—¿Qué buscas, George? ¿Qué has encontrado, George? Por último, el juez se aproximó a él y dijo: —¿Qué piensa usted, George?
—En las cerraduras no había llaves —observó el jefe de los bomberos, con expresión preocupada. —Es posible que se cayesen. —¿Cómo?
—O vaya usted a saber si se han fundido. —Las cerraduras no se han fundido. —Puede que Bill Ames las quitara. —¿Desde dentro?
Y mostró sus trofeos. Ambas cerraduras tenían el pestillo echado. Ya que la casa se había quemado, y con ella su propietario, los empleados de la curtiduría, en señal de duelo, decidieron no acudir al trabajo. Se apiñaron en torno a la casa, ofreciendo su ayuda para lo que fuese necesario, y se mostraron muy serviciales y compungidos.
Aquella misma tarde, Joel Robinson, el juez, se dirigió a la curtiduría, donde encontró la caja abierta y varios documentos esparcidos por el suelo. Una ventana forzada mostraba el lugar por donde había entrado el ladrón.
Ahora todo cambiaba. Ante esto no se podía pensar en un accidente. El temor sustituyó a la pena, y la ira, hermana del temor, se fue abriendo paso. La multitud comenzó a dispersarse.
Los curiosos no tuvieron que ir muy lejos. En el cobertizo de los carruajes se descubrieron lo que suele llamarse «señales de lucha»; una caja rota, un farol del carro hecho añicos, arañazos en el polvo y paja esparcida por el suelo. Los mirones no hubieran comprendido que se trataba de señales de lucha de no haber sido por las manchas de sangre que se veían en el suelo. El comisario se encargó del asunto, ya que pertenecía a su jurisdicción. Ordenó a todo el mundo que despejase el cobertizo.
—¿Es que queréis borrar todas las huellas? —les gritó—. Haced el favor de salir y quedaos frente a la puerta.
Registró la estancia, recogió algo, y en un rincón encontró un objeto que pareció interesarle. Se dirigió a la puerta con su hallazgo en la mano, que consistía en una cinta azul para el cabello, manchada de sangre, y una crucecita con piedras rojas.
—¿Hay alguien que reconozca estos objetos? —preguntó.
En una población pequeña, donde todo el mundo se conoce, es casi imposible creer que alguien pueda matar a otro. Por esta razón, si las pruebas no son demasiado contundentes contra una persona determinada, hay que pensar que el criminal es algún oscuro forastero, algún vagabundo proveniente del mundo exterior, que es donde ocurren tales cosas. Cuando esto sucede, se efectúan redadas en los campamentos de vagabundos, se detiene a los vagos y se efectúan registras en los hoteles. Se sospecha inmediatamente de cualquier desconocido. Esto sucedía en el mes de mayo, no hay que olvidarlo, cuando los vagabundos acababan de lanzarse de nuevo a las carreteras, ahora que el buen tiempo les permitía extender sus mantas junto a cualquier curso de agua. Y también había gitanos por la comarca; toda una caravana acampaba a menos de diez kilómetros. ¡Poco sabían aquellos infelices gitanos de lo que se les venía encima!
Se hicieron pesquisas en varios kilómetros a la redonda, tratando de encontrar señales de tierra removida recientemente, y se dragaron estanques para encontrar el cuerpo de Cathy. «¡Era tan bella!», decían todos, como si eso fuese razón suficiente para que la hubiesen raptado. Al final, arrestaron a un zángano hirsuto y medio imbécil para interrogarle. Era el perfecto candidato para la horca, no sólo porque no tenía ninguna coartada, sino porque además no podía acordarse absolutamente de nada de lo que había hecho en toda su vida. Su mente vacilante apenas se daba cuenta de que sus interrogadores querían algo de él y, como era una criatura complaciente, trató de darles lo que querían. Cuando le hicieron una pregunta capciosa, mordió el cebo con facilidad, y se puso muy contento al ver que su respuesta parecía alegrar al comisario. El infeliz se esforzaba por mostrarse amable con aquellos seres superiores. Con él era muy fácil. La única complicación de su confesión fue que admitió demasiadas cosas contradictorias. Así es que tenían que recordarle constantemente lo que se suponía que había hecho. El pobre hombre se sintió realmente contento cuando fue acusado por un jurado riguroso y asustado. Le pareció que por fin se le concedía alguna importancia en esta vida.
Había y hay hombres que se convierten en jueces y cuyo amor por la ley y la justicia es tan puro como el amor que se siente por una mujer. Un hombre así presidió las deliberaciones del jurado, antes de emitir la sentencia; un hombre tan bueno y tan honesto que evitó mucha maldad a lo largo de su vida. El juez se percató de que, si no se indicaba al acusado lo que tenía que decir, su confesión no tenía ni pies ni cabeza. Además, lo interrogó y se dio cuenta de que, si bien el reo trataba de seguir las instrucciones que le habían dado, era incapaz de recordar lo que había hecho, a quién había matado, cómo y por qué. El juez suspiró y ordenó que lo sacasen de la sala, e hizo luego una seña al comisario.
—Mire usted, Mike —dijo—: no debe hacer una cosa así— Si este pobre idiota hubiese sido un poco más listo, usted hubiera hecho que lo colgasen.
—Se ha confesado autor del crimen —replicó el comisario, sintiéndose herido en su amor propio.
—También admitiría que ha subido al cielo por una escala de oro, y que ha degollado a san Pedro con una bola —repuso el juez—. Tenga usted más cuidado, Mike. La ley existe para salvar, no para destruir.
En estas tragedias locales, el tiempo actúa como lo haría un pincel mojado sobre la acuarela. Los contornos agudos se difuminan, el dolor se disuelve, los colores se funden, y de la mezcolanza de tantas líneas separadas, surge un sólido color gris. Transcurrido un mes, ya no era tan necesario tener que ahorcar a alguien, y a los dos meses, casi todo el mundo estaba de acuerdo en que no había auténticas pruebas contra nadie. Si no hubiese sido por el asesinato de Cathy, el incendio y el robo podían haber constituido una mera coincidencia. Después, la gente llegó a la conclusión de que, sin el cadáver de Cathy, nada se podía demostrar, aunque todos creyesen que había muerto.
Cathy dejó tras ella un dulce recuerdo.
El señor Edwards continuaba ocupándose de su negocio de trata de blancas con perfecto orden y absoluta impasibilidad. Mantenía a su esposa y a sus dos educados hijos en una hermosa casa situada en un barrio señorial de Boston. Los niños fueron matriculados en Groton a muy temprana edad.
La señora Edwards se ocupaba de tener su casa sin una mota de polvo, y de gobernar a las sirvientas con autoridad. El señor Edwards, debido a sus negocios, tenía que ausentarse con mucha frecuencia, pero se las arreglaba para estar en casa el mayor tiempo posible, y para pasar con los suyos cuantas veladas podía. Manejaba su negocio con la precisión de un contable. Era un hombre grande y robusto, con ligera tendencia a engordar tras cumplir los cuarenta, aunque con buena presencia física en una época en la que muchos querían estar gordos para demostrar su éxito.
El negocio había sido exclusivamente idea suya: el circuito por las poblaciones de segundo orden, la breve estancia en ellas de cada una de sus pupilas, la disciplina, los tantos por ciento; tenía claro cuál era su camino, y cometía pocos errores. Nunca enviaba a sus muchachas a ciudades importantes. Podía entendérselas con los ávidos jefes de policía de los pueblos, pero la experimentada policía de las grandes poblaciones le inspiraba bastante respeto. Su lugar ideal era un villorrio en el que existiese un hotel hipotecado, donde no hubiese diversiones y en el que sólo le pudiesen hacer la competencia las esposas de los ciudadanos y alguna que otra muchacha descarriada. Por aquella época tenía bajo su gobierno diez unidades Antes de morir a los sesenta y siete años asfixiado con un hueso de pollo, tenía grupos de cuatro muchachas en cada uno de los treinta y tres pueblecitos de Nueva Inglaterra. Su posición económica era más que acomodada: era rico; y su forma de morir constituía todo un símbolo del éxito y del buen hacer.
En la actualidad, el negocio de los prostíbulos parece estar declinando, hasta cierto punto. Los eruditos esgrimen varias razones para explicarlo. Algunos dicen que lo que ha dado a la prostitución el golpe de gracia ha sido el descenso de la moralidad entre las jóvenes. Otros, acaso más idealistas, sostienen que un mayor celo policial es lo que está terminando con los burdeles. En los últimos años del siglo pasado y a principios del actual, los prostíbulos eran una institución comúnmente aceptada, cuando no abiertamente discutida. Se decía que su existencia constituía una protección para las mujeres honradas. Los solteros podían acudir a esas casas y descargar su energía sexual, y al mismo tiempo, mantener las ideas convencionales acerca de la castidad y la pureza de las mujeres. Era un misterio, y es que en nuestras creencias sociales hay muchas cosas enigmáticas.
Estas casas abarcaban desde palacios recargados de oro y de brocados, de raso y terciopelo, hasta los cochambrosos tugurios, cuyo hedor haría huir hasta a un cerdo. A veces, los que se dedicaban a la trata de blancas contaban historias acerca de jovencitas secuestradas y esclavizadas, y puede que muchas de estas historias fueran ciertas. Pero la gran mayoría de las prostitutas abrazaban su profesión por pereza y estupidez. En los burdeles no tenían ninguna responsabilidad. Las alimentaban, las vestían, cuidaban de ellas hasta que eran demasiado viejas para ejercer su oficio, y entonces las echaban a la calle de un puntapié. Pero este final no conseguía disuadirlas de su obcecado propósito, porque nadie, cuando es joven, piensa que un día llegará a viejo.
De vez en cuando, alguna muchacha lista se metía en la profesión, pero lo normal era que prosperara rápidamente: o regentaba una casa propia o se dedicaba al chantaje o se casaba con un ricachón. Incluso tenían un nombre especial: se las llamaba, de un modo grandilocuente, cortesanas.
El señor Edwards no tenía la menor dificultad en reclutar ni en gobernar a sus pupilas. Si alguna de ellas no era lo convenientemente estúpida, la despedía. Tampoco quería muchachas demasiado hermosas, pues existía el peligro de que algún joven impulsivo se enamorase de alguna de ellas, lo que echaba todos los beneficios por tierra. Cuando alguna de las chicas quedaba embarazada, le daba a escoger entre abandonar la casa o someterse a un aborto tan brutal que la mayoría moría desangrada. A pesar de lo cual, las jóvenes solían escoger el aborto.
Pero no siempre iba todo viento en popa para el señor Edwards. Tenía también sus preocupaciones y problemas. En la época a que me refiero, acababa de sufrir una serie de reveses. En un descarrilamiento habían perecido dos unidades, formadas cada una por cuatro pupilas.
Perdió otra de sus unidades debido a una súbita conversión motivada por el predicador de un pueblo que enardecía a sus feligreses con sus sermones. El conmovido auditorio salió de la iglesia tras él, y se trasladó a los campos. Entonces, y como con tanta frecuencia suele ocurrir, el predicador echó mano de sus mejores bazas, de esas que nunca suelen fallar. Predijo la fecha del fin del mundo, y el auditorio, conmovido y temeroso, cerró filas en torno a él como una piña. Cuando el señor Edwards llegó al pueblo, sacó de su maleta el látigo más grueso y azotó despiadadamente a las muchachas; pero en vez de entrar en razón, ellas le suplicaron que les pegase más como penitencia por sus pecados imaginarios. El abandonó la partida, disgustado y colérico, les quitó los vestidos y regresó a Boston. Las muchachas consiguieron llamar bastante la atención y adquirir cierto renombre cuando se presentaron desnudas ante los reunidos para escuchar el sermón campestre, con el fin de confesar y testificar. Así es como el señor Edwards solía reclutar sus mesnadas, en vez de recoger una por aquí y otra por allá. Pero ahora se encontraba con que tenía que rehacer completamente tres de sus unidades.
Ignoro cómo Cathy Ames oyó hablar del señor Edwards. Acaso supiera de él por medio de algún cochero. Cuando alguna muchacha quería ponerse en contacto con él, siempre tenía modo de enterarse. La mañana en que ella se presentó en su oficina, el señor Edwards estaba de un talante algo desabrido. Atribuía su dolor de estómago al pescado que su esposa le había servido en la cena de la noche anterior. Había pasado toda la noche en vela, devolviendo lo que había ingerido, y se sentía muy débil y atenazado por los calambres.
Por esta razón, no quiso contratar por el momento a aquella joven que se le presentaba con el nombre de Catherine Amesbury. Era demasiado bonita para su negocio. Tenía una voz suave y gutural, un cuerpo cimbreante y ligero y una tez encantadora. En una palabra: no era en absoluto la clase de chica que le interesara al señor Edwards. Si no se hubiese sentido tan débil, la habría despedido al instante. Pero mientras le hacía el interrogatorio de rigor, sobre todo acerca de los padres, que eran los que podían traer complicaciones, el señor Edwards, que hablaba sin mirarla, comenzó a sentir una extraña atracción por ella. El señor Edwards no era un hombre dominado por la concupiscencia, y además jamás mezclaba su vida profesional con sus placeres personales. Aquella reacción le sorprendió. Levantó la mirada, llena de desconcierto, y vio que la joven abría y cerraba los ojos de largas pestañas de un modo dulce y misterioso, mientras sus caderas, algo estrechas, ondulaban casi imperceptiblemente. En su boca había una sonrisa felina. El señor Edwards se inclinó sobre la mesa de su despacho, jadeando entrecortadamente, pensando que deseaba para sí a aquella muchacha.
—No puedo comprender por qué una joven como usted… —comenzó, cayendo en los tópicos dominantes en la sociedad desde tiempo inmemorial, es decir, que forzosamente la joven de quien estamos enamorados tiene que ser honesta y virtuosa.
—Mi padre ha muerto —explicó Catherine, con aire modesto—. Antes de fallecer, dejó que todo se desmoronase. Ignorábamos que hubiese hipotecado la granja. Y yo no puedo permitir que el banco se la quite a mi madre. El disgusto la mataría. —los ojos de Catherine estaban anegados en llanto—. He pensado que yo podría hacer algo para ayudar a pagar los intereses.
Si alguna vez el señor Edwards había tenido alguna oportunidad, era ahora. Y a pesar de que en el interior de su cerebro sonó un pequeño zumbido de advertencia, él lo desoyó. Casi el ochenta por ciento de las jóvenes que acudían a él necesitaban dinero para pagar una hipoteca. Y el señor Edwards tenía como regla invariable no creer ni una palabra de lo que las muchachas le contaban, como no fuese lo que habían tomado para desayunar, y aun a veces también mentían al respecto. Y, sin embargo, aquí estaba él ahora, un robusto y grueso alcahuete, apoyando su panza contra la mesa de su despacho, mientras la sangre afluía a sus mejillas y sus piernas temblaban por la excitación.