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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (27 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Sin mayores trámites, le extendí espontáneamente las manos para animarla a abandonar el hogar en el que había vivido durante tantos años con Matías. Bastaría con que se pusiera de pie para retirarnos. Nada teníamos que hacer en dicho lugar. Tendríamos que fundar nuestro nido, el propio, muy a pesar de la guerra, aun cuando, por el momento, tuviéramos varios domicilios itinerantes. Mi sorpresa fue mayúscula cuando no sólo no despreció mi gesto, sino que me cubrió con sus manos y empezó a acariciar mis dedos en silencio, sin perderlos de vista. ¿Estaría soñando? ¿Recordaría nuestra juventud, el tendejón, la abarrotera de su tío, las recuas...? Ambos permanecíamos sentados en los equipales ubicados en una esquina de la sala. Pude respetar sus reflexiones por tan sólo unos instantes porque a continuación me bajé del sillón y me arrodillé, arrastrándome unos breves pasos para estar lo más cerca posible de ella. ¿José María Teclo Morelos de rodillas? Bien, sí, sólo ante Dios y, por supuesto, ante Francisca, una y mil veces de rodillas ante Francisca, ¡claro que sí! ¿El máximo líder de la Independencia en esa posición ante una mujer? Eso y más, mucho más: me estaba rindiendo ante ella, homenajeándola, distinguiéndola con la humildad de un esclavo. Quien no lo ha hecho ante su pareja ha perdido miserablemente la vida.

Como Francisca había enmudecido en tanto tenía clavada la vista en nuestras manos, me solté suavemente para acariciarle el cabello, la frente, las mejillas, expresiones amorosas que había idealizado toda mi vida. Llevaba más de treinta años conteniendo mis apetitos y deseos. ¡Cuántas veces me descubrí delirando en las noches! En muchas ocasiones la pasión y la impotencia habían estallado en mi interior haciendo de mí un sujeto inentendible. La vida me premiaba al poder expresar, y no sólo expresar, sino materializar mis sentimientos. Dios estaba conmigo, de otra manera jamás lo hubiera permitido. Me autorizaba a tocarla, postrado como me encontraba ante ella. Escrutaba su rostro mientras jugaba con unas enormes arracadas que colgaban musicalmente de sus orejas. Hacía pequeños remolinos con sus cabellos hasta que con mi mano derecha levanté su barbilla para contemplarla. ¡Gracias, Señor, por este momento que le obsequias al más humilde pastor de tu rebaño! Francisca cerró los ojos. Estaba turbada. Decidí aprovechar la coyuntura para besar delicadamente sus labios. ¿Por qué tendrían que haber pasado tantos años? ¡Dios, Dios, Dios...! Ella no opuso la menor resistencia. Sabía que era mía y estaba a mi disposición. Abrió entonces la boca en forma apenas perceptible. Creí perder la razón. Todo Morelos estuvo llamado a entrar de golpe por esa cavidad que conducía al paraíso. Todo en mí crecía junto con mi arrojo, mi temple y mi consagración como hombre, como ser humano. Me había resignado a perder la vida sin descubrir el verdadero amor, una de las razones más claras para explicar nuestra existencia. Al conocer su respuesta tomé su cara como quien levanta un cáliz de oro para ofrecérselo a la divinidad y me dispuse a devorarla en su propia casa, en la de Matías. ¡Qué mejor lugar para confirmar su derrota que acostarme con su mujer, ahora la mía, en su propio hogar!

Al soltar su rostro, sin acabar de embelesarme con él, la tomé por los hombros. Palpaba su piel, la recorría en tanto ella giraba la cabeza con cierta indolencia hacia atrás y adelante. Reaccionaba a mis insinuaciones. Nos abrazarnos, nos estrechamos. Yo sentía sus manos en mi espalda y también recorriendo la parte de mi cabellera descubierta por el paliacate. Mientras besaba sus hombros decidí bajar su blusa a lo largo de sus brazos, momento en que me retiré para disfrutar a plenitud ese precioso obsequio a mis sentidos. Sus senos se encontraban plenos, llenos, obsequiosos, como los de una joven nodriza. ¿No habría pasado Matías por aquí? ¿Habría desperdiciado este tesoro de la naturaleza? Arrodillado como estaba, los acaricié una y otra vez. Sus pezones oscuros y su aura ligeramente más clara delataban su doncellez. Los besé, los estreché para materializar el viejo sueño de mi vida. Eran míos, hubiera querido salir a gritar por todo el caserío. Hundí embelesado mi cara entre ellos. Giré la cabeza delicadamente de un lado al otro manteniendo cerrados los ojos. Su piel me enervaba cuando producía pequeñas perlas de sudor, la justa respuesta a mis anhelos. Nos pusimos de pie para llenarnos el uno con la otra. Ella también sentiría algo, de otra manera resultaba inexplicable su actitud. En la vida se trata de interpretar las respuestas para entender los hechos. Con su proceder, Francisca resolvía mis dudas. ¿Para qué hablar? Nunca olvidaré cuando la tuve completamente desnuda ante mí. Ella no mostraba la menor turbación. Su comportamiento me parecía en ocasiones el de una esclava frente al patrón. No importaba. Por ninguna razón desaprovecharía esta oportunidad. Tal vez, al salir de su casa, recibiría un impacto de bala en el centro de la frente. ¿Qué más daba? ¿No había valido la pena? Me hubiera ido al otro mundo con una sonrisa en el rostro...

Al abrazarla y atraerla sujetándola por las nalgas, creí perderme. ¡Imposible resistir ni un solo instante más! Tuve que soltarla discretamente antes de llegar a caer en un ridículo propio de un adolescente. Imposible mantenerme en dicha posición. Hubiera precipitado los acontecimientos de manera —inconveniente y vergonzosa. Sólo que ¿cómo contenerse ante una hembra hecha de maderas preciosas de las selvas tropicales? Ni siquiera el paso del tiempo había causado estragos en aquel cuerpo que millones de años de evolución humana se resumían en aquella mujer, el mejor premio de Dios en mi existencia. ¡Gracias, Señor, por haberla puesto en mi camino: Si no Él, ¿quién...?

Cuando nos desplomamos en la cama y nos abrazamos y nos olimos y nos atrapamos y nos enredamos y nos besamos y nos tocamos y nos hundimos y nos rescatamos y nos enervamos y nos sumergimos y nos sofocamos y nos volvimos a sofocar y nos agitamos, nos confesamos en silencio y nos contestamos con caricias y arrumacos y nos fusionamos y nos retorcimos y suspiramos y le cantamos a la vida con nuestros suspiros y nos entregamos y nos olvidamos y nos recordamos y nos reímos y nos consolamos y nos añoramos y nos penetramos y adentramos en nuestra historia, en nosotros mismos, en nuestro presente y en nuestro futuro, y nos explicamos con las miradas y nos respondimos con los labios y con las yemas de los dedos y nos preguntamos para contestar con apretones, añoranzas y disimulos, entonces caímos en cuenta del inicio de una nueva etapa en nuestras vidas. Yo la iniciaba a mis casi cuarenta y siete años de edad. Nunca era tarde para comenzar. Por lo pronto Francisca ya era mi mujer y me acompañaría, mientras fuera posible, a donde truenan los cañones...

La tropa insurgente empezó a conocer a Francisca como la Capitana de la Alegría. Estaba cerca de mí, muy cerca de mí, como de todos, compartiendo decisiones, sensaciones y cuidados: nos presentamos como una pareja alegre, dispuesta y valiente, cuyo objetivo principal era salvar a México. Yo fungía como el jefe, ella, en el interior de mi tienda de mi campaña, hacía las veces de mi asistente. Ella suponía, y con razón, que Matías Carranco ingresaría a las filas realistas. A partir de ese momento ya no sería sólo mi enemigo, sino nuestro enemigo...

Poderosamente fortalecido en mis ánimos, publiqué la siguiente proclama en contra de los aliados naturales de Calleja, el 8 de febrero de 1812:

Amados americanos:

Las repetidas victorias con que el cielo se ha especializado en proteger visiblemente los diversos combates que ha sostenido esta división valiente y aguerrida, que hace temblar al enemigo sólo con el nombre de nuestro general invicto, son un testimonio claro y constante de la justicia de nuestra causa... el dios de los ejércitos, en quien está depositado todo el poder y fuerza de las naciones, disipará como ligera nube la miserable porción de europeos reunidos en nuestro perjuicio, y les dará a conocer que los pueblos esclavizados son libres en el momento mismo en el que quieren serlo... Recordéis por ahora las crecidas cantidades de plata y oro que, desde la conquista de Cortés hasta habrá año y medio se han llevado los gachupines a su reino... y sólo echad una mirada sobre los tributos y pensiones de que estaba cargado cada uno de nosotros respectivamente, sirviéndose aquellos tiranos de vuestro trabajo, de vuestras personas y de vuestras escaseces para aumentar sus caudales con perjuicio vuestro, con desprecio de la humanidad y con total aniquilamiento... Americanos: ya es tiempo de decir la verdad conforme es en sí misma, los gachupines son naturalmente impostores y con sus sofismas se empeñan en alucinaros para que no sigáis este partido... el gobierno de los gachupines es verdad que nos trata de herejes, ladrones y asesinos, libidinosos e impolíticos... ¡Miserables! No se acuerdan que habrá dos años era Bonaparte su ídolo, a quien casi veneraban como el ángel tutelar de la península, cuando les llegó a sus intereses... se convirtieron en sus mayores antipatistas... Los gachupines están poseídos de la oligarquía y del egoísmo, profesan la mentira y son idólatras de los metales valiosos, preciosísimos... hombres ignorantes y presumidos que jactáis tanto de religión y cristianismo, ¿por qué mancháis tan sagrados caracteres con impiedades, blasfemias y deseos inicuos...? Valgámonos del derecho de guerra para restaurar la libertad política... Si los gachupines no rinden sus armas ni se sujetan al gobiernillo de la suprema y soberana junta nacional de esta América, acabémoslos, destruyámoslos, exterminémoslos, sin envainar nuestras espadas hasta no vernos libres de sus manos impuras y sangrientas.

Sólo que los problemas, las asfixias y los descalabros no podían faltar. Se produjo el sitio de Cuautla. Nos cerraron todas las salidas. Nos condenaban a la sed, al hambre, a la enfermedad y a la muerte, con muy escasas municiones, para ya ni hablar de los alimentos. La desesperación cundía entre todos nosotros. Había que disimular los sentimientos como si el peligro que nos acosaba por los cuatro costados no existiera. Teníamos que infundir paz y esperanza cuando carecíamos precisamente de ellas. El pánico por la peste era una pesadilla de día y de noche. Las mujeres y los niños organizaron una defensa histórica. Ellas, distribuidas en tres brigadas, atendían la alimentación de nosotros, los sitiados, realizando a diario, de manera inexplicable, el milagro de los panes y de las tortillas y los frijoles. Otras se dedicaban a auxiliar a los heridos y el resto ayudaba a los soldados a cargar sus armas y a cargar los cartuchos, en tanto yo animaba a la tropa, en particular a nuestra artillería, inventando burlas, apagando en público y personalmente las espoletas, ejemplo que seguía la población civil. Galeana me había salvado la vida. El Niño Artillero, Narciso Mendoza, al hacer estallar su cañón como un repentino relámpago, él sí nos salvó a todos. Nuestra Capitana de la Alegría estuvo siempre con nosotros, llenándonos de ánimos y de vigor.

En esa asfixiante coyuntura, el 4 de abril de 1812, le escribí a Calleja la siguiente carta:

Señor español: el que muere por la verdadera religión y por su patria, no muere infausta, sino gloriosamente. Usted, que quiere morir por la de Napoleón, acabará del modo que señala a otros. Usted no es el que ha de señalar el momento fatal de este ejército, sino Dios quien ha determinado el castigo de los europeos y que los americanos recobren sus derechos. Yo soy Católico y por lo mismo le digo a usted que tome camino para su tierra, pues según las circunstancias de la guerra, perecerá a nuestras manos el día que Dios decrete ese futuro posible; por lo demás, no hay que apurarse, pues aunque acabe ese ejército conmigo, y las demás divisiones que señala, queda aún toda la América que ha conocido sus derechos, y está resuelta a acabar con los pocos españoles que han quedado. Usted sin duda está creyendo en la venida del Rey don Sebastián en su caballo blanco y ayudarle a vencer la guerra; pero los americanos saben lo que necesitan, y ya no podrán ustedes embobarlos con sus gacetas y papeles mentirosos. Supongo que al señor Calleja le habrá venido otra generación de calzones para exterminar esta valiente división, pues la que trae de enaguas no ha podido entrar en este arrabal; y si así fuere, que vengan el día que quiera, y mientras yo trabajo en las oficinas, haga usted que me tiren unas bombitas, porque estoy triste sin ellas. Es de usted su servidor el fiel americano.

MORELOS

Nos quedábamos sin agua sitiados en Cuautla, pero gracias a Galeana recuperamos el manantial. Nos bombardeaban de día y de noche. El hambre cundía, las enfermedades también. Los heridos fallecían sin que pudiéramos obtener vendas ni medicamentos ni conseguir las más elementales condiciones de higiene. Sin embargo, después de setenta y dos días rompimos sigilosamente el cerco, perdimos el cañón de Narciso, nuestro adorado niño, así como la vida de muchos héroes anónimos. Sí, pero lo más grave fue que aprehendieron al inmortal Leonardo Bravo. Tratamos de canjearlo por doscientos o trescientos soldados realistas y españoles hechos prisioneros, pero todo fue inútil: Calleja ordenó su ejecución, misma que lloramos desconsoladamente. Nadie podía ignorar la suerte que corría de llegar a caer en manos de este sanguinario sujeto llamado Calleja. Muy poca satisfacción me produjo cuando la Suprema Junta Gubernativa me nombró capitán general. ¿Qué hacer sin don Leonardo Bravo? Sin embargo, su hijo Nicolás, que se negó a deponer las armas a cambio de la vida de Leonardo, permaneció con nosotros: era una familia de auténticos patriotas. Tomamos Orizaba y Oaxaca a finales de 1813, mientras el virrey Venegas nombraba a Calleja gobernador militar de México con el insultante título de teniente coronel de patriotas.

Por aquel tiempo, en enero de 1813, por primera vez posé para un retrato al óleo ejecutado por Valencia, un indio mixteco, dotado de un talento sobrenatural para las artes. La obra maestra era obsequio de mi querido mariscal. El cura Matamoros. La verdad no me gustó aparecer vestido con un gorro negro ni creí ser tan grueso de cuerpo y cara ni mucho menos tener una barba negra y tan poblada, lo cual acentuó todavía más el color oscuro de mi piel. No creí tener los ojos almendrados ni unas cejas tan negras Y abundantes subidas al centro de mi frente como si yo fuera un gachupín vendedor de abarrotes. Sí me gustó el trazo en mi nariz recta y levantada en la punta, aunque un tanto desviada por un golpazo que me di contra la rama de un árbol cuando montaba a galope y caí al piso con la pérdida total de la conciencia. Yo no tengo la boca tan perfecta ni tan cerca de la nariz. Me pintaron como si no tuviera labio superior. El mentón saliente, la barba partida, la frente vertical, según me explicaron, era una señal inequívoca de determinación y confianza en mí mismo, por lo que me sentí muy agradecido con el artista, no así cuando me percaté de que él me percibía con una cara gruesa y oval, atributos que, de ser ciertos, desde luego hubieran justificado la decisión de Francisca', ¡ay mi Francisca, de abandonarme. No me agradó verme tan chaparro, por más que lo fuera, y hubiera agradecido aparecer sin mi lunar ni mis dos verrugas a un lado de la oreja izquierda. Creo que me hubiera visto mejor sin mi camisa de Bretaña, el chaleco de paño negro, el pantalón de paño azul, las medias de algodón blancas, los zapatos abotinados, la chaqueta de indianilla, el fondo blanco, y sin la odiosa mascada de seda toledana, para ya ni hablar de la motera de seda.

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