—A la salud de nuestro antiguo compañero e intrépido general príncipe Serpujovskói. ¡Hurra!
Detrás del coronel iba el general, también con una copa en la mano.
Vronski no lo había visto hace tres años. Le pareció más varonil, se había dejado crecer las patillas, pero seguía igual de esbelto, y sorprendía no tanto con su belleza, sino con el aspecto tierno y noble de sus facciones y su figura. El único cambio que observó Vronski fue esa aureola, tranquila y persistente, que adquieren los rostros de aquellos que han triunfado y además son conscientes de que los demás no ignoran su éxito. Vronski conocía esta aureola, y inmediatamente la vio en el rostro del general.
Al bajar la escalera, el general vio a Vronski, y una sonrisa de alegría iluminó su rostro, hizo una señal con la cabeza, levantando su copa, y le envió un saludo afectuoso.
—Me alegro de verte —gritó el coronel—, pues Yashvin aseguraba que estabas estos días de mal humor.
En aquel momento se acercó el general a Vronski.
—¡Celebro mucho verte! —exclamó, estrechándole la mano y separándose de los demás.
—Cuídese usted de ellos —gritó el coronel a Yashvin.
Y bajó para hablar a los soldados.
—¿Por qué no fuiste ayer a las carreras? —preguntó Vronski al general—. Esperaba verte allí.
—Llegué demasiado tarde…, dispénsame —añadió, volviéndose hacia un ayudante de campo. Y sacando de su cartera tres billetes de cien rublos, le dijo—: Distribúyase eso de mi parte.
—Vronski, ¿quieres comer o beber? —preguntó Yashvin.
—¡Hola!, que traigan algo al conde, y entre tanto bebe esto.
La fiesta se prolongó largo tiempo, se bebió mucho y el general fue conducido en triunfo, así como también el coronel; este último bailó después una danza de carácter, y algo cansado al fin, se sentó en un banco para demostrar a Yashvin la superioridad de Rusia sobre Prusia, particularmente en las cargas de caballería. El general fue a lavarse las manos en el gabinete tocador, donde encontró a Vronski, quien en mangas de camisa, la cabeza bajo un chorro de agua, se frotaba enérgicamente, y que después de terminar sus abluciones, se sentó en un pequeño diván, junto a su amigo.
—He sabido siempre por mi esposa cuanto a ti se refería, y me alegro que la veas a menudo.
—Es una amiga de Varia, y son las únicas mujeres de San Petersburgo a quienes tengo el gusto de visitar —contestó Vronski con una sonrisa, previendo el giro que iba a tomar la conversación, nada desagradable para él.
—¿Las únicas? —preguntó el general, sonriendo también.
—Sí; yo sabía también todo lo concerniente a ti, pero no era solo por tu esposa —dijo Vronski, eludiendo toda indirecta por la grave expresión de su rostro—. He celebrado tus triunfos, sin sorprenderme de ellos, pues todavía esperaba más.
El general sonrió, porque esta opinión lo lisonjeaba y no veía motivo para disimularlo.
—No esperaba tanto —repuso—; pero estoy muy contento, pues tengo la debilidad de ser ambicioso, y no lo oculto.
—Tal vez lo ocultaras si no te salieran tan bien las cosas.
—No creo. No llegaré a decir que sin ambición no valdría la pena de estar en este mundo; pero la vida sería monótona. Acaso me engañe, mas me parece que poseo las cualidades necesarias para el género de actividad que he elegido, y que el poder entre mis manos, cualquiera que fuese, estaría mejor colocado que en las de otros muchos que yo conozco. He aquí por qué cuanto más me acerque al poder más contento estaré.
—Esto será verdad para ti, mas no para todo el mundo; yo también he pensado como tú, y, sin embargo, vivo y me parece que la ambición no es el único objeto de la existencia.
—Ya estamos —dijo el general, sonriendo—. Comienzo por decirte que he sabido el incidente de tu negativa, y, como era natural, ha merecido mi aprobación. Opino que has obrado bien en el fondo; pero no en las condiciones que debías hacerlo.
—A lo hecho, pecho; ya sabes que yo no reniego de mis actos, y, por otra parte, no me va mal.
—Lo que dices será bueno por algún tiempo, pero no siempre te contentarás. Tu hermano será un buen muchacho, todo cuanto quieras; pero a ti no te basta con esto.
—No digo que me baste.
—Y además, los hombres como tú son necesarios.
—¿A quién?
—¿A quién? A la sociedad, a Rusia. Nuestro país necesita hombres y un partido; si esto falta, todo se lo llevará el diablo.
—¿Y qué entiendes por eso? ¿El partido de Bertiéniev contra los comunistas rusos?
—No —contestó el general, haciendo una mueca al pensar que se le podía creer capaz de semejante disparate—;
tout ça est une blague
: lo que ha sido, será siempre. No hay comunistas, y sí solo hombres que necesitan inventar un partido peligroso cualquiera, por espíritu de intriga. Lo que necesitamos es un grupo poderoso de hombres independientes como tú y yo.
—¿Para qué? Yo conozco varias personas de influencia, ¿por qué crees que no son independientes?
Vronski citó varios nombres.
—Si esos no lo son —repuso el general— es porque desde su nacimiento no tuvieron independencia más que de nombre ni han vivido, como nosotros, cerca del sol. Con el oro o los honores se puede comprarlos; mas para mantenerse deben seguir una dirección a la que ellos mismos no atribuyen a veces ningún sentido, que puede ser mala, pero cuyo objeto es asegurarles una posición oficial y cierto sueldo. Cuando observan sus manejos, no se ve más en el fondo. Tal vez yo sea peor que ellos, o más torpe; mas, en todo caso, tengo, como tú, la gran ventaja de que sea más difícil comprarme. Semejantes hombres son ahora más necesarios que nunca.
Vronski escuchaba atentamente, no tanto por el valor de las palabras como porque comprendía el alcance de las miras de su amigo. Mientras que él no se fijaba sino en los intereses de su escuadrón, el general, teniendo en cuenta la lucha con el poder, se creaba un partido en las esferas oficiales. También comprendió toda la fuerza que tenía Serpujovskói por su indiscutible capacidad de pensar y comprender las cosas, por su inteligencia y el poder de sus palabras, que apenas se encontraban en la sociedad en la que vivía.
No sin avergonzarse, Vronski reconoció que experimentaba un sentimiento de envidia.
—Me falta una cualidad esencial para elevarme —repuso Vronski—, y es el amor al poder: lo tuve y lo perdí.
—No lo creo —dijo el general en tono de broma.
—Pues te aseguro que es la verdad, al menos «ahora», si he de hablar con franqueza.
—«Ahora», tal vez; pero esto no durará siempre.
—Es posible.
—Tú dices que «es posible», y yo digo «ciertamente no» —continuó el general, como si adivinase el pensamiento de su interlocutor—; he aquí por qué deseaba hablar contigo. Admito tu primera negativa; mas para el porvenir te pido carta blanca. No la echo de protector contigo, aunque no sé por qué no lo haría, pues con frecuencia tú lo has sido mío. Nuestra amistad se sobrepone a todo. Sí, dame carta blanca y yo te empujaré sin que se conozca.
—Advierte que yo solo pido que el presente subsista.
El general se levantó, y colocándose delante de su interlocutor, le dijo:
—Te comprendo, pero escúchame: nosotros somos de la misma edad; tal vez hayas conocido más mujeres que yo —su sonrisa y ademán revelaron a Vronski la delicadeza con que tocaba este punto sensible—; pero yo soy casado, y no aseguraría quién sabe más sobre ello, si aquel que solo ha conocido y amado la suya o el que ha tratado con mil…
—Ya vamos —gritó Vronski, al oír a un oficial que se presentaba para llamarlos de parte del coronel; tenía curiosidad por saber en qué terminaría la explicación del general.
—En mi concepto —continuó Serpujovskói—, la mujer es la piedra de toque en la carrera del hombre; difícil es amar a una y hacer nada bueno; y la única manera de no verse reducido a la inacción por el amor es casarse. ¿Cómo te explicaré esto? —continuó el general, a quien agradaban mucho las comparaciones—. Supongamos que llevas una carga; mientras no te la sujeten al hombro, de poco te servirán las manos; y esto es lo que me ha sucedido a mí al casarme, pues ya las tenía sujetas, y después me quedaron libres; pero llevar esa carga sin el casamiento es imposibilitarse para toda acción. Acuérdate de Mazankov y de Krúpov… Gracias a las mujeres, perdieron su carrera.
—¡Sí, pero qué mujeres! —exclamó Vronski, al pensar en la actriz y en la francesa que habían encadenado a aquellos dos hombres.
—Cuanto más elevada es la posición social de la mujer mayor es la dificultad: entonces ya no es solo llevar una carga, sino quitársela al otro.
—Tú no has amado —murmuró Vronski, pensando en Anna.
—Tal vez, pero piensa en lo que te he dicho, y no olvides lo que voy a decirte: todas las mujeres son más materiales que los hombres; nosotros tenemos una concepción grandiosa del amor, pero ellas se quedan siempre
terre-a-terre…
Ahora iremos —dijo a un criado que entraba en la habitación; pero este no iba a buscarlos, sino que llevaba una carta a Vronski.
—De la princesa Tverskaia —dijo.
Vronski rasgó el sobre y se sonrojó al leer el contenido.
—Me duele la cabeza y vuelvo a casa—dijo al general.
—Entonces, adiós —dijo Serpujovskói—.
—¿Entonces me das carta blanca?
—Luego hablaremos. Te buscaré en San Petersburgo.
E
RAN
más de las cinco. A fin de no faltar a la cita, y para no ir con sus caballos, conocidos de todo el mundo, Vronski utilizó el vehículo de Yashvin y dio orden al cochero de apretar el paso; era un carruaje de cuatro asientos, y Vronski se instaló cómodamente, apoyando los pies en la banqueta.
La idea de que había restablecido el orden en sus negocios, la amistad del general y sus palabras lisonjeras, y, por último, la seguridad de ver a Anna dentro de poco, le comunicaba una alegría que lo hizo sonreír; se pasó la mano por la contusión recibida la víspera, y respiró con fuerza.
«¡Qué bueno es vivir!», se dijo, recostándose en el fondo del coche con las piernas cruzadas.
Y la plenitud de vida que experimentaba en aquel momento le hacía agradable hasta el dolor ocasionado por su caída en las carreras.
Aquel claro y frío día de agosto, que tan dolorosamente impresionó a Anna, lo estimulaba y lo excitaba.
Todo cuanto veía a las últimas claridades en aquella atmósfera pura le parecía fresco y alegre; los tejados de las casas, donde se reflejaban los rayos del sol poniente; los contornos de las empalizadas que flanqueaban el camino; el follaje de los árboles y el verdor del césped; los surcos de los campos labrados, donde se proyectaban sombras oblicuas; todo, en fin, contribuía a embellecer el paisaje.
—¡Más deprisa, más deprisa! —dijo al cochero, alargándole por la ventanilla del coche un billete de tres rublos.
El auriga castigó los caballos, y el vehículo rodó con redoblada rapidez por la uniforme superficie de la calzada.
«¡Solo necesito esa felicidad! —pensó, representándose a Anna tal como la viera la última vez—. Cuanto más la veo, más la amo… ¡ah!, ya veo el jardín de Wrede. ¿Dónde estará Anna? ¿Por qué me ha escrito dos palabras en el billete de Betsi?»
Pensaba en esto por primera vez, pero no tenía tiempo para reflexionar. Antes de llegar a la avenida mandó al cochero parar, y se apeó sin que el vehículo se detuviera. Al entrar en la casa no vio a nadie; pero después divisó en el parque a Anna, que tenía el rostro cubierto con el velo; la reconoció en el andar, por la forma de los hombros y su tocado especial, y sintió como una corriente eléctrica circular por todo su cuerpo. Su alegría de vivir se comunicaba a sus movimientos y su respiración.
Una vez reunidos, Anna cogió la mano de Vronski.
—Supongo —dijo— que no te enojará mi llamamiento. Necesitaba verte a toda costa —añadió con cierto aire severo, que hizo perder al punto su alegría a Vronski.
—¡Yo enojarme! Pero ¿por qué estás aquí?
—Poco importa —repuso Anna, cogiendo del brazo a Vronski—; ven, es preciso que hablemos.
El conde comprendió que ocurría algún incidente y el encuentro romántico no iba a ser agradable. En su presencia perdía su propia voluntad por lo cual, sin comprender la causa, sintió que se le comunicaba la angustia de Anna.
—¿Qué hay? —preguntó, estrechándole el brazo y procurando leer en su semblante.
—No te he dicho ayer —replicó Anna, después de dar algunos pasos y deteniéndose de pronto— que al volver de las carreras con Alexiéi Alexándrovich le he confesado todo…, que le he dicho que no podía ser ya su esposa…; en fin, todo.
Vronski escuchaba atento, inclinado sobre Anna, como si hubiera querido dulcificar la amargura de aquella confidencia; pero cuando hubo hablado, se irguió altiva y severa.
—Sí, sí —dijo—; eso era mil veces mejor, y comprendo lo que has debido sufrir.
Anna no escuchaba, tratando solo de adivinar los pensamientos de su amante. ¡Podría ella imaginar que la expresión de sus facciones revelaba la primera idea que habían despertado las palabras que acababa de oír, el duelo que creía inevitable! Jamás lo hubiera creído Anna, y la interpretación que dio al cambio de fisonomía de Vronski fue muy distinta.
Desde que recibió la carta de su esposo, presagiaba que todo quedaría como antes, que no tendría fuerza para sacrificar su posición en el mundo ni su hijo a su amante. La mañana pasada en casa de la princesa venía a confirmar su convicción, mas, a pesar de todo, atribuía mucha importancia a su entrevista con Vronski, esperando que cambiaría su respectiva situación. Si en el primer momento hubiese dicho sin vacilar «Déjalo todo y vente conmigo», habría abandonado a su mismo hijo; pero no manifestó ningún impulso de este género, y más bien pareció resentido y descontento.
—No he sufrido —contestó Anna con cierta irritación—; esto se ha hecho de por sí. Mira… —añadió, sacando de un guante la carta de su esposo.
—Comprendo, comprendo —interrumpió Vronski, tomando la carta sin leerla, y esforzándose para calmar a Anna—; yo no deseaba más que esta explicación para consagrar enteramente mi vida a tu felicidad.
—¿Por qué me dices eso? ¿Puedo yo dudar? Si así fuese…
—¿Quién viene? —preguntó de pronto Vronski, señalando dos damas que se dirigían hacia ellos.
Y condujo rápidamente a Anna a otra alameda.
—A mí me es indiferente —dijo la señora Karénina, cuyos labios temblaban, y que fijaba en Vronski, según le pareció a este, una singular mirada de odio a través de su velo…