Al este del Edén (5 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Adam no sobresalía en los juegos, pero por alguna casualidad fortuita, ganó a su hermano en esta ocasión. Por cuatro veces arrojó el bastoncillo más lejos que Charles. Aquello fue para él una nueva experiencia, y la sangre afluyó a su rostro, pero olvidó mirar a su hermano para darse cuenta de su estado de ánimo, como siempre solía hacer. La quinta vez que golpeó el bastoncillo, éste salió volando y zumbando como una abeja, y fue a caer muy lejos. Se volvió loco de alegría a mirar a Charles, y de repente sintió que se le helaba la sangre en las venas. La expresión de odio del rostro de Charles lo aterrorizó.

—Ha sido por casualidad —aseguró mansamente—. Te prometo que no volveré a hacerlo.

Charles colocó su bastoncillo, lo golpeó y, cuando salió por los aires, falló el golpe. Entonces se dirigió lentamente hacia Adam, mirándolo fría y despiadadamente. Adam se hizo a un lado, lleno de terror. No se atrevía a volverse y echar a correr, porque sabía que su hermanastro lo alcanzaría. Dio algunos pasos atrás, con una expresión de espanto en los ojos y la garganta seca. Charles se acercó aún más y le golpeó en el rostro con su palo. Adam se cubrió la nariz, que sangraba, con ambas manos, y Charles blandió de nuevo su palo y lo golpeó en la espalda, dejándolo sin aliento; realizó de nuevo un molinete y lo golpeó en la cabeza, haciéndole caer desvanecido. Y mientras Adam yacía en el suelo inconsciente, Charles le dio puntapiés en el estómago, y después se marchó.

Transcurridos unos instantes, Adam recuperó el conocimiento. Respiró con dificultad, debido al dolor que sentía en las costillas. Trató de enderezarse, y cayó nuevamente de espaldas, acosado por el dolor de los lastimados músculos de su estómago. Vio a Alice asomada a una ventana, y descubrió en su rostro algo que jamás había visto antes. No sabia qué era, pero no le pareció ni suave ni tierno, sino más bien todo lo contrario. En el instante en que ella se percató de que estaba mirándola, corrió las cortinillas y desapareció. Cuando finalmente Adam consiguió levantarse del suelo y caminar, encorvado, hacia la cocina, encontró allí una palangana de agua caliente y junto a ella una toalla limpia. Al mismo tiempo oyó la tos de su madrastra, allá arriba en su habitación.

Charles poseía una gran cualidad. Jamás pedía disculpas. Jamás. Nunca mencionó la paliza, y aparentemente no volvió a pensar en ella. Sin embargo, Adam dejó bien sentado que jamás volvería a ganar en nada. Siempre había sentido el peligro encamado en su hermanastro, pero ahora comprendió que jamás debía ganar, a menos que estuviese preparado para matar a Charles. Este no se disculpaba ni lo lamentaba. Había hecho simplemente lo que le correspondía.

Ni Charles ni Adam dijeron una palabra a su padre de la paliza, y Alice seguramente tampoco, y, sin embargo, él parecía estar enterado de ello. En los meses que siguieron, demostró una ternura especial hacia Adam. Le hablaba con dulzura, y no volvió a castigarlo. Casi todas las noches le sermoneaba, pero no de un modo violento. Y Adam temía más ese trato bondadoso que la violencia, porque le parecía que estaba siendo tratado como una víctima propiciatoria, como si toda aquella amabilidad no presagiase otra cosa que la muerte, de la misma manera que las víctimas destinadas al altar de los dioses eran mimadas y halagadas para conseguir que se dirigiesen con ánimo alegre a la piedra de los sacrificios y no ultrajasen a las divinidades con su desdicha.

Cyrus explicó tranquilamente a Adam cuál era la naturaleza del soldado. Y aunque sus conocimientos provenían más del estudio que de la experiencia, eran ciertos y exactos. Habló a su hijo de la triste dignidad que reviste al soldado y de cómo el soldado es necesario, a la luz de todos los fracasos del hombre como castigo por su fragilidad. Es posible que Cyrus descubriese en sí mismo estas verdades a medida que las iba diciendo. No quedaba en él rastro alguno de la jactanciosa y fanfarrona belicosidad de sus años mozos. Las humillaciones se acumulaban sobre el soldado, según dijo Cyrus, para que así, cuando llegue la hora, no pueda resentirse por la última humillación: una muerte vil y absurda. Y Cyrus hablaba sólo con Adam, sin permitir a Charles que asistiese a sus conferencias.

Cyrus se llevó un día a Adam a dar un paseo, a última hora de la tarde, y las negras conclusiones de todas sus cavilaciones y estudios surgieron y se alzaron tremebundas ante su hijo. Su padre le dijo:

—Tienes que saber que el soldado es el más santo de todos los humanos, porque es el que más pruebas tiene que pasar, más que todos. Voy a intentar que me comprendas. Mira: durante todo el transcurso de la historia se ha enseñado a los hombres que matar es una mala acción y que no debe tolerarse. Todo aquel que mata debe ser aniquilado porque ha cometido un gran pecado, quizás el peor pecado que se conoce. Pero luego, he aquí que agarramos a un soldado y depositamos la muerte en sus manos diciéndole: «Úsala bien, úsala sabiamente». No le ponemos ninguna clase de limitación. «Ve», le decimos, «y mata a tantos de tus hermanos como puedas» Y lo recompensamos por ello, porque constituye una violación de lo que se nos había enseñado primero.

Adam se humedeció los labios resecos, trató de hablar sin conseguirlo, y por último logró decir:

—¿Por qué lo hacen? ¿Por qué es así?

Cyrus se sintió profundamente conmovido y habló como jamás lo había hecho.

—Lo ignoro —respondió. He estudiado cómo son las cosas, y quizás he aprendido algo, pero estoy todavía muy lejos de saber por qué son como son. Y no debes esperar que los hombres comprendan la razón de sus acciones. Muchas cosas se hacen de un modo instintivo, de la misma manera que una abeja hace miel o una zorra hunde sus patas en el curso de un riachuelo para engañar a los perros. La zorra es incapaz de decir por qué actúa así, y la abeja, probablemente, no recuerda el invierno ni espera que éste vuelva. Cuando supe que tendrías que abandonarme, pensé que no debía entrometerme en tu futuro para que así fueras capaz de hallar tu propio camino, pero después me pareció mejor ayudarte con lo poco que yo sé. Pronto te irás, ya tienes la edad.

—No quiero irme —protestó Adam prontamente.

—Pronto te irás —repitió su padre, sin prestar oído a las palabras de su hijo—. Y quiero advertirte, para que no te sientas sorprendido. Primero, arrancarán tus vestidos, pero no se detendrán ahí. Te despojarán de la última sombra de dignidad que te quede y perderás lo que tú crees que es tu decente derecho a la vida y al respeto ajeno. Te harán vivir, comer, dormir y hacer tus necesidades en compañía de otros hombres. Y cuando te vuelvan a vestir, serás incapaz de distinguirte de los demás. No te permitirán llevar ni siquiera un rasguño ni prenderte una nota en el pecho que diga: «Soy yo, diferente del resto».

—Yo no quiero hacer eso —repuso Adam.

—Más adelante —prosiguió Cyrus, no pensarás nada que los otros no piensen, ni pronunciarás una palabra que los otros no digan. Y harás las cosas porque los otros también las harán. Sentirás el peligro de una manera diferente: como un peligro común a todo el rebaño de hombres que piensan y que actúan del mismo modo.

—¿Y qué ocurrirá si yo me rebelo? —preguntó Adam.

—Sí —dijo Cyrus, eso sucede a veces. De vez en cuando hay un hombre que se niega a hacer lo que exigen de él. Pero ¿sabes qué ocurre? La máquina entera se dedica fríamente a destruir esa diferencia. Golpean el espíritu y los nervios de aquel hombre, su cuerpo y su alma, con barras de hierro, hasta que por último aquel peligroso sentimiento diferencial huye de él. Y si se resiste a abandonarlo, lo arrojan a la cuneta y lo dejan pudriéndose allí, para no ser ni parte de ellos ya, ni libre todavía. Es mejor acceder a lo que exigen. Si actúan así, es sólo para protegerse. Un ente tan triunfalmente ilógico, tan hermosamente desprovisto de sentido como es un ejército, no puede permitir que una interrogación o una pregunta lo debiliten. En su seno, si uno no se afana para hallar otras cosas con que compararlo, o para mofarse de él, se puede ir descubriendo, lentamente pero de un modo seguro, una razón y una lógica y algo así como una terrible belleza. El hombre capaz de aceptarlo no es siempre un hombre inferior sino que a veces se cuenta entre los mejores. Presta mucha atención a lo que digo, porque he pensado mucho en ello. Hay hombres que siguen el terrible camino de las armas, son incapaces de resistirlo y pierden toda su personalidad. Pero es que, cuando lo emprendieron, ya no tenían mucha. Y tal vez tú seas uno de éstos. Pero hay otros que se hunden y se sumergen en el anonimato, para resurgir siendo aún más ellos mismos que antes, porque han perdido una brizna de vanidad y han ganado, a cambio, todo el lustre de la compañía y del regimiento. Si puedes llegar al fondo de esa sima, podrás después levantarte más alto de lo que puedas imaginar, y conocerás una santa alegría, una camaradería casi igual a la de una celestial compañía de ángeles. Entonces serás capaz de conocer las cualidades de los hombres, aunque éstos no las manifiesten con las palabras. Pero para eso es necesario, primero, que llegues hasta el fondo.

Cuando regresaban a la casa, Cyrus dobló a la izquierda y entró en el bosquecillo que había detrás, donde reinaba la penumbra. De pronto, Adam dijo:

—¿Ve usted aquel tocón, padre? Yo solía esconderme entre sus raíces, en el extremo más alejado. Después de un castigo me ocultaba allí, y otras veces iba simplemente porque me sentía mal.

—Vamos a verlo —le propuso su padre. Adam lo acompañó hasta allí, y Cyrus se agachó para ver el agujero, semejante a un nido, que se abría entre las raíces—. Hace mucho tiempo que lo conocía —confesó. Una vez, cuando desapareciste por largo tiempo, se me ocurrió pensar que debías de tener algún escondrijo como éste, y lo descubrí porque comprendí qué clase de lugar habrías escogido. Mira cómo la tierra está apisonada y las briznas de hierba aplastadas. Y mientras estabas metido ahí, desmenuzabas pedacitos de corteza. Cuando lo descubrí comprendí enseguida que éste era tu escondrijo.

Adam miraba a su padre con expresión de asombro.

—Jamás vino a buscarme aquí —dijo.

—No —replicó Cyrus—. No lo hubiera hecho. Nunca hay que llevar a un hombre hasta el límite. No lo hubiera hecho. Siempre hay que dejar una puerta abierta antes de la muerte. ¡Recuerda esto! Era consciente de lo extraordinariamente severo que era contigo. No quería acorralarte al borde del precipicio, sin escapatoria posible.

Salieron de entre los árboles. Cyrus prosiguió:

—¡Quiero decirte tantas cosas! Pero las he olvidado casi todas. Quiero decirte que un soldado renuncia a mucho para recibir algo. Desde el día de su nacimiento, cada circunstancia, cada ley y orden y derecho enseñan al hombre a proteger su propia vida. Desde su más tierna edad está dotado de este gran instinto, y la vida no hace sino confirmarlo. Pero luego se convierte en un soldado, y debe aprender a violar todas estas enseñanzas, debe aprender fríamente a ponerse en situación de perder su propia vida sin volverse loco. Y si eres capaz de hacerlo (muchos, fíjate bien, no pueden), entonces poseerás el mayor don de todos. Mira, hijo mío —dijo Cyrus solemnemente—, casi todos los hombres son víctimas del miedo, sin que lleguen a saber qué les causa ese miedo: sombras, perplejidades, peligros innominados e indeterminados, el temor a una muerte solapada. Pero si consigues llegar a enfrentarte no con sombras, sino con una muerte real, descrita y reconocible, por bala o sable, flecha o lanza, entonces ya no necesitas sentir temor, o por lo menos no de la misma manera en que antes lo sentías. Entonces serás un hombre distinto de los demás hombres, te sentirás seguro cuando ellos griten llenos de terror. Esta es la gran recompensa; quizá la única recompensa. Tal vez sea la pureza final, ribeteada de inmundicia. Ya es muy tarde. Mañana por la noche quiero hablar otra vez contigo, cuando ambos hayamos tenido tiempo de reflexionar sobre lo que hoy te he dicho.

—¿Por qué no le habla así a mi hermano? —preguntó Adam—. Él es mucho más capaz que yo.

—Charles no se irá —aseguró Cyrus—. No tendría ningún sentido.

—Pero sería mucho mejor que yo.

—En apariencia sólo —contestó Cyrus—. No por dentro. Charles no tiene miedo, así es que nunca podrá aprender nada acerca del valor. No conoce nada de sí mismo, de modo que jamás podrá obtener las cosas que he tratado de explicarte. Hacerlo ingresar en el ejército sería la manera de dar rienda suelta a unos instintos que en Charles deben estar encadenados, jamás libres. No me atrevo a dejarlo ir.

—Usted nunca lo castiga, le deja vivir su vida, lo alaba, jamás lo reprende, y ahora le permite que no vaya al ejército —se lamentó Adam.

Se interrumpió, asustado por lo que había dicho, temeroso de la ira, el desprecio o la violencia que sus palabras podían desencadenar.

Su padre no replicó. Salieron del bosquecillo, y Cyrus caminaba con la cabeza tan abatida, que la barbilla le descansaba sobre el pecho, y el movimiento de su cadera, cada vez que la pata de palo golpeaba el suelo, era monótono. Esta describía un semicírculo lateral a cada paso que daba.

Reinaba ya una completa oscuridad, y la luz dorada de las lámparas brillaba a través de la puerta abierta de la cocina. Alice acudió al umbral y atisbó al exterior, tratando de descubrirlos con la mirada, hasta que oyó los pasos desiguales que se aproximaban. Entonces se retiró al interior de la cocina.

Cyrus se dirigió hacia la escalera de la cocina, y allí se detuvo e irguió la cabeza.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—Aquí, detrás de usted, aquí.

—Me has hecho una pregunta. Creo que no te la he respondido. Tal vez sea bueno o tal vez sea malo responderla. No eres muy listo. No sabes lo que quieres. No tienes orgullo ni fiereza. Permites que los demás te pisoteen. A veces pienso que eres un mequetrefe canijo que jamás llegará a ser un perro de presa. ¿Responde esto a tu pregunta? Te quiero más a ti. Siempre te he querido más. Quizá no hago bien en decírtelo, pero es así. Te quiero más. Por otra parte, ¿por qué tenía que tomarme el trabajo de hacerte daño? Ahora cállate y ve a cenar. Mañana por la noche hablaremos. Me duele la pierna.

4

Cenaron en silencio, sólo interrumpido por el ruido que hacían al sorber la sopa y al masticar. Cyrus agitaba la mano para alejar las mariposillas nocturnas del quinqué de petróleo. A Adam le parecía que su hermano le observaba en secreto. Y atrapó una furtiva mirada de Alice, una vez que levantó de pronto la cabeza. Cuando hubo terminado de cenar, Adam separó la silla y se puso en pie.

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