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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (30 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Nunca quise firmar la retractación que una y otra vez fue puesta enfrente de mí, en tanto me presionaban, como si los castigos sufridos fueran insuficientes, con un cuchillo encajado en la nuca. La rechacé, la escupí, era una calumnia. Si este documento llegara a aparecer en el futuro con mi firma, de suyo deberás saber que mi rúbrica fue falsificada. Desmiénteme, no lo permitas:

Excelentísimo Señor:

Para descargo de mi conciencia y para reparar en lo poco que puedo —ojalá pudiera hacerlo en todo— los innumerables, gravísimos daños que he ocasionado al rey, a mi patria y al estado, como también para precaver o desvanecer el escándalo que pueda haberse tomado de la exterior tranquilidad con que comparecí en el autillo a que me condenó el Santo Tribunal de la Inquisición, y sufrí la terrible pena de degradación practicada en mi persona, suplico a vuestra excelencia que por medio de papeles públicos se comunique el siguiente sencillo manifiesto.

Sin otro motivo que la autoridad de Hidalgo, de cuyo talento e instrucción tenía yo hecho un gran concepto, abracé el partido de la insurrección, insistí después en él y lo promoví con los infelices progresos que todos saben y que yo quisiera llorar con lágrimas de sangre, arrastrado de deseo tan excesivo y furioso del bien de mi patria, que sin detenerme a reflexionar lo tuve por justo...

Pero de algunos meses a esta parte, disgustado por las divisiones entre mis compañeros o cómplices... viendo que inútilmente se derramaba la sangre y se estaban causando tantos males, pensaba ya abandonarlo y aprovechar la primera ocasión para retirarme a la Nueva Orleans o a los Estados Unidos... algunas veces me ocurrió el pensamiento de ir a España a cerciorarme de la venida del soberano y a implorar el indulto de mis atentados de su real clemencia.

Estas son mis ideas y pensamientos cuando fui preso por las tropas del rey y conducido a esta ciudad, en lo que reconozco un singularísimo beneficio de la infinita misericordia...

Conozco y confieso que por la ignorancia del sagrado Evangelio, culpable ciertamente en un eclesiástico, me he apartado de sus máximas conducentes ... Que he dejado de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios... con la seducción y la fuerza de mi ejemplo fui causa de que otros muchos negaran al señor don Fernando VII la obediencia y reconocimiento debidos a un monarca jurado que estaba en quieta y pacífica posesión de gobernar a la América cual legítimo y verdadero soberano; y que para abrazar el partido de la insurrección dejé dé dar a Dios lo que debía como eclesiástico, como sacerdote y como cura...

Cuando comparecí al autillo y a la sencilla ceremonia de ser degradado, mi alma estaba inundada de dolor y sentimientos de amargura, cuales no he sentido en toda mi vida, sin dejar por eso de sujetarme con resignación y con humildad a tan justas penas merecidas por mis enormes delitos.

Bien persuadido de ello... pido perdón a Jesucristo mi redentor... Por el detestable abuso que hice del carácter de ministro suyo y del respeto que por esto se me tenía, para desterrar la paz, destruir la caridad y la unión y extender una guerra tan sangrienta, se lo pido a la Iglesia santa de no haber hecho caso de sus leyes y censuras por ignorancia y advertencia culpables, se lo pido al amado monarca Fernando Séptimo por haberme rebelado y sublevado contra él tantos fieles y leales vasallos suyos... Se lo pido a todos los pueblos... Ruego a todos que, satisfechos con la pérdida de mi vida temporal, interpongan los méritos infinitos de Jesucristo y la intercesión poderosa de la virgen y los santos para que, salva mi pobrecita alma, vaya a pedirle a Dios, incesantemente, el remedio de tantos males como he causado... Estos son... mis sentimientos... Suplico a Vuestra Excelencia se sirva mandar a que se divulguen en el modo y tiempo que tuviere por conveniente.

JOSÉ MARÍA MORELOS Y PAVÓN.

En el coche que me transportó de la ciudadela a San Cristóbal Ecatepec, me acompañó el padre Salazar así como un oficial de la división de De la Concha, más una escolta del mismo cuerpo. Ante mi absoluto silencio, el sacerdote se dedicó a rezar el
De Profundis Clamabit y el Miserere Mei Domine
. ¿Para qué rezar? ¿Apelar a Dios con oraciones para tratar de convencerlo de la validez de mi conducta en esos momentos de mi vida? Ya nada tenía sentido: todo había sido dicho, nada había que agregar ante su soberana potestad. Él tenía en sus manos todos los elementos para decidir mi destino el día del Juicio Final. De modo que las oraciones resultaban inútiles.

La noche anterior, instalado en una crujía fétida, insalubre y asfixiante, me ofrecieron mis últimos alimentos que devoré con gran apetito, como era mi costumbre. Siempre comí compulsivamente y en esa ocasión tampoco dejaría de hacerlo, lo cual sorprendió a mis carceleros realistas que esperaban ver a un José María Morelos destruido, gimoteando y pidiéndole a Dios de rodillas la cancelación de mi sacrificio. El Señor sabía lo que hacía y yo me sometía a sus elevados designios. Tanto así que les solicité a mis celadores un puro, deseaba fumar un tabaco y expulsar humo, tal y como lo hacía en mis años de cura en Curácuaro y como no dejé de hacerlo a lo largo del movimiento insurgente.

¿Que si delaté los nombres de algunos de mis más cercanos colaboradores, así como revelé la cantidad de parque que tenían en su poder? Sí, fue cierto, sólo que cuando me arrancaron las uñas de las manos y me rompieron a martillazos los dedos de los pies y me colgaron de un par de ganzúas, mientras me golpeaban en los genitales y me cortaban con una navaja la piel de los talones, no pude resistir y tal vez en mi delirio llegué a delatar nombres y ubicaciones que jamás debía haber revelado. Pero, bien visto, jamás confesé la identidad de quienes hicieron aportaciones importantes para la compra de armas, los patronos financieros del movimiento. ¡Claro que Calleja e Iturbide, ese par de salvajes, sabían, sin lugar a dudas, los nombres de los líderes del movimiento insurgente, por lo que no les hice saber ningún dato que no conocieran ya! ¿Quién puede permanecer colgado, suspendido en el vacío con los brazos jalados para atrás sintiendo que, descoyuntan los hombros, mientras los verdugos todavía se cuelgan de los pies para provocar el desgarramiento total? ¿Qué hubiera dicho Jesús al ver cómo los pastores de su sagrado rebaño cometían esas salvajadas? ¿Dios aprobaría las torturas ordenadas por la Iglesia católica? ¿Dónde estaba el Señor, que me sometía a suplicios de esta naturaleza? Claro que cuando el presbítero Salazar me ofreció sus auxilios espirituales, los rechacé con el siguiente argumento:

—Ahórrese el trabajo, padre, yo ya estoy en manos del Creador y sólo Él y la patria podrán juzgarme.

La madrugada del 21 de diciembre, Calleja dictó la sentencia de muerte en mi contra. El coronel De la Concha, otro de mis captores, fue el encargado de visitarme en la prisión para leérmela. Previamente me obligó a arrodillarme. Recordaba que hacía dieciocho años, en esa misma fecha y también de rodillas, había recibido la unción sacerdotal.

La siguiente fue, en resumen, la sentencia dictada por Félix María Calleja, virrey de la Nueva España, por medio de la cual se me condenaba a la pena capital:

De conformidad con el dictamen que precede del señor auditor de guerra, condeno a la pena capital en los términos que expresa al reo Morelos, pero en consideración a cuanto me ha expuesto el venerable clero de esta capital por medio de los Ilustrísimos Señores, Arzobispo electo y asistentes en la representación que. antecede, deseando hacer en su honor y obsequio y en prueba de mi deferencia y respeto al carácter sacerdotal cuanto es compatible con la justicia, mando que dicho reo sea ejecutado fuera de garitas en el paraje y hora que señalaré, y que inmediatamente se dé sepultura eclesiástica a su cadáver sin sufrir mutilación alguna en sus miembros, ni ponerlos a la expectación pública...

Y por cuanto de las vagas e indeterminadas ofertas que ha hecho Morelos de escribir en general y en particular a los rebeldes retrayéndoles de su errado sistema, no se infiere otra cosa que el deseo que le anima en estos momentos de libertar de cualquier modo su vida sin ofrecer seguridad alguna de que aquellos se prestan a sus insinuaciones...

En consideración pues a esto y a que en el orden de la justicia sería un escándalo absolverle de la que merece, ni aún diferirla por más tiempo, pues sería un motivo para que los demás reos de su clase menos criminales solicitasen igual gracia, llévese a efecto la indicada sentencia.

Pero para que al propio tiempo que este ejemplar obre sus efectos, adviertan los rebeldes y el mundo todo, que ni las victorias de las armas del rey, ni la justa venganza que exigen las atrocidades cometidas por estos hombres... son capaces de apartar al gobierno de sus sentimientos paternales, y de la eficacia con que ha procurado siempre ahorrar la efusión de sangre por el único medio que corresponde respecto de unos vasallos alzados contra su legítimo soberano... y agregando un ejemplar del mando a este expediente, sáquese testimonio de él y dese cuenta a Su Majestad en el inmediato correo.

En punto de las seis de la mañana vinieron por mí, yo vestía únicamente un sambenito desgastado y decolorado. Me desplazaba lentamente con las manos atadas y arrastrando pesadamente cadenas y grilletes.

Según las instrucciones del virrey Calleja, sería pasado por las armas en San Cristóbal Ecatepec el día 22 de diciembre de 1815 a las seis de la mañana. A pesar de que yo me encontraba en mi celda en la ciudadela, en la ciudad de México, descalzo, y era visible la pérdida de los dedos de mis pies, fui sacado a empujones y a jalones de mi celda sin que mis verdugos se percataran de la ausencia de piel en mis propias plantas. Las huellas de sangre que dejaba marcadas en el piso tampoco los impresionaron, es más, uno de estos pequeños hombres de Dios todavía me tiró violentamente del pelo y en el camino me azotó la cabeza contra un muro. No sabía ni de quién vengarse ni hubiera podido explicar su conducta, menos aún si hubiera entendido las razones por las cuales yo luchaba y los beneficios que le hubiera acarreado en su vida de haber triunfado el movimiento. ¡Perdónale Señor, no sabe loque hace!

Por supuesto que el día de la ejecución pude identificar entre el público morboso, que asistía como si se tratara de una fiesta popular, al mismo virrey disfrazado con el uniforme de un teniente realista. Exhibía una sonrisa sarcástica, sólo que en ese momento carecía de tiempo para alimentar rencores. Se carece de cualquier posibilidad de respuesta. Me ordenaron que viera de frente al paredón. Sería ejecutado por la espalda, según lo disponía la sentencia.

Una vez arrodillado me llevé las manos al pecho en busca de un crucifijo que me había regalado mi madre, pero recordé que me lo habían arrancado a la hora de torturarme. A la voz de preparen, apunten, me detuve un momento, unos brevísimos instantes, para llenar mi mente con una idea con la que había decidido irme al otro mundo: Francisca, mi amor, mi ilusión, mi razón de ser. Al recordar su rostro sonriente, grité:

—¡Fuego!

Cuando los cuatro soldados del pelotón hicieron la primera descarga, sentí los impactos de las balas en mi espalda como si se tratara de golpecillos muy calientes, pero intrascendentes. Sólo cuando los proyectiles se alojaron en el interior experimenté un terrible dolor. La segunda descarga, piadosa por cierto, ya no la escuché, viajaba por una inmensa nube blanca, de donde de pronto salían unas manos cálidas que acariciaban mi rostro, me alisaban el cabello y me reconfortaban. Ya no escuchaba nada, ya no sentía nada, ya no podía hablar, perdía toda conciencia pero tenía la amable sensación de haber vuelto al claustro materno.

Mi último recuerdo antes de expirar consistió en una imagen de Matías Carranco buscando de puerta en puerta a Francisca hasta encontrarla en una casa en Oaxaca, la que habíamos alquilado para vivir, en compañía de mi hijo José Vicente, mientras terminaba la guerra. Vi cómo ambos se iban rumbo a Tepecoacuilco sin que ella protestara, ahí José Vicente volvería a ser bautizado, pero con el apellido Carranco, el mismo que llevaría durante toda su vida.

EPÍLOGO

El supuesto manifiesto de la retractación permaneció inédito quince días. Salió a la luz precisamente cuando Morelos ya había entrado a la oscuridad del sepulcro y no podía desmentirlo... Lucas Alamán, y con él toda la historiografía, negó que la paternidad del manifiesto, fuese de Morelos... «No hay apariencia alguna de que fuese suya, pues es enteramente ajena de su estilo.»

Francisca vivió con Matías Carranco hasta que falleció en Tepecoacuilo el 14 de abril de 1819. Sus restos descansan en dicha población en el convento de San Agustín.

Los restos de Morelos

Luego de ser fusilado en San Cristóbal Ecatepec el 22 de diciembre de 1815, el cadáver de José María Tecla Morelos y Pavón fue sepultado en la parroquia de dicho lugar, donde permaneció hasta septiembre de 1823, fecha en que con motivo de la conmemoración de las fiestas de la Independencia, sus restos, junto con los de otros insurgentes, fueron llevados a la Catedral Metropolitana...

Más de cuarenta años después, Juan Nepomuceno Almonte, mariscal en el imperio de Maximiliano, aprovechó la conmemoración de la Independencia en 1865 para sustraerlos a través de una sospechosa maniobra. Jamás se volvió a saber de ellos. Cuando Nepomuceno murió en París cuatro años más tarde, en 1869, se supuso que dicho hijo natural había solicitado ser enterrado en la misma tumba, en el cementerio de Pere-Lachaise, junto con los restos de su padre, quien habría fallecido mil veces más al saber que Nepomuceno, su primogénito, había entregado la causa republicana a intereses extranjeros. ¿Cuál independencia? ¿Qué fue de la osamenta de Morelos? ¿Dónde quedaron después de ser sustraídos de la catedral hace siglo y medio? Tal vez Nepomuceno, como «una muestra de amor filial», los tiró por la borda a mitad del Atlántico. Nunca se sabrá...

Juan Nepomuceno Almonte impidió que su padre, el ilustre sacerdote de la libertad y de la Independencia, uno de los grandes fundadores de México, pudiera descansar en paz por toda la eternidad, según lo pudo comprobar personalmente el autor de estos
Arrebatos carnales
...

APÉNDICE

Sentimientos de la Nación

1. Que la América es libre e independiente de España y de toda otra nación, gobierno o monarquía, y que así se sancione dando al mundo las razones.

2. Que la religión católica sea la única sin tolerancia de otra.

3. Que todos sus ministros se sustenten de todos y solos los diezmos y primicias, y el pueblo no tenga que pagar más obvenciones que las de su devoción y ofrenda.

4. Que el dogma sea sostenido por la jerarquía de la Iglesia, que son el papa, los obispos y los curas, porque se debe arrancar toda planta que Dios no plantó: Omnis plantatio quam non plantavit Pater meus celestis erradicabitur [Todo lo que Dios no plantó se debe arrancar de raíz]. Mateo, capítulo xv.

5. Que la soberanía dimana inmediatamente del pueblo, el que sólo quiere depositarla en el Supremo Congreso Nacional Americano, compuesto de representantes de las provincias en igualdad de números.

6. Que los poderes legislativo, ejecutivo y judicial estén divididos en los cuerpos compatibles para ejercerlos.

7. Que funcionarán cuatro años los vocales, turnándose, saliendo los más antiguos para que ocupen el lugar los nuevos electos.

8. La dotación de los vocales será una congrua suficiente y no superflua, y no pasará por ahora de ocho. mil pesos.

9. Que los empleos sólo los americanos los obtengan.

10. Que no se admitan extranjeros, si no son artesanos capaces de instruir y libres de toda sospecha.

11. Que los estados mudan costumbres y, por consiguiente, la patria no será del todo libre y nuestra, mientras no se reforme el gobierno, abatiendo el tiránico, sustituyendo el liberal, e igualmente echando fuera de nuestro suelo al enemigo español, que tanto se ha declarado contra nuestra patria.

12. Que como la buena leyes superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales, que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto.

13. Que las leyes generales comprendan a todos, sin excepción de cuerpos privilegiados, y que éstos sólo sean en cuanto al uso de su ministerio.

14. Que para dictar una ley se haga junta de sabios en el número posible, para que proceda con más acierto y exonere de algunos cargos que pudieran resultarles.

15. Que la esclavitud se proscriba para siempre y lo mismo la distinción de castas, quedando todos iguales, y sólo distinguirá a un americano de otro el vicio y la virtud.

16. Que nuestros puertos se franqueen a las naciones extranjeras amigas, pero que éstas no se internen al reino 'por más amigas que sean, y sólo habrá puertos señalados para el efecto, prohibiendo el desembarque en todos los demás, señalando el diez por ciento.

17. Que a cada uno se le guarden las propiedades y respete en su casa como en un asilo sagrado señalando penas a los infractores.

18. Que en la nueva legislación no se admita la tortura.

19. Que en la misma se establezca por ley constitucional la celebración del día 12 de diciembre de todos los pueblos, dedicando a la patrona de nuestra libertad, María santísima de Guadalupe, encargando, a todos los pueblos la devoción mensual.

20. Que las tropas extranjeras o de otro reino no pisen nuestro suelo, y si fuere en ayuda, no estarán donde la Suprema Junta.

21. Que no hagan expediciones fuera de los límites del reino, especialmente ultramarinas; pero que no son de esta clase propagar la fe a nuestros hermanos de Tierra-dentro.

22. Que se quite la infinidad de tributos, pechos e imposiciones que nos agobian y se señale a cada individuo un cinco por ciento de semillas y demás electos u otra carga igual, ligera que no oprima tanto, como la alcabala, el estanco, el tributo y otros; pues con esta ligera contribución y la buena administración de los bienes confiscados al enemigo, podrá llevarse el peso de la guerra y honorarios de empleados.

23. Que igualmente se solemnice el día 16 de septiembre todos los años, como el día aniversario en que se levantó la voz de la Independencia y nuestra santa libertad comenzó, pues en ese día fue en el que se desplegaron los labios de la nación para reclamar sus derechos con espada en mano para ser oída, recordando siempre el mérito del grande héroe, el señor don Miguel Hidalgo y su compañero don Ignacio Allende.

Repuestas en 21 de noviembre de 1813. Y por tanto, quedan abolidas éstas, quedando siempre sujeto al parecer de Su Alteza Serenísima.

Chilpancingo, 14 de septiembre de 1813

JOSÉ MARÍA MORELOS

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