Dolli le escribió un día pidiéndole una silla de montar para Kiti, e invitándole a llevarla él mismo. Este fue el golpe de gracia. ¿Cómo una mujer de sentimientos delicados podía rebajar así a su hermana?
Lievin rasgó diez cartas que había escrito en contestación.
No podía ir, ni tampoco inventar excusas inverosímiles, ni menos pretextar una marcha; y, al fin, envió la silla sin contestar cosa alguna; pero al día siguiente, comprendiendo que había cometido una grosería, marchó para hacer una visita lejana, dejando a su intendente encargado de los negocios, que le eran ya tan molestos. Sviyazhski, uno de sus amigos, le había recordado últimamente su promesa de ir a cazar la becada, la cual no había cumplido hasta entonces a causa de sus ocupaciones; y ahora se alegraba de tener esta ocasión para alejarse de la proximidad de los Scherbatski, sin contar que la caza era el remedio a que recurría en sus días de tristeza.
N
O
había en el distrito de Surovsk ni vías férreas ni caminos postales, y Lievin partió en un cochecillo con sus caballos. A media jornada se detuvo en casa de un rico labrador, un anciano calvo, pero bien conservado, de espesa barba pelirroja, grisácea en las mejillas, les abrió las puertas cocheras, pegándose a una viga y dejándoles el paso. Después de haber indicado al cochero un hueco debajo del sobradillo en el amplio, limpio y bien arreglado patio con algunos arados quemados, el anciano invitó a Lievin a pasar dentro.
Una joven decentemente vestida, calzados con chanclos sus pies desnudos, agachada, fregaba el suelo de la entrada. Se asustó del perro que entró detrás de Lievin, y dio un grito. De inmediato se rio al saber que el perro no hacía nada y con el brazo remangado, indicó a Lievin la puerta de la habitación principal y agachándose de nuevo, ocultó su hermoso rostro y continuó con su trabajo.
—¿Le traigo el
samovar
? —le preguntó.
—Sí, por favor.
En la habitación grande, caldeada por una estufa holandesa y dividida en dos por un tabique, no había más muebles que una mesa adornada con motivos tradicionales; encima en la pared se veían varios iconos con las imágenes de los santos; en un rincón, un banco y dos sillas, y junto a la puerta, un armario pequeño que contenía la vajilla. Los postigos de las ventanas, herméticamente cerrados, no dejaban penetrar las moscas, y todo estaba tan limpio, que Lievin obligó a
Laska
a echarse en un rincón al lado de la puerta, a fin de que no ensuciase el suelo después de haberse enfangado en todos los pantanos de camino.
Después de haber examinado la habitación, Lievin salió al patio detrás de la casa. La simpática joven salió corriendo delante de él a por el agua del pozo, balanceando los cubos vacíos.
—¡Date prisa! —le gritó alegremente el anciano.
—Seguramente va usted a casa de Nikolái Ivánovich Sviyazhski —dijo el anciano labrador, acercándose a Lievin—. También él se detiene aquí cuando pasa.
Mientras hablaba, la puerta de la cochera rechinó sobre sus goznes para dar paso a varios trabajadores que volvían de los campos con los útiles de labranza.
El anciano, separándose de Lievin, se acercó a los caballos, robustos y vigorosos, y ayudó a desenganchar.
—¿Qué se ha labrado? —preguntó.
—Los campos de patatas.
En aquel momento entró la joven que fregaba, llevando dos cubos, seguida de otras mujeres, jóvenes y viejas, lindas y feas, con hijos y sin ellos.
Los obreros se fueron a comer cuando hubieron desenganchado, y Lievin, después de retirar sus provisiones del vehículo, invitó al anciano a tomar el té, oferta que este aceptó visiblemente lisonjeado.
Lievin aprovechó la cuestión para hacerle hablar sobre sus asuntos.
El labrador había arrendado diez años antes a una señora ciento veinte
desiatinas
, el cual pudo adquirir en propiedad el año pasado y arrendaba otras trescientas al vecino; tenía subarrendada una parte de esa tierra, la peor, y explotaba unas cuarenta
desiatinas
con sus hijos y dos auxiliares.
El anciano aseguraba que todo iba muy mal. Pero Lievin comprendió que lo hacía por disimular y que en realidad su casa prosperaba. Si fueran mal las cosas, el viejo no habría comprado la tierra a ciento cinco rublos, no habría casado a sus tres hijos y a un sobrino, ni habría reconstruido dos veces la casa después de los dos incendios, y cada vez mejor que la anterior. A pesar de sus quejas se veía, que el anciano estaba muy orgulloso, y con razón, de su bienestar, las buenas condiciones de su ganado y, sobre todo, la prosperidad de su explotación. En el curso del diálogo demostró que no rechazaba las innovaciones; cultivaba las patatas a gran escala; Lievin, al llegar, se fijó que acababa ya de florecer, mientras que la suya solo comenzaba entonces a echar flor. El anciano labraba la tierra de patata con el arado, «la arada», como lo llamaba él, que le prestaba el vecino propietario; y sembraba trigo. Un pequeño detalle, que, al despalmar el centeno, se lo daba a los caballos, impresionó a Lievin especialmente. ¡Cuántas veces vio ese forraje estupendo, echado a perder, y pensó en ir a recogerlo! Siempre resultaba imposible. Y este anciano lo había conseguido y hablaba maravillas de este tipo de alimento.
—¡Algo tienen que hacer las mujeres! —decía. —Que saquen los montones al camino, y luego pasa el carro y los recoge.
—A nosotros, los propietarios, nos va mal con los jornaleros.
—¿Pues cómo se han de arreglar bien las cosas solo con los jornaleros? Lo que ustedes hacen es muy ruinoso. Ahí tiene usted a Sviyazhski, por ejemplo, cuya tierra conocemos, y que por falta de vigilancia rara vez recoge buena cosecha.
—Pero ¿cómo te arreglas con tus jornaleros?
—¡Oh!, aquí somos todos campesinos; trabajamos por nuestra cuenta, y si el operario es malo se le despide.
—Padre, piden alquitrán —dijo la joven desde la puerta.
El anciano se levantó, y después de dar las gracias a Lievin, se persignó delante de los iconos y salió.
Al entrar Lievin en la habitación común para llamar a su cochero, vio a toda la familia sentada a la mesa, y a las mujeres sirviendo de pie. Un robusto hijo del anciano refería, con la boca llena, una historia que hacía reír a todos, particularmente a la joven de chanclos, ocupada en llenar de sopa una cazuela de la cual tomaba cada uno su parte.
De aquella vida íntima de los campesinos acomodados Lievin conservó un grato recuerdo durante su viaje.
S
VIYAZHSKI
, que era mariscal de su distrito, tenía cinco años más que Lievin y estaba casado hacía largo tiempo. Con él vivía su cuñada, joven muy simpática, y Lievin sabía, como todos los solteros saben estas cosas, que se deseaba verlo casado con ella. Aunque pensase en el matrimonio, y por más que aquella joven fuera encantadora, tan inverosímil le habría parecido volar por los aires como tomarla por esposa; y el temor de que se lo mirara como pretendiente, disminuyendo el placer que debía proporcionarle la visita, lo había hecho reflexionar al recibir la invitación de su amigo.
Sviyazhski era un curioso tipo de propietario, muy dado a los negocios del país; pero había poca relación entre las opiniones que profesaba y su manera de vivir y de obrar. Era un hombre extremadamente liberal. Despreciaba a la nobleza, acusándola de ser hostil a la emancipación; trataba a Rusia de país perdido, algo como Turquía, y su gobierno tan detestable que nunca se permitía criticar sus medidas ni en serio ni de broma, y no obstante, había aceptado el cargo de mariscal del distrito, que desempeñaba concienzudamente. El aldeano ruso representaba para él un término medio entre el hombre y el mono; pero a los campesinos era a quienes más estrechaba la mano durante las elecciones. No creía en Dios ni en el diablo, pero procuraba mucho de mejorar la suerte del clero. En el asunto de la emancipación de las mujeres se pronunciaba a favor de las teorías más radicales, la libertad total para ellas y especialmente su derecho a trabajar; pero viviendo en perfecta armonía con su esposa, organizó su vida de tal manera que ella no tenia que hacer nada, solo estar a su lado y pensar cómo pasar el tiempo de la manera más agradable. Aseguraba que no se podía residir sino en el extranjero, mas poseía en Rusia tierras, las cuales explotaba por procedimientos muy perfeccionados, sirviéndose de todos los progresos del país.
Si Lievin no tuviese la costumbre de buscar una explicación a las personas a través de sus virtudes, el carácter de Sviyazhski no hubiera representado ninguna dificultad. Se hubiera dicho: un necio o un canalla, y todo hubiera quedado claro. Pero Lievin no podía decir que Sviyazhski fuera un necio, porque era un hombre muy inteligente y, además, muy culto y extremadamente sencillo. No existía problema que Sviyazhski no conociera. Sin embargo, no intentaba mostrar sus conocimientos más que cuando se veía obligado a ello. Menos motivos tenía Lievin para llamarlo canalla. Sviyazhski era sincero, bondadoso, inteligente, cumplía con su deber con alegría y era incapaz de hacer daño conscientemente.
A pesar de sus contradicciones, Lievin trataba de comprenderlo, considerándolo como un enigma viviente, y gracias a sus amistosas relaciones se esforzaba inútilmente en traspasar lo que él llamaba el «umbral» de aquel espíritu.
La cacería a que su amigo lo invitó fue mediana, pues los pantanos estaban secos y las becadas escaseaban. Lievin anduvo todo el día para cazar tres piezas: pero, en cambio, se le abrió el apetito y experimentó cierta excitación intelectual, como le sucedía después de un violento ejercicio físico. Durante la caza, cuando parecía no pensar en nada, recordaba de vez en cuando al viejo labrador y su familia, y ese recuerdo parecía no solo llamar su atención, sino además despertaba en él la necesidad de solucionar algo relacionado con ese recuerdo.
Por la noche, al tomar el té, Lievin se halló sentado junto a la dueña de la casa, una rubia de cara redonda, embellecida por dos graciosos hoyuelos. Durante la conversación con ella Lievin esperaba resolver el misterio que representaba su marido para él, pero sus pensamientos no se encontraban libres, porque estaba en una situación muy embarazosa. Obligado a hablar con ella y su hermana, sentada enfrente, experimentaba cierta turbación al verse cerca de aquella joven, cuyo vestido escotado, que dejaba ver un blanco seno, le desconcertaba; no se atrevía a mirarla, estaba inquieto y su malestar parecía comunicarse a la linda cuñada. La dueña de la casa aparentaba no observar la menor cosa y sostenía la conversación.
—Ustedes creen que mi marido no se interesa en lo que es ruso —decía—; pero es todo lo contrario, más feliz es aquí que en ninguna otra parte, pues tiene mucho que hacer en el campo. ¿No ha visto usted nuestra escuela?
—Sí; es esa casita cubierta de hiedra.
—Justamente; es obra de Nastia —repuso, señalando a su hermana.
—¿Da usted lecciones? —preguntó Lievin, mirando como un culpable el corpiño escotado.
—Sí, pero tenemos una maestra excelente.
—No, gracias, no tomaré más té —dijo Lievin, comprendiendo que hacía un desaire—; oigo allá una conversación que me interesa mucho.
Y se levantó, sonrojándose.
El dueño de la casa hablaba con dos propietarios en la extremidad de la mesa, y tenía la vista fija en un hombre de bigote gris que le divertía con sus quejas contra los campesinos. Sviyazhski parecía tener contestación para todas las acusaciones de su interlocutor, y hubiera podido refutarlas al punto si su posición oficial no he hubiese obligado a guardar consideraciones.
El propietario era evidentemente adversario reconocido de la emancipación de los campesinos, lo cual se reconocía en el antiguo corte de su traje, en su manera de llevarlo y en su modo de hablar con ademanes imperiosos.
S
I
no fuera por el dinero gastado y el trabajo hecho —dijo el anciano—, más valdría abonar sus tierras e irse, como Nikolái Ivánovich, a oír
La bella Elena
en el extranjero.
—Lo cual no impide que se quede usted —repuso Sviyazhski—, y de consiguiente es porque le tiene cuenta.
—Aquí tengo mi casa, todo lo que me pertenece… espero siempre que la gente cambie; pero aquí la embriaguez y el desorden son increíbles; muchos no tienen ya ni caballo ni vaca y se mueren de hambre. Sin embargo, si para sacarlos de apuros se los toma como jornaleros, lo destrozarán todo, y aún tendrán algún motivo para citar al perjudicado ante el juez de paz.
—Pero también puede usted quejarse a esa autoridad —replicó Sviyazhski.
—Por nada en el mundo lo haría. Ya sabe usted la historia de la fábrica. Los obreros, después de tocar las arras, lo abandonaron todo y se marcharon; se apeló al juez de paz, y este los absolvió. El único recurso que nos queda es el tribunal del distrito; allí se vapulea al culpable como en los antiguos tiempos y todo queda arreglado. Si no fuera por el
starshina
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, sería preciso huir hasta el confín del mundo.
—Sin embargo, me parece que ninguno de nosotros llega a tal punto, ni Lievin ni yo, ni ese caballero —dijo Sviyazhski, señalando al segundo propietario.
—Sí, pero pregunte usted a Mijaíl Petróvich cómo se arregla para que sus negocios marchen. ¿Es eso verdaderamente una administración «racional»?
—A Dios gracias, yo manejo mis asuntos muy sencillamente —dijo Mijaíl Petróvich—; toda la cuestión está en ayudar a los campesinos a pagar los impuestos en otoño; ellos mismos vienen a buscarnos después. Yo adelanto un tercio de impuestos, diciendo: «Atención, hijos míos; yo os ayudo, y es preciso que me ayudéis a vuestra vez, para sembrar y segar». Así lo arreglamos todo en familia, aunque es verdad que a veces se encuentran hombres sin conciencia.
Lievin conocía de largo tiempo estas tradiciones patriarcales, e interrumpiendo a Mijaíl Petróvich dirigió la palabra al propietario del bigote gris.
—¿Y cómo se debe hacer, según usted? —preguntó.
—Como Mijaíl Petróvich, a menos que se arriende la tierra a los campesinos o se comparta el producto con ellos; todo esto está en lo posible, pero no es menos cierto que la riqueza se va en tales medios. En ciertos puntos donde la tierra daba antes nueve granos por uno, ahora no produce más de tres. La emancipación ha arruinado a Rusia.
Sviyazhski miró a Lievin con expresión burlona; pero este escuchaba atentamente las palabras del anciano, pareciéndole que eran hijas de reflexiones personales, maduradas por una larga experiencia de la vida campestre.