Al este del Edén (9 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Las muchachas eran todas muy parecidas, grandotas, de aspecto saludable, perezosas y estúpidas. Era difícil notar la diferencia entre una y otra. Charles Trask se acostumbró a ir a la taberna, por lo menos, una vez cada dos semanas, subir al piso superior, despachar a toda prisa y bajar luego al bar para emborracharse moderadamente.

La casa de los Trask no había sido nunca un lugar alegre, pero ahora que sólo vivía Charles, se volvió sombría y decrépita. Los visillos de encaje estaban grisáceos, y el suelo, aunque barrido, lleno de grasa y humedades. Charles había barnizado la cocina —paredes, ventanas y techo— con grasa proveniente de las sartenes.

El constante fregoteo por parte de las mujeres que habían vivido allí y la limpieza a fondo que hacían dos veces al año impidieron que la suciedad se acumulase. Charles lo único que hacía era barrer. Suprimió las sábanas de la cama y dormía entre mantas. ¿Qué utilidad tenía limpiar la casa si no había nadie para verla? Solamente las noches que iba a la taberna se ponía ropa limpia.

Charles se volvió inquieto y nervioso, dormía poco y se levantaba al alba. Trabajaba intensamente en las labores agrícolas debido a su soledad. Al volver del trabajo, se atracaba de fritos y se iba a dormir con el consiguiente letargo.

Su rostro sombrío adquirió la típica expresión de los hombres que casi siempre están solos. Echaba de menos a su hermano, más que a su padre y a su madre. Recordaba confusamente la época anterior a la partida de Adam como una época feliz, y deseaba que volviese.

Nunca conoció enfermedad alguna, a no ser, desde luego, la crónica indigestión que suele afligir siempre a los hombres que viven solos, se cocinan sus comidas y las comen en soledad. Contra esto tomaba una fuerte purga llamada el Elixir de vida del Padre George.

En el tercer año de soledad, sufrió un accidente. Cuando estaba se—parando las piedras que encontraba al cavar para transportarlas hasta el muro, tropezó con un enorme pedrusco que resultaba muy difícil de mover. Charles trató de hacer palanca con una larga barra de hierro, y consiguió que la roca se moviera, pero volvía a caer en el mismo sitio una y otra vez. De pronto, Charles perdió los estribos. Una débil sonrisa apareció en su rostro, y luchó con la piedra como si de un hombre se tratase, lleno de silenciosa furia. Introdujo la barra lo más adentro posible y se apoyó con todo el peso de su cuerpo.

Sus manos resbalaron y el extremo de la barra le golpeó la frente. Por unos momentos yació inconsciente en el suelo; luego se incorporó penosamente y se dirigió bamboleante y medio ciego hacia la casa. Una larga tira de piel se había desprendido de su frente y abarcaba desde los cabellos hasta las cejas. Durante unas cuantas semanas llevó la cabeza vendada, mientras debajo la herida se le infectaba, pero él no se preocupó. En aquellos días se creía que el pus era benigno y constituía una prueba de que la herida sanaba como era debido. Cuando la herida curó, dejó una larga y visible cicatriz, y mientras que la mayor parte del tejido de las cicatrices es más claro que la piel de los alrededores, la cicatriz de Charles adquirió un tono marrón oscuro. Es posible que el óxido de la barra se hubiera introducido bajo la piel, y provocado así una especie de tatuaje.

La herida no había inquietado a Charles, pero la cicatriz si le preocupó. Parecía una larga señal trazada con el dedo sobre su frente. Se la miraba a menudo colocando el pequeño espejo sobre la estufa, y se echaba el cabello sobre la frente para ocultar la mayor parte posible de cicatriz. Llegó a avergonzarse de ella y a odiarla. Le ponía muy nervioso que alguien la mirara, y se enfurecía si le preguntaban cómo se la había hecho. En una carta a su hermano, dio salida a todos sus sentimientos sobre el particular. Escribió:

«Parece que me hayan marcado como a una vaca. La condenada, cada vez se pone más oscura. Cuando regreses a casa, ya se habrá vuelto negra. Sólo me falta otra en sentido horizontal para parecerme a un católico en miércoles de ceniza. No sé por qué me fastidia tanto, pues no es la primera cicatriz que tengo. Es sólo que me siento marcado. Y cuando voy al pueblo o la taberna, todo el mundo me mira. Escucho sus comentarios cuando creen que no puedo oírles. No sé por qué tendrán esa maldita curiosidad. Si esto sigue así, no me apetecerá ir al pueblo».

2

Adam se licenció en 1885, y emprendió el camino de regreso a casa. En apariencia había cambiado poco, pues no parecía un militar. La caballería no solía producir esos efectos. De cualquier modo, los miembros de alguna unidad se enorgullecían de su aspecto desaliñado.

Adam se sentía como un sonámbulo. Es algo muy duro tener que abandonar una vida y unos hábitos marcados por la rutina, detestándolos. Por la mañana, se despertaba en una fracción de segundo, y permanecía atento y vigilante en espera del toque de diana. Encontraba a faltar en sus pantorrillas la presión de las polainas, y sentía la garganta desnuda sin la rigidez del cuello del uniforme. Llegó a Chicago y allí, sin motivo aparente, alquiló durante una semana una habitación amueblada, en la que permaneció dos días. Se dirigió luego a Buffalo, cambió de idea y se trasladó a las cataratas del Niágara. No sentía el menor deseo de volver a casa, y lo aplazaba todo lo posible. Su casa no le evocaba ningún recuerdo agradable. Los buenos momentos que había pasado en ella estaban completamente enterrados en su memoria, y por otra parte no tenía la menor gana de sacarlos a la superficie. Estuvo contemplando las cataratas durante una hora. El bramido de las aguas lo atontaba e hipnotizaba.

Una noche sintió una profunda añoranza por los hombres con los que había convivido en el cuartel y en la tienda de campaña. Su primer impulso fue mezclarse con la multitud en busca de calor. El primer lugar atestado que encontró fue un pequeño bar, bullicioso y lleno de humo. Suspiró aliviado y contento, sintiéndose abrigado por la masa humana del mismo modo que un gato se siente resguardado tras un montón de leña. Pidió whisky, lo bebió y se sintió reconfortado y de buen humor. No veía ni oía. Se limitaba simplemente a disfrutar del contacto humano.

Cuando se fue haciendo tarde y los clientes empezaron a marcharse, comenzó a temer el momento de regresar a su casa. Al poco tiempo se quedó solo con el dueño, que no paraba de limpiar la barra y que, con la mirada y la actitud, intentaba que Adam comprendiera que ya era hora de que se marchara.

—Deme otro —dijo Adam.

El dueño sacó la botella. Adam reparó en él por primera vez. Tenía un lunar averrugado en la frente, del tamaño de una cereza. —soy forastero aquí —le explicó Adam.

—Casi todos los que vienen a ver las cataratas lo son —respondió el dueño.

—He estado en el ejército. En caballería.

—¡Ya! —comentó el dueño.

Adam sintió de pronto que tenía que impresionar a aquel hombre, que tenía que penetrar bajo su impasibilidad.

—He estado en las guerras contra los indios —prosiguió. He pasado muy buenos momentos.

El hombre no respondió.

—Mi hermano también tiene una marca en la frente.

—Es de nacimiento —dijo—. Cada año se hace mayor. ¿Es así la de su hermano?

—Se dio un golpe que le produjo un profundo corte. Me lo explicó por carta.

—¿Se ha dado cuenta de que la mía parece un gato?

—Pues es verdad.

—De ahí me viene el apodo, «Gato». Así me han llamado durante toda mi vida. Dicen que un gato debió de asustar a mi madre cuando estaba embarazada.

—Voy de camino a casa. He estado ausente mucho tiempo. ¿Me permite usted que le invite?

—Gracias. ¿Dónde se aloja usted?

—En la pensión de la señora May.

—La conozco. Dicen que da a sus huéspedes mucha sopa para que no puedan comer mucha carne.

—Sí, todos los negocios tienen sus trucos —observó Adam. —supongo que sí. Yo tengo muchos.

—No lo dudo —contestó Adam.

—Pero el único truco que en realidad necesito no sé cómo se hace. Ojalá lo supiera.

—¿De qué se trata?

—De cómo demonios tendría que hacer para que usted se marchase y me permitiese cerrar el establecimiento.

Adam lo miró fijamente sin pronunciar una palabra.

—Es una broma —dijo el dueño, algo inquieto.

—Creo que volveré a casa mañana por la mañana —dijo Adam—. Quiero decir, a mi verdadera casa.

—Que tenga usted mucha suerte —le deseó el dueño.

Adam caminó por la ciudad sumida en sombras, acelerando el paso, como si su soledad le persiguiese. Los escalones combados de la escalera de la casa de huéspedes crujieron mientras subía por ellos. El vestíbulo se hallaba apenas iluminado por la luz amarillenta de un quinqué de petróleo, con la mecha tan baja que chisporroteaba a punto de apagarse.

La patrona estaba frente a él en el umbral, y la sombra de su nariz se prolongaba hasta su barbilla. Siguió a Adam con mirada fría, como si fuese la figura de un retrato, y aspiró el olor de whisky que el joven esparcía.

—Buenas noches —dijo Adam.

Ella no respondió.

Al llegar al primer rellano, se volvió y miró hacia abajo. La patrona tenía la cabeza levantada; ahora su barbilla proyectaba una sombra sobre su garganta, y los ojos no tenían pupilas.

Su habitación olía a polvo mojado y vuelto a secar muchas veces. Sacó una cerilla, la encendió y prendió una vela que estaba en una palmatoria de porcelana; luego, miró el lecho, tan combado como una hamaca y cubierto con una mugrienta y remendada colcha, por cuyos bordes asomaba la guata. Los escalones de la entrada crujieron y Adam supuso que la patrona se había instalado otra vez en la puerta para dispensar una acogida inhospitalaria al que llegara.

Adam se sentó en una silla y apoyó los codos sobre sus rodillas, descansando el mentón en las manos. Un huésped, abajo en el vestíbulo, comenzó a toser monótonamente en el silencio de la noche.

Y Adam supo que no podía volver a casa. Había oído decir a viejos soldados que habían hecho lo mismo que él estaba decidido a hacer ahora.

—No puedo soportarlo. No tengo ningún lugar adonde ir. No conozco a nadie. Si sigo vagabundeando así, pronto me sentiré tan asustado como un niño; lo primero que tengo que hacer es rogar al sargento que me deje regresar, con lo cual me hará un verdadero favor.

De nuevo en Chicago, Adam se reenganchó y solicitó que lo destinasen a su antiguo regimiento. En el tren que lo trasladaba al oeste, los hombres de su escuadrón le parecieron seres muy queridos.

Mientras esperaba el transbordo en Kansas City, oyó que pronunciaban su nombre en voz alta, y le entregaron un mensaje, la orden de trasladarse a Washington y de presentarse en las oficinas del Ministerio de la Guerra. Adam, en sus cinco años de servicio, había absorbido, más que aprendido, que jamás tenía que asombrarse ante una orden. Para un soldado, los altos y lejanos dioses de Washington estaban locos de remate, y si él, por su parte, deseaba conservar su sano juicio, debía pensar lo menos posible en los generales.

Adam dio su nombre a un empleado y esperó en una antesala, donde vino a buscarlo su padre. Adam tardó un momento en reconocer a

Cyrus, y mucho más en acostumbrarse a su nuevo aspecto. Cyrus se había convertido en un gran hombre, y vestía como tal: levita y pantalones negros, sombrero negro de ala ancha, abrigo con cuello de terciopelo, y bastón de ébano que manejaba a modo de espada. También se comportaba como un gran hombre. Hablaba con voz lenta, melodiosa, tranquila y mesurada; sus ademanes eran abiertos, y su nueva dentadura le proporcionaba una sonrisa ladina, completamente en desacuerdo con sus emociones.

Cuando Adam se dio cuenta de que aquel personaje era su padre, todavía estaba desconcertado. De pronto, bajó la mirada y vio que Cyrus no llevaba ninguna pata de palo. La pierna era recta, se doblaba por la rodilla y en el pie llevaba puesto un brillante zapato medio recubierto por una polaina. Cuando caminaba renqueaba ligeramente, pero no como antes, cuando llevaba su pata de palo.

Cyrus observó la mirada de su hijo.

—Ortopédica —explicó. Tiene articulación. Puedo incluso saltar, y, si me lo propongo, no cojeo en absoluto. Ya te la enseñaré cuando me la quite. Ahora, ven conmigo.

—He recibido órdenes, señor. Tengo que presentarme ante el coronel Wells —respondió Adam.

—Ya lo sé. Fui yo quien le dijo a Wells que te enviase esa orden. Ven.

Adam replicó algo turbado:

—Si no le importa, señor, creo que haría mejor en presentarme ante el coronel Wells primero.

Su padre se volvió hacia él.

—Lo he hecho para probarte —dijo con ademán grandilocuente—. Quería ver si el ejército tiene disciplina en estos días. Muy bien, muchacho. Ya sabía yo que el ejército te haría bien. Ahora ya eres un hombre y un soldado, hijo mío.

—Tengo que cumplir mis órdenes, señor —insistió Adam.

Aquel hombre le parecía un extraño, y en su interior surgió una débil sensación de disgusto. Todo aquello se asemejaba a una pantomima, y la rapidez con que se abrieron las puertas cuando se dirigió hacia el despacho del coronel, el obsequioso respeto de aquel oficial y las palabras que pronunció al recibirle, «El ministro quiere verlo enseguida, señor», no fueron suficientes para disipar sus dudas.

—Es mi hijo, un simple soldado raso, señor ministro, como yo lo fui siempre, un soldado raso del ejército de los Estados Unidos.

—me licenciaron como cabo, señor —aclaró Adam.

Apenas oyó el intercambio de cumplidos, pues estaba pensando que aquél era el ministro de Defensa. ¿No se daba cuenta de que su padre fingía? Estaba representando una comedia. ¿Qué le había ocurrido? Era raro que el ministro no lo advirtiese.

Se dirigieron al hotelito donde vivía Cyrus, y por el camino éste le señaló los lugares, los edificios, los recuerdos históricos, con el calor de un conferenciante.

—Vivo en un hotel —dijo—. Había pensado comprar una casa, pero como siempre estoy viajando, no me hubiera salido a cuenta. Me paso la vida recorriendo los Estados Unidos.

El conserje del hotel se inclinó ante Cyrus, le llamó «senador» y le indicó que, si Adam queda una habitación, tendría que despedir a alguno de los huéspedes.

—Envíe una botella de whisky a mi habitación, por favor.

—Si usted lo desea le enviaré también un poco de hielo picado.

—Hielo! —exclamó Cyrus—. Mi hijo es un soldado. —se golpeó la pierna con el bastón y sonó a hueco—. Yo también he sido un soldado, un soldado raso. ¿Para qué queremos hielo?

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