—Todo progreso se hace por la fuerza —continuó el propietario viejo—; tómense las reformas del Piotr I
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, de Ekaterina y de Alexandr, y hasta la historia europea, y se verá que en la cuestión agronómica, sobre todo, es en la que se ha debido emplear la autoridad. ¿Cree usted que la patata se haya introducido sin recurrir a la fuerza? ¿Se ha labrado siempre la tierra como ahora? Nosotros, los antiguos propietarios, hemos podido mejorar nuestros sistemas de cultivo e introducir instrumentos perfeccionados, porque lo hacíamos por nuestra propia autoridad y porque los campesinos, resistiéndose al principio, obedecían y acababan por imitarnos. No existiendo ahora nuestros derechos, ¿dónde hallaremos esa autoridad? Por eso no se sostiene nada, y después de un periodo de progreso volvemos a caer fatalmente en la barbarie primitiva. He aquí cómo comprendo las cosas.
—Pues yo, no —repuso Sviyazhski—. ¿Por qué no continúa usted sus perfeccionamientos, ayudándose con los obreros pagados?
—¿Y cómo lo haría careciendo de autoridad?
«He aquí el labor humano —el elemento principal de la economía rural», pensó Lievin.
—¿Y los obreros?
—No quieren trabajar convenientemente, usando buenos instrumentos. Nuestro jornalero no hace más que emborracharse como un animal y echar a perder todo cuanto toca, incluso el caballo que se le confía y el arnés nuevo. Todo lo que se hace según sus ideas le causa repugnancia, y por eso la agricultura decae visiblemente, y la tierra se descuida si no se cede a los campesinos; de modo que en vez de producir millones de carteras de trigo, solo da algunos centenares de miles y la riqueza pública disminuye. Se hubiera podido hacer la emancipación, pero progresivamente.
Y desarrolló su plan, en el que se evitaban todas las dificultades; pero a Lievin no le interesaba, y volvió a su primera cuestión, con la esperanza de inducir a Sviyazhski a explicarse.
—Es muy cierto —dijo— que el nivel de nuestra agricultura baja, y que en nuestras relaciones actuales con los campesinos es imposible obtener una explotación regular.
—No soy de ese parecer —contestó Sviyazhski—. No niego que la agricultura está en decadencia desde la época a que ustedes aluden, aunque entonces se hallaba en mísero estado, porque nunca hemos tenido ni máquinas, ni ganado conveniente, ni buena administración; y tampoco sabemos contar. Le preguntan al propietario, y no sabrá decir cuánto le cuesta lo que compra y lo que obtiene.
—Sin duda querrá usted la teneduría de libros italiana —dijo irónicamente el viejo propietario—; por mucho que se cuente, todo es embrollo y no se encuentra nunca beneficio.
—¿Por qué se ha de embrollar todo? No veo la razón: y en cuanto al beneficio, ténganse buenos instrumentos, robustos caballos en vez de rocines y mejoras en todo lo demás y se tocará el resultado. La agricultura ha necesitado siempre un poderoso impulso.
—Para eso se necesitan medios, Nikolái Ivánovich; usted podrá hacerlo, pero cuando se tiene, como yo, un hijo en la universidad y otros en el gimnasio, falta para comprar caballos percherones.
—Hay bancos.
—Sí, para vender mis tierras en pública subasta. ¡Muchas gracias!
Lievin intervino en el debate.
—Esa cuestión del progreso agrícola me ocupa mucho —dijo—; tengo miedo de aventurar intereses en mejoras, pero hasta aquí no me representan más que pérdidas. En cuanto a los bancos, no sé de qué pueden servir.
—Eso es verdad —dijo el propietario viejo con una sonrisa de satisfacción.
—Y no soy el único —continuó Lievin—; apelo a todos los que han hecho pruebas como yo, pues con raras excepciones, todas se han perdido. Y usted mismo, ¿tiene motivos para estar contento? —preguntó a Sviyazhski, en cuyo rostro se leía la confusión que le causaba aquella tentativa para sondear su pensamiento.
La pregunta no era de buena ley, pues la dueña de la casa había confesado a Lievin mientras tomaba el té que un alemán, procedente de Moscú, que por quinientos rublos se encargó de arreglar las cuentas de su explotación, había reconocido una pérdida de tres mil rublos.
El propietario viejo sonrió, sin duda porque sabía a qué atenerse respecto al producto de las tierras de su vecino.
—El resultado podrá no ser brillante —contestó Sviyazhski—; pero esto probará cuanto más que no soy muy buen agrónomo, o que mi capital vuelve a la tierra a fin de aumentar la renta.
—¡La renta! —exclamó Lievin—. Esta existe tal vez en Europa, donde se paga el capital empleado en la tierra; pero entre nosotros no hay nada de eso.
—Sin embargo, la renta debe existir: es una ley.
—Entonces será que estamos fuera de ella; para nosotros la palabra renta no explica ni aclara nada; muy por el contrario, lo embrolla todo; dígame usted, cómo la renta…
—¿No tomarían ustedes un poco de
prostokvasha
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o frambuesas? —interrumpió Sviyazhski, volviéndose hacia su esposa.
Y se levantó, persuadido, sin duda, de que acababa de cerrar la discusión, mientras que Lievin suponía que solo empezaba. Por esto continuó hablando con el propietario viejo para demostrarle que todo el mal procedía de que no se tuvieran en cuenta el carácter del obrero, sus costumbres y tendencias tradicionales; pero el anciano, así como aquellos que están acostumbrados a reflexionar solos, no penetraba fácilmente en el pensamiento de otro. El campesino ruso no era para él sino un animal que solo se podía dirigir con el palo.
—¿Por qué cree usted que no se pueda llegar a un equilibrio que utilice las fuerzas del trabajador, haciéndolas productivas? —preguntó Lievin, volviendo a la primera cuestión.
—Esto no se verá nunca en Rusia, porque se necesita autoridad —repitió el propietario.
—Pero ¿dónde quiere usted que se vaya a buscar nuevas condiciones de trabajo?— preguntó Sviyazhski, acercándose a los que discutían, después de tomar la
prostokvasha
y fumar un cigarrillo—. ¿No tenemos en el distrito la garantía solidaria, este resto de barbarie que decae poco a poco por sí mismo? Y ahora que está abolida la servidumbre, ¿no tenemos todas las formas del trabajo libre?
—Sí, pero hasta la misma Europa está descontenta de estas formas.
—Busca otras, y tal vez las hallará.
—Entonces, ¿por qué no hemos de buscar nosotros también?
—Porque es como si quisiéramos inventar nuevos procedimientos para construir vías férreas; están inventados ya, y solo debemos aplicarlos.
—Pero ¿y si en vez de convenir a nuestro país son perjudiciales? —preguntó Lievin.
Sviyazhski pareció atemorizado.
—¿Tendríamos —repuso— la pretensión de hallar lo que Europa busca? ¿Conoce usted los trabajos que se han hecho en Europa sobre la cuestión obrera?
—Muy poco.
—Es una cuestión que ocupa a los primeros talentos, y que ha producido una literatura considerable. Schulze-Diélichev y su escuela, Lasalle, el más liberal de todos; Mulhouse… ¿Conoce usted todo eso?
—Tengo una vaga idea.
—Por vaga que sea, seguramente sabe usted tanto como yo sobre el particular. Yo no soy profesor de ciencia social, pero estas cuestiones me interesan, y a usted también, por lo cual debería ocuparse de ellas.
—¿A qué han conducido todas?
—Dispense usted…
Los propietarios acababan de levantarse, y Sviyazhski detuvo otra vez a Lievin en la pendiente fatal que se empeñaba en seguir para sondear el pensamiento de su amigo, que acompañó a sus convidados hasta la puerta.
L
IEVIN
se aburría con las damas. Le preocupaba la idea de que su descontento respecto a su propia economía no era un asunto personal, sino una condición general de Rusia y que su solución no era un sueño, sino una tarea a resolver. A Lievin le parecía que era posible resolver aquella tarea y que era preciso intentarlo, hacerlo.
Lievin se despidió de las damas, prometiendo pasar con ellas el día siguiente para dar un paseo a caballo.
Antes de acostarse entró en el gabinete de su amigo, a fin de buscar los libros que trataban de la reciente discusión.
El gabinete de Sviyazhski era una habitación grande, que contenía varios estantes de libros y dos mesas; una de ellas, muy maciza, ocupaba el centro de la habitación, y la otra estaba cargada de diarios y revistas en varias lenguas, alineadas alrededor de una lámpara; cerca de la mesa de escribir se veía una especie de aparador con varias carpetas rotuladas.
Sviyazhski tomó varios volúmenes y se instaló en una mecedora.
—¿Qué mira usted? —preguntó a Lievin, que detenido junto a la mesa revisaba algunos diarios—. En ese periódico que tiene usted en la mano hay un artículo muy bien escrito, según el cual parece que el principal autor de la repartición de Polonia no es Federico.
Y refirió con la claridad que le era propia el asunto de aquellas nuevas publicaciones. Lievin lo escuchaba, preguntándose lo que podría haber en el fondo de su amigo. ¿Qué le interesaba a él la repartición de Polonia? Cuando su amigo hubo acabado de hablar, Lievin le rogó que continuase; pero Sviyazhski, limitándose a decirle que la publicación era curiosa, juzgó inútil explicar en qué le interesaba especialmente.
—Lo que me ha interesado a mí es el viejo gruñón que nos acompañaba en la mesa —dijo Lievin—; tiene buen criterio y dice cosas muy juiciosas.
—¡Bah!, es un antiguo enemigo de la emancipación, como lo son todos ellos.
—Pero usted se ha puesto a su cabeza.
—Sí, pero solo para dirigirlos en sentido contrario —repuso Sviyazhski, sonriendo.
—Pues a mí me ha llamado la atención la exactitud de sus argumentos al pretender que en punto de sistemas administrativos los únicos que dan buen resultado entre nosotros son los más sencillos.
—Nada tiene esto de extraño. Nuestro pueblo está tan poco desarrollado, moral y materialmente, que se debe oponer a todo progreso. Si las cosas marchan en Europa es por efecto de su civilización, y, por tanto, lo esencial para nosotros es civilizar a nuestros campesinos.
—¿Cómo?
—Fundando escuelas y más escuelas.
—Pero si usted conviene en que el pueblo carece de todo desarrollo material, ¿qué remediarán las escuelas?
—Usted me recuerda una anécdota sobre los consejos que daban a un enfermo. «Le convendría a usted purgarse.» «Lo he probado y me ha hecho daño.» «Póngase usted sanguijuelas.» «Ya lo he hecho y no me ha sentado bien.» «Pues entonces ruegue usted a Dios.» «También me ha hecho mal.» Lo mismo con nosotros. Yo digo «economía política», usted dice «mal»; digo «socialismo» «peor»; digo «educación» «peor todavía».
—Es porque no veo el beneficio que pueden reportar las escuelas.
—Crearán nuevas necesidades.
—Tanto peor si el pueblo no se halla en estado de satisfacerlas. ¿Y en qué mejorará su situación material cuando sepa sumar y restar y el catecismo de memoria? Anteayer encontré una campesina que llevaba un niño de pecho; le pregunto de dónde viene, y me contesta que de casa de la comadrona, adonde lo ha llevado para que lo cure, porque llora. «¿Y qué ha hecho la comadrona?» «Ha presentado el niño a las gallinas, que estaban en la percha, y ha murmurado algunas palabras.»
—Ya ve usted —dijo Sviyazhski sonriendo— que para creer semejantes necedades…
—No —interrumpió Lievin, contrariado—; las escuelas de usted como remedio para el pueblo son las que comparo con el de la comadrona. ¿No sería lo esencial curar primero la miseria?
—Hace usted las mismas deducciones que un hombre a quien no aprecia mucho, Spencer, quien pretende que la civilización puede provenir de un aumento de bienestar y de abluciones más frecuentes; pero que el alfabeto y las cifras no pueden hacer nada.
—Tanto mejor o tanto peor para mí si estoy de acuerdo con Spencer; pero crea usted que no serán nunca las escuelas las que civilizarán a nuestro pueblo. Lo que necesita el pueblo es un sistema económico en que aumente su riqueza, tenga más tiempo libre y entonces ya vendrán las escuelas.
—Sin embargo, ya ve usted que la instrucción comienza a ser obligatoria en toda Europa.
—Pero ¿cómo se entiende usted con Spencer sobre este capítulo?
—La historia de la campesina es excelente —replicó Sviyazhski con cierta turbación—. ¿Es usted verdaderamente quien la oyó!
Ya sabía Lievin que no iba a encontrar ninguna relación entre el estilo de vida de su amigo y sus pensamientos. Lo que le agradaba a aquel hombre… le importaba poco. Se llevaba un disgusto cuando el razonamiento lo conducía a un callejón sin salida, por tanto evitaba las conversaciones de ese tipo y cambiaba inmediatamente del tema por algo más agradable y ligero.
Aquel día había perturbado mucho a Lievin. Sviyazhski y sus inconsecuencias, el viejo propietario, que a pesar de sus ideas justas injusto en su rencor hacía una clase de la población, tal vez la mejor clase de gente en Rusia; disconformidad con sus propias actividades y esperanzas remotas de encontrar un remedio, todo eso se mezclaba y se reproducía en una especie de inquietud interna y espera de una pronta resolución. Se acostó y pasó una parte de la noche sin dormir, acosado por las reflexiones del anciano; nuevas ideas y proyectos de reforma germinaban en su espíritu, y resolvió marchar al día siguiente para poner por obra sus planes lo más pronto posible. Por otra parte, el recuerdo de la cuñada y su vestido escotado lo torturaba, y era mejor marchar, desde luego, para arreglarse con los campesinos antes de la sementera de otoño, a fin de reformar su sistema administrativo, basándole en una asociación entre el amo y los trabajadores.
E
L
nuevo plan de Lievin ofrecía dificultades que a este no se ocultaban; pero persistió, aun reconociendo que los resultados obtenidos no eran proporcionados a sus esfuerzos. Uno de los principales obstáculos con que tropezó fue la imposibilidad de interrumpir en medio de su marcha una explotación ya organizada, reconocía la necesidad de hacer sus reformas poco a poco.
Al entrar en su casa, por la noche, Lievin mandó llamar a su intendente y le expuso sus nuevos proyectos, que fueron acogidos con la mayor satisfacción, porque probaban que lo hecho hasta entonces era absurdo e improductivo. El intendente aseguró que lo había indicado así sin que se le escuchara; pero cuando Lievin habló de una asociación con los campesinos, el buen hombre tomó una expresión melancólica y habló de la necesidad de fomentar cuanto antes las segundas labores, alegando que la hora no era propicia para largas discusiones. Lievin comprendió que todos los trabajadores estaban en demasía ocupados para tener tiempo de comprender sus planes.