Anna había entrado ya en su habitación; Vronski la encontró tal como estaba en el teatro, sentada en la primera silla que había encontrado a su alcance, y meditabunda. Al ver entrar a su amante, lo miró con fijeza.
—¡Anna!… —exclamó Vronski.
—¡Tú tienes la culpa! —gritó Anna, levantándose al punto con los ojos llenos de lágrimas de cólera y desesperación.
—Te he rogado y suplicado que no fueses, porque no se me ocultaba que te sucedería alguna cosa desagradable…
—¡Desagradable! Di más bien horrible. Aunque viviese cien años no lo olvidaría. Esa mujer ha dicho que era una deshonra estar junto a mí.
—Esas son palabras necias. Pero ¿por qué arriesgarte a escucharlas, por qué exponerte…?
—Tu tranquilidad es cargante; no debías impulsarme a esto si me amaras…
—¡Anna!, ¿qué tiene que ver con esto nuestro amor?
—Sí, si me amaras como yo te amo, si sufrieras como yo… —replicó Anna, mirando a su amante con expresión de espanto.
Vronski, compadecido de ella, protestó de su amor, porque veía que era el único medio de calmar a Anna; pero en el fondo de su corazón estaba irritado contra ella.
Anna, por el contrario, escuchaba ansiosa las protestas de amor, que a él le parecían triviales, y se tranquilizó poco a poco.
Dos días después marcharon los dos al campo, completamente reconciliados.
D
ARIA
Alexándrovna aceptó la proposición que le hicieron los Lievin de pasar el verano con ellos, pues su casa de Ierguchovo estaba ya ruinosa. Stepán Arkádich, obligado a permanecer en Moscú por sus ocupaciones, aprobó aquel arreglo, manifestando vivo pesar por no poder ir a verlos sino de tarde en tarde. Además de los Oblonski y de su legión de criaturas, los Lievin recibieron la visita de la anciana princesa, que juzgaba deber suyo estar junto a su hija a causa de la situación de esta; de Váreñka, la amiga de Kiti en Soden, y de Serguiéi Ivánovich, que entre los demás huéspedes de Pokróvskoie era el único que representaba a la familia Lievin, aunque solo era Lievin a medias. Konstantín, si bien muy cariñoso con todos los que se hospedaban en su casa, comenzó a echar un poco de menos las costumbres de otro tiempo, reconociendo que el «elemento Scherbatski», como él lo llamaba, era muy invasor. La antigua casa, desierta tan largo tiempo, no tenía entonces apenas ninguna habitación desocupada; todos los días, al sentarse a la mesa, la princesa Scherbátskaia contaba los comensales, a fin de que no fueran trece, y Kiti, como buena ama de gobierno, hacía provisión de gallinas y patos para satisfacer el apetito de sus huéspedes, a quienes el aire del campo hacía más exigentes. La familia estaba sentada a la mesa, y los niños proyectaban ir a buscar setas con el aya y Váreñka, cuando, con gran extrañeza de todos, que le profesaban el respeto profundo, casi lo admiraban por su inteligencia y amplia cultura, Serguiéi Ivánovich manifestó deseos de formar parte de la expedición.
—Permítame usted que vaya yo también —dijo mirándola fijamente a Váreñka—. Me gusta mucho recoger setas, parece muy divertido.
—Con mucho gusto —contestó esta, ruborizándose.
Kiti cambió una mirada de complicidad con Dolli: aquella proposición venía a confirmar una idea que les preocupaba hacía tiempo. Se apresuró en entablar la conversación con su madre para que aquella mirada suya no fuera percibida.
Después de comer, Serguéi Ivánovich se sentó con una taza de café al lado de la ventana del salón, continuando la conversación con su hermano y mirando de vez en cuando a la puerta por donde iban a salir los niños. Levin se sentó en la ventana al lado de su hermano. Kiti estaba junto a su esposo, esperando que terminara la conversación que a ella no le interesaba.
—Has cambiado mucho desde que te has casado, a mejor —dijo Serguéi Ivánovich, sonriendo a Kiti. Por lo visto la conversación no le interesaba mucho—, pero sigues fiel a tu costumbre de defender las ideas más paradójicas.
—Kiti, no debes estar de pie —dijo Lievin, y le acercó una silla.
Pero Kosznyshov vigilaba la puerta por donde debían salir los excursionistas, y apenas divisó a Váreñka con su pañuelo blanco a la cabeza y su vestido amarillo de algodón, interrumpió la conversación, y apurando el fondo de su taza exclamó:
—Heme aquí, Varvara Andriéievna.
—¿Qué decís de mi Váreñka? ¿No os parece encantadora? —preguntó Kiti, dirigiéndose a su esposo y a su hermana de modo que la oyera Serguéi Ivánovich. —¡Qué hermosa es! Y qué belleza mas noble… ¡Váreñka! —exclamó. —¿Vais a estar en el bosque donde el molino? Luego nos acercaremos.
—Siempre olvidas tu estado, Kiti; es una imprudencia gritar así —interrumpió la princesa, saliendo presurosa del salón.
Al oír la llamada de Kiti y la reprimenda de su madre, Váreñka se acercó a Kiti con el paso ligero y rápido. La agitación y la rapidez de sus movimientos y su rostro animado con las mejillas sonrosadas —todo decía que le sucedía algo extraño. Kiti sabía qué era ese «algo extraño», y la seguía con la mirada atenta. La había llamado ahora solo para bendecirla mentalmente para un acontecimiento importante, que, según pensaba, tenía que suceder ya durante aquel paseo.
—Me alegraría mucho que se verificase cierta cosa —murmuró a su oído, besándola.
—¿Viene usted con nosotros? —preguntó la joven a Lievin, para disimular su confusión.
—Sí, hasta las granjas, pues debo examinar algunas carretas nuevas. ¿Y dónde estarás tú? —preguntó a su esposa.
—En el terrado.
E
N
aquel terrado, donde las señoras solían reunirse después de comer, se ocupaban aquel día varias personas en un trabajo muy importante; y además de la confección de varios objetos destinados a la canastilla, se hacía confitura por un procedimiento practicado en casa de los Scherbatski, pero desconocido para la anciana Agafia Mijáilovna, es decir, sin añadir agua. Agafia Mijáilovna, encargada hasta entonces de aquella tarea, convencida de que lo que se hacía en casa de Levin no podía hacerse mejor, había echado agua a las fresas y fresones a escondidas, segura de que no podía prepararse de otro modo. La habían sorprendido en esta operación y ahora se hacía la preparación en presencia de todos, y a fin de que la vieja criada se convenciera de que también la confitura sin agua resultaba excelente. Agafia Mijáilovna con el rostro muy colorado, el cabello en desorden y las mangas levantadas hasta el codo, revolvía la confitura, al parecer de muy mal humor, en un perol colocado sobre el hornillo, deseando de todo el corazón que la confitura se quedase medio hecha o se cuajase demasiado. La anciana princesa, autora de estas innovaciones, adivinando que se la maldecía interiormente, vigilaba de reojo los movimientos de Agafia Mijáilovna, sin dejar de hablar con sus hijas, al parecer con indiferencia. La conversación de las tres mujeres recayó sobre Váreñka, y Kiti, para no ser comprendida de la anciana sirvienta, dijo en francés que esperaba que Serguiéi Ivánovich se hubiese declarado.
—¿Qué le parece a usted, mamá? —preguntó.
—Creo que tu cuñado tiene derecho para pretender los mejores partidos de Rusia, aunque no sea de primera juventud; en cuanto a ella, es una persona excelente.
—Píenselo bien, mamá. Ni para él, ni para ella no puede haber mejor partido. Primero, ella es un encanto… —dijo Kiti, doblando uno de los dedos.
—Desde luego, a él le gusta mucho —confirmó Dolli.
—Pero advierto a usted, mamá, que Serguiéi, atendida su posición en el mundo, no necesita unirse con una mujer por sus relaciones o por su fortuna; lo que a él le conviene es una joven de buen carácter, inteligente y amable…
—Sí, con ella uno puede vivir tranquilo —aseguró Dolli.
—Y tercero, que ella lo ame. Y así será… ¡Oh, qué bueno sería eso!
Cuando vuelvan del paseo, yo lo adivinaré todo por sus ojos. ¿Qué dices a esto, Dolli?
—No te agites así; debes permanecer calmada en tu estado —replicó la princesa.
—No estoy agitada, mamá. Creo que hoy él se declarará.
—¡Ah, qué extraño es el momento cuando un hombre se declara…! Es como si hubiera alguna barrera y de pronto se rompiera… —dijo Dolli con una sonrisa pensativa, recordando su pasado con Stepán Arkádich.
—Mamá, ¿cómo pidió papá tu mano? —preguntó de repente Kiti, muy orgullosa, en su calidad de mujer casada, de poder hablar sobre este punto importante con su madre como con una igual.
—Muy sencillamente —contestó la princesa, cuyo rostro se iluminó al evocar este recuerdo.
—¿Lo amaba usted antes que él se declarase?
—Ciertamente. ¿Crees tú que habéis inventado alguna cosa nueva? Aquello se resolvió, como siempre, por miradas y sonrisas.
—Qué bien lo ha dicho usted,
mamán
: exactamente así, con miradas y sonrisas —confirmó Dolli. ¿Te dijo Kostia algo de particular?
—¡Oh, él escribió su declaración con yeso! ¡Cuánto tiempo hace ya! —dijo Kiti. Y las tres mujeres se quedaron pensando en lo mismo. Kiti fue la primera en interrumpir el silencio. Se acordaba de aquella historia con Vronski, el invierno anterior a su casamiento—. He pensado que tal vez convendría indicar a Serguiéi que Váreñka ha tenido ya un primer amor.
—Tú te figuras que todos los hombres dan tanta importancia a eso como tu esposo —repuso Dolli—. Estoy segura de que el recuerdo de Vronski lo atormenta aún.
—Es verdad —replicó Kiti, con aire pensativo.
—¿Y qué hay en esto que pueda inquietarlo? —preguntó la princesa, dispuesta a la susceptibilidad cuando se discutía sobre la vigilancia maternal—. Vronski te ha hecho la corte; pero ¿a que joven no se la hacen?
—No estamos hablando de eso —dijo Kiti, ruborizándose.
—No, permíteme —insistía la princesa—. Tú misma no me dejaste hablar con Vronski. ¿Te acuerdas?
—¡Por favor, mamá! —dijo Kiti con la expresión de sufrimiento.
—¿Y quién puede deteneros en estos momentos? Pero bueno, vuestra relación no habría poder pasado de ciertos limites, ya me habría encargado yo… Bueno, alma mía, no debes excitarte tanto. Recuerda tu estado y cálmate, por favor.
—Estoy absolutamente calmada,
maman
—contestó Kiti.
—Fue una dicha para Kiti que Anna interviniese —observó Dolli—. Y qué desgracia fue para Anna. Ahora es justo al revés —añadió de pronto, asombrada por esa idea—. Anna era feliz entonces, mientras que Kiti se creía desdichada. Exactamente al revés. Pienso mucho en ella.
—Es inútil pensar en esa mujer sin corazón —dijo la princesa, que no se consolaba de tener por yerno a Lievin en vez de Vronski.
—Es verdad; en cuanto a mí no quiero acordarme de ella. Ya no pienso en ello, ni quiero pensarlo —replicó Kiti, oyendo el paso bien conocido de su esposo en la escalera.
—¿En qué no quieres pensar ya? —preguntó Lievin, apareciendo en el terrado.
Aunque nadie le contestó, no quiso repetir la pregunta.
—Siento mucho interrumpir vuestras confidencias —dijo, enojado al ver que ponían término a la conversación, cual si no quisieran que él la oyese.
Por un segundo Levin sintió que compartía la opinión de Agafia Mijáilovna, su descontento por hacer la confitura sin agua, y en general por la influencia ajena del clan de los Scherbatski.
Sin embargo, se acercó a Kiti sonriendo.
—¿Qué tal? —le preguntó con la misma expresión con que actualmente la miraban todos.
—Muy bien —le contestó sonriendo. —¿Y tú?
—Los furgones cargan tres veces más que los carros. ¿Quieres salir al encuentro de los niños? —preguntó—. He mandado enganchar.
—Supongo que no expondrás a Kiti a las sacudidas del carro con bancos —dijo la señora Scherbátskaia.
—Iremos al paso, princesa.
Lievin no se había podido acostumbrar, como sus cuñados, a llamar mamá a su suegra, aunque la amaba y la respetaba, porque hubiera creído faltar al recuerdo de su madre; pero esto resentía a la princesa.
—Venga con nosotros, mamá —le dijo Kiti.
—No quiero ver esas imprudencias.
—Yo iré a pie —dijo Kiti, levantándose para cogerse del brazo de su esposo.
—¿Y qué tal van esas confituras por el nuevo procedimiento, Agafia Mijáilovna? —preguntó Lievin a la anciana, sonriendo para desarrugar su ceño.
—Dicen que son buenas; pero a mí me parece que se cuecen demasiado.
—Así no se echarán a perder, Agafia —repuso Kiti, adivinando la intención de su esposo—, y ya sabe usted que no hay más hielo en la nevera. En cuanto a sus salazones, mamá asegura que no los ha comido nunca tan buenos —añadió, anudando el pañuelo de Agafia Mijáilovna, que se había desatado.
—No trate usted de consolarme, señora —repuso la sirvienta, mirando a Kiti todavía con enojo—; me basta ver a usted con él para estar contenta.
Aquella manera familiar de tratar a su amo conmovió a Kiti.
Esta última se encogió de hombros y sonrió, cual si quisiera decir: «Aunque se quisiera tener rencor, no se podría».
—Os daré un consejo —dijo la princesa—; poned sobre cada bote de confitura un papel empapado en ron y no se necesitará hielo para conservarla.
K
ITI
había observado el pasajero enojo que reveló la fisonomía de su marido, y, por tanto, se alegró de verse sola con él un momento. Avanzaron por el camino cubierto de polvo, sembrado de espigas y de grano, y Lievin olvidó pronto la impresión penosa que antes experimentaba, para disfrutar del pensamiento puro, tan nuevo aún, que le producía la presencia de su amada esposa. Sin tener nada que decirle, deseaba oír el sonido de su voz y ver sus ojos, a los que su estado comunicaba una expresión particular de dulzura y gravedad:
—Apóyate en mí —le dijo— y no te cansarás tanto.
—¡Cómo me alegro de estar un momento sola contigo! —repuso Kiti. Amo a los míos, pero echo de menos nuestras veladas solitarias. ¿Sabes de qué hablábamos cuando llegaste?
—Creo que de las confituras.
—Sí, pero también de las demandas de casamiento de Serguiéi y de Váreñka. ¿Los has observado? ¿Qué te parece? —añadió, mirando a su esposo con la mayor atención.
—No sé qué pensar; Serguiéi me ha extrañado siempre. Ya recordarás que en otro tiempo estuvo enamorado de una joven que desdichadamente murió; esta es una de esas reminiscencias de la infancia; y desde aquella época creo que las mujeres no existen para él.