En el teatro el joven conde refirió al coronel el resultado de su misión, y después de reflexionar, este resolvió dejar el asunto tal como estaba. Después, por curiosidad, pidió a Vronski detalles. Al oír el relato del conde, el coronel rio largamente, especialmente cuando escuchaba cómo el consejero titular, tras parecer calmado, volvía a irritarse de nuevo al recordar los detalles del incidente, y cómo Vronski, aprovechando la última medio palabra de reconciliación, emprendió la retirada empujando a Petritski delante de él.
—El asunto es fastidioso aunque divertido. Kiédrov no puede batirse con ese señor. ¿Dice usted que se encolerizó mucho? —volvió a preguntar riendo—. ¡Claire es sorprendente! —dijo el coronel acerca de una nueva actriz francesa—. Todos los días la veo, y cada vez descubro en ella nuevas facetas. ¡Solo los franceses son capaces de una cosa así!
L
A
princesa Betsi salió del teatro antes de concluir el último acto, y apenas había tenido tiempo de entrar en su tocador para cubrir con una capa de polvos de arroz su larga y pálida faz, arreglarse un poco el cabello y dar sus órdenes para servir el té, cuando comenzaron a llegar los coches, deteniéndose en el vasto pórtico de su palacio en la Gran Morskaia. El portero abría sin ruido la inmensa puerta a los visitantes, mientras la dueña de la casa, remozada ya convenientemente, salía para recibir a sus convidados. Las paredes del gran salón estaban revestidas de tapices oscuros y el suelo cubierto de una gruesa alfombra; en una gran mesa, con un mantel de deslumbrante blancura e iluminada por numerosas bujías, se veía el servicio del té, de porcelana transparente.
La princesa tomó asiento, y mientras se quitaba los guantes, varios lacayos, hábiles para colocar sillas sin que se observara, ayudaban a todo el mundo a ocupar su sitio, formando dos grupos, uno alrededor de la princesa y el otro en un ángulo del salón, en torno de una hermosa embajadora que lucía vestido de terciopelo negro. La conversación en ambos grupos, como sucede siempre en los primeros momentos, era poco animada y frecuentemente interrumpida por los encuentros, saludos y ofrecimientos de té, como si se buscara el tema en que debía generalizarse la charla.
—Es muy buena como actriz, y se ve que ha estudiado en Kaulbach —decía un diplomático en el grupo de la embajadora—. ¿Han observado ustedes cómo ha caído?
—Ruego a ustedes que no hablen más de la Nilson, pues nada nuevo se puede añadir —dijo una dama rubia, muy rechoncha y colorada, que llevaba un vestido de seda bastante ajado. Era la princesa Miagkaia, célebre por su manera de expresarse, y a quien se apellidaba
l’enfant terrible
a causa de su desenvoltura; estaba sentada entre los dos grupos, escuchando lo que se decía en uno y otro e interesándose igualmente en los dos—. Ya es la tercera vez que oigo decir lo mismo del tal Kaulbach; parece que se hayan puesto todos de acuerdo. Francamente, no comprendo por qué les ha gustado tanto esa frase.
Esta observación había interrumpido la conversación y era preciso buscar un nuevo tema.
—Cuéntenos usted alguna cosa divertida, pero que no sea mala —dijo al diplomático la embajadora, gran artista de eso que llaman los ingleses
small talk
.
—Se pretende —repuso este último— que no haya nada tan difícil como eso, pues solo la malignidad es divertida, pero procuraré complacer a mis oyentes. Denme un tema; todo está aquí, pues todo se tiene, es fácil hablar sobre él. He pensado a menudo que los célebres narradores del siglo último se verían muy apurados hoy, pues en nuestros días el genio ha llegado a ser enojoso.
—No es usted el primero en decirlo —replicó la embajadora, sonriendo.
La conversación tomaba un giro demasiado insulso para que pudiera continuar mucho tiempo en el mismo terreno, y para reanimarla fue preciso apelar al único medio infalible: la maledicencia.
—¿No les parece a ustedes que Tushkiévich tiene algo de Luis XV? —dijo alguno, señalando con la vista a un hermoso joven rubio que estaba cerca de la mesa.
—Sí, está a tono con el salón —contestó otro—, y por eso viene tan a menudo.
Este asunto de conversación se sostuvo porque solo consistía en alusiones; no se podía hablar abiertamente, pues se trataba de las relaciones de aquel joven con la dueña de la casa.
En el grupo de la princesa el asunto de la conversación fluctuó largo tiempo entre los tres, temas inevitables: las noticias del día, el teatro y el juicio sobre el prójimo; pero se fijó al fin en este último.
—¿Han oído ustedes decir que la Maltíscheva, la madre y no la hija, se hace un traje
diable rose?
—¿Es posible?
—Me extraña mucho que con su talento, pues lo tiene, no comprenda que se pone en ridículo.
Cada cual tuvo una palabra para criticar a la desgraciada Maltíscheva, y la conversación se reanimó con mucha viveza.
El esposo de la princesa Betsi, hombre grueso y bonachón, celoso coleccionista de grabados, entró muy despacio en aquel instante había oído decir que su esposa tenía reunión, y quería presentarse antes de ir a su círculo. Se cercó a la princesa Miagkaia sin que esta lo oyera, merced a la alfombra, y le preguntó:
—¿Ha quedado usted satisfecha de la Nilson?
—¡Vaya un modo de asustar a las personas, dejándose caer así del cielo sin avisar! —exclamó la princesa—. Le ruego que no me hable de la ópera, porque usted no entiende nada de música; prefiero descender hasta usted y que me diga algo sobre sus grabados y sus láminas. ¿Qué tesoro ha descubierto usted últimamente?
—Si lo desea usted, se lo enseñaré; pero no comprenderá usted nada.
—No importa; yo me educo entre esa gente, entre… los banqueros. ¿No se llaman así? Tienen grabados magníficos, y ya me los han enseñado.
—¿Cómo? ¿Ha ido usted a casa de los Schiutsburg? —preguntó desde su asiento la dueña de la casa.
—Sí, amiga mía; nos convidaron a comer a mi esposo y a mí, y por cierto que se sirvió una salsa que había costado mil rublos, según me han dicho —replicó la princesa Miagkaia en voz alta para que la oyesen todos—. Sin embargo, la salsa, algo verdosa, me pareció muy mala. Yo debí recibir a mi vez a esos señores, y les hice otra que solo costaba ochenta y cinco kopeikas
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, lo cual no impidió que todos quedaran contentos. Yo no puedo confeccionar salsas de mil rublos.
—Nadie como ella —dijo Betsi.
—¡Admirable! —añadió otro.
La princesa Miagkaia no dejaba nunca de producir su efecto, que consistía en extremar con buen sentido cosas muy ordinarias, las cuales no decía siempre oportunamente; pero, en la sociedad en que vivía, este buen sentido hacía las veces de un chiste sutil.
Aprovechándose del silencio que se prolongaba, la dueña de la casa quiso entablar una conversación más general, y dirigiéndose a la embajadora, le dijo:
—¿Decididamente no quiere usted té? Véngase por aquí.
—Estamos bien en nuestro rincón —contestó la embajadora con una sonrisa, continuando una conversación interrumpida que al parecer le interesaba mucho, se criticaba a los Karenin, marido y mujer.
—Anna ha cambiado mucho desde su viaje a Moscú —decía una de sus amigas—; noto en ella algo extraño.
—El cambio consiste en que la ha acompañado la sombra de Alexiéi Vronski —repuso la embajadora.
—¿Qué prueba esto? Yo conozco un cuento de Grimm, en que un hombre se ve privado de su sombra en castigo de no sé qué falta. Jamás comprendí este género de castigo, pero tal vez sea muy penoso para una mujer verse privada de sombra.
—Sí, pero las mujeres que tienen sombra suelen acabar mal —dijo la amiga de Anna.
—Así tuviera usted la
pepita
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—exclamó de pronto la princesa Miagkaia al oír aquellas palabras—. Karénina es una mujer encantadora, a quien yo amo mucho; pero no me agrada su esposo.
—¿Y por qué? —preguntó la embajadora—. Es un hombre muy notable, y mi esposo pretende que hay pocos políticos de tanto mérito en Europa.
—Lo mismo dice mi marido, pero yo no lo creo —replicó la princesa—; si nuestros esposos no hubieran tenido esta idea, siempre hubiéramos visto a Alexiéi Alexándrovich tal como es. Yo lo tengo por un mico; lo digo en voz muy baja, pero me satisface expresar esta opinión. En otra época, cuando me creía obligada a reconocerle talento, me consideraba yo misma una estúpida, porque no sabía encontrarle esa cualidad. Pero en cuanto me dije a mí misma que Karenin era un estúpido, eso sí, lo dije en voz baja, en seguida todo quedó claro.
—Es usted muy mordaz, princesa.
—De ningún modo. No tengo otra salida. Uno de los dos es un estúpido. Y yo no lo voy a pensar de mí misma.
—Nadie está conforme con su estado, y todos están conformes con su inteligencia —y citó un verso francés el diplomático.
—Eso mismo —se dirigió la princesa Miagkaia al diplomático—. En cuanto a la bella Anna, debo hablar en su favor: es amable y buena; la pobre mujer no tiene culpa si todo el mundo se enamora de ella y si la persiguen como su sombra.
—No me permito juzgarla —dijo la amiga de Anna para disculparse.
—Aunque nadie nos siga como nuestras sombras, no por eso tenemos el derecho de juzgar.
Después de dar esta lección a la amiga de Anna, la princesa y la embajadora se acercaron a la mesa de té para tomar parte en una conversación general sobre el rey de Prusia.
—¿De quién habéis dicho picardías? —preguntó Betsi.
—De los Karenin; la princesa nos ha pintado al bueno de Alexiéi Alexándrovich—contestó la embajadora, sentándose junto a la mesa.
—Siento no haber podido oírlo —contestó Betsi, mirando hacia la puerta—. ¡Ah, ya está aquí! —añadió, volviéndose hacia Vronski, que acababa de entrar.
El conde conocía y encontraba diariamente a todas las personas que estaban aquella noche en casa de su prima, así es que entró con la tranquilidad de un hombre que vuelve a ver a los mismos de quienes se ha separado poco antes.
—¿De dónde vengo? —dijo, contestando a la pregunta que le hizo la embajadora—. Debo confesarlo: vengo de los Bufos, y siempre muy satisfecho, aunque he ido ya cien veces. Es humillante decirlo, pero aseguro a ustedes que en la Ópera me duermo, mientras que en los Bufos estoy divertido hasta el último instante. Hoy…
Vronski nombró a una actriz francesa, pero la embajadora lo contuvo con un ademán de terror burlesco.
—¡No nos hable usted de esas cosas! —exclamó.
—Pues me callo, tanto más cuanto que todos ustedes las conocen.
—Y todos estarían dispuestos a ir tras ellos si se consintiese como en la Ópera —añadió la princesa Miagkaia.
S
E
oyeron pasos cerca de la puerta, y Betsi, persuadida de que vería entrar a Anna, miró a Vronski; este última miraba también, y su rostro expresaba una mezcla singular de alegría, de ansiedad y de temor. Se levantó lentamente de su asiento, y en el mismo instante se presentó Anna. Después de cruzar el corto espacio que la separaba de la dueña de la casa, con aquel paso rápido, ligero y decidido que la distinguía de todas las demás mujeres de la sociedad, con la mirada fija en Betsi, fue a estrechar su mano; después saludó con una sonrisa a Vronski, que hizo una profunda reverencia, ofreciendo a la dama una silla.
Anna inclinó ligeramente la cabeza y se ruborizó con expresión de enojo; algunas personas se aproximaron para darle la mano, y a todas las recibió con la sonrisa en los labios.
—Ahora vengo de casa de la condesa Lidia —dijo a Betsi—. Hubiera querido verla antes, mas no me ha sido posible porque estaba allí
sir
John, que es muy interesante.
—¡Ah, el misionero!
—Sí; ha referido hechos curiosos sobre su vida en las Indias.
La conversación, interrumpida por la llegada de Anna, vaciló de nuevo como la luz de una lámpara que está a punto de extinguirse.
—¡
Sir
John!
—Sí, yo lo he visto; habla muy bien. Vlásieva está prendada de él.
—¿Es cierto que la más joven de los Vlásieva se casa con Tópov?
—Se afirma que es cosa decidida.
—Me extraña que los padres consientan.
—Es un casamiento por amor, según dicen.
—¿Por amor? —preguntó la embajadora—. ¿De dónde toma usted esas ideas tan antediluvianas? ¿Quién habla de esa pasión en nuestros días?
—¡Ah!, esa pasión tan ridícula y antigua se encuentra diariamente —dijo Vronski.
—Tanto peor para aquellos que la experimenten; en materia de matrimonios felices, no conozco sino aquellos que se efectúan por razón y conveniencia.
—Sí, pero ¿no sucede a menudo que esos matrimonios de razón quedan reducidos a la nada, precisamente a causa de esa pasión que usted desconoce?
—Entendámonos, lo que se llama casamiento de razón es aquel que se efectúa cuando las dos partes han conocido ya bien el mundo. El amor es un mal que se ha sufrido como la escarlatina.
—En tal caso, sería prudente servirse de un medio artificial para inocularlo, a fin de preservarse como de la viruela.
—En mi juventud estuve enamorada de un sacristán —dijo la princesa Miagkaia—, y quisiera saber si esto me ha favorecido.
—No, hablando con franqueza, creo que para conocer bien el amor es preciso, después de haberse engañado una vez, poder reparar el error.
—¿Hasta después del casamiento? —preguntó la embajadora, sonriendo.
—Nunca es tarde para enmendarse —dijo el diplomático, citando un proverbio inglés.
—Precisamente —interrumpió Betsi—; engañarse primero para entrar en lo verdadero después. ¿Qué dices a esto? —añadió, interrogando a Anna, que escuchaba la conversación con una sonrisa.
Vronski la miró, esperando su respuesta con ansiedad; cuando hubo hablado, respiró como si se librara de un peligro.
—Creo —dijo Anna, jugando con un guante— que si hay tantas opiniones como cabezas, también se encontrarán tantas maneras de amar como corazones.
Y volviéndose bruscamente hacia Vronski, le dijo:
—He recibido carta de Moscú, en la cual me dicen que Kiti Scherbatskaia está muy enferma.
—¿De veras? —preguntó Vronski, con expresión sombría. Anna lo miró con aire severo.
—¿Le es a usted indiferente? —preguntó.
—Me importa mucho, por el contrario. Quisiera saber, si es posible, qué le dicen.
Anna se levantó y acercóse a Betsi.