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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (28 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Finalmente, a mediados de 1813 decidimos darle una estructura jurídica a la revuelta, de modo que nacionales y extranjeros conocieran nuestros ideales políticos y nuestros anhelos sociales, indispensables para construir el México del futuro. Yo publicaría en ese mismo año, a modo de conmemoración de las fiestas patrias, lo que entendí que eran los Sentimientos de la Nación. Una vez instalado solemnemente el Congreso Insurgente dedicado a redactar la Constitución que habría de regir el México del futuro, haría saber mi verdadero programa político: propuse la absoluta independencia de la nación; que se declarara la religión católica, apostólica, romana, como única; que.se pagaran a sus ministros los diezmos, suprimiéndose las obvenciones parroquiales, mismas que deberían ser gratuitas. Nada de cobrar por los servicios religiosos como si fuéramos comerciantes; que se estableciera la división de poderes entre un legislativo, un ejecutivo y un judicial; que fueran los nacionales los que ocuparan los puestos públicos y que sólo se admitieran extranjeros artesanos que. pudieran enseñar nuevos oficios; que se suprimiera por completo la esclavitud y la distinción de castas; que se dictaran leyes que moderaran la opulencia y acabaran con la pobreza; que se declarara inviolable el domicilio; que se suprimiera el tormento, las alcabalas, los estancos y el tributo, no dejando sino un impuesto de un diez por ciento sobre importaciones y que con él y con las confiscaciones de los bienes de los españoles, se cubrieran los gastos de la nación. Yo sólo aspiraba a ser Siervo de la Nación.

Fui nombrado entonces generalísimo de los Ejércitos Insurgentes por abrumadora mayoría en una elección en la que participaron todos los oficiales con grado mínimo de coronel. Ordené que se cantaran misas de gracias en todas las localidades adictas a la insurgencia. Dios estaba con nosotros. Dios tenía que estar con la libertad. Dios tenía que estar con los pobres. Dios tenía que estar con los desamparados. Dios tenía que estar con los esclavos y con las mujeres violadas. Dios tenía que estar con las víctimas de un gobierno autoritario e impune que no conocía otra ley salvo la de los estados de ánimo del virrey en turno. Dios tenía que estar con los ignorantes, con los analfabetos, una de las peores herencias de la Colonia. Dios tenía que estar con quienes solicitaban tortillas para comer, medicinas para sobrevivir y techos para no dormir a la intemperie envueltos en petates. Dios tenía que estar con la República, sí, por supuesto, tenía que estar con la República.

Continuamos los trabajos de un Congreso Constituyente en la ciudad de Chilpancingo. En ese foro insistí en la exclusión definitiva de Fernando VII como nuestro soberano. En la nueva Constitución a promulgarse en octubre de 1814, se adoptarían los principios fundamentales de la nacionalidad mexicana, la independencia absoluta de España, la separación entre Iglesia y Estado, la libertad de comercio sin limitación alguna, el surgimiento de una nueva nación, la soberanía del pueblo, el arribo de la democracia, el nacimiento de un gobierno republicano, la división de poderes y los derechos públicos individuales del ciudadano conocidos como
garantías individuales
. Recogíamos los Derechos Universales del Hombre, algunos principios de la Revolución francesa y de la Independencia de los Estados Unidos. Construíamos un Estado moderno sin necesidad alguna de que nos gobernara un soberano extranjero. Se organizaba un gobierno mexicano dividido en tres poderes. Abríamos el nuevo país al mundo entero. Rusia, Francia y Estados Unidos habían expresado, con la debida discreción, su apoyo a la causa republicana.

La respuesta del gobierno virreinal y de la Iglesia no pudo ser más violenta. A nadie escapaba que nuestras cabezas tenían un precio más alto mientras más nos acercábamos a la libertad.

Francisca, la Capitana de la Alegría, se empezó a mostrar decaída. Ya no tenía la energía de siempre ni motivaba a la tropa ni compartía el escaso rancho con los soldados. La que antes despertaba y estaba de pie al alba, ahora dormía y se fatigaba exhibiendo las huellas del cansancio con unas manchas negras en los párpados. Se desvanecía. Ya no montaba a caballo. Iba en un carruaje tirado por dos mulas. Le resultaba imposible ocultar su agotamiento hasta que conocimos la grata nueva: estaba embarazada. Nuestro hijo nacería en los primeros meses de 1814. Año histórico puesto que también aparecería en el horizonte jurídico y político de México nuestra tan ansiada Constitución, si es que Calleja no daba antes con los integrantes del Congreso y los masacraba a balazos. Mi felicidad por tan fausta nueva me llenó de ímpetus y coraje. Dios nos premiaba con un hijo. No dejaba de pensar en la suerte de Brígida a la hora del alumbramiento. Un miedo extraño se volvió a apoderar de mí. ¿Por qué seres tan mágicos y maravillosos como las mujeres tenían que correr semejantes riesgos? Ya nos veríamos la caras en la próxima primavera.

Calleja ahora ya perseguía por igual a insurgentes que a diputados constituyentes. Se trataba de una guerra sin cuartel para impedir las sesiones y las deliberaciones de nuestro congreso, en tanto que nosotros, al mismo tiempo que veíamos por los legisladores, propagábamos la insurrección en el departamento del norte, en las provincias de Puebla, Veracruz y parte de la de México.

Incendiábamos desde Tuxpan hasta Veracruz y desde Orizaba hasta Xalapa, organizando catorce divisiones, todas ellas bien armadas y articuladas para oponer una poderosa resistencia a los españoles. Nos hicimos de Perote, Puebla, Acapulco, salvo el Castillo de San Diego, Huamantla, Tlaxcala, así como dominamos de Zacatlán a Tulancingo y Pachuca, territorios cubiertos por divisiones y partidas insurgentes, al igual que Guanajuato, Guadalajara y Zacatecas, sin olvidar nuestra amada Texas, donde la rebelión encabezada por Bernardo Gutiérrez de Lara se apoderó de la bahía del Espíritu Santo. ¡Cuánta satisfacción nos dio tomar posesión de Oaxaca e1 25 de noviembre de 1813, en donde le supliqué a Francisca, Panchita, que descansara a salvo hasta que naciera nuestro vástago!

Sin embargo, a pesar de este febril ajetreo, todavía buscaba tiempo para escribirle a Abad y Queipo, el autor más influyente de la excomunión del padre Hidalgo, de su tortura, de su fusilamiento y de su decapitación. ¡Por supuesto que perseguía los mismos objetivos hacia nosotros!:

23 de diciembre de 1813

Entre los grandes corifeos de la tiranía en América, sin duda ocupa usted un lugar muy distinguido... Usted fue el primero que con infracción de las reglas prescritas por Jesucristo, fulminó el terrible; rayo de la excomunión contra un pueblo cristiano y generoso... Usted, con sus persuasiones y escritos, es el que más ha soplado la hoguera en que se han inmolado tantas víctimas... Usted se halla en el conflicto de dar la última prueba: o de que es un monstruo entre los tiranos, o de que circula en sus venas espíritu racional... Anímelo ahora (al pueblo) para su salvación, haciendo que se rinda dentro de tres horas, que por término perentorio he prefinido.

Abad y Queipo alegaba que si no nos destruían en los ocho meses del próximo estío, la insurrección prevalecería necesariamente y todos los realistas serían víctimas de los insurgentes. Se consumiría todo el reino y en menos de diez años no quedaría una cara blanca en lo que había sido la Nueva España. Todos los extranjeros serían expulsados o asesinados. Que los indecisos se habían pasado a nuestro bando. Que yo era el alma y el tronco de toda la insurrección y que aunque yo era un idiota, la envidia y la ambición habían desplegado bastante mis talentos. Que resultaba inaplazable detenerme para que la justicia, su justicia, se ocupara de mí. Ya veríamos lo que acontecería a la inversa, si nuestra causa resultaba triunfadora: por supuesto que yo haría que la justicia insurgente se ocupara discretamente de él, aunque yo velaría porque se le aplicara la ley, nuestra ley, tanto a él como a Calleja.

Varios hechos singulares marcaron aquel difícil año de 1814: la toma de posesión de Félix María Calleja, el maldito militar, cruel y sanguinario realista, nada menos que como virrey de la Nueva España. La aparición de otro sanguinario capitán realista en el escenario de la guerra: Agustín de Iturbide. La noticia de que Matías Carraneo prosperaba en las filas virreinales. La promulgación de nuestra Constitución en Apatzingán, muy a pesar de tantos riesgos y sustos. El nacimiento en Oaxaca de mi hijo José Vicente Ortiz, puesto que yo estaba impedido, por mi propia condición de sacerdote, de darle el apellido a mi nuevo vástago. ¡Cuánto hubiera deseado pasar mucho más tiempo al lado de mi hijo, adivinar sus facciones, tenerlo en mis brazos, descubrir su personalidad y semejanzas con Francisca y conmigo! ¿Por qué en lugar de jugarme la vida todos los días, perseguido en forma implacable, escondiéndome en cavernas, grutas y caseríos, durmiendo a la intemperie sin poder descansar, al acecho de cualquier emboscada de los enemigos, por qué en lugar de todo esto no compraba yo una tierrita y me dedicaba a cultivarla junto con Francisca y mis hijos? ¿Qué necesidad tenía de exponerme de esa manera, matando personas, degollándolas y mutilándolas, violando mandamientos así como mi condición de sacerdote y todo ello por la Independencia? ¿Y si fracasaba, y si corría yo la misma suerte de Hidalgo, de Allende, de Jiménez o la de Bravo? Sí, ¿por qué entonces no la granja, tener una granja llena de animales y vivir de ellos? ¿Por qué, por qué, por qué...?

Uno de los ratos más amargos de mi vida fue sin duda en aquel 1814 cuando Matamoros, Galeana, Bravo y Sesma y demás jefes insurgentes se opusieron respetuosamente a mi determinación de hacer frente a los realistas en Puruarán. Sin embargo, es justo reconocerlo porque para mi más absoluta desgracia todos ellos obedecieron: el resultado del combate no pudo ser más trágico y desastroso para la insurgencia: se dispersaron los restos de nuestro ejército; murieron más de seiscientos hombres que luchaban por la causa de la libertad; se perdió gran cantidad de material de guerra y, lo más grave, lo realmente grave, fue que mi amado y respetado cura Mariano Matamoros fue hecho prisionero. Nunca olvidaré el momento en que me informaron que los prisioneros insurgentes fueron fusilados en el mismo campo de batalla, salvando únicamente la vida nuestro querido Matamoros, a quien montaron encima de una mula, encadenado y cubierto por grilletes, para que fuera observado por la gente de Pátzcuaro. Después de recibir todo género de insultos y humillaciones, además de escupitajos y de ser golpeado por propios y extraños, finalmente fue fusilado sin juicio previo, el 3 de febrero de 1814. Calleja se negó a canjearlo por doscientos prisioneros españoles. ¡Claro estaba: su vida valía más que un millón de esos perros peninsulares!

Mi angustia por la debacle se desbordó cuando en Tlacotepec, cerca de Cuernavaca, fui informado de que había sido despojado del poder como resultado de la batalla de Puruarán. 'Fui removido del cargo de titular del Poder Ejecutivo, el mismo que fue asumido por el Congreso. La decisión era acertada. Yo había sido debidamente advertido de los inconvenientes de hacerle frente a los realistas en tan difíciles coyunturas y, sin embargo, desoí las recomendaciones y sugerencias de todos mis colaboradores. Al convertirme en el dueño de la verdad absoluta la catástrofe militar no se hizo esperar. La sentencia fue justificada por más dolor que me produjera. ¿A dónde van las personas cuando no pueden practicar ni el más elemental ejercicio de autocrítica? Yo me había equivocado y tenía que pagar las consecuencias, pero eso sí, de ninguna manera abandonaría el movimiento. Continuaría en las filas insurgentes como el más humilde de los soldados acatando sin chistar las órdenes de la superioridad. Me dolió en el alma el fusilamiento de Miguel Bravo, así como el asesinato de Galeana, mi querido Hermenegildo, quien fue degollado después de tratar de defender a sus leales soldados. Supe que Joaquín de León le había cortado la cabeza y la había colocado en la punta de su lanza para desfilar airoso al entrar a Coyuca para después tirarla en la misma plaza del pueblo. El propio comandante realista, tocado en su dignidad militar, llamó la atención a De León reprendiéndolo con estas palabras:

—Esta cabeza es la de un hombre valiente. Ve a darle cristiana sepultura en el camposanto.

No me detendría, por nada me detendría. La pérdida de mis amigos y de mis más íntimos colaboradores no me haría vacilar, como tampoco me hizo dudar de mis objetivos la lectura de un edicto firmado por Abad y Queipo por medio del cual quedaba excomulgado de mi Santa Madre Iglesia, junto con otros de mis más dilectos asistentes. Se me acusaba de hereje formal, de ser fautor de herejías, de ser perseguidor y perturbador de la jerarquía eclesiástica, profanador de los santos sacramentos, cismático, lascivo, hipócrita, enemigo irreconciliable del cristianismo, traidor a Dios, al rey, al Papa y a la patria.

¿Yo hereje? ¿Cuándo sostuve dogmas u opiniones contrarias a la ortodoxia de mi santa religión? ¿De cuál herejía fui autor, cuándo y dónde? ¡Patrañas, mentiras y embustes tramados por Abad y Queipo para que la gente ignorante se apartara de mí como. si yo encarnara al demonio mismo! ¿Cuándo perturbé a la jerarquía católica si el movimiento está inspirado en nuestra Santa Madre virgen de Guadalupe? Nunca pronuncié un solo discurso contra mi Iglesia, a la que respeté y respeto, con excepción de ciertos príncipes que no han aceptado que el medioevo fue superado hace muchos siglos. ¿Cuándo profané los santos sacramentos? ¿Cuándo profané el bautismo o la confirmación o la sagrada confesión o la comunión o mi orden sacerdotal o la unción de los enfermos o el matrimonio, si nunca me casé ni intenté hacerlo? Es más, renuncié temporalmente a mi calidad de sacerdote para no infligir ninguna disposición que yo hubiera jurado defender. ¡Hasta dónde puede caer un obispo como Abad y Queipo con tal de salvar su patrimonio y sus privilegios políticos! ¡Este pastor perverso y podrido se las habría de ver con el Señor el día del Juicio Final!

La excomunión era un castigo muy severo para mí, sólo que en mi interior le concedía la última palabra al Señor: Él y sólo Él tendría la autoridad suficiente para juzgar mis actos. A Él me atendría y de ninguna manera a la opinión amañada e interesada y políticamente corrupta de un obispo que únicamente buscaba incrementar su patrimonio y sus fueros, con cargo al movimiento insurgente.

Sólo la promulgación de la Constitución de Apatzingán me permitió volver al mando de mis tropas designándome de nueva cuenta miembro del Poder Ejecutivo cuando corrió la noticia, como pólvora, de que Iturbide se acercaba a Apatzingán acompañado de una gran parte de las fuerzas realistas. A estas alturas ya nadie ignoraba la suerte que correría de llegar a caer 'en las manos sanguinarias de Iturbide, por lo que, Congreso e insurgentes, tuvimos que deshacer los campamentos y desocupar el pueblo a la mayor brevedad, antes de sucumbir a esas tropas sanguinarias.

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