El que pareció conformarse mejor con las ideas del amo fue el pastor Iván, un campesino ingenuo a quien Lievin propuso tomar parte como asociado en la explotación de la lechería; pero mientras lo escuchaba, Iván manifestó inquietud y descontento, y se entregó a varias ocupaciones, como si no pudiera retardalas y no tuviera tiempo de pensar.
El principal obstáculo con que Lievin tropezó fue el escepticismo arraigado de los aldeanos, los cuales no podían admitir que el propietario no tratase de explotarlos; ningún razonamiento bastó para hacerles desechar la idea de que el objeto del amo permanecía oculto.
Lievin se acordó del propietario viejo cuando sus trabajadores pusieron por condición primera, en los nuevos planes, que no se los obligaría nunca a usar instrumentos perfeccionados, y que no entrarían para nada en los procedimientos introducidos por el dueño. Sin desconocer sus ventajas, alegaron mil razones para no ponerlos en práctica; y Lievin hubo de renunciar a innovaciones evidentemente beneficiosas, consintiendo en que desde el otoño solo se adoptasen algunas de sus reformas.
Al principio, Lievin pensaba entregar sus tierras a los campesinos, a los jornaleros y al intendente en nuevas condiciones, pero pronto se convenció de que aquello era imposible. Los establos, el jardín, la huerta, todo debía ir por separado. Iván el pastor, junto con su familia, se encargó del ganado. Del campo lejano se ocupó Fiódor Rezunov, un carpintero inteligente, con otras seis familias campesinas sobre nuevas bases, y el campesino Shuráiev arrendó, en las mismas condiciones, las huertas.
La verdad es que con estas innovaciones nada mejoró. Veía en todos los campesinos una ciega resistencia y desconfianza. Escuchaban su voz, no sus palabras. Sus miradas reflejaban su convencimiento de que no se iban a dejar engañar. Sin embargo, Lievin estaba seguro de poder convencerlos de las ventajas que representaban sus innovaciones.
Hacia fines de agosto, Dolli envió la silla, y Lievin supo por el mensajero que la llevó que los Oblonski habían vuelto a Moscú. El recuerdo de su grosería de no haber respondido a la carta de Dolli lo hizo sonrojarse, sabía que con ello quemó sus naves y nunca podría volver a verlas; y su conducta con los Sviyazhski no había sido mejor, ya que se fue sin despedirse; le daba igual, porque tampoco los iba volver a ver, pero tenía la imaginación demasiado ocupada para entregarse al remordimiento. Sus lecturas lo absorbían; tenía los libros que le prestara Sviyazhski y otros que envió a buscar. Mill, el primero que estudió, le interesó sin ofrecerle nada aplicable a la situación agraria de Rusia; y el socialismo moderno no le satisfizo tampoco: o se trataba de bellas fantasías, totalmente irrealizables, o arreglos y remedios para la situación en Europa y que nada tenían que ver con la Rusia agraria. La economía política afirmaba que las leyes, de acuerdo con las cuales se había desarrollado y seguía desarrollándose la riqueza de Europa, eran leyes generales y obligatorias. El socialismo afirmaba que el desarrollo de acuerdo con estas leyes llevaba a la muerte. Pero ni una cosa ni la otra proporcionaban la respuesta a la pregunta de qué debía hacer Lievin y todos los campesinos rusos y los propietarios con sus millones de manos y
desiatinas
para elevar su rendimiento y conseguir el bienestar general.
Lievin leyó concienzudamente todo lo relacionado con sus estudios, y decidió marchar en otoño al extranjero para estudiar todo sobre el terreno, para que no le volviera a repetir lo que le ocurría siempre. En cuanto comenzaba a exponer su punto de vista, le respondían: «Perdone, ¿y Kauffman, y Jones, y Dubois? Usted no ha leído sus obras. Léalas. Ellos han estudiado el problema».
Veía claramente que ni Kauffman ni Dubois le podían ayudar. Lievin sabía lo que quería. Veía que Rusia disponía de excelentes tierras y de excelentes trabajadores y que, en algunos casos, los trabajadores y la tierra rendían mucho y que en otros, cuando el capital se invertía a la europea, rendían poco. Y que aquello ocurría porque los jornaleros desean trabajar y trabajan bien con sus métodos, y que aquella oposición no era casual, sino permanente y que tenía sus raíces en el espíritu del pueblo. Pensaba que el pueblo ruso, que tenía vocación para poblar y trabajar enormes espacios no ocupados, se atenía conscientemente a unos métodos determinados y que aquellos métodos no eran malos como se decía. Y Lievin quería demostrarlo teóricamente en su libro y prácticamente en sus fincas.
A
finales de septiembre se preparó la madera para construir nuevos establos, se vendió la mantequilla y se repartieron los beneficios. En la práctica todo marchaba bien, al menos eso creía Lievin. Para demostrarlo teóricamente y terminar su obra que, según soñaba Lievin, debía no solo suponer una revolución en la economía política, sino acabar con esta ciencia y crear las bases de una nueva ciencia que estudiara la actitud del pueblo respecto a la tierra, era preciso efectuar un viaje al extranjero y estudiar todo el problema allí, lo que se había hecho en aquel aspecto y encontrar pruebas convincentes de que todo lo hecho era erróneo. Solo esperaba vender el trigo para cobrar y marcharse. Pero empezaron las lluvias torrenciales, que lo obligaron a permanecer en su casa. Una parte de la cosecha y todas las patatas no se pudieron almacenar; dos molinos fueron arrastrados por las aguas y los caminos quedaron impracticables. Por fin, el 30 de septiembre apareció el sol, y Lievin, esperando un cambio de tiempo, envió a su intendente a casa del corredor para negociar la venta del trigo. Por su parte, resolvió girar la última visita de inspección, y volvió por la noche, calado hasta los huesos, a pesar de sus botas y su impermeable; pero de muy buen humor, pues había hablado con varios campesinos que aprobaron sus planes, habiéndose brindado un anciano guarda a formar parte de alguna de las nuevas asociaciones.
«Solo se trata de perseverar —pensó—, y mi trabajo no habrá sido inútil; no procurando solo por mí pues lo que intento puede tener considerable influencia en la condición del pueblo. En vez de la miseria tendremos el bienestar, y a la sorda hostilidad sucederá la armonía, y todos los intereses serán solidarios. ¿Qué importa que el autor de esta revolución, sin efusión de sangre, sea Konstantín Lievin, aquel que, vestido de etiqueta, fue desairado por la señorita Scherbátskaia, aquel que se consideraba insignificante y digno de lastima y no confiaba en sí mismo? Eso no quiere decir nada. Seguramente, hasta Franklin tenía sus momentos de duda, cuando se sentía poca cosa y no confiaba en sí mismo. Eso no significa nada. Quizá tenía a alguien de confianza a su lado, como yo a Agafia Mijáilovna, con quien compartía sus planes.»
Cuando Lievin entró en su casa ya había cerrado la noche. El intendente se presentó con alguna cantidad a cuenta sobre el importe del trigo, y después de oírle, Lievin se instaló en su sillón para tomar té y entregarse a sus meditaciones sobre el viaje proyectado. Su espíritu estaba lúcido y sus ideas se traducían en frases que expresaban la esencia de su pensamiento. Quiso aprovechar esta disposición favorable para escribir; pero como le esperaban algunos campesinos en el recibimiento, fue preciso verlos a fin de darles instrucciones para el día siguiente. Cuando los hubo despedido, Lievin entró en su despacho y comenzó a trabajar; Agafia Mijáilovna, con su calceta, ocupó el asiento de costumbre.
Después de escribir algún tiempo, Lievin se levantó y comenzó a pasear por la habitación; el recuerdo de Kiti y de su negativa lo acosaba vivamente.
—Hace usted mal en preocuparse —le dijo Agafia Mijáilovna—. ¿Por qué permanece usted en casa? Mejor sería que se fuera a los países cálidos, ya que está resuelto.
—Pienso marchar pasado mañana, pero he de arreglar antes mis negocios.
—¿Qué negocios? ¿No ha dado usted ya bastante a los campesinos? Por eso dicen «que el señor espera, sin duda, una gracia del emperador». ¿Por qué ha de ocuparse usted de ellos?
—No pienso en ellos, sino en mí mismo.
Agafia Mijaílovna conocía en detalle todos los proyectos de su amo, porque se los había explicado ya, disputando a veces con ella; pero en aquel momento dio a sus palabras un sentido muy diferente del que tenían.
—Seguramente se debe pensar en el alma —repuso, suspirando—; Dios nos haga a todos la gracia de morir como el bueno de Parmión Denísych, que aunque ignorante, entregó su alma bien confesado y administrado.
—Yo no hablo de eso —replicó Lievin—; lo que yo hago es por mi propio interés, y si los campesinos trabajan bien, ganaré.
—Por más que haga usted, el perezoso será siempre un gandul, y el que tenga conciencia trabajará. Usted no puede cambiar esto.
—Sin embargo, usted misma cree que Iván cuida mejor las vacas.
—Lo que yo digo y lo que sé —repuso la anciana, siguiendo evidentemente una idea fija, nada nueva— es que usted debe casarse, he aquí lo que necesita.
Esta observación, relacionándose con los campesinos, que le dominaba, resintió a Lievin, y frunciendo el entrecejo volvió a sentarse para trabajar.
Poco después llamó su atención un sonido de campanillas y el sordo rumor de un coche.
—Ya viene una visita, y no estará usted aburrido —dijo Agafia Mijaílovna dirigiéndose hacia la puerta; pero Lievin se adelantó, comprendiendo que ya no podría trabajar y satisfecho de que llegase alguien.
A
L
bajar la escalera, Lievin oyó una tos conocida; alguien entraba en el vestíbulo, pero el ruido de los pasos le impidió oír claramente, y esperó un momento haberse engañado, aun al ver a un individuo de elevada estatura que, tosiendo con fuerza, se despojaba de sus pieles. Aunque amaba a su hermano, no podía tolerar la idea de vivir con él; y bajo la impresión de los campesinos despertada en su alma por Agafia Mijaílovna, hubiera deseado un visitante alegre que le distrajera de sus preocupaciones. Su hermano, conociéndolo a fondo, lo obligaría a confesar sus secretos íntimos, que era lo que más temía.
Arrepintiéndose de sus malos sentimientos, Lievin corrió al vestíbulo, y cuando reconoció a su hermano desfallecido y semejante a un esqueleto; solo experimentó una profunda compasión. Nikolái trataba de quitarse la bufanda que rodeaba su flaco cuello, y sus labios se entreabrieron con una extraña y dolorosa sonrisa. Konstantín sintió que se le oprimía el corazón.
—¡Vamos, ya he podido llegar hasta ti! —dijo Nikolái con sorda voz, sin apartar la vista de su hermano—. Hace mucho tiempo deseaba venir, pero me faltaban las fuerzas. Ahora estoy mucho mejor.
—Sí, Sí —contestó Lievin, tocando con sus labios el rostro seco y demacrado de su hermano, mientras observaba con inquietud el singular brillo de sus ojos.
Konstantín le había escrito algunas semanas antes, diciéndole que, realizada la pequeña parte de su escasa fortuna común, tenía a su disposición dos mil rublos. Este dinero era el que Nikolái iba a buscar, y también deseaba ver otra vez la antigua casa paterna, tomando fuerzas en el país natal, como los héroes de los tiempos antiguos. A pesar de estar encorvado y de su espantosa flacura, sus movimientos eran todavía bruscos. Lievin lo condujo a su gabinete.
Nikolái se vistió con cuidado, lo cual no hacía nunca antes; peinó sus escasos y rígidos cabellos y subió sonriendo. Estaba de buen humor, y se mostraba cariñoso, tal como era en su infancia, y hasta habló de Serguiéi Ivánovich sin amargura. Al ver a Agafia Mijaílovna, se chanceó con ella, y la interrogó sobre los antiguos servidores de la casa: la muerte de Parfión Denísych pareció impresionarlo vivamente, y en su rostro se pintó una expresión de espanto, pero se repuso muy pronto.
—Era muy viejo —dijo; y cambiando al punto de conversación, añadió—: Voy a permanecer aquí un mes o dos, y después iré a Moscú, donde Miagkov me ha prometido una colocación. Pienso cambiar de género de vida. Sabrás que me he separado de esa mujer.
—¿De Maria Nikoláievna? ¿Por qué?
—Era una mala mujer, que me ha dado muchos disgustos.
No confesaba que la había despedido porque hacía mal el té, y porque lo trataba como enfermo.
—Sí, quiero cambiar de género de vida —repitió—; he cometido locuras, como todo el mundo; pero no me arrepiento de la última. Con tal que recobre las fuerzas, todo irá bien.
Lievin escuchaba, buscando una contestación que no podía encontrar. Nikolái lo interrogó sobre sus asuntos, y Konstantín, satisfecho de poder hablar sin disimulo, le habló de sus planes de reforma, sin que su hermano manifestara el menor interés. Aquellos dos hombres se conocían tan bien, que se adivinaban nada más que por el sonido de la voz; el mismo pensamiento los ensombrecía en aquel instante y se anteponía a todo, la enfermedad de Nikolái y su próxima muerte. Ni uno ni otro osaban hacer la menor alusión sobre este punto, y lo que decían no expresaba en manera alguna sus ideas.
Jamás Lievin vio llegar con tanta satisfacción la hora de acostarse; nunca se había mostrado tan falso, ni sentido tanto malestar. Mientras que su corazón se oprimía al ver a su hermano moribundo, era preciso sostener con él una conversación engañosa sobre la vida que Nikolái pensaba llevar.
Como en la casa solo había una habitación caldeada, Lievin, para evitar toda humedad a su hermano, ofrecióle compartir con él la suya.
Nikolái se acostó; durmió como un enfermo, revolviéndose a cada instante en su cama; y Konstantín lo oyó respirar, murmurando: «¡Oh Dios mío!». Algunas veces, no pudiendo escupir, se enojaba, y decía: «¡Vaya al diablo!». Konstantín lo escuchó largo tiempo sin poder dormir, pues lo dominában pensamientos que lo conducían siempre a la idea de la muerte.
Era la primera vez que esta idea lo acosaba así, y la despertaba aquel hermano querido que, agitado en su lecho, invocaba indistintamente a Dios y al diablo. Pero la muerte inevitable vendría también para él, si no aquel mismo día, al siguiente o dentro de treinta años. ¡Qué importaba el momento! ¿Cómo no había pensado en esto jamás?
«¡Trabajo —pensó—, persisto en conseguir un objeto, y olvido que todo acaba y que la muerte está cerca de mí!»
Recogido en su lecho en la oscuridad, tal era la tensión de su espíritu, que retenía la respiración. Cuanto más pensaba, más claramente veía que en su concepción de la vida solo había omitido este ligero detalle, la muerte, que venía inexorable a poner fin a todo, sin que nada pudiera impedirlo. ¡Era terrible!