Después de los primeros momentos las personas se sienten más que se ven. Durante su segunda condena en las carreteras de Florida, Adam redujo al mínimo su personalidad. Casi no se movía, no exteriorizaba ninguna conmoción, se volvió tan invisible como pudo. Y cuando los guardianes no sentían su presencia, dejaban de tenerle miedo. Le hicieron limpiar los campamentos, servir la bazofia a los prisioneros y llenar los cubos de agua.
Adam esperó hasta tres días antes de su segunda liberación. Entonces, poco después de mediodía, llenó los cubos de agua y regresó al río a por más. Puso piedras en los cubos y los hundió en el agua; luego, se deslizó en el río y nadó un gran trecho siguiendo la corriente, descansó un momento y siguió nadando. Continuó así hasta que al atardecer encontró un refugio bajo el margen con matorrales que formaban una especie de cubierta protectora. Allí permaneció agazapado sin salir del agua.
Cuando la noche estaba ya muy avanzada, oyó aproximarse a los perros por ambas orillas del río. Se había frotado enérgicamente el cabello con hojas verdes para disimular el olor de hombre. Se acurrucó en el agua, asomando solamente la nariz y los ojos. Por la mañana, los perros volvieron, faltos de interés, y los hombres estaban demasiado cansados para escudriñar debidamente los ribazos. Cuando se hubieron marchado, Adam hurgó en su bolsillo hasta sacar un trozo de tocino chorreante, y se lo comió.
Había aprendido a contener la prisa. Casi todos los condenados caían durante la fuga. Adam tardó cinco días en atravesar la breve distancia que había hasta Georgia. Procuró no correr ningún riesgo y dominó su impaciencia con férrea voluntad. Se sentía asombrado ante su propia habilidad.
Al llegar a Valdosta, en Georgia, se ocultó hasta mucho después de medianoche, y entró en el pueblo como una sombra; se encaramó a la parte trasera de un bazar y forzó la ventana con la mayor precaución, arrancando los tomillos de la cerradura empotrada en la madera medio podrida por el sol. Luego colocó de nuevo la cerradura, pero dejó la ventana abierta. Tuvo que trabajar a la luz de la luna, arrastrándose a través de sucias ventanas. Robó unos pantalones, una camisa blanca, zapatos y sombrero negros, y un impermeable encerado, y se probó cada pieza para ver si eran de su medida. Se esforzó por asegurarse de que todo quedaba igual que antes de saltar por la ventana. No se había apoderado más que de cosas de las que había en abundancia. Ni tan sólo había tratado de buscar el lugar donde se encontraba la caja. Bajó cuidadosamente el cierre de la ventana, y se deslizó de sombra en sombra, evitando los lugares bañados por la luz de la luna.
Se ocultó durante todo el día siguiente y por la noche fue en busca de alimentos: nabos, unas cuantas mazorcas de maíz que había en una cuadra, unas cuantas manzanas derribadas por el viento, es decir, nada que pudiesen echar de menos. Para evitar que los zapatos pareciesen nuevos, los frotó con arena, y con el mismo fin arrugó el impermeable. Tuvo que esperar tres días a que llegase la lluvia que deseaba, o que en su extremada prudencia creía que le era necesaria.
La tarde estaba muy avanzada cuando empezó a llover. Adam se embozó en su impermeable, esperando a que oscureciera, y sólo entonces caminó a través de la lluvia nocturna para llegar al pueblo de Valdosta. Llevaba el sombrero negro calado hasta las cejas y el cuello del impermeable levantado. Se dirigió a la estación y atisbo a través de una ventana empapada por la lluvia. El jefe de estación, con uniforme verde botella y manguitos de alpaca negra, se asomaba por la ventanilla de la taquilla, hablando con un amigo, que tardó veinte minutos en marcharse. Adam lo siguió con la mirada hasta que lo vio alejarse y desaparecer por el andén. Hizo una profunda aspiración para dominarse y entró.
Charles recibía muy pocas cartas. A veces ni se molestaba en acudir a la oficina de correos durante semanas enteras. En febrero de 1894, cuando se recibió un abultado sobre para él, que procedía de unos abogados de Washington, el jefe de la estafeta pensó que sería algo importante. Fue en persona a la granja de Trask, encontró a Charles partiendo leña, y le entregó la carta. Y puesto que se había tomado tanta molestia, esperó para enterarse de lo que pasaba.
Charles lo hizo esperar bastante. Leyó muy lentamente los cinco pliegos, se detuvo y los releyó otra vez, moviendo con lentitud los labios. Luego los dobló y se dirigió hacia la casa.
El jefe de la estafeta lo llamó y le preguntó:
—¿Malas noticias, señor Trask?
—Mi padre ha muerto —dijo Charles, y tras entrar en la casa, cerró la puerta.
—Se lo tomó muy a pecho —explicó el cartero de regreso al pueblo—. Sí, muy a pecho. Es un hombre muy callado, no habla mucho.
Charles encendió la lámpara cuando estuvo en el interior de la casa, aunque todavía no era de noche. Dejó la carta sobre la mesa y fue a lavarse las manos antes de sentarse para leerla otra vez.
No había nadie a quien enviar un telegrama. Los abogados habían encontrado sus señas entre los papeles de su padre. Lo sentían mucho y le ofrecían su más sincero pésame. Y también parecían estar bastante nerviosos. Cuando redactaron el testamento de Trask, creyeron que no tendría más que unos cientos de dólares para dejar a sus hijos. Pero cuando inspeccionaron sus estados de cuenta bancarios, se encontraron con la sorpresa de que tenía unos noventa y tres mil dólares en el banco y otros diez mil en títulos del Estado. Tras hacer este descubrimiento, trataron con mucha más deferencia al señor Trask. A un hombre con tanto dinero podía considerársele rico. Sus herederos jamás tendrían de qué preocuparse. Había lo suficiente para empezar una dinastía. Los abogados felicitaban a Charles y a su hermano Adam. Según el testamento, decían, les correspondía la mitad a cada uno. Después de mencionar la fortuna, hacían un inventario de los efectos personales dejados por el difunto: cinco espadas de honor ofrecidas a Cyrus en diversas convenciones del ejército; un mazo de madera de olivo con una placa de oro; una cadena de reloj, masónica, engarzada de diamantes; la dentadura de oro; un reloj de plata; un bastón con empuñadura de oro, etcétera.
Charles releyó dos veces la carta y apoyó la frente en sus manos. Se preguntaba qué haría Adam y por dónde andaría. Deseaba que volviese a casa.
Se sentía desconcertado y abatido. Encendió el fuego, colocó la sartén sobre él y cortó gruesas lonchas de tocino. Luego volvió a echar una mirada a la carta y la guardó en el cajón de la mesa de la cocina. Decidió olvidarla por el momento.
Trató de pensar en otras cosas, pero su pensamiento volvía una y otra vez al mismo punto: ¿de dónde había surgido?
Cuando dos acontecimientos tienen algo en común, ya sea su naturaleza, el tiempo o el lugar, llegamos felizmente a la conclusión de que tienen algún parecido, y a causa de esta tendencia hacemos una magia y los guardamos para contarlos de nuevo. Charles jamás había recibido una carta en la granja. Pocas semanas después, llegó un muchacho corriendo para entregarle un telegrama. Y desde entonces siempre relacionó la carta y el telegrama, del mismo modo que agrupamos dos muertes y anticipamos una tercera. Se dirigió a toda prisa a la estación del pueblo, con el telegrama en la mano.
—Escuche esto —le dijo al telegrafista.
—Ya lo he leído.
—¿Lo ha leído?
—Vino por el telégrafo —respondió el empleado—. Yo mismo lo transcribí.
—¡Ah, sí, claro! «Envía urgentemente giro cien dólares. Stop. Vuelvo a casa. Stop. Adam. Stop».
—Vino a cargo del destinatario —dijo el empleado—. Me debe usted sesenta centavos.
—Valdosta, en Georgia, jamás oí hablar de ese pueblo.
—Ni yo tampoco, pero de allí procede.
—Dígame, Carlton, ¿qué hay que hacer para telegrafiar dinero?
—Pues usted me entrega ciento dos dólares con sesenta centavos, y yo envío un telegrama a Valdosta, diciéndole al telegrafista de allí que entregue a Adam cien dólares. Pero, aparte de eso, usted me sigue debiendo sesenta centavos.
—Ya se los pagaré, hombre, ya se los pagaré. Pero dígame, ¿cómo sé que se trata de Adam? ¿Quién puede impedir que otro lo reciba?
El telegrafista se permitió sonreír con aire de suficiencia.
—La manera de resolverlo es que usted me diga una pregunta que nadie pueda responder si no es el interesado. Entonces, yo envío al mismo tiempo la pregunta y la respuesta. El telegrafista de allá le hace la pregunta, y si no puede responderla no le entrega el dinero.
—Es muy hábil. Voy a ver si se me ocurre una buena.
—Es mejor que vaya a buscar los cien dólares antes de que el viejo Breen cierre la ventanilla.
A Charles le encantaba aquel juego. A los pocos momentos estaba de vuelta con el dinero en la mano.
—Ya he pensado la pregunta —dijo.
—Espero que no sea el segundo nombre de su madre. Hay mucha gente que es incapaz de recordarlo.
—No, no es nada de eso. Es lo siguiente: «¿Qué le diste a padre por su cumpleaños, poco antes de enrolarte en el ejército?».
—Es una buena pregunta, pero endemoniadamente larga. ¿No puede abreviarla a diez palabras?
—¿No soy yo quien paga? La respuesta es: «Un cachorrillo».
—Nadie sería capaz de adivinarlo —comentó Carlton—. Bueno, al fin y al cabo es usted quien paga, no yo.
—Sería gracioso que no lo recordara —dijo Charles—. Nunca podría volver a casa.
Adam llegó caminando desde el pueblo. Traía la camisa muy sucia y el resto de la ropa robada arrugada y manchada, pues durante una semana no se había cambiado ni para dormir. Se detuvo entre la casa y el establo para ver si oía a su hermano. A los pocos momentos le oyó dando martillazos en el nuevo cobertizo para el tabaco. Adam lo llamó.
El martilleo cesó y reinó el silencio. Adam tuvo la sensación de que su hermano estaba examinándolo a través de las rendijas del cobertizo. A los pocos segundos, Charles salió a toda prisa y se dirigió hacia Adam para estrecharle las manos.
—¿Cómo estás?
—Muy bien —respondió Adam.
—¡Santo Dios, qué flaco estás!
—Si, supongo que sí. Además tengo algunos años más.
Charles lo inspeccionó de píes a cabeza.
—No parece que te vayan muy bien las cosas.
—Así es.
—¿Dónde tienes la maleta?
—No traigo ninguna.
—¡Dios mío! Pero ¿dónde has estado?
—De aquí para allá.
—¿Como un vagabundo?
—Así es.
A pesar de los años transcurridos, que habían marcado profundas arrugas en la piel reseca y endurecida de Charles y habían enrojecido sus ojos oscuros, Adam sabía que Charles estaba pensando en algo más que en las típicas preguntas.
—¿Por qué no volvías a casa?
—Me dediqué a vagabundear. No podía evitarlo. Es algo que se apodera de uno. La cicatriz de la frente es realmente tremenda.
—Si, ya te escribí contándote cómo me la hice. Cada vez está peor. ¿Por qué no escribías? ¿Tienes hambre?
Charles metió las manos en los bolsillos, las volvió a sacar, se tocó la barbilla y se rascó la cabeza.
—Puede desaparecer —dijo Adam—. Una vez conocí a un hombre, un tabernero, que tenía una que parecía un gato. La tenía de nacimiento, y por eso le llamaban «Gato».
—¿Tienes hambre?
—Sí, creo que sí.
—¿Piensas quedarte en casa?
—Creo que sí. ¿Quieres que nos ocupemos de eso ahora?
—Creo que sí —respondió Charles, como un eco—. Padre ha muerto.
—Ya lo sabía.
—¿Cómo diablos lo sabías?
—El jefe de estación me lo dijo. ¿Cuánto tiempo hace que murió?
—Hará cosa de un mes.
—¿Cómo?
—De una pulmonía.
—¿Lo han enterrado aquí?—No, en Washington. Recibí una carta y unos periódicos. Lo llevaron en un ataúd cubierto con una bandera. El vicepresidente asistió al entierro y el presidente envió una corona. Lo publicaron en los periódicos, e incluso con fotografías. Ya lo verás. Lo guardo todo.
Adam estudió el rostro de su hermano hasta que éste desvió la mirada.
—¿Te ocurre algo? —le preguntó Adam.
—¿Qué quieres que me ocurra?
—Tan sólo preguntaba…
—No me ocurre nada. Vamos, te daré algo de comer.
—Muy bien. ¿Estuvo mucho tiempo enfermo?
—No. Fue una pulmonía galopante. Murió enseguida.
Charles ocultaba algo. Deseaba decirlo, pero no sabía cómo empezar. Se escondía tras las palabras. Adam permaneció silencioso. Era mejor callar y dejar que Charles acabara con los rodeos para soltar lo que tenía que decir.
—No creo mucho en los mensajes del más allá —dijo Charles—. Pero ¿quién sabe?, hay quien asegura que los recibe. La vieja Sarah Whitburn, por ejemplo. Juraba que los había recibido. Uno no sabe qué pensar. Tú no has recibido ningún mensaje, ¿verdad? Dime, ¿por qué demonios te muerdes la lengua?
—Estoy pensando —respondió Adam.
Sí, estaba pensando, lleno de asombro, que ya no tenía miedo de su hermano. Solía tenerle un miedo cerval, pero ahora comprobaba que ese temor había desaparecido. ¿No era extraño? ¿Se debería acaso a su paso por el ejército o por la cárcel? ¿Sería por la muerte de su padre? Era posible, pero no lo entendía. Al desaparecer su temor, comprendió que podía decir todo lo que le viniese en gana, mientras que antes tenía que escoger cuidadosamente sus palabras para evitar complicaciones. Aquélla era una sensación muy agradable, corno si se hubiera muerto y después resucitado.
Entraron en la cocina, que recordaba tan bien, pero que le costó trabajo reconocer. Le pareció más pequeña y más sucia. Adam dijo casi con alegría:
—Charles, te escucho. Tú quieres decirme algo, y no haces más que dar vueltas y vueltas como un perro alrededor de un matorral. Es mejor que lo sueltes antes de que eso te envenene.
Los ojos de Charles brillaban de ira. Levantó la cabeza, Comprendió que su fuerza había desaparecido. Pensó, consternado, que ya no podría pegarle más. Era incapaz. Adam sonrió.
—Quizá no esté bien estar contento cuando hace tan poco tiempo que padre ha muerto; pero la verdad es, Charles, que jamás me he sentido mejor en toda mi vida. Nunca me he encontrado tan bien. ¡Expúlsalo, Charles! No permitas que te atormente.
—¿Querías a nuestro padre? —le preguntó Charles.
—No te responderé hasta que me digas por qué me haces esta pregunta.
—¿Le querías o no?
—¿Y eso a ti qué te importa?