Ana Karenina
es la historia de una pasión. La protagonista es un personaje inquietante y fascinador por la intensidad de su vida.
Tolstoi, buen psicólogo y conocedor del mundo que le rodea, abre la intimidad de Ana y traza con pulso firme la trama de esta novela, una obra imperecedera por su hondura, su fuerza y su veracidad.
En la novela, Tolstoi utiliza los mismos métodos creativos realistas que en sus primeras obras, pero presenta una unidad artística mucho más sólida, y la exuberancia deja paso al pesimismo. El autor se reafirma en sus creencias y en su idea crítica respecto a la vida urbana, ahogada por la superficialidad.
León Tolstói
Ana Karenina
ePUB v2.0
Horus0114.03.12
Título original:
Áнна Карéнина, Anna Karénina
Fecha de publicación original: 1877
Traducción de J. Santos Hervás
Revisión de Olga Penzova
Imagen de portada:
JosefinaCS
IMía es la venganza: yo daré el pago merecido.
(Nuevo Testamento, Rom. 12,19)
T
ODAS
las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera.
Todo estaba trastornado en la casa de los Oblonski. Habiendo sabido la princesa que su esposo tenía relaciones amorosas con una institutriz francesa recientemente despedida, declaró que no quería ya vivir bajo el mismo techo.
Esta situación se prolongaba, produciendo disgusto desde hacía tres días no solo a los cónyuges y a todos los individuos de la familia, sino también a los criados. Todos comprendían que ya no tenía sentido la convivencia, que eran más cordiales las relaciones entre personas reunidas por la casualidad en una posada, que no entre las que habitaban en aquel momento la casa de los Oblonski. La señora no salía de sus habitaciones; el marido llevaba fuera ya dos días; los niños corrían abandonados de una habitación a otra; el aya inglesa acababa de escribir a una amiga suya encargando que le buscase casa a consecuencia de una disputa con la administradora; el cocinero había abandonado la casa la víspera, precisamente a la hora de comer; y la cocinera y el cochero pedían su cuenta.
Tres días después de la cuestión promovida con su esposa, el príncipe Stepán Arkádich Oblonski, Stiva, según se le llamaba en sociedad, despertó a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de la mañana, no en su alcoba, sino en su despacho, en un diván de tafilete; se volvió del otro lado para continuar su sueño, rodeó la almohada con ambos brazos, apoyando en ella la mejilla, e incorporándose después de improviso, se sentó y abrió los ojos.
«Sí, sí, ¿cómo sucedía aquello? —pensó, tratando de recordar lo que soñaba—. ¿Cómo era? Sí, Alabin daba una comida en Darmstadt; no, no, en Darmstadt, no… Había algo americano; sí… Darmstadt estaba en América; Alabin obsequiaba con un banquete en mesas de cristal, y estas cantaban
Il mio tesoro;
aún había algo mejor…, unas botellitas que eran mujeres.»
Los ojos de Stepán Arkádich brillaron de alegría, y se dijo sonriendo: «Sí, era agradable, muy agradable; pero esto no se cuenta con palabras ni se explica tampoco cuando se está despierto». Y observando un rayo de luz que penetraba en la habitación a través de la cortina, puso los pies en tierra y buscó como de costumbre sus zapatillas de marroquí bordado de oro, regalo de su esposa el día de su santo; y siempre bajo el imperio de una costumbre de nueve años, alargó el brazo sin levantarse para tomar su bata del sitio en que solía estar colgada. Solo entonces recordó cómo y por qué no estaba en su alcoba; la sonrisa desapareció de sus labios y frunció el entrecejo. «¡Ah, ah!», murmuró, recordando lo que había pasado; y mentalmente se representó todos los detalles de la escena ocurrida con su esposa y esa situación sin salida, y lo mas terrible, la propia culpa de él.
«No, ella no me perdonará ni puede perdonarme; y lo más terrible es que, a pesar de ser yo causa de todo, no soy, sin embargo, culpable. He aquí el drama… ¡Ah, ah, ah!…» Y en su desesperación recordaba todas las impresiones penosas que le produjera aquella escena.
Lo más desagradable había sido el primer momento, cuando al volver del teatro, alegre y feliz, con una enorme pera en la mano para su esposa, no encontró a esta última en el salón. Extrañando la ausencia, buscó a su mujer en el gabinete, y la halló por fin en su alcoba, con el fatal billete que le revelara todo, entre las manos.
La buena Dolli, mujer a quien preocupaban mucho los quehaceres domésticos, y poco perspicaz, en concepto de su esposo, estaba sentada, con la carta en la mano, y lo miraba con expresión desesperada, de terror e indignación a la vez.
—¿Qué es eso? —preguntó a Stepán, señalando el papel.
Como sucede a menudo, no era el hecho mismo lo que le atormentaba, sino la manera de contestar a su esposa. A semejanza de aquellas personas que se ven complicadas en un asunto feo sin sospecharlo, no había sabido comunicar a su fisonomía una expresión conforme con el caso en que se hallaba; y en vez de darse por ofendido, de negar, de justificarse, de pedir perdón o mostrar indiferencia, lo cual hubiera sido mucho mejor, su rostro tomó, sin que él pudiese remediarlo («acción refleja», pensó Stepán Arkádich, muy aficionado a la fisiología), un aire risueño, con su acostumbrada sonrisa bonachona, que necesariamente debía ser tonta.
Esta sonrisa necia era la que Stepán no se podía perdonar. Dolli se había estremecido al observarla, como sobrecogida de un dolor físico, y después, con su acostumbrado arrebato, acogió a su esposo con un diluvio de palabras amargas y fue a refugiarse en su habitación, negándose desde entonces a verlo más.
«La culpa es de esa necia sonrisa —pensaba Stepán Arkádich—. ¿Qué hacer, qué hacer?», repetía con desesperación, sin hallar una respuesta.
S
TEPÁN
Arkádich, sincero consigo mismo, era incapaz de hacerse ilusiones hasta el punto de persuadirse que experimentaba remordimientos de conciencia. Bien parecido, de temperamento enamoradizo; a sus treinta y cuatro años, ¿cómo hubiera podido arrepentirse de no estar ya enamorado de su esposa, madre de siete niños, de los cuales vivían cinco, y que solo contaba un año menos que él? Solo se arrepentía de no haber sabido disimular la situación. Sin embargo, se daba cuenta de toda la gravedad de su estado y sentía mucha lástima por su mujer, sus hijos y él mismo. Tal vez habría ocultado mejor sus infidelidades si le hubiese sido dado prever el efecto que producirían en su esposa. Jamás había reflexionado con detención sobre este punto; se imaginaba vagamente que su mujer sospechaba y cerraba los ojos para no ver sus faltas; y hasta le parecía que por un sentimiento de justicia su esposa debía mostrarse indulgente. ¿No estaba ya marchita, envejecida y gastada? Todo el mérito de Dolli consistía en ser una buena madre de familia, muy vulgar por lo demás, y sin ninguna cualidad que la distinguiese. ¡El error había sido grande! «¡Es terrible, es terrible!», repetía Stepán Arkádich sin hallar una idea consoladora. «¡Y todo iba tan bien, y éramos tan felices! Ella estaba contenta, era feliz con sus hijos. Yo no la molestaba en absoluto, y la dejaba en libertad de hacer lo que mejor le pareciese en casa. Ciertamente, es enojoso que
ella
haya sido institutriz en nuestra familia; esto no me parece bien, porque hay algo de vulgar y de cobarde en hacer el amor a la que enseña a nuestros hijos; pero ¡qué institutriz!» Recordó vivamente los ojos negros y picarescos de la señorita Roland y su sonrisa. «Mientras estuvo con nosotros nada me permití: lo peor es que… no sé qué hacer, no lo sé.» Stepán Arkádich no hallaba contestación, o solo esa respuesta general que en la vida se da a todas las preguntas más complicadas en las cuestiones difíciles de resolver: vivir al día, es decir, olvidar; mas no siéndole posible hallar el olvido en el sueño, hallar el olvido en las botellitas —mujeres que cantaban—, por lo menos hasta la noche siguiente era preciso aturdirse en el de la vida.
«Más tarde veremos», pensó Stepán Arkádich, decidiéndose al fin a levantarse.
Se puso su bata de color gris forrada de seda azul, anudó los cordones, aspiró el aire con fuerza en su ancho pecho, y con el paso firme que le era peculiar, y que no revelaba pesadez alguna en su vigoroso cuerpo, se acercó a la ventana, levantó la celosía y llamó vivamente. Matviéi, su antiguo ayuda de cámara, casi amigo suyo, entró al punto llevando la ropa, las botas de su amo y un telegrama; y detrás apareció el barbero con sus utensilios.
—¿Han traído papeles del tribunal? —preguntó Stepán Arkádich, tomando el telegrama y sentándose delante del espejo.
—Están sobre la mesa —contestó Matviéi, dirigiendo a su amo una mirada interrogadora y de simpatía. Y después de una pausa, añadió con maliciosa sonrisa—: Se ha recibido un recado del alquilador de coches.
Stepán Arkádich, en vez de contestar, miró a Matviéi por el espejo, y esta mirada demostró hasta qué punto se comprendían aquellos dos hombres. «¿Por qué dices eso? ¿Acaso no lo sabes todavía?», parecía preguntar Stepán Arkádich.
Matviéi, con las manos en los bolsillos de su chaquetón y las piernas algo entreabiertas, contestó con imperceptible sonrisa:
—He dicho que vuelvan el domingo próximo, y que hasta entonces no molesten al señor inútilmente.
Stepán Arkádich comprendió que Matviéi intentaba bromear y llamar la atención con sus palabras. Abrió el telegrama, lo recorrió con la vista, corrigió lo mejor que pudo el sentido figurado de las palabras y su rostro se serenó.
—Matviéi, mi hermana Anna Arkádievna llegará mañana —dijo Stepán Arkádich deteniendo un instante la mano regordeta del barbero, que con ayuda de su peinecillo se disponía a abrir el camino entre sus largas rizadas patillas.
—¡Gracias a Dios! —repuso Matviéi con un tono que demostraba que, así como su amo, comprendía la importancia de aquella noticia, en el sentido de que Anna Arkádievna, la hermana querida de su amo, podía contribuir a la reconciliación del marido y de la mujer.
—¿Viene sola o con su esposo? —preguntó Matviéi Oblonski no podía contestar, porque el barbero se había apoderado de su labio superior; pero levantó un dedo, y Matviéi hizo con la cabeza un movimiento que se reflejó en el espejo.
—Sola. ¿Se habrá de preparar su habitación arriba?
—Donde Daria Alexándrovna
[1]
lo tenga por conveniente.
—¿Daria Alexándrovna? —preguntó Matviéi, con aire de duda.
—Sí; y llévale este telegrama; veremos lo que le parece.
«¿Quiere usted probar?», comprendió Matviéi; pero se limitó a contestar:
—Está bien.
Stepán Arkádich, lavado y peinado ya, comenzaba a vestirse, después de salir el barbero, cuando Matviéi, andando con precaución, volvió a entrar en el cuarto, llevando el telegrama.
—Daria Alexándrovna —dijo— anuncia que se marcha. «¡Que haga él lo que guste!», ha contestado.
Y al pronunciar estas palabras, el antiguo servidor miró a su amo, siempre con las manos en los bolsillos, inclinada la cabeza y los ojos alegres.
Stepán Arkádich guardó silencio algunos instantes, y después una dulce sonrisa iluminó sus hermosas facciones.
—¿Qué, Matviéi? —preguntó, meneando la cabeza.