidad y a disfrutarla únicamente en mi intimidad con mi Brígida, sí, con mi Brígida. Pero debo ser sincero, ¿el nacimiento de Juan Nepomuceno me hizo olvidar a Francisca? ¡No!, por supuesto que no, a esa mujer la tenía yo como un clavo remachado en el centro de la frente y, por lo visto, sólo me lo podría arrancar entregando a cambio mi vida.

¿Juan Nepomuceno sería cura, oficial del ejército, filósofo, hacendado, diplomático o líder político? A saber: yo, por, lo pronto, deseaba' que fuera un hombre bueno, sano, feliz y que dedicara su vida entera a propiciar el bien común.

Si el nacimiento de mi hijo cambió mi vida y despertó sentimientos desconocidos en mí, pues más, muchas más experiencias descubrí sin poder predecir hasta dónde alterarían mi existencia, sobre todo cuando, a principios de 1808, las tropas napoleónicas invadieron España de acuerdo con Godoy, el ministro universal, el Príncipe de la Paz, el dueño de la voluntad del rey Carlos IV y, por si fuera poco, también dueño de su mujer, la reina María Luisa, a pesar de sus muy cuestionables y discutibles encantos femeninos. «Carlos IV tuvo que abdicar a favor de su presunto hijo Fernando VII, mejor conocido como el Narizotas, otro retrasado mental como su probable padre. Los levantamientos populares obligaron a Napoleón a arrestar a toda la familia real española para trasladarla a Bayona, imponiendo a Murat y encargándolo de la administración del imperio español.»

El efecto en la Nueva España, como consecuencia de la deposición de Carlos IV y de Fernando VII, fue catastrófico. ¿Quién deseaba ser gobernado por el emperador de los franceses cuando éramos una colonia española? ¿Quién era Napoleón Bonaparte para convertirse, de repente, en nuestra máxima autoridad política? Las respuestas violentas no se hicieron esperar, comenzando con el derrocamiento del virrey Iturrigaray y la elevación al cargo de Garibay, sustituido provisionalmente por el arzobispo Lizana y Beaumont. Éste le entregaría finalmente el cargo al nuevo virrey, Francisco Xavier Venegas, quien se presentó el 14 de septiembre de 1810 a dirigir la Nueva España, la gran joya de la corona hispana. ¡Claro que Venegas no podía imaginar que el gran maestro de mi vida, el gran cura Miguel Hidalgo y Costilla, la haría estallar por los aires un par de días después, al convocar a las armas al pueblo para acabar con los malos gobiernos, en el nombre, sea dicho, de nuestra santísima madre, la virgen de Guadalupe! ¡Viva Fernando VII!, también gritó mi maestro para mi terrible confusión. Justo es decirlo: el derrocamiento del virrey Iturrigaray despertó mi vocación de insurgente.

Los acontecimientos se atropellaban los unos a los otros. El rechazo creciente hacia Bonaparte o hacia cualquier integrante de la familia napoleónica que intentara gobernar la Nueva España, crecía por instantes. Las cartas cruzadas entre Hidalgo y yo aumentaban en longitud y en profundidad. Ninguno de los dos estaba, dispuesto a aceptar un gobierno de franceses y, menos aún, cuando José Bonaparte, un conocido borracho, pretendía dirigir el destino de la Colonia. Mientras Hidalgo pensaba rebelarse en cualquier momento y me pedía empezar a hacer acopio de armas, de municiones y hasta de hombres comenzando a seleccionar posibles soldados de acción de cara a un conflicto mayor, en tanto todo esto acontecía en el terreno político y militar, mi vida personal se convertía en polvo, se desintegraba, se destruía por dentro, acabando con mis más caras esperanzas, pues precisamente cuando Brígida, mi Brígida, iba a traer al mundo a nuestro segundo hijo, el parto se complicó hasta producir una catástrofe total e irreparable. Si bien mi hija Guadalupe —¿acaso podría ponerle otro nombre olvidando a la gran patrona de todos nosotros?— nació sana y resultó ser una mujer hermosa, inteligente y vital, Brígida, mi compañera, murió durante el parto mientras lanzaba alaridos de horror sin que yo pudiera consolarla. Se desangró sin que los médicos pudieran hacer nada para mantenerla con vida. Se fue, se fue para siempre, se me escapó sin que yo, como padre ni marido, hubiera besado su frente y llorado en su lecho de muerte debido a la presencia de terceros indeseables en esa terrible coyuntura. Mi conducta como sacerdote se redujo a darle la extremaunción como lo hubiera hecho cualquier cura pueblerino. La perdí, sí, la perdí, pero me heredó dos hermosos hijos que justificarían mi existencia y a los que tendría que dedicar mis mejores empeños y cariño.

¿Cómo tomar la pérdida de Brígida, quien ni siquiera había cumplido los treinta años de edad? ¿Era un castigo de Dios por haber procreado dos hijos sin habernos casado ante la fe de un príncipe de la Iglesia? ¿El Señor me sancionaba por incumplir con mis votos de castidad cuando Él nunca los había impuesto? ¿Yo tenía que entender la muerte de Brígida como una señal divina o simplemente como una manifiesta incapacidad de la ciencia médica para salvar a la madre de una hemorragia o de una infección incontrolable? Cualquier explicación me resultaba irrelevante ante la inmensa responsabilidad contraída con mi descendencia, sobre la base de ocultar, en cualquier caso, mi identidad. Sería el padre de las criaturas sin que nadie lo supiera, imaginación nunca faltaría, todo ello, claro está, en un entorno de efervescencia revolucionaria.

A un año de la muerte de Brígida, me reuní sigilosamente y con toda la discreción del caso, con mi querido amigo el cura Hidalgo, a quien le confesé el número de armas y la cantidad de municiones que guardaba en la biblioteca del curato. Estaba listo para lo que pudiera ocurrir. Mi maestro, después de acompañarme en mi luto me hizo saber, con lujo de detalle, los planes del pronunciamiento. Él y Allende habían trazado una estrategia puntual para hacer estallar el movimiento de independencia en toda la zona del Bajío. Buscaba hombres confiables, manos que secundaran apasionadamente el levantamiento armado. Por supuesto que había pensado en mí y yo jamás podría defraudarlo. ¿A las armas? ¡A las armas! Era el momento de la libertad, de sacudirnos, por lo pronto, el yugo francés, ya luego veríamos qué hacer con el español. Muy pronto también acabaríamos con este último para ser absolutamente libres e independientes y poder dirigir el gran barco de la nación hacia donde dispusieran las mayorías.

Finalmente, en el mes de octubre de 1810, al concluir la misa en mi curato de Cuarácuaro, se me acercó el dueño de la Hacienda de Guadalupe, don Rafael Guedea, para informarme que en el pueblo de Dolores había estallado la revolución de Independencia acaudillada por el antiguo rector del Colegio de San Nicolás Obispo, de Valladolid, don Miguel Hidalgo. Mi maestro se había levantado en armas en contra de los españoles, ya había tomado Guanajuato y se dirigía con miles de hombres que integraban un ejército improvisado rumbo a Valladolid. El movimiento para lograr la independencia de España era una realidad. ¡Cuán poco se imaginaba mi amigo Guedea el efecto que causarían sus palabras en mis planes y en mi vida! En ese momento ya no me importó mi ejercicio sacerdotal ni creí que mis fieles, mi rebaño sagrado, requirieran más auxilio espiritual... Mi prioridad era otra... Mi mente la ocupó únicamente el propósito de liberar a México de las cadenas que nos unían a España. Ordené entonces a Gregorio Sapién, mi topil, que fuera a Janitzio y pidiera prestado medio almud de dinero. A continuación seleccioné a los hombres que podrían acompañarme, en una primera instancia, en lo que sería una fanática, intensa y sangrienta lucha por la libertad. De inmediato se presentaron ante mí.

Sin detenerme a consultar con persona alguna, le solicité al conde de Sierra Gorda que me otorgara una licencia para servir como capellán en el ejército de Hidalgo. Después de digerir la sorpresa, no se negó a concederme la autorización, pero sí intentó disuadirme del peligro de la empresa, de los riesgos que corría, así como de las posibilidades de perder no sólo mi curato sino la vida en una experiencia que parecía tener muy pocas posibilidades de éxito. Por supuesto que lo dejé hablar y expresarse a plenitud, él era acreedor de todo mi respeto, sólo que al concluir insistí en mis objetivos sin dejar la menor duda, a lo que él no tuvo otro remedio que autorizar la gracia solicitada. Resuelto el problema de mi curato, me ocupé de dejar en buenas manos a mis hijos, Nepomuceno y Guadalupe, alegando que eran mis muy queridos sobrinos que requerían protección en lo que pasaban las balas. Ellos eran inocentes y deberían ser cobijados. Dispuesto todo lo anterior, me lancé a caballo, a pleno galope, rumbo a Tacámbaro y Valladolid y llegué a Charo en una sola jornada. Resultaba imprescindible entrevistarme otra vez con el padre Hidalgo, quien me entregó una carta firmada por él mismo, en los siguientes términos:

Octubre 19 de 1810

Por el presente comisiono en toda forma a mi lugarteniente el Br. D. José María Morelos, cura de Carácuaro, para que en la costa del Sur levante tropas, procediendo con arreglo a las instrucciones verbales que le he comunicado.

Cuando me despedía de Hidalgo, antes de besarle la mano, le pregunté la razón por la cual, en su llamado a la independencia el pasado 16 de septiembre, había invocado a Fernando VII. ¿Cómo podríamos hablar de libertad y del rompimiento de las cadenas que nos unían a la metrópoli si comenzábamos por gritar vivas a quien nos tenía sometidos?

—Allende insistió en que el grito de Dolores, el llamado de Dolores, tenía que reunir tres requisitos. El primero pedir un viva a la virgen de Guadalupe, el segundo, otro viva a Fernando VII, un muera a los gachupines y otro muera más a los malos gobiernos.

BOOK: Arrebatos Carnales
9.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Daughter in Law by Jordan Silver
The Betrayer by Kimberley Chambers
Mechanica by Betsy Cornwell
A Bride by Moonlight by Liz Carlyle
Demontech: Gulf Run by David Sherman
Eleven Days by Donald Harstad
Poles Apart by Ueckermann, Marion