Arrebatos Carnales (11 page)

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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

BOOK: Arrebatos Carnales
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—Sí, pero gané finalmente en Tuxtepec...

Se escuchó un ruidoso tamborileo sobre uno de los brazos del trono celestial.

—Si te permito esta nueva interrupción y el desacato, sólo es para recordarte que tu triunfo, eso que llamas triunfo, te convirtió en un gran traidor...

—¿Traidor? —preguntó Díaz como si deseara llevarse la mano a la espada.

—En eso mismo te convertiste cuando derrocaste a Lerdo, quien te había perdonado la vida después de la intentona de La Noria, y todavía te había concedido la libertad y devuelto tus bienes, al igual que tu rango militar, es decir, tu honor, muy a pesar de haber intentado destruir las endebles instituciones mexicanas. Sí, señor, además de traidor y golpista te exhibiste como un gran tonto.

—¿Tonto? se cuestionó el general sorprendido.

—Sí, tonto, porque quien tiene que recurrir a la fuerza para cumplir sus objetivos está confesando, en el fondo, su incapacidad para dialogar, para convencer, para trabar alianzas y negociar. Te mostraste como un individuo intolerante y autoritario que no puede discernir ni parlamentar ni hablar y se ve obligado a recurrir a las manos con tal de satisfacer sus caprichos o, si quieres eufemísticamente, alcanzar sus metas.

Se hizo un pesado silencio en espera de más explicaciones.

—Tu conducta es comparable a la del violador que no sabe cómo convencer a la mujer deseada por medio de la palabra y el encanto y decide golpearla, atarla y amordazarla para tenerla a cualquier precio. ¿No es antes que nada un imbécil quien carece de argumentos, estilo, simpatía y elocuencia para seducir al ser amado y conducirlo al lecho o al matrimonio? ¿Te imaginas el mundo en el que vivirían si todos los rechazados siguieran tu ejemplo y recurrieran a las manos para salirse con la suya? Quien no logra convencer, ¿no es un incapaz? El verdadero líder es quien arrastra a las masas con su verbo seductor, las domina, las enternece y las guía con su magnetismo, pero de ninguna manera es quien las somete con las armas, las persigue como un inquisidor de los que tanto odié, y las controla con el miedo y las amenazas. Tonto es quien carece de habilidades para ganar dinero y roba para hacerse de él, porque de otra manera jamás podría construir un patrimonio con un trabajo inteligente, esforzado e imaginativo dentro de las reglas impuestas por la ley y la sociedad. Quien asalta a mano armada para despojar de sus bienes a un tercero, ¿no está exhibiendo su imposibilidad de generar honorablemente recursos con su talento, sin echar mano de una pistola o de una navaja para lograrlo? O es un menso o es un zángano que opta por lo fácil abusando de la superioridad física o de las armas, o sea, un bruto, tú perdonarás, o un troglodita.

—¿O sea que fui tonto, inútil, incapaz y no tuve argumentos ni estilo ni simpatía ni elocuencia?

—En efecto —concedió el eco ensordecedor que se perdía en la inmensidad del universo sin que apareciera ningún rostro visible—. ¿Convenciste al electorado o a los integrantes del Congreso para legitimar tu acceso a la presidencia? ¡No!, ¿verdad? Tuviste que derrocar a Lerdo de Tejada a cañonazos, en lugar de conciliar intereses con talento político, labia y verbo, ¿no es cierto? Es el mismo caso entonces del violador y del ratero: lo que no puedes obtener por medio de la palabra, ha de ser con la violencia. Destruyes aquellos con lo que no puedes, al estilo de los cavernícolas. Acéptalo, Porfirio, quien derroca a un presidente legítimo con arreglo a cualquier justificación, es un golpista. Tú derrocaste a Lerdo, por ende eres un golpista y así pasarás a la historia, te guste o no...

—Golpista tal vez, pero si lo fui se debió a mi deseo de servir a la patria —repuso Díaz airado echando mano de una notable fortaleza para defenderse en el seno de semejante tribunal.

—Cada quien tiene un pretexto para justificar su conducta. ¿O crees acaso que la prostituta se acepta prostituta por gusto o por tener que dar de comer a sus hijos? O buscas una justificación o enloqueces al enfrentarte a ti mismo sin argumentos. Debes evadir la culpa a todo trance. Esa mujer humilde o rica también tiene, te lo aseguro, sus razones para resultar absuelta de las terribles acusaciones que tal vez le pueda hacer su conciencia. Tú justificas tu decisión de convertirte en un golpista porque, según tú, defendías los supremos intereses de la patria, ¿no...? Es claro que, en un primer término, a la luz de los hechos, tus supuestos nobles motivos produjeron una espantosa revolución que echó para atrás, por lo menos un siglo, las manecillas del reloj de la historia de México. Mira nada más cómo acabó tu patria después de más de treinta años de dictadura. ¿Hacemos un balance de tu defensa...?

Cuando Porfirio Díaz intentaba responder a las acusaciones enumeradas, una tras otra, como si se tratara de los golpes asestados por el mallete de un juez, fue abruptamente detenido al escuchar más cargos, en realidad una cadena de cargos, cada uno más difícil de refutar. Su absolución parecía remota por instantes.

—No te sorprendas, hijo, sé que llamarte traidor te agrede, pero ¿acaso no derrocaste a Lerdo enarbolando la bandera de la no reelección y te reelegiste de 1876 a 1910, incluidos los cuatro años de farsa política del gobierno de tu compadre Manuel González? ¿No te parece de un majestuoso cinismo descarrilar un gobierno legítimo con el argumento de la No Reelección y, tú, el gran demócrata, te reeliges en 1884, 1888, 1892, 1896, 1900, 1904 e intentas hacerlo todavía en 1910, después de cambiar el cuatrienio por sexenio? ¿ A eso llamas congruencia, o traición a tu propia ideología política?

Se estaba tan a gusto en aquel lugar sin frío, sin calor, sin techos ni ventanas, sin días ni noches, sin hambre, sin sueño, sin ruido, fuera del alcance de las pasiones humanas, del dolor y de las rabias mundanas, de los apetitos de venganza, de las zancadillas y de las trampas. Ahí, suspendido en el vacío, ya era inmune a las palabras y a las reclamaciones de los suyos y de los extraños. Nadie podría tocarlo ni lastimarlo ni agredirlo ni empañar su figura histórica, salvo las acusaciones que escuchaba de esa voz poderosa, inaudible, eso sí, para todos los mortales. ¿Qué más daba si finalmente nadie se iba a enterar del Juicio ni de su resultado? Ya no tendría que maquillarse las manos ni pedirle a Carmelita que le talqueara el rostro con polvos de arroz para disimular su piel oscura en los grandes ágapes de la diplomacia internacional. En los altos círculos de la aristocracia la tez blanca constituía un requisito insalvable. Tampoco sería mal visto escupir porque carecía de saliva, ni limpiarse los dientes en público con el dedo meñique podría significar una infracción social a la etiqueta porque no tendría necesidad de comer, y menos en público. ¿Para qué? ¡Cuánta alegría prescindir de los convencionalismos y de las formas! Ahora podría ser auténtico y recordar nostálgicamente aquellos retratos al óleo que le habían hecho al pie del Cerro del Chapulín, sentado a caballo con el uniforme de gala mientras su mirada se perdía al sur del Valle del Anáhuac. ¡Cómo olvidar aquella pintura de Napoleón realizada para recordar su triunfo espectacular en Austerlitz! Él había ganado igualmente otras batallas que lo habían hecho famoso. Sus recuerdos eran suficientes para llenarlo de orgullo y de paz. Sólo que nunca imaginó un juicio tan radical en el que por primera vez se encontraba con alguien que lo sabía todo y carecía del menor sentimiento de piedad en la búsqueda definitiva de la verdad .

—Pocos saben, Porfirio, que ya antes de la caída del Segundo Imperio empezaste a conspirar para adueñarte de la presidencia. Acuérdate que ya desde entonces estabas «en combinación secreta con la Iglesia para derrocar al gobierno liberal, sólo que Juárez se enteró y tuviste que abandonar tus planes». No pierdas de vista que Yo lo sé todo, como sé que mientras tú te dabas sonoros golpes en el pecho con el puño cerrado y le aconsejabas a Juárez, años después, la reelección con los ojos encharcados, ofreciéndole sofocar cualquier levantamiento armado en su contra, tú mismo, a los seis meses de empeñar tu palabra, ya encabezabas otra asonada antijuarista. ¿Cierto o no? ¿Es cierto o no es cierto que saltaste sobre el cadáver de Juárez con una espada en la mano y el Plan de Tuxtepec en la otra? ¿Es cierto o no que la de Tuxtepec no fue revolución, sino sedición porque fue consumada por el ejército y no por el pueblo? ¿Es cierto o no es cierto que Lerdo de Tejada se rodeó de hombres civiles dando la espalda a los militares, en la inteligencia de que deseaba fundar una república de azúcar, situación que tú aprovechaste para aplastar el embrión democrático? ¿Cierto o no cierto que tus convicciones liberales fueron una gran farsa? ¿No es cierto que las campañas militares sólo las llevaste a cabo para hacerte de prestigio político y así facilitar tu encumbramiento para apropiarte, en su momento, del país y administrarlo a tu antojo como si fuera una ranchería? ¿Cierto o no que todo ello no es sino un conjunto de traiciones? ¿Cuál vanguardia política? ¿Cuáles principios republicanos? ¿Cuál amor a la libertad? Tú sabías mejor que el resto de los mexicanos lo que le convenía al país, ¿no?

Díaz negaba con la cabeza en espera de su oportunidad para defenderse. Apretaba firmemente la quijada. ¿Reventaría?

—¿Verdad que en el Plan de Tuxtepec proclamaste el principio de la No Reelección, desconociste al gobierno de Lerdo y te nombraste presidente interino con sus debidas condiciones? ¿Qué más evidencia quieres? Todo el movimiento lo apoyaste en la No Reelección. Te creyeron y decapitaste políticamente al país antes de que se cumplieran siquiera diez años de la Restauración de la República. Acto seguido te fuiste deshaciendo de tus secuaces hasta quedarte solo en el poder sin que nadie imaginara tus verdaderas intenciones. No fuiste revolucionario, sino un sedicioso. No fuiste amante de la libertad, sino un déspota. No fuiste un hombre honesto, sino un traidor. No buscabas la democracia, sino la tiranía...

¿Te acuerdas de estas palabras expuestas en tus declaraciones de principios de La Noria y de Tuxtepec? ¿No te avergüenzas, Porfirio?

La reelección indefinida, forzosa y violenta del Ejecutivo Federal, ha puesto en peligro las instituciones nacionales.

En el Congreso, una mayoría regimentada por medios reprobados y vergonzosos ha hecho ineficaces los nobles esfuerzos de los diputados independientes y convertido la representación nacional en una cámara cortesana, obsequiosa y resuelta a seguir siempre los impulsos del Ejecutivo.

Varios estados se hallan privados de sus autoridades legítimas y sometidos a gobiernos impopulares y tiránicos, impuestos por la acción directa del Ejecutivo... su soberanía, sus leyes y la voluntad de los pueblos han sido sacrificados al ciego encaprichamiento del poder personal.

El favoritismo y la corrupción han cegado las ricas fuentes de prosperidad pública, los impuestos se agravan, las rentas se dispendian, la Nación pierde todo crédito y los favoritos monopolizan sus más espléndidos gajes.

Han rebajado todos los resortes de la administración buscando cómplices en vez de funcionarios pundonorosos.

Han conculcado la inviolabilidad de la vida humana, convirtiendo en práctica cotidiana asesinatos horrorosos.

Han empapado las manos de sus valientes defensores con la sangre de los vencidos, obligándolos a cambiar las armas del soldado por el hacha del verdugo.

Han escarnecido los más altos principios de la Democracia. Combatimos, pues, por la causa del pueblo, y el pueblo será el único dueño de la victoria. Constitución del 57 y libertad electoral, será nuestra bandera; menos gobierno y más libertades, nuestro programa.

Que la Unión garantice la independencia de los ayuntamientos. Que ningún ciudadano se imponga y perpetúe en el ejercicio del poder y ésta será la última revolución."

—Vete frente al espejo, Porfirio, por favor hazlo: el Congreso siguió siendo una representación nacional todavía más cortesana, más obsequiosa y más resuelta pero esta vez sometida a tus determinaciones dictatoriales... Es más, hiciste que estuviera integrado fundamentalmente por familiares y amigos, así como por políticos obsecuentes dedicados servilmente a cumplir con todos tus caprichos, tal y como acontecía en los años del santannismo, en donde su Alteza Serenísima establecía qué, cuándo y cómo legislar. Entre Santa Anna y tú no hay mayores diferencias en ese sentido.

A pesar del tiempo transcurrido el clima no variaba, mientras que Díaz se acomodaba y se volvía a acomodar en el banquillo. No se percibía la proximidad de la tarde ni refrescaba ni oscurecía. La temperatura y la luminosidad eran exactamente las mismas desde el momento en que había comenzado la sesión. ¿Así sería la eternidad?

—¿Más...? Te cuento: durante tu interminable dictadura nombraste, uno por uno, a los gobernadores, violando flagrantemente tanto el pacto federal como tus propios principios políticos. ¿Dónde quedaron las autoridades legítimas locales que te convencieron de la necesidad de recurrir a la violencia para hacerlas respetar? Cuántas mentiras y embustes incalificables, ¿no, hijo...? La soberanía, las leyes y la voluntad de los pueblos siguieron sometidas y sacrificadas, ahora a tu encaprichamiento. ¿Cómo te atreviste a pronunciarte en contra del favoritismo y de la corrupción cuando tu propio suegro, Manuel Romero Rubio, el secretario de Gobernación, padre de tu esposa Carmelita, entre otros tantos delincuentes más de tu gabinete, sin olvidar a tu hijo Porfirito, se enriquecieron ilícitamente y a manos llenas durante tu cadena de gobiernos? ¡Corrupción la que se padeció en tu dictadura! Acusaste de que se habían escarnecido los más altos principios de la democracia, cuando nadie los escarneció más que tú. Toda una desfachatez. ¿Cómo que combatiste por la causa del pueblo para que fuera el único dueño de la victoria, cuando al pueblo lo controlaste a sangre y fuego y reprimiste la menor expresión de libertad? ¿Te acuerdas del «mátalos en caliente» o de aquello de que «quien cuenta los votos gana las elecciones» o de que «ese gallito quiere su maicito...»? ¿Eso entiendes por victoria del pueblo? Declarar que la Constitución del 57 y la libertad electoral serían tus banderas cuando violaste abiertamente la Carta Magna e ignoraste la voluntad popular sólo te expone, Porfirio, hijo, como un farsante desvergonzado. ¿Cómo hablar de libertad electoral cuando no sólo no la impulsaste, sino que la impediste, la ultrajaste y la desconociste sin el menor pudor? ¿Cuándo y en qué caso garantizaste la independencia de los ayuntamientos? Y la más indignante de tus declaraciones: «ningún ciudadano deberá ser impuesto ni perpetuarse en el ejercicio del poder para concluir así con las revoluciones», cuando tú precisamente te impusiste y te perpetuaste como dictador hasta conducir a tu pueblo a una nueva revolución. Todo fue un gigantesco embuste, Porfirio, acéptalo de una buena vez, obviemos los trámites...

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