El rostro del señor Karenin se coloreó al escribir rápidamente algunas notas para su uso particular; cuando hubo llenado una cuartilla, envió al criado con una esquela para el jefe de la chancillería, a fin de que le facilitaran algunos datos que necesitaba; se levantó después y comenzó a pasear por la habitación, fijando a veces la vista en el retrato con una sonrisa de desprecio. Al cabo de un rato cogió su libro, y entonces la lectura le pareció tan interesante como la víspera. Cuando se acostó, a eso de las once, y hubo repasado en su memoria, antes de dormir, los sucesos del día, no los vio bajo el mismo aspecto desesperado.
A
UNQUE
rehusando admitir, con Vronski, que su posición fuese falsa y poco honrosa, Anna no dejaba de reconocer que tenía razón. Hubiera querido salir a toda costa de aquel estado deplorable; y cuando, bajo el imperio de su emoción, hubo confesado todo a su esposo, al volver de las carreras, se sintió aliviada. Después de esto, se repetía sin cesar que, al menos, todo estaba explicado, y que no le sería ya necesario engañar ni mentir; su situación podría ser mala, pero no equívoca; era la compensación del mal que su confesión había causado a su esposo y a ella misma. Sin embargo, cuando Vronski fue a verla, aquella misma noche, no le dijo nada de su confesión ni le hizo advertencia alguna para resolver sobre el porvenir.
Al despertar a la mañana siguiente, su primer pensamiento fue recordar las palabras dichas a su esposo, y le parecieron tan odiosas en su extraña brutalidad, que no comprendió cómo había tenido valor para pronunciarlas.
¿Qué sucedería ahora?
Alexiéi Alexándrovich se había marchado sin contestar.
«He visto a Vronski después —pensó—, y no le he dicho nada; cuando se iba quise llamarlo, pero renuncié al reflexionar que tal vez le parecería extraño que no le hubiese referido todo desde luego.» ¿Por qué no le hablaría, puesto que lo deseaba? El rostro de Anna se cubrió de rubor al hacerse esta pregunta, pues comprendió que la vergüenza era lo que la había retenido. Y su situación, que juzgaba tan despejada el día antes, le pareció ahora más sombría y espinosa que nunca. Temió la deshonra, en la cual no había pensado hasta entonces, y reflexionando en las diversas resoluciones que su esposo podría adoptar, la acosaron las más terribles ideas. A cada momento temía ver entrar al regidor para expulsarla del domicilio y proclamar su falta ante el universo entero; y se preguntaba dónde se refugiaría si la obligaban a dejar la casa, y no encontraba la respuesta.
Le parecía que Vronski no la amaba ya tanto, comenzaba a cansarse, y por lo mismo no debía imponerse a él. Esta idea le produjo un sentimiento de amargura; y al no reflexionar en las declaraciones hechas a su esposo, se figuraba haberlas pronunciado ante todo el mundo. ¿Cómo mirar a la cara a los que vivían con ella? No se atrevió a llamar a su camarera, ni menos a bajar al comedor para almorzar con su hijo.
La doncella había ido varias veces a escuchar a la puerta, extrañando que no la llamasen, y al fin se decidió a entrar. Anna la miró con aire interrogador y se sonrojó de su propio temor. La doncella se excusó diciendo que había creído oír llamar; llevaba un vestido y una carta; esta última era de Betsi, quien le decía que Liza Merkálova y la baronesa Shtoltz, con sus adoradores, se reunirían aquella noche en su casa. «Venga usted a verlos —escribía—, aunque solo sea para hacer un estudio de costumbres. La espero.»
Anna leyó la carta y exhaló un suspiro profundo.
—No la necesito —dijo a su doncella, que arreglaba el tocador—; voy a vestirme ahora y bajaré. No necesito nada.
Ánnushka salió, pero Anna no pensó en vestirse; sentada, con la cabeza baja y los brazos caídos, quería decir alguna cosa, pero estaba como entorpecida; solo de cuando en cuando murmuraba: «¡Dios mío, Dios mío!». La idea de buscar un refugio en la religión le era tan extraña como la de buscar amparo junto a su esposo, aunque jamás dudó de la fe en que la habían educado. Ya sabía que la religión le impondría, desde luego, como un deber renunciar a lo que para ella representaba su única razón de existir; padecía y experimentaba además un sentimiento nuevo y desconocido hasta entonces, que se apoderaba de todo su ser. Sentía como si todo empezara a bifurcarse en su corazón, como suele ocurrir con los ojos cansados que ven los objetos dobles. No sabía qué deseaba ni qué es lo que temía. Deseaba y temía a la vez lo que pasó o lo que iba a pasar; qué fue exactamente lo que deseaba, no lo sabía definir.
«¡Dios mío!, ¿qué me pasa?», pensó al sentir de pronto un vivo dolor en ambas sienes. Y echó de ver entonces que se había cogido maquinalmente el cabello con ambas manos y le estiraba por los dos lados de la cabeza; saltó del lecho y comenzó a pasear por la habitación.
—El café está servido y el aya espera con Seriozha —dijo la doncella, entrando.
—¿Qué hace Seriozha? —preguntó Anna, animándose al pensar en su hijo, del cual se acordaba por primera vez.
—Me parece que ha cometido una falta —dijo la doncella, sonriendo.
—¿Qué ha hecho?
—Ha cogido un melocotón de los que tenía en el trastero y se lo ha comido a escondidas, según parece.
El recuerdo de su hijo bastó para que Anna saliese de su entorpecimiento moral.
Entonces pensó en la sinceridad, algo exagerada, con que se había consagrado como tierna madre a su hijo, y se creyó dichosa al pensar que aún le quedaba, después de todo, un punto de apoyo además de su esposo y de Vronski; este apoyo era Seriozha, pues fuera cual fuese la situación que le impusieran, no le sería posible abandonar a su hijo. Su esposo podría expulsarla, cubriéndola de oprobio; y Vronski alejarse de ella para volver a su vida independiente; pero el hijo no quedaría abandonado, y al menos su vida tendría un objeto. Era preciso, pues, obrar a toda costa para asegurar su posición en cuanto a su hijo; debía llevárselo si era necesario, y para esto importaba ante todo calmarse, desechando la angustia que la martirizaba: la idea de ejecutar un acto que tuviese por objeto el niño para marcharse con él adondequiera que fuese, bastaba ya para tranquilizarla.
Anna se vistió rápidamente, bajó con paso firme y entró en el comedor, donde la esperaban para almorzar, según costumbre, Seriozha y su aya.
El niño, vestido de blanco, en pie junto a una mesa y la cabeza inclinada, arreglaba unas flores que había cogido, con una atención fija que le hacía parecerse a su padre.
El aya tenía cierto aire severo.
Al ver a su madre, Seriozha profirió una exclamación, como lo hacía a menudo.
—¡Ah, mamá! —dijo.
Y se detuvo vacilante, no sabiendo si arrojar las flores para correr hacia su madre o acabar de hacer su ramo a fin de ofrecérselo.
El aya saludó, y después refirió detalladamente las fechorías de Seriozha. Anna no la escuchaba, y se preguntaba se debería llevar consigo al aya en su viaje. «No —pensó después de reflexionar un momento—, iré sola con Seriozha.»
—Sí, ha hecho mal —dijo al fin, cogiendo a Seriozha por el brazo y mirándolo sin severidad—. Déjemelo usted —añadió, dirigiéndose al aya extrañada y abrazando al niño, que estaba un poco atemorizado.
—Mamá —balbucio Seriozha, tratando de adivinar a por la expresión de su madre lo que pensaba de la historia del albérchigo—, yo…, yo no…
—Seriozha —replicó Anna, cuando se hubo retirado el aya—, has obrado mal, pero supongo que no lo harás más. ¿Me quieres?
La madre se enternecía y pensaba, al observar la tierna mirada de Seriozha: «¿Me sería posible no amarlo? ¿Querría él irse con su padre para castigarme, sin compadecerme?». Al hacer esta reflexión, asomaron las lágrimas a sus ojos, y para ocultarlas se levantó bruscamente y se dirigió hacia el terrado.
A las lluvias tempestuosas de los últimos días había seguido un tiempo claro y frío, a pesar del sol que brillaba en el follaje. Aquella desagradable temperatura, agregándose a un sentimiento de terror, hizo estremecer a Anna.
—Ve a buscar a Mariette —dijo a Seriozha, que la había seguido, y comenzó a pasear por el terrado.
«¿Llegarán a perdonarme, a comprender que las cosas no podían suceder de otro modo?»
Se detuvo un momento para contemplar las cimas de los árboles, que, llenos de agua, brillaban a los rayos del sol, y le pareció que todo el mundo sería tan despiadado para ella como aquel cielo frío y aquel follaje húmedo.
«No se ha de pensar —se dijo de pronto—; es preciso irse; pero ¿adónde, cuándo y con quién? A Moscú, en el tren de la noche; sí, me iré con Ánnushka y Seriozha, y solamente llevaremos lo más necesario; pero antes será preciso escribir a los dos.»
Y entrando vivamente en su gabinete, se sentó a la mesa para escribir a su esposo la siguiente carta:
Después de lo que ha pasado no puedo vivir ya con usted; me marcho con mi hijo; no conozco la ley, e ignoro, por tanto, con quién debe permanecer, pero me lo llevo porque no podría vivir sin él; sea usted generoso y déjelo conmigo.
Anna había escrito estas líneas rápidamente; mas al hablar de una generosidad que no reconocía a su esposo, y deseando terminar con algunas palabras conmovedoras, se detuvo.
«No puedo hablar de mi falta de mi arrepentimiento —pensó—; por eso…» Se interrumpió de nuevo, y no hallando palabras para expresar su idea, se dijo:
«No, nada puedo añadir». Rasgó la carta y escribió otra, suprimiendo lo que decía respecto a la generosidad de su esposo.
La segunda carta debía ser para Vronski.
«Lo he confesado todo a mi marido», escribió, pero no pudo continuar, porque esto le pareció demasiado brusco. «¿Qué puedo escribirle?», se dijo. El rubor de la vergüenza tiñó sus mejillas; y al recordar la calma que Vronski sabía conservar, rasgó el papel en mil pedazos. «Más vale callar», pensó, cerrando su pupitre, y salió de la habitación para anunciar al aya y a los criados que aquella noche saldría para Moscú. Era preciso apresurar los preparativos de viaje.
E
N
la casa comenzó a reinar la agitación que precede a un viaje; en la antecámara se veían dos cofres y un saco de noche, y el carruaje esperaba delante del zaguán. En la prisa del momento, Anna había olvidado un poco sus tribulaciones, y en pie junto a la mesa de su gabinete arreglaba su saco de viaje cuando Ánnushka llamó su atención sobre el ruido de un coche que se acercaba a la casa. Anna miró por la ventana y vio al correo de Alexiéi Alexándrovich que llamaba a la puerta.
—Ve a ver lo que es —dijo a su doncella, y cruzándose de brazos, esperó resignada.
Un criado entró con un paquete, cuyo sobre estaba escrito por mano de Alexiéi Alexándrovich.
—El correo espera contestación —dijo.
—Está bien —contestó Anna.
Y con mano temblorosa rasgó el sobre.
Algunos billetes de banco cayeron al suelo, pero Anna pensaba solo en la carta, la cual comenzó a leer por el fin.
«… Se habrán adoptado todas las medidas necesarias para el cambio de domicilio…, doy mucha importancia al cumplimiento de mis deseos», leyó.
Volvió a repasar la carta desde el principio hasta el fin, y terminada la lectura, sintió frío, como si le sucediese alguna desgracia inesperada y terrible.
Aquella misma mañana se arrepentía de su confesión y hubiera querido recoger sus palabras; y ahora que recibía una carta considerándolas como no dichas aquellas cortas líneas le parecían peores que todo cuanto pudiera suceder.
«¡Tiene razón! —murmuró—. ¿Cómo no habría de tenerla siempre, siendo cristiano y magnánimo? ¡Oh, qué vil y despreciable es ese hombre! ¡Y pensar que nadie lo comprende ni lo comprenderá más que yo, que nada puedo explicar! Todos dicen que es un hombre religioso, moral, honrado e inteligente; pero no ven lo que yo he visto; no saben que durante ocho años ha oprimido mi vida, sofocando todo cuanto palpitaba en mí. ¿Ha pensado él alguna vez que yo era una mujer viviente que necesitaba amar? Nadie sabe que me insultaba a cada momento y que se complacía en ello. ¿No me he esforzado yo para que mi existencia tuviera un objeto? ¿No he hecho yo todo lo posible para amarlo, fijándome después en mi hijo al ver que no lo podía conseguir? Por fin llegó el tiempo en que comprendí que no podía hacerme ilusiones. No es culpa mía si Dios me ha hecho así; necesito respirar y amar. Si me matase, a mí y a él, podría comprender, perdonarlo; pero no, ahora… ¿Cómo no habré adivinado yo lo que haría? Debía obrar según su cobarde carácter, manteniéndose en su derecho, para que yo, desgraciada, me perdiese más aun… «Debe usted comprender lo que la espera a usted y a su hijo», escribe en un párrafo de su carta; esto es la amenaza de quitarme a Seriozha, pues seguramente sus absurdas leyes lo autorizan para ello. Mas ya sé por qué me lo dice, no cree que ame a mi hijo, y tal vez desprecie este sentimiento, del cual se ha burlado siempre; pero harto sabe que no lo abandonaré, porque sin mi hijo la vida me sería insoportable, aun con aquel a quien amo; y si lo abandonara, sería una de las mujeres más despreciables. Dice en su carta que «nuestra vida debe seguir siendo la misma». «Esta vida era un tormento antes, y peor en los últimos tiempos. ¿Qué sería, pues, ahora? Mi marido sabe también que no podría arrepentirme de respirar, de amar, y que todo lo que él exige solo puede dar por resultado la falsedad y el engaño, pero desea prolongar mi tormento. Lo conozco y sé que nada en la mentira como el pez en el agua, y no le daré esta satisfacción; quiero romper de una vez ese tejido de falsedades en que trata de envolverme. Suceda lo que quiera, todo es mejor que engañar y mentir; pero ¿cómo lo haré…? ¡Dios mío, Dios mío!, ¿que mujer fue nunca tan desgraciada como yo? Romperé con todo», añadió, acercándose a su mesa para escribir otra carta, aunque en el fondo del alma reconocía que era impotente para resolver cosa alguna y salir de la situación en que se hallaba, por falsa que fuese.
Sentada a su mesa, en vez de escribir apoyó la cabeza en los brazos y comenzó a llorar como los niños, con sollozos que levantaban su pecho.
Lloraba al ver desvanecidos sus sueños de pocas horas antes, y aquella nueva posición que se había creado, bien definida y determinada; ahora todo quedaría como estaba, y hasta mucho peor. Comprendía también que aquella posición en el mundo de que hacía caso omiso algunas horas antes le era muy cara y que no tendría fuerza para cambiarla por la de una mujer que hubiese abandonado a su esposo y a su hijo para seguir a un amante. Jamás conocería el amor en su libertad; sería siempre la mujer culpable, continuamente amenazada de una sorpresa, y engañando a su esposo por un hombre de cuya vida no podría participar nunca. No se le ocultaba nada de esto; pero semejante destino era tan terrible que no podía aceptar ni prever un desenlace. Anna lloraba como un niño castigado.