Alexiéi Alexándrovich había experimentado un sufrimiento singular y terrible; pero ya estaba concluido, y en adelante podría pensar en otra cosa que no fuera su mujer.
«Es una mujer perdida —se decía—, sin honor, sin corazón y sin religión; siempre lo pensé así, y solo por compasión a ella he tratado de hacerme ilusiones.»
Y Karenin creía sinceramente haber sido perspicaz, recordando diversos detalles del pasado, en otro tiempo inocentes a sus ojos, y que ahora le parecían otras tantas pruebas de la corrupción de Anna.
«He cometido un error —se decía— al unir mi existencia con la suya, pero mi error no ha tenido nada de culpable, y por consiguiente, no debo ser desgraciado; la culpable es ella, y cuanto la toque no me concierne ya, pues para mí ha dejado de existir…»
No se interesaba en las desgracias que pudieran recaer sobre su hijo, para el cual cambiaban también sus sentimientos del mismo modo; lo importante era salir de aquella crisis de una manera juiciosa, cómoda y, por tanto, justa, lavando el cieno con que Anna lo había manchado, y sin que se resintiera su vida, honrada, útil y laboriosa.
«¿He de ser yo desgraciado —pensaba— porque una mujer despreciable haya cometido un delito? Todo se reduce a encontrar una salida de la difícil situación en que me ha puesto. Y la encontraré. No soy el primero ni el último que se halla en semejante caso.» Y sin hablar del ejemplo histórico que la bella Helena y Menelao hacía revivir en todas las memorias, Alexiéi Alexándrovich recordó una serie de episodios contemporáneos en que maridos de más alta posición debieron deplorar la infidelidad de sus esposas.
«¡Dariálov, Poltavski, el príncipe Karibánov, Dram!, una persona tan honesta… Supongamos que sobre esos hombres recae un “ridículo” injusto; en cuanto a mí, jamás pensé sino en su desgracia, y siempre los compadecí.» Esto no era verdad: Karenin no sintió nunca compasión por ellos, y la desgracia de los otros le había servido para crecerse en su propia estimación. Y Alexiéi Alexándrovich pensó en la manera de proceder de los citados hombres cuando se hallaron en igual caso.
«Dariálov —se dijo— optó por batirse…» En su juventud, y a causa de su temperamento tímido, Alexiéi Alexándrovich había pensado en el duelo a menudo; nada le parecía tan terrible como la idea de ver una pistola apuntando contra su pecho; y jamás había hecho uso de arma alguna. Este horror instintivo le inspiró muchas reflexiones, y trató de acostumbrarse a la eventualidad posible o a la obligación de arriesgar su vida. Más tarde, llegado a una alta posición social, estas impresiones se borraron; pero la costumbre de temer su propia cobardía llegó a ser tan poderosa, que en aquel momento deliberó largo rato consigo mismo, considerando y acariciando la perspectiva de un duelo y examinándola en todas sus fases, a pesar de su convicción de que no se batiría en ningún caso.
«El estado de nuestra sociedad es aún tan salvaje —pensaba— que muchos hombres aprobarían un duelo: aquí no es como en Inglaterra. ¿A qué conduciría esto, suponiendo que yo lo provoque?» En este punto, Alexiéi Alexándrovich se representó vivamente la noche que pasaría después de la provocación y la pistola apuntando contra él, estremeciéndose al reflexionar que jamás podría soportarlo. «Admitamos —continuó— que aprendo a tirar, que me coloco delante de él, que oprimo el gatillo de mi pistola y que lo mato.» El señor Karenin cerró los ojos y movió la cabeza como para desechar esta idea absurda. «¿Qué lógica habría en matar a un hombre para clarificar sus relaciones con una mujer culpable y su hijo? ¿Se resolvería con esto la cuestión? ¿Y si el herido o el muerto soy yo, lo cual me parece más probable? Entonces, sin culpa alguna, yo sería la víctima expiatoria. ¿No sería esto más absurdo aún? Y, por otra parte, ¿sería honroso que yo fuese a provocar a ese hombre, seguro como estoy de que mis amigos intervendrían para no exponer la vida de un individuo que es útil al país? ¿No parecería que trato de llamar la atención, promoviendo un lance que no podría conducir a nada? Nadie espera de mí ese duelo tan absurdo, y mi único objeto debe ser conservar mi reputación, sin consentir que ninguna cosa pueda estropear mi carrera.» El «servicio del estado», siempre importante a los ojos de Karenin, lo era más en aquel momento.
Descartada la cuestión del duelo, quedaba la del divorcio; alguno de aquellos hombres cuyo recuerdo evocaba, habían apelado a él; los casos de esta especie ocurridos en la alta sociedad le eran bien conocidos; pero Alexiéi Alexándrovich no halló uno solo en que semejante medida hubiera llenado el objeto que él proponía; en cada uno de ellos el esposo había cedido o vendido a su mujer; y la culpable, la que no tenía derecho a un segundo matrimonio, era la que contraía un nuevo lazo. En cuanto al divorcio legal, el que tendría por sanción el castigo de la mujer adúltera, no se podía recurrir a él, en concepto de Alexiéi Alexándrovich, porque no sería posible suministrar, en las complicadas condiciones de su vida, las pruebas brutales exigidas por la ley; aunque hubiesen existido, no le era dado hacer uso de ellas, pues el escándalo rebajaría al esposo en la opinión pública más que a la culpable. Los enemigos de Karenin se aprovecharían de esto para calumniarlo, procurando comprometer su elevada posición oficial, y entonces no se cumpliría su objetivo, que era salir con el menor ruido posible de la crisis en que se hallaba.
Por otra parte, el divorcio rompería toda relación con su esposa, dejando a esta en manos de su amante; lo cual quería evitar Karenin, porque, a pesar del desprecio indiferente que pensaba sentir por su mujer, le quedaba en el fondo del alma un afecto muy vivo, inspirándole horror todo cuanto tendiese a favorecer sus relaciones con Vronski para que se aprovechase de su falta. Esta idea le arrancó casi un grito de dolor; se puso en pie en su coche y cambió de asiento, tapándose las piernas, muy sensibles al frío.
«También se podría —continuó procurando calmarse— imitar a Karibánov, de Paskudin y al bueno de Dram, exigiendo la separación; pero esta medida tendría casi los mismos inconvenientes que el divorcio: equivaldría a dejar a mi esposa en brazos de Vronski. No, es imposible, imposible; yo no puedo ser desgraciado, y ellos no deben ser felices.»
Los celos, que tanto lo habían torturado mientras ignoró la verdad, habían desaparecido, cediendo su puesto a otro sentimiento; sin confesárselo, Alexiéi Alexándrovich deseaba en el fondo de su corazón ver a su esposa sufrir por haber atacado así su honor, turbado su tranquilidad.
Después de pesar los inconvenientes del duelo, del divorcio y de la separación, Alexiéi Alexándrovich se convenció de que el único medio de salir de aquel mal paso era conservar su mujer, ocultando su desgracia al mundo, y procurar por todos los medios imaginables romper las relaciones de Anna con Vronski y castigar a la culpable; Alexiéi Alexándrovich, sin embargo, no se confesaba esto último.
«Debo decirle que, dada la situación en que ha puesto a nuestra familia, juzgo el statu quo aparente preferible para todos, y consiento en conservarla bajo la expresa condición de que rompa las relaciones con su amante.»
Adoptada esta resolución, Karenin se sirvió de un argumento que la sancionaba en su espíritu. «De esta manera —se dijo— obro conforme a la ley religiosa, no rechazo a la mujer adúltera; le ofrezco el medio de enmendarse, y, por penoso que sea para mí, me consagro en parte a su rehabilitación.»
Alexiéi Alexándrovich no ignoraba que no podría tener influencia moral alguna en su esposa, y que las pruebas que se proponía intentan eran ilusorias; durante las tristes horas que acababan de transcurrir, no había pensado un instante en buscar un punto de apoyo en la religión; mas viendo que esta se hallaba de acuerdo con lo que acababa de resolver, semejante sensación lo tranquilizó. Le aliviaba pensar que nadie tendría derecho para acusarlo de haber obrado en una crisis tan grave de su vida en oposición con la fe, cuya bandera llevaba tan alta en medio de la indiferencia general.
Reflexionando más aún, Karenin acabó por pensar que ninguna razón se oponía a que las relaciones con su esposa siguieran siendo poco más o menos lo que eran últimamente. Sin duda no podría apreciarla ya, mas no veía motivo para trastornar toda su vida y sufrir personalmente porque ella hubiese delinquido.
«Ya llegará el tiempo —se dijo—, ese tiempo que resuelve tantas dificultades, en que nuestras relaciones se reanudarán como antes; es preciso que ella sea desgraciada; pero como yo no soy culpable, no debo sufrir.»
A
L
acercarse a San Petersburgo, Alexiéi Alexándrovich tenía ya trazada la línea de conducta que debía observar con su esposa, y hasta había ideado también la carta que se proponía escribirle. Al entrar en su casa dirigió una ojeada a los papeles depositados en la portería, y dio orden para que los llevaran a su despacho.
—Que desenganchen y que no se reciba a nadie —dijo al portero, recalcando sus últimas palabras con una especie de satisfacción, indicio evidente de que se hallaba en las mejores condiciones de espíritu.
Llegado a su despacho, Alexiéi Alexándrovich, después de dar dos o tres vueltas, haciendo crujir las falanges de sus dedos, se detuvo delante de su mesa, donde su ayuda de cámara acababa de encender seis bujías; se sentó, tocó sucesivamente varios objetos, y con la cabeza inclinada comenzó a escribir, después de reflexionar un momento. Prefirió servirse del idioma francés, sin poner nunca el nombre de Anna, y empleó la palabra «usted», por juzgarla menos fría y solemne que en ruso.
En nuestra última entrevista manifesté a usted que le comunicaría mi resolución sobre el asunto de que hablamos; y después de reflexionar maduramente, voy a cumplir mi promesa. He aquí lo que he determinado: cualquiera que fuese la conducta de usted, no me reconozco el derecho de romper lazos que una autoridad suprema consagró. La familia no debe estar a la merced de un capricho, de un acto arbitrario, como lo es el delito de uno de los cónyuges; y, por tanto, nuestra vida no se debe alterar. Conviene que sea así en beneficio mío, de usted y de su hijo. Estoy persuadido de que ya se arrepiente del hecho que me obliga a escribir esta carta, y confío que me ayudará a extirpar en su raíz la causa de nuestra diferencia, olvidando el pasado. En el caso contrario, debe usted comprender lo que espera a usted y a su hijo. Cuando volvamos a vernos, supongo que podremos hablar detenidamente. Como la estación de verano toca a su fin, le agradeceré que vuelva a la ciudad lo más pronto posible, antes del martes, pues ya se habrán adoptado todas las medidas necesarias para el cambio de domicilio. Ruego a usted observe que doy mucha importancia al cumplimiento de mis deseos.
A. Karenin
P. S.—Acompaño con esta carta el dinero que ahora podrá usted necesitar.
Alexiéi Alexándrovich releyó su carta y quedó satisfecho, y la idea de enviar dinero le pareció feliz; no había escrito ni una sola palabra dura ni hecho la menor reprensión, pero tampoco manifestaba debilidad; llenaba el objeto esencial, y ponía un puente de oro para que su esposa volviese. Después de doblar la carta, la alisó con una gruesa plegadera de marfil, la introdujo en el sobre con el dinero y tiró de la campanilla.
—Entregarás esta carta al correo para que la lleve mañana a Anna Arkádievna —dijo al criado que se presentó.
—Está muy bien. ¿Se ha de traer el té a vuecencia aquí?
Alexiéi Alexándrovich contestó afirmativamente y se acercó el sillón, colocado junto a una mesa, en la cual se veía un quinqué y un libro francés. El retrato de Anna, obra notable de un pintor célebre, realzado por su marco, estaba suspendido sobre aquel sillón, y Alexiéi Alexándrovich fijó en él su mirada. Los ojos impenetrables de la imagen le contestaron con otra llena de ironía, casi insolente; todo parecía serlo en aquel magnífico retrato, desde el encaje que adornaba la cabeza y el negro cabello hasta la blanca y admirable mano, llena de sortijas. Después de contemplar la imagen durante algunos minutos, se estremeció, sus labios temblaron y apartó la vista con una exclamación de disgusto. Se sentó, abrió el libro y trató de leer, pero ya no encontró el interés que le había inspirado aquella obra, relativa al descubrimiento de inscripciones antiguas; sus ojos miraban las páginas y su pensamiento estaba en otra parte. Sin embargo, no le preocupaba su esposa, sino cierta complicación sobrevenida recientemente en asuntos importantes relacionados con su servicio. Se juzgaba más dueño de la cuestión que nunca, y sin vanidad podía confesarse que la concepción germinada en su espíritu facilitaba el medio de resolver todas las dificultades, y se veía en vísperas de obtener una victoria sobre sus enemigos prestando un gran servicio al estado, lo cual le engrandecería a los ojos de todos.
Cuando Alexiéi Alexándrovich estuvo completamente solo, se acercó a su mesa, buscó la cartera de los asuntos corrientes, cogió un lápiz y se absorbió en la lectura de los documentos relativos a la dificultad que le preocupaba, con una imperceptible sonrisa de satisfacción. El rasgo característico de Alexiéi Alexándrovich, que lo distinguía especialmente y había contribuido a su renombre, al menos tanto como su ambición obstinada, su moderación y honradez, era un absoluto desprecio a la documentación oficial, y su firme empeño en disminuir las escrituras inútiles, para despachar los negocios rápida y económicamente. Sucedió que en la célebre comisión del 2 de junio, habiéndose suscitado la cuestión de crear regadíos en la provincia de Zaráisk, que correspondía al servicio de Alexiéi Alexándrovich, se tuvo un ejemplo notable de los pocos resultados obtenidos por los gastos y correspondencias oficiales. Esta cuestión databa del predecesor de Alexiéi Alexándrovich, y al entrar este en el ministerio quiso dirigir el asunto por su mano; pero, no hallándose en un terreno bastante sólido al principio, reconoció que resentiría los intereses de muchas personas si no procedía con discernimiento; más tarde, preocupado con otros muchos negocios, olvidó aquel. La irrigación del gobierno de Zaráisk seguía, entretanto, su curso como antes, es decir, por la simple fuerza de la inercia; muchas personas seguían aprovechándose de esto, y entre ellas una familia muy respetable, cada una de cuyas hijas tocaba un instrumento de cuerda (Alexiéi Alexándrovich había sido padrino de boda de una de ellas). Los enemigos del ministerio se hicieron un arma de este asunto, y censurándolo por él con tanta menos razón cuanto que había otros análogos en todos los ministerios y en el mismo caso. Como le arrojaban el guante, lo recogió sin vacilar, exigiendo el nombramiento de una comisión extraordinaria para estudiar la situación de la minorías étnicas, asunto que, promovido en el comité del 2 de junio, fue apoyado enérgicamente por Alexiéi Alexándrovich, con el carácter de urgente. Le siguieron los más vivos debates entre los ministerios, y el que era hostil al señor Karenin probó que la posición de estos pueblos era floreciente, y que si algo había que lamentar debía atribuirse tan solo al descuido con que el ministerio de Alexiéi Alexándrovich hacía observar las leyes. Para vengarse, Karenin pensaba exigir: primero, la formación de un comité encargado de estudiar en el terreno la situación de las poblaciones extranjeras; segundo, instituir una nueva comisión científica, en el caso de ser verdaderos los datos oficiales sobre dicha situación, a fin de averiguar las causas de tan triste estado de cosas desde el punto de vista político, administrativo, económico, etnográfico, material y religioso; y tercero, pedir un informe al ministerio sobre las medidas adoptadas durante los últimos años para evitar las deplorables condiciones impuestas a las minorías étnicas, exigiéndose además una aclaración sobre el hecho de haber obrado en contradicción con la ley orgánica y fundamental.