—Su cartilla militar…
—Puede estar equivocada —argumentó Adam—. Quiero creer que lo está. Yo creo en mi padre.
—No comprendo por qué.—Déjame explicártelo —contestó Adam—. Existen muchas pruebas de que Dios no existe y, sin embargo, son muchas las personas que creen en Él.
—Pero acabas de decir que no querías a nuestro padre. ¿Cómo puedes tener fe en él si no lo amabas?
—Quizás ésa sea la razón —replicó Adam lentamente y de pronto comprendió—: Quizá si lo hubiese amado, hubiera tenido celos de él. Tú los tenías. Quizás el amor te vuelve suspicaz e inseguro. ¿No es cierto que cuando estás enamorado de una mujer te encuentras siempre lleno de dudas y nunca estás seguro de ella, porque tampoco estás seguro de ti mismo? Para mí eso está muy claro. Puedo ver cómo lo amabas y el daño que eso te hizo. Yo no le quería, pero es posible que él sí me quisiese. Me puso a prueba, me hirió, me castigó y, finalmente, me sacrificó tal vez en compensación por algo. Pero él no te quería y, por lo tanto, tenía fe en ti. Acaso es una especie de contrasentido.
Charles lo miró alucinado.
—No te comprendo —dijo.
—Yo mismo estoy tratando de entenderlo —respondió Adam—. También para mí es una idea nueva. Me siento muy bien, tal vez mejor que nunca. Me he quitado un peso de encima. Puede que alguna vez experimente lo que tú sientes ahora, pero no todavía.
—No te comprendo —repitió Charles.
—¿No comprendes que yo no puedo creer que nuestro padre fuese un ladrón? Tampoco creo que fuese un embustero.
—Pero los papeles…
—No me importan los papeles, no pueden alterar en nada la fe que yo tenía en mi padre.
Charles respiraba pesadamente.
—Entonces, ¿piensas aceptar ese dinero?
—Desde luego.
—¿Incluso en el caso de que lo hubiese robado?
—Te repito que no Lo robó— Era incapaz de hacerla.
—No te comprendo —insistió Charles.
—¿No? Bueno, me parece que ése es el meollo de toda la cuestión. Nunca te lo había mencionado, pero ¿te acuerdas de la paliza que me diste poco antes de que me marchase?
—Si.
—¿Te acuerdas de lo que pasó luego? Regresaste con un hacha dispuesto a matarme.
—No lo recuerdo muy bien. Debía de estar loco.
—Entonces no lo supe, pero ahora lo sé: luchabas por tu amor.
—¿Mi amor?
—Sí —dijo Adam—. Haremos buen uso del dinero. Tal vez nos quedemos o tal vez nos vayamos, puede que a California. Ya veremos. Y, desde luego, tenemos que erigir un monumento en memoria de nuestro padre, uno muy grande.
—No podría dejar este lugar —aseguró Charles.
—Bueno, ya veremos. No tenemos prisa. Ya lo pensaremos mejor.
Estoy convencido de que en el mundo hay monstruos nacidos de padres humanos. Algunos son visibles: seres contrahechos y horribles, con enormes cabezas o cuerpos diminutos; algunos nacen sin brazos o sin piernas, otros con tres brazos, o con rabo, o con la boca en sitios impensables. Son accidentes; no es culpa de nadie, como solía creerse. Antaño se les consideraba el castigo evidente por un oscuro pecado.
De la misma manera en que nacen monstruos físicos, ¿no puede haber monstruos mentales o psíquicos? Puede que la cara y el cuerpo sean perfectos, pero si un gen defectuoso o un óvulo malformado pueden producir una monstruosidad corporal, tal vez sea posible que el mismo proceso genere un alma deforme.
En mayor o menor grado, los monstruos son variaciones de lo que se considera normal. Al igual que un niño puede llegar al mundo sin un brazo, también es posible nacer sin generosidad o sin conciencia. El hombre que pierde sus brazos en un accidente tiene que luchar para acostumbrarse a esa carencia, pero quien ha nacido sin ellos sólo sufre debido a la actitud de los que lo encuentran distinto; como nunca ha tenido brazos, no puede echarlos de menos. A veces, en la infancia, imaginamos cómo seria el poseer alas, pero no hay razón para suponer que nuestra sensación coincida con la de los pájaros. No, para un monstruo lo monstruoso es lo ordinario, ya que cada uno se considera a sí mismo normal. Para quien lleva un monstruo dentro de sí, ello debe de ser aún más tenebroso, ya que carece de signos visibles que le permitan establecer comparaciones con los demás. El que ha nacido desalmado considerará ridículo a cualquier ser atento al dictado de su conciencia. Para un delincuente, la honradez es de tontos. No debemos olvidar que un monstruo sólo es una variante y que, según su parecer, lo monstruoso es normal.
Creo firmemente que Cathy Ames nació con las tendencias, o la falta de ellas, que la impulsaron y guiaron durante toda su vida. Debía de tener algún tornillo suelto en la cabeza o algún engranaje mal ajustado. No era como los demás, nunca lo fue. Y al igual que un tullido puede aprender a aprovechar su invalidez para ser más útil que una persona normal en determinado campo, Cathy empleó su diferenciación para producir una conmoción y un doloroso trastorno en el mundo que la rodeó.
Hubo épocas en que una joven como Cathy hubiera sido acusada de estar poseída por el diablo. Habría sido exorcizada para arrojar de ella los malos espíritus, y si después de haberlo probado muchas veces eso no hubiera dado resultado, habría sido quemada como una bruja por el bien de la comunidad. Lo único que no se puede perdonar a una bruja es su habilidad para sembrar la aflicción y la inquietud entre la gente, e incluso la envidia.
Del mismo modo que la naturaleza oculta a veces una trampa, Cathy tuvo desde el primer día un rostro inocente. Su cabello era dorado y sedoso, y poseía grandes ojos almendrados, con pestañas que se arqueaban, y que daban una misteriosa y soñadora profundidad a su mirada. Su nariz era fina y delicada y sus pómulos altos y anchos, descendiendo hasta formar un pequeño mentón, lo que confería a su rostro la forma de corazón. Su boca estaba bien dibujada, pero era exageradamente pequeña, y sus labios eran carnosos. Era una boca con forma de capullo. Sus orejas eran diminutas, desprovistas de lóbulos, y tan pegadas a la cabeza que bajo el cabello no formaban ningún bulto. No eran más que unas delgadas láminas adheridas a su cráneo.
Cathy siempre tuvo una figura infantil, incluso de mayor, con brazos delgados y delicados, y minúsculas manos. Sus pechos jamás se desarrollaron mucho. Antes de la pubertad, los pezones se le metieron hacia dentro. Su madre tuvo que sacárselos cuando a los diez años comenzaron a dolerle. Su cuerpo era como el de un muchacho, de caderas estrechas y piernas largas, pero sus tobillos eran delgados y rectos, aunque no débiles. Tenía los pies redondos, pequeños y gordezuelos, y el empeine ligeramente levantado, lo que daba al pie una apariencia de pequeña pezuña. Era una niña muy guapa, y se convirtió en una mujer hermosa. Su voz era suave aunque algo ronca, pero podía ser tan dulce que se volvía irresistible. Sin embargo, en su garganta debía de haber alguna cuerda de acero, porque la voz de Cathy cortaba como un cuchillo cuando se lo proponía.
Ya desde niña tenía algo extraño que hacía que la gente se volviese para mirarla; y una mirada insólita que desaparecía cuando se la contemplaba de nuevo. Caminaba sigilosamente y hablaba poco, pero no podía entrar en una habitación sin que todos fijasen la vista en ella. Todo el mundo se sentía incómodo ante su presencia, pero no lo suficiente como para marcharse. Hombres y mujeres querían observarla, estar junto a ella, tratar de descubrir cuál era la causa de la turbación que les provocaba. Y puesto que siempre había sido así, a Cathy no le parecía extraño.
Cathy era diferente de las demás niñas en muchas cosas, pero sobre todo en una muy particular. La mayoría de los niños aborrecen las diferenciaciones: quieren ser, hablar, vestir y actuar exactamente como todos los demás. Si la moda es absurda, para un niño constituye una verdadera pena y un profundo dolor que no se le permita seguirla. Si se pusieran de moda los collares de chuletas de cerdo, el niño que no pudiese llevarlos se sentiría muy triste. Y esa esclavitud de grupo se extiende normalmente a todos los juegos y prácticas sociales. Es una especie de pantalla protectora que los niños utilizan para su seguridad.
Cathy no compartía esas tendencias. Siempre fue independiente en el vestir y en su proceder. Llevaba lo que más le placía. El resultado era que, muy a menudo, las otras niñas la imitaban.
A medida que Cathy fue creciendo, el grupo, el rebaño, que no era otra cosa que una pandilla de chicos, comenzó a sentir lo mismo que los adultos, es decir, que había algo extraño en Cathy. Y con el tiempo acabaron por no ir con ella todos juntos, sino de forma individual. Los grupos de jóvenes la evitaban, pues la consideraban un peligro potencial.
Cathy era una embustera, pero no mentía como suele hacerlo la mayoría de los niños. Sus mentiras no consistían en soñar despierta mientras se cuenta lo imaginado como si hubiese sucedido para hacerlo más real. Esto no es más que una desviación ordinaria de la realidad externa. Creo que la diferencia entre una mentira y una historia consiste en que esta última utiliza los ornamentos y la apariencia de la verdad en el interés tanto del oyente como del narrador. Una historia no posee ni una ganancia ni una pérdida intrínsecas. Pero una mentira es algo que se inventa con fines utilitarios o para escapar de algo. Supongo que si esta definición se toma al pie de la letra, resultará que un escritor de cuentos es un embustero si con ellos consigue beneficios económicos.
Las mentiras de Cathy nunca eran inocentes. Tenían como finalidad escapar del castigo, del trabajo o de la responsabilidad, y las usaba en provecho propio. A la mayor parte de los embusteros se los atrapa porque, o bien olvidan lo que han contado, o porque de repente su mentira se ve enfrentada con una verdad indiscutible. Pero Cathy nunca olvidaba sus mentiras, y hasta llegó a desarrollar un gran método para mentir: permanecer tan cerca de la verdad que jamás se podía estar seguro. También conocía otros dos sistemas, consistentes en intercalar algunas verdades entre sus mentiras, o en decir una verdad como si fuese una mentira. Si se acusa a alguien de una mentira y resulta luego que es verdad, se le estará proporcionando la excusa perfecta para continuar mintiendo sin ser descubierto.
Como Cathy era hija única, su madre no pudo compararla con otros hermanos y creyó que todas las niñas eran como la suya. Y como las madres siempre se preocupan, estaba convencida de que todas sus amigas tenían los mismos problemas.
El padre de Cathy no estaba tan seguro. Poseía una pequeña curtiduría en un pueblo de Massachusetts, lo que le proporcionaba una vida cómoda y desahogada aunque tuviera que trabajar mucho. El señor Ames veía a otros niños fuera de su casa, y llegó a la conclusión de que Cathy no era como las demás criaturas. Era una intuición, más que una certeza, pero estaba preocupado por su hija sin saber por qué.
Casi todo el mundo tiene apetitos e impulsos, arranques emocionales, momentos de egoísmo y deseos ardientes a flor de piel. Y la mayoría de las personas, o bien tratan de reprimir tales impulsos, o bien les dan secreta satisfacción. Cathy no sólo conocía estos impulsos en los demás, sino también sabía cómo usarlos en beneficio propio. Es muy posible que no creyese en la existencia de otras tendencias en los seres humanos, porque, mientras en algunos aspectos era demasiado espabilada, en otros estaba completamente ciega.
Cathy aprendió muy joven que la sexualidad, con todo su séquito de anhelos y dolores, celos y tabúes, es el impulso más perturbador que aflige a los humanos. Y en aquellos días lo era todavía más, porque no se podía hablar de él abiertamente. Todo el mundo ocultaba para sí ese pequeño infierno, mientras que públicamente pretendían que no existía; y cuando caían en él, se sentían del todo indefensos. Cathy aprendió que por la manipulación y el uso de esta debilidad humana podía ganar y adquirir poder sobre casi todo el mundo, lo que constituía un arma y una amenaza al mismo tiempo, y un juego irresistible.
Y si se tiene en cuenta que esa impotencia ciega nunca pareció haberse apoderado de Cathy, es probable que apenas experimentase esos impulsos, y en consecuencia, despreciase a aquellos que sí lo hicieran.
Y si reflexionamos sobre este asunto, haciendo abstracción de todo lo demás, hallaremos que tenía razón.
¡De qué libertad gozarían los hombres y las mujeres si no se viesen constantemente engañados, atrapados, esclavizados y torturados por su sexualidad! El único inconveniente que tendría esa libertad es que sin el sexo dejarían de ser humanos y se convertirían en monstruos.
A los diez años, Cathy comenzó a descubrir el poder del impulso sexual, y empezó a experimentarlo fríamente. Todo lo planeaba con frialdad, previendo las dificultades y preparándose para vencerlas.
El juego sexual de los niños ha existido siempre. Creo que todos, excepto los anormales, se han escondido en alguna ocasión con niñas en algún lugar oscuro y frondoso, como el fondo de un pajar, bajo un sauce, o bajo la arcada del puente de alguna carretera, o al menos han soñado hacerlo. Casi todos los padres tienen que enfrentarse con este problema tarde o temprano y el niño puede sentirse afortunado si, cuando llega el caso, sus padres recuerdan su propia infancia. En la época en que transcurrió la infancia de Cathy, sin embargo, era más difícil. Los padres, que lo negaban en sí mismos, se sentían horrorizados al descubrirlo en sus hijos.
Una mañana de primavera, cuando la hierba tierna brillaba con las últimas gotas de rocío bajo el sol, y el calor penetraba en la tierra y hacía brotar los dientes de león amarillos, la madre de Cathy terminó de tender la colada. Los Ames vivían en las afueras del pueblo, y en la parte trasera de la casa había un establo y un cobertizo para los carruajes, un huerto y un prado vallado en el que pastaban los caballos.
La señora Ames recordaba haber visto a Cathy dirigirse hacia el establo. La llamó y, al no recibir respuesta, pensó que debía de haberse confundido. Se disponía a entrar en la casa, cuando oyó una risita proveniente del cobertizo de los carruajes.
—¡Cathy! —llamó.
Nadie respondió. La señora se sintió inquieta. Trató de recordar el sonido de aquella risa. No era la voz de Cathy. Ella no reía de aquella manera.
No se sabe cómo y por qué el temor se apodera de una madre. Desde luego, muchas veces siente aprensión cuando no hay razón para ello. Y esto les suele suceder con mayor frecuencia a los padres de hijos únicos, que a veces se abisman en negras cavilaciones sobre la pérdida de su único vástago.