Al este del Edén (17 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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El señor Edwards dijo de un modo casi maquinal:

—Querida, ya volveremos a hablar de esto. Acaso encuentre algún medio para que puedas pagar esos intereses.

Y lo bueno del caso es que le hablaba así a una joven que acababa de pedirle trabajo como prostituta. Pero ¿se lo había pedido realmente?

2

La señora Edwards era muy devota, por no decir profundamente religiosa. Se pasaba la mayor parte del día asistiendo a las ceremonias del culto, lo cual no le dejaba tiempo para penetrar ni en su significado ni en sus efectos. Ella creía que su marido se ocupaba en negocios de importación, y aun en el caso de que se hubiese enterado —como probablemente debió de suceder— de la clase de asuntos que llevaba entre manos, se hubiera negado a creerlo. Y éste era otro misterio. Su esposo había sido siempre ante sus ojos un hombre frío y cerebral, que se limitaba a cumplir sus deberes conyugales de una manera mecánica y espaciada. Si nunca se había mostrado muy afectuoso, también es verdad que nunca la había regañado. Sus mayores preocupaciones y emociones se las proporcionaban los chicos, a quienes había que vestir y alimentar. Se sentía contenta con la vida que llevaba, y no ambicionaba nada más. Cuando el carácter de su marido comenzó a agriarse, volviéndose malhumorado y gruñón, permaneciendo enfurruñado, y saliendo de pronto de la casa en un acceso repentino de furor, ella lo atribuyó, al principio, a su estómago, y luego, a contrariedades económicas. Un día que por casualidad lo encontró en el cuarto de baño, sentado en el retrete y lamentándose en voz baja, creyó que estaba enfermo. Su esposo apartó rápidamente la mirada, pero ella observó que sus ojos estaban enrojecidos y llorosos. Al ver que no se curaba ni con tisanas ni con otros remedios caseros, la pobre mujer se sintió desconsolada.

Si en otra época el señor Edwards hubiese oído hablar de alguien en una situación parecida a la que se encontraba él ahora, hubiera reventado de risa. Porque el señor Edwards, a pesar de ser el alcahuete más frío y calculador que jamás ha existido, se había enamorado sin remedio de Catherine Amesbury. Le alquiló una linda casita de ladrillo y terminó regalándosela. La rodeó de todos los lujos imaginables, recargó de ornamentos la casa, que mantenía siempre caldeada hasta el exceso. Las alfombras eran demasiado mullidas y las paredes estaban recubiertas de cuadros con enormes marcos.

El señor Edwards nunca se había sentido dominado por aquellos sentimientos tan lamentables. Las mujeres no eran para él otra cosa que objetos de transacción y no creía en ellas en lo más mínimo. Y puesto que amaba profundamente a Catherine, y el amor exige confianza, aquel insólito sentimiento terminó por destrozarlo. Tenía que confiar en ella, pero al ser mujer, no podía hacerlo. Trató de comprar su fidelidad con regalos y dinero. Cuando no estaba con ella, se torturaba con el pensamiento de que otros hombres pudiesen hallarse en su compañía en aquellos momentos. Aborrecía verse obligado a salir de Boston para revisar sus unidades porque tenía que dejar sola a Catherine. Comenzó a descuidar su negocio. Esta era su primera experiencia amorosa, y casi lo aniquiló.

Una cosa que el señor Edwards ignoraba, y que no podía saber, porque Catherine no se lo hubiera dicho jamás, era que ella le era fiel en el sentido de que ni recibía ni visitaba a otros hombres. Para Catherine, el señor Edwards era simplemente un negocio, como sus unidades lo eran para él. Y al igual que él tenía su técnica, ella empleaba la suya propia. Una vez que lo tuvo en su poder, lo que ocurrió muy pronto, se las arregló para parecer siempre ligeramente insatisfecha. Trataba de darle la impresión de que estaba un poco cansada y de que podía abandonarlo en cualquier momento. Cuando sabia que él iba a ir a visitarla, se las componía para hallarse siempre fuera y volver a toda prisa, con semblante de haber experimentado alguna increíble emoción. Se quejaba entonces de lo difícil que le era evitar las miradas lascivas y los contactos impertinentes de los hombres que la asediaban por la calle y que la abordaban con cualquier pretexto. A veces entraba corriendo en la casa, con semblante aterrorizado, diciendo que acababa de escapar de un hombre que la había estado persiguiendo. Cuando regresaba a última hora de la tarde y encontraba al señor Edwards esperándola, le decía por toda explicación: «He estado de compras. Supongo que de vez en cuando puedo ir de compras, ¿no es así? Pero lo decía de modo que pareciese una mentira.

Por lo que respecta a sus relaciones sexuales, ella consiguió convencerle de que el resultado no le producía mucha satisfacción, y de que si fuese más hombre, podría proporcionarle un placer inimaginable. Su método consistía en mantenerlo constantemente inseguro. Veía con satisfacción cómo los nervios de él comenzaban a alterarse y cómo sus manos temblaban, cómo perdía peso y cómo su mirada adquiría una expresión anhelante. Y cuando sentía con delicada intuición que se aproximaban los estallidos de rabia destructora y vesánica, se sentaba sobre sus rodillas, lo acariciaba y le hacía creer por un momento en su inocencia. Siempre conseguía convencerle.

Catherine quería dinero, y trataba de obtenerlo por el medio más rápido y más fácil. Cuando consiguió convertirlo en un manso y dócil borrego, y cuando supo exactamente que el momento había llegado, comenzó a robarle. Le registraba los bolsillos y se apoderaba de todos los billetes grandes que hallaba en ellos. Él no se atrevió a echárselo en cara, por temor a que lo abandonase. Las joyas que le regalaba desaparecían al instante, y a pesar de que ella afirmaba que las había perdido, él estaba seguro de que las había vendido. Inflaba las cuentas de la tienda de ultramarinos y añadía cifras a los precios de los vestidos. Él no tenía medio de evitar que lo hiciese. Catherine no llegó a vender la casa, pero sí la hipotecó, sacando todo cuanto pudo.

Una noche, el señor Edwards se encontró con que la llave no entraba en la cerradura de la puerta principal. Tras llamar largo rato, Catherine acudió por fin y le dijo que había cambiado las cerraduras porque habla perdido la llave. Como vivía sola, tenía miedo; podía entrar cualquiera. Afirmó que le daría otra llave, pero jamás lo hizo. A partir de entonces, él se vio obligado a tirar de la campanilla; a veces, ella tardaba mucho rato en responder, y otras, no respondía en absoluto. Como no tenía medio alguno de saber si ella estaba o no en casa, el señor Edwards terminó por hacerla vigilar…, y ella jamás supo hasta qué extremo había llegado esta vigilancia.

El señor Edwards era un hombre muy poco complicado, pero incluso el hombre más sencillo posee recovecos oscuros y sinuosos. Y Catherine era muy lista, pero aun una mujer así descuida a veces ciertos sutiles pormenores del carácter masculino.

Sólo dio un traspié, aunque había tratado de evitarlo. Como corresponde, el señor Edwards había provisto al encantador nidito de algunas botellas de champán. Desde el primer día, Catherine se negó a probarlo.

—Me marea —le explicó. Lo he probado una vez y no puedo soportarlo.

—Tonterías —replicó él—. Una copa tan sólo. No puede hacerte daño.

—no, gracias. No me gusta.

El señor Edwards consideró que su negativa era una cualidad tan delicada como propia de una dama. No insistió más, hasta una noche en que se le ocurrió que no sabía nada acerca de ella. El vino podría desatar su lengua. Cuanto más pensaba en ello, mejor le parecía la idea.

—No está bien que no quieras tomar una copa conmigo.

—Te repito que no me sienta bien.

—Tonterías.

—Te digo que no quiero.

—No seas boba —dijo él—. ¿Quieres que me enfade contigo?

—Claro que no.

—Entonces, me veré obligado a hacértelo beber.

—No quiero.

—Bebe —y le alargó un vaso, pero ella se lo apartó.

—Tú no sabes lo mal que me sienta —argumentó Catherine.

—Bebe.

Ella tomó el vaso y lo apuró. Luego permaneció inmóvil, temblando ligeramente y pareciendo escuchar. La sangre afluyó a sus mejillas. Después, bebió un vaso y otro, hasta que sus ojos perdieron toda expresión. El señor Edwards, ante aquella fría mirada, sintió temor. Algo le ocurría que ninguno de los dos podía dominar.

—Acuérdate de que yo me he negado —dijo la joven tranquilamente.

—Quizá sea mejor que no bebas más.

Ella rió y se llenó otra copa.

—Ahora ya no importa —replicó. Un poco más no cambiará mucho.

—Una copa o dos son suficientes —dijo el señor Edwards, sintiéndose realmente inquieto.

Ella le habló con voz suave:

—Escúchame, gordo baboso. ¿Qué sabes acerca de mí? ¿Crees que no puedo adivinar cada uno de tus malditos pensamientos? ¿Quieres que te diga cosas? Te preguntas dónde ha podido aprender una chica como yo semejantes artimañas. Pues te lo voy a decir. Las aprendí en los burdeles. ¿Te enteras? Burdeles. He trabajado en sitios que jamás hayas podido imaginar… durante cuatro años. Los marineros de Port Said me enseñaron varios trucos. Conozco cada nervio en tu piojoso cuerpo, y cómo manejarlo.

—Catherine —exclamó él en tono de protesta—. No sabes lo que estás diciendo.

—Ahora lo entiendo. Tú querías que hablase. Pues bien, ya he hablado.

Ella se acercó lentamente hacia él, y el señor Edwards consiguió dominar su impulso de apartarse. La temía, pero no se movió. Ante sus mismas narices, ella bebió la última copa de champán, rompió con delicadeza el cristal contra la mesa y se lo clavó al señor Edwards en la mejilla.

Cuando salió apresuradamente de la casa, pudo oír la risa histérica de Catherine.

3

El amor, para un hombre como el señor Edwards, es una emoción destructora. Arruinó su juicio, ofuscó su entendimiento, le quitó su energía. Se repetía a sí mismo que Catherine era una histérica —algo a lo que ella contribuía bastante— y trataba de creérselo. Su forzada confesión la había aterrorizado, y durante un tiempo hizo los mayores esfuerzos para restaurar la dulce imagen que él se había forjado de ella.

Un hombre capaz de tal amor puede llegar a torturarse hasta el infinito. El señor Edwards deseaba con todo su corazón creer en la bondad de la joven, pero se lo impedía tanto una vocecita interior como la confesión de ella. Casi por instinto, se esforzó en conocer la verdad, y al mismo tiempo en negar las evidencias. Sabía, por ejemplo, que ella no guardaba el dinero en un banco. Uno de sus empleados, utilizando un complicado sistema de espejos, descubrió el lugar de la bodega de la casita de ladrillo donde ella lo guardaba.

Un día, el señor Edwards recibió un recorte de periódico enviado por la agencia de detectives que trabajaba para él. Era una vieja noticia acerca de un incendio, publicada en el semanario de un pueblecito. El señor Edwards lo estudió atentamente. Sintió que su corazón se paralizaba, que una luz roja se encendía en su cerebro. Había auténtico miedo mezclado con su amor, y el resultado de esta mezcla es la crueldad. Se dirigió con paso bamboleante hacia el sofá de su despacho y se tumbó en él boca abajo, apoyando la frente sobre el cuero negro y frío. Permaneció en esta postura durante un rato, sin respirar apenas. Poco a poco, sus ideas fueron aclarándose. Sentía un regusto salado en la boca, y los hombros doloridos. Pero conservaba la calma y en su mente brilló la luz, al igual que el penetrante haz de una linterna atraviesa las tinieblas de una habitación oscura. Se levantó despacio y comprobó su maleta, como solía hacer cuando salía en viaje de negocios: camisas limpias, ropa interior, un camisón, zapatillas y el grueso látigo plegado en el fondo de la maleta.

Atravesó pesadamente el jardincito que había frente a la casa de ladrillo y tocó la campanilla.

Catherine le abrió inmediatamente. Llevaba puestos el abrigo y el sombrero.

—¡Oh! —dijo—. ¡Qué lástima! Tengo que salir un momento.

El señor Edwards dejó la maleta en el suelo.

—No —contestó.

Ella lo observó con detenimiento. Le parecía cambiado. Pasó junto a ella con pasos sordos y empezó a bajar hacia la bodega.

—¿Adónde vas? —preguntó ella con voz chillona.

Él no contestó. A los pocos instantes volvió a subir llevando en sus manos una cajita de roble, que metió en su maleta.

—Eso es mío —afirmó ella con voz suave.

—Ya lo sé.

—¡Adónde piensas ir?

—Vamos a hacer un viajecito.

—¡Adónde? Yo no puedo ir.

—A un pueblo de Connecticut. Tengo que resolver algunos asuntos allí. Me dijiste una vez que querías trabajar. Bien, pues ahora trabajarás.

—Pero ahora ya no quiero. No puedes obligarme. ¡Llamaré a la policía!

Él sonrió con expresión tan horrible que Catherine dio un paso atrás. La sangre latía en las sienes del señor Edwards.

—Quizá te gustaría regresar a tu pueblo —dijo—. Hubo un gran incendio hace varios años. ¿No lo recuerdas?

Ella lo escrutó con la mirada, tratando de encontrar un punto débil, pero los ojos del hombre eran duros e inexpresivos.

—¡Qué quieres que haga? —le preguntó ella sumisa.

—Únicamente acompañarme en este viajecito. Dijiste que querías trabajar.

Sólo se le ocurrió un plan. Tenía que acompañarlo y esperar a que se presentase una oportunidad. Él no podría estar siempre vigilándola. Sería peligroso contrariarlo ahora. Era mejor ir con él, y esperar. Eso nunca fallaba. Pero las palabras de Edwards habían asustado realmente a Catherine.

Cuando al atardecer se apearon del tren en la estación del pueblo, se adentraron por una calle oscura, que los condujo hacia un descampado. Catherine estaba cansada, pero alerta. Desconocía los planes. Por si acaso, llevaba una afilada navaja en el bolso.

El señor Edwards había decidido lo que iba a hacer. Pensaba azotarla y dejarla en una de las habitaciones de la taberna; después volvería a azotarla, y la llevaría a otro villorrio, y así sucesivamente hasta dejarla inservible. Entonces, la echaría como a un perro. El comisario local ya se ocuparía de que no se escapase. La navaja no le preocupaba, pues ya sabía que la llevaba con ella.

Lo primero que hizo cuando se detuvieron en un lugar retirado, entre un muro y una hilera de cedros, fue arrancarle el bolso de la mano y arrojarlo por encima de la pared. Aquello zanjaba la cuestión de la navaja. Pero él no se conocía lo suficiente, porque en toda su vida no había estado enamorado de una mujer. Pensaba que sólo quería darle un correctivo, pero al segundo azote el látigo no era suficiente. Lo arrojó al polvo y empleó sus puños. Comenzó a jadear entrecortadamente.

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