—Respóndeme.
Una intrepidez libre y creadora poseía a Adam hasta la médula.
—Muy bien, te lo diré. No, no lo quería. A veces le temía y otras veces lo admiraba, pero la mayor parte del tiempo lo odiaba. Ahora, dime por qué querías saberlo.
Charles se miraba las manos.
—No lo entiendo —dijo—. Es que no me cabe en la cabeza. Él te quería más que a nada en el mundo.
—No lo creo.
—Pues así es. Le gustaba todo lo que tú le dabas. ¿Recuerdas el regalo que yo le hice? Sí, aquel cuchillo. Tuve que partir y vender una carga de leña para poder comprarlo. Pues bien, ni tan siquiera se lo llevó a Washington consigo. Aún está en la mesa de su despacho. Pero tú le diste un cachorro, que no te costó nada. Bueno, pues ahora verás una fotografía de ese cachorro. ¿Dónde? En sus funerales. Un coronel lo llevaba en brazos. El perro estaba ciego y no podía andar. Lo mataron después de los funerales.
Adam estaba sorprendido ante la fiereza de la voz de su hermano.
—No veo adonde quieres ir a parar —dijo.
—Yo le quería —contestó Charles.
Y por primera vez en toda su vida, Adam vio llorar a Charles. Escondió la cabeza entre sus manos y lloró.
Adam estuvo a punto de aproximarse a él, pero volvió a sentir un resto del antiguo temor. «No», pensó, «si lo toco, tratará de matarme." Se dirigió a la puerta abierta y permaneció mirando afuera, mientras oía a sus espaldas los sollozos de su hermano.
La granja contigua a la casa no era bonita, jamás lo había sido. Había basura por todas partes, dejadez, abandono, carencia de planificación; faltaban flores y, en su lugar, se veían pedazos de papel y astillas esparcidos por todas partes. La casa tampoco era bonita. Era un chamizo, bien construido, eso sí, que sólo servía como abrigo y para cocinar en él. Tanto la granja como la casa eran frías y no despertaban amor ni simpatía alguna. No constituían un hogar al que uno anhelase volver. De pronto, Adam se puso a pensar en su madrastra —que suscitaba tan poco afecto como la granja—, dispuesta, limpia a su manera, pero que tenía tan poco de esposa como la granja de hogar.
Su hermano había dejado de sollozar. Adam se volvió. Charles miraba frente a sí con rostro inexpresivo.
—Háblame de madre —le dijo Adam.
—Murió. Ya te lo escribí.
—Háblame de ella.
—Ya te lo he dicho. Murió. Hace mucho tiempo. Además, no era tu madre.
La sonrisa que Adam viera una vez en el semblante de ella brilló de nuevo en su mente, y evocó su rostro.
La voz de Charles te llegó a través de aquella imagen, haciéndola pedazos.
—Quiero que me digas una cosa, pero no enseguida. Piensa antes de contestar, y no me respondas si no estás seguro de decirme la verdad.
Charles movió los labios en anticipación a la pregunta.
—¿Crees que sería posible que nuestro padre no hubiese sido honrado?
—¿Qué quieres decir? —replicó Adam.
—¿No está claro? Creo que lo he dicho muy clarito. Honrado sólo puede tener un significado.
—No lo sé —respondió Adam—. No lo sé. Nunca se quejó nadie. Piensa en todo lo que consiguió: permanecía hasta muy avanzada la noche en la Casa Blanca, y el vicepresidente acudió al entierro. ¿Crees que eso hubiera sido posible de no haber sido honrado? Vamos, Charles —le suplicó—. Dime lo que has estado tratando de decirme desde el instante en que llegué.
Charles se humedeció los labios. La sangre parecía haber desaparecido de su rostro, y con ella toda su energía y ferocidad. Su voz adquirió un tono monótono.
—Padre hizo testamento. Nos deja todos sus bienes, a partes iguales.
Adam rió.
—Bueno, siempre podremos vivir de la granja. Supongo que no nos moriremos de hambre.
—La fortuna asciende a más de cien mil dólares —prosiguió la voz monótona.
—Estás loco. Querrás decir más de cien dólares. ¿De dónde los hubiera sacado?
—No me he equivocado. Su sueldo en el ejército era de ciento treinta y cinco dólares al mes. Pagaba de su bolsillo su estancia y manutención y, cuando viajaba, iba a hoteles pagados y cobraba cinco centavos por kilómetro a modo de dieta.
—Quizá siempre tuvo esa fortuna, y jamás nos enteramos.
—No, no la tenía.
—En ese caso, ¿por qué no escribimos al Ministerio de la Guerra para pedir información? Alguien debe saberlo.
—Yo no me atrevo —contestó Charles.
—Mira, no nos precipitemos. Quizás especuló un poco. Hay muchos hombres que se enriquecen de golpe. Él conocía a importantes personalidades. Vete a saber si intervino en algún buen negocio. Piensa en los que se fueron a California cuando la fiebre del oro y volvieron ricos.
El rostro de Charles expresaba desolación. Bajó tanto el tono de su voz que Adam tuvo que aproximarse más para oír lo que decía. Hablaba con la misma monotonía que si estuviese leyendo un informe:
—Nuestro padre ingresó en el Ejército de la Unión en junio de 1862. Hizo la instrucción durante tres meses en este estado, lo que nos lleva a septiembre. Luego se marchó al sur. El 12 de octubre fue herido en la pierna y enviado al hospital. Volvió a casa en enero.
—No sé adonde quieres ir a parar.
Las palabras de Charles eran sordas y cortantes.
—No estuvo en Chancellorsville. Tampoco en Gettysburg ni en Wilderness, ni en Richmond, ni en Appomatox.
—¿Cómo lo sabes?
—Por su hoja de licenciamiento. Vino con los demás papeles.
Adam suspiró profundamente. Sentía en el pecho una palpitación y un oleaje tumultuoso de alegría. Movió la cabeza sin creerlo del todo.
—¿Cómo consiguió ocultarlo? —prosiguió Charles—. ¿Cómo demonios consiguió ocultarlo? Nadie le hizo jamás la menor pregunta. ¿Se la hiciste tú? ¿Se la hice yo? ¿Acaso se la hizo mi madre? Nadie le preguntó nunca nada, ni siquiera los de Washington.
Adam se levantó.
—¿Hay algo para comer en casa? Voy a calentarme cualquier cosa.
—Anoche maté una gallina. Voy a preparártela, si quieres esperar un poco.
—¿No hay nada más rápido?
—Sí, un poco de tocino y todos los huevos que quieras.
—Tomaré eso —aceptó Adam. Dejaron la pregunta en el aire y continuaron dándole vueltas en sus cabezas. No volvieron a mencionarla, pero no conseguían apartarla de su mente. Querían hablar de ello, pero no se atrevían. Charles frio unos huevos con tocino y calentó una cacerola de judías.
—He arado los pastos —dijo—, y he plantado centeno en ellos.
—¿Es buena tierra?
—Muy buena, después de quitar las piedras. —Se tocó la frente—. Me hice esta condenada herida tratando de levantar una piedra con una palanca.
—
Ya
me lo contaste en
una carta
—
respondió
Adam—. No sé si llegué a comentarte que tus cartas significaron mucho para mí.
—Nunca contabas demasiado sobre lo que hacías —replicó Charles.
—Es que no me gustaba mucho pensar en ello. No era muy agradable, en su mayor parte.
—Va me enteré de las campañas por los periódicos. ¿Participaste en ellas?
—Sí, pero no me gusta hablar de ello, no todavía.
—¿Matasteis indios?
—Sí, matamos indios.
—Supongo que son muy tozudos.
—Supongo que sí.
—No tienes que hablar de ello si no quieres.
—No quiero.
Cenaron a la luz del quinqué.
—Tendríamos más luz si limpiásemos el globo.
—Ya lo haré yo —dijo Adam—. Es difícil pensar en todo.
—Me alegro de que hayas vuelto. ¿Te gustaría ir a la taberna después de cenar?
—Bueno, ya veremos. Preferiría descansar un poco.
—No te lo he escrito en ninguna carta, pero has de saber que hay chicas en la taberna. No sé si te gustaría que yo te acompañase. Las cambian cada dos semanas. Creo que te agradaría ir a verlas.
—¿Chicas?
—Sí, en el primer piso. Así resulta más cómodo. Y supongo que tú, que acabas de llegar…
—Esta noche no. Ya iremos más adelante. ¿Cuánto cuestan?
—Un dólar. En su mayoría están bien.
—Más
adelante
—repitió Adam—. Me sorprende que las dejen permanecer aquí.
—También me extrañó a mí, al principio. Pero se han inventado un buen sistema.
—¿Vas muy a menudo?
—Cada dos o tres semanas. Uno aquí se siente muy solo.
—Me escribiste una vez que pensabas casarte.
—Sí, así era, en efecto. Pero supongo que no encontré la adecuada.
Los dos hermanos seguían evitando hablar del tema principal. A veces parecía que iban a abordarlo, pero enseguida se zafaban y continuaban charlando sobre la cosecha, los chismes locales, la política y la salud. Sabían que tarde o temprano volverían a él. Charles estaba más ansioso por tratarlo a fondo que su hermano, pues ya había tenido tiempo suficiente para meditar sobre él; sin embargo, para
Adam
era un terreno totalmente nuevo. Hubiera preferido aplazarlo para otro día, pero sabía que su hermano no se lo iba a permitir, aunque lo intentó diciendo abiertamente:
—Mañana hablaremos de lo que ya sabes.
—Como quieras —respondió Charles.
Poco a poco fueron agotando las vías de escape: hablaron de cada persona que conocían y de todos los acontecimientos locales. Después, la conversación decayó, y el tiempo iba pasando.
—¿Vamos a acostarnos? —preguntó Adam.
—Todavía no.
Permanecieron en silencio, mientras la noche avanzaba sobre la casa, tocándoles ligeramente y apremiándoles.
—Me hubiera gustado asistir al entierro —dijo Charles.
—Debió de
ser muy hermoso.
—¿Quieres ver los recortes de los periódicos? Los tengo arriba, en mi cuarto.
—No, esta noche no.
Charles aproximó su silla a la mesa y se apoyó sobre ella.
—Tenemos que resolverlo —dijo nervioso—. No podemos aplazarlo indefinidamente, debemos tomar una decisión.
—Lo sé —respondió Adam—, pero me gustaría tener un poco más de tiempo para meditar sobre ello.
—¿De qué serviría? Yo he tenido todo el tiempo del mundo, y no puedo salir del atolladero. He tratado de no pensar en ello, pero continúo dándole vueltas. ¿Crees que el tiempo va a ayudarte?
—No, supongo que no. ¿De qué quieres que hablemos primero? Sería mejor que no diésemos más rodeos pues con ello no arreglamos nada.
—En primer lugar, el dinero —expuso Charles—. Más de cien mil dólares. Una verdadera fortuna.
—¿Qué pasa con el dinero?— ¿De dónde lo obtuvo?
—¿Cómo voy a saberlo? Ya te he dicho que pudo haber tenido algún golpe de suerte. Quizás alguna buena inversión en Washington. —¿De verdad lo crees así?
—Yo no creo nada —contestó Adam—. No sé nada, así es que, ¿cómo voy a saberlo?
—Es que es mucho dinero —replicó Charles—, Nos deja una fortuna. Tenemos para el resto de nuestra vida, o si queremos, podemos comprar enormes extensiones de tierra que nos producirán grandes rendimientos. Es posible que no hayas pensado en ello, pero la verdad es que somos ricos. Somos los más ricos de la vecindad. Adam lanzó una carcajada. —Lo dices como sí fuera una sentencia de muerte. —¿De dónde procedía?
—Pero ¿por qué te preocupas? —preguntó Adam—. Podemos invertirlo y vivir de las rentas.
—No estuvo en Gettysburg. No participó en ninguna batalla en toda la guerra. Lo hirieron en una escaramuza. No dijo más que mentiras.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Adam. —Creo que robó ese dinero —respondió Charles, lastimeramente—. Tú me has preguntado y yo te he respondido. —¿Sabes dónde lo robó? —No.
—Entonces, ¿qué es lo que te hace creer que lo robó? —Mintió sobre la guerra. —¿Qué?
—Quiero decir que, si era un mentiroso, ¿por qué no podía ser un ladrón?
—¿Y cómo lo hizo?
—Ocupó cargos en el ejército, altos cargos. Vete a saber si no tenía incluso acceso a la tesorería, pudo haber amañado los libros… Adam suspiró.
—Bien, sí eso es lo que piensas, ¿por qué no les escribes y se lo dices? Que examinen los libros. Si es cierto, devolveremos el dinero.
El rostro de Charles tenía una expresión angustiada, y la cicatriz de su frente se oscureció.
—El vicepresidente acudió a su entierro. El presidente envió una corona. Había una fila de carruajes de casi un kilómetro y cientos de personas a pie. ¿Y sabes quiénes eran los que cargaban el féretro? —¿Adonde quieres ir a parar?
—Suponte que se descubre que era un ladrón. Entonces, saldría también a relucir que jamás estuvo en Gettysburg, ni en ninguna parte. Todos sabrían que había sido un embustero y que toda su vida no fue más que una sarta de mentiras. Y en ese caso, incluso si alguna vez dijo la verdad, nadie lo creería.
Adam permaneció inmóvil. Sus ojos no denotaban emoción alguna, pero estaba atento.
—Creía que le querías —dijo tranquilamente.
Se sentía aliviado y liberado.
—Le quería y aún le sigo queriendo. Por eso odio este asunto, porque toda su vida ha desaparecido. Incluso pueden llegar a sacarlo de la tumba y arrojar su cuerpo en cualquier parte. —Hablaba con la voz entrecortada por la emoción—: ¿Pero es que tú no le querías? —gritó.
—No he estado seguro hasta ahora —contestó Adam—. Estaba confundido por lo que sentía y lo que debía sentir. No, yo no le quería,
—Entonces, a ti no te importa que destruyan toda su vida, y que mancillen su cuerpo. ¡Oh, Dios!
La mente de Adam trabajaba activamente en un intento por encontrar palabras adecuadas para expresar sus sentimientos.
—A mí todo eso no me preocupa.
—No, claro, a ti no te preocupa —dijo Charles con sarcasmo—. Claro, si tú no le querías, no tienes por qué preocuparte. Incluso puedes contribuir a que le escupan en el rostro.
Adam sabía que su hermano ya no era peligroso. Ya no le movían los celos. Ahora, toda la culpa de su padre recaía sobre sus espaldas, pero era su padre, y nadie podría quitárselo.
—¿Qué sentirás al pasear por el pueblo después de que todo el mundo lo sepa? —preguntó Charles—. ¿Cómo te atreverías a mirar a alguien a la cara?
—Te repito que eso no me preocupa. Y no me preocupa porque no lo creo.
—¿Qué es lo que no crees?
—No creo que robase ese dinero. Yo creo en la guerra que hizo como él la relató, y también que estuvo en todos los lugares.
—Pero las pruebas… ¿qué pasa con la hoja de licenciamiento?
—No tienes la menor prueba de que fuese un ladrón. Sólo lo sospechas porque no sabes de dónde proviene ese dinero.