Al este del Edén (14 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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La señora Ames se detuvo y escuchó. Oyó el susurro de voces que hablaban sigilosamente, y caminó sin hacer ruido hacia el cobertizo de los carruajes. La doble puerta estaba cerrada. Del interior venía un murmullo, pero no se distinguía la voz de Cathy. Tiró de golpe de las puertas, y la brillante luz del sol penetró en el interior. Se quedó helada y con la boca abierta ante el espectáculo que presenció. Cathy yacía en el suelo con la falda remangada hasta más arriba de la cintura. Junto a ella se encontraban arrodillados dos muchachos de unos catorce años. Aquella súbita luz los dejó también petrificados. Los ojos de Cathy estaban blancos de terror. La señora Ames conocía a los dos muchachos y a sus padres.

Súbitamente, uno de los muchachos se puso en pie y echó a correr. Pasó como una exhalación junto a la señora Ames y desapareció por la esquina de la casa. El otro se apartó de la señora con expresión horrorizada y, lanzando un grito, se abalanzó hacia la puerta abierta. La señora Ames intentó agarrarlo, pero sus dedos resbalaron por la chaqueta del muchacho, y consiguió escapar. Ella oyó cómo se alejaba a todo correr.

La señora Ames trató de hablar, pero apenas le salían las palabras:

—¡Levántate!

Cathy la miraba, muy pálida, pero no se movió. Entonces, la señora Ames se percató de que Cathy tenía las muñecas atadas con una gruesa cuerda. Lanzó un chillido, se arrodilló y desató los nudos. Luego, llevó a Cathy a la casa y la acostó.

El médico de cabecera, después de examinar exhaustivamente a Cathy, no halló prueba alguna de que hubiese sido forzada.

—Puede usted dar gracias a Dios por haber llegado a tiempo —le repitió una y otra vez a la señora Ames.

Cathy no pronunció palabra durante muchos días. Según el doctor, sufría una conmoción; pero cuando se le pasó, Cathy se negó a hablar. Si le hacían preguntas, abría desmesuradamente los ojos, hasta ponerlos en blanco, su respiración se detenía, se ponía muy rígida y sus mejillas enrojecían a causa del esfuerzo que hacía para no respirar.

A la charla sostenida con los padres de los muchachos también asistió el doctor Williams. El señor Ames permaneció silencioso casi todo el tiempo. Trajo la cuerda con la que habían atado las muñecas de Cathy. Se mostraba desconcertado. Había cosas que no entendía, pero no las manifestó.

Después de lo ocurrido, la señora Ames se volvió histérica. Ella había estado allí. Ella lo había presenciado. Ella era la autoridad definitiva. Y a través de su histeria, asomaba la cabeza un diablo sádico. Ella quería sangre. Mostraba una especie de placer en sus peticiones de castigo. La población, la comarca, necesitaba una protección. Exponía la cuestión en estos términos. Ella había llegado a tiempo, gracias a Dios. Pero acaso, la próxima vez no sería así; y ¿qué dirían las otras madres, y qué sentirían? Cathy sólo tenía diez años.

En esa época, los castigos eran más salvajes que en la actualidad. Era una creencia popular que el látigo constituía un instrumento bienhechor. Primero por separado, y luego juntos, los muchachos fueron azotados hasta que sangraron.

El crimen que habían cometido era nefando, pero las mentiras demostraron la existencia de una maldad que ni el látigo pudo hacer desaparecer. Y su defensa fue ridícula desde el primer momento. Según ellos, era Cathy quien había empezado todo, y cada uno le había pagado cinco centavos. No le habían atado las manos. Afirmaron que recordaban que Cathy estaba jugando con una cuerda.

La señora Ames fue la primera en decirlo, y pronto la coreó toda la población.

—¿Es que quieren dar a entender que fue ella misma quien se ató?

Si los muchachos se hubiesen confesado autores del crimen, su castigo hubiera sido algo más benigno. Su negativa despertó una rabia torturadora, no sólo en sus padres, que les administraban los latigazos, sino en todo el pueblo. Ambos fueron enviados a un correccional, con la aprobación de sus progenitores.

—Está aterrada —contaba la señora Ames a las vecinas—. Si pudiese hablar y explicarse, quizá se sentiría mejor. Pero cuando le pregunto, es como si lo reviviera, y vuelve a sufrir otra conmoción.

Los Ames nunca volvieron a hablar de ello con su hija. El asunto estaba zanjado. El señor Ames olvidó pronto sus aprensiones y recelos. Hubiera sentido mucho que aquellos dos muchachos estuviesen en el correccional por algo que no habían hecho.

Cuando Cathy se recobró totalmente de la conmoción, tanto los chicos como las chicas la observaban de lejos y luego se le acercaban fascinados por su presencia. Nunca se peleaba con niñas de su edad, como suele ocurrir entre los doce y trece años. Los muchachos no querían correr el riesgo de verse vapuleados por sus amigos por haberla acompañado acaso a la salida de la escuela. Pero ella ejercía una poderosa influencia, tanto sobre los unos como sobre las otras. Y si algún muchacho se la encontraba a solas, se sentía atraído hacia ella por una fuerza que era incapaz de comprender o vencer.

Era fina y delicada y hablaba siempre en voz baja. Daba largos paseos en solitario, y era raro que en alguno de ellos no apareciese algún que otro muchacho al borde del camino para encontrarse con ella como por casualidad. Y a pesar de todos los cotilleos, nadie sabía qué hacía Cathy en realidad. Si ocurría algo, sólo se oían rumores, algo bastante extraño en una edad en que se guardan tantos secretos, pero ninguno de ellos durante mucho tiempo.

Cathy empezó a sonreír un poco, casi de manera imperceptible. Tenía una forma de mirar de soslayo y de bajar los Ojos que parecía insinuar el deseo de compartir algún secreto con algún muchacho.

En la mente de su padre pugnaba por alzarse otra pregunta, pero se esforzaba por enterrarla, y le parecía inmoral pensar en ella. Cathy tenía una suerte extraordinaria para encontrar cosas: una medalla de oro, dinero, una pequeña bolsa de seda, una crucecita de plata con piedrecitas rojas que decía que eran rubíes… Solía encontrar muchas cosas, y cuando su padre puso un anuncio en la sección de objetos perdidos del periódico local acerca de la crucecita, no se presentó nadie a reclamarla.

El señor William Ames, el padre de Cathy, era un hombre muy introvertido. Raramente manifestaba los pensamientos que agitaban su mente. Nunca se hubiera atrevido a llamar la atención de sus vecinos. Guardaba para sí aquella sombra de duda. Era mucho mejor que aparentase no saber nada, mucho más seguro, mucho más juicioso, y sobre todo, mucho más cómodo. Por lo que respecta a la madre de Cathy, se hallaba tan metida en una maraña de diáfanas medias mentiras, de tergiversaciones y de sugerencias, todo obra de Cathy, que no hubiera sabido discernir un hecho verdadero de otro falso.

3

A medida que pasaba el tiempo, Cathy se volvía más encantadora: la tez delicada y aterciopelada, la rubia cabellera, los ojos rasgados llenos de modestia pero tan prometedores, la boquita de piñón repleta de dulzura; desde luego, atraía y retenía la atención de todos. Terminó los ocho cursos de la escuela primaria con tan buenas notas que sus padres decidieron matricularla en el instituto, aunque en aquellos tiempos no era corriente que una joven cursase los estudios secundarios. Pero Cathy dijo que quería ser maestra, lo que causó un gran júbilo a sus padres, porque era la única profesión digna que podía seguir una joven de una familia decente de la clase media. Los padres se sentían muy orgullosos por tener una hija maestra.

Cathy tenía catorce años cuando comenzó la enseñanza secundaria. Siempre había sido una joya para sus padres, pero desde que penetró en los misterios del álgebra y del latín, ascendió a unas alturas a las cuales sus padres no podían seguirla. Les pareció como si la hubiesen perdido y se hubiese trasladado a un orden superior.

El profesor de latín era un joven pálido y febril que fracasó en sus estudios de teología, pero que, sin embargo, sabía lo suficiente para enseñar la inevitable gramática y traducir a César y a Cicerón. Era un joven silencioso, obsesionado constantemente por su fracaso. En lo más profundo de su corazón sentía que había sido rechazado por Dios, y con justicia.

Durante un tiempo, se observó un cambio de actitud en James Grew y cierta fuerza en su mirada. Jamás lo vieron en compañía de Cathy, y no se sospechaba que existiese relación entre ambos.

James Grew se convirtió en un hombre. Andaba con paso firme y canturreando. Escribió unas cartas tan persuasivas, que los directores de la Escuela de Teología fueron favorables a su readmisión.

Y de pronto, aquella llama desapareció de su mirada. Sus hombros, tan erguidos y arrogantes, se hundieron en el desánimo; sus ojos volvieron a adquirir una expresión febril y se retorcía las manos. Se le veía por las noches arrodillado en la iglesia, moviendo incansablemente los labios. Dejó de asistir a la escuela, alegando que estaba enfermo, cuando todo el mundo sabía que paseaba a solas por las colinas cercanas al pueblo.

Una noche, muy tarde, llamó a la puerta de la casa de los Ames. El señor Ames se levantó refunfuñando, encendió una vela, se echó un abrigo encima de su camisón y se dirigió a la puerta.

Ante él estaba James Grew con aspecto salvaje e hirsuto, con los ojos brillantes y con el cuerpo agitado por un continuo temblor.

—Tengo que hablarle —dijo con voz ronca al señor Ames.

—Es más de medianoche —repuso el señor Ames con firmeza.

—Tengo que hablarle a solas. Póngase algo y salga. Tengo que hablar con usted.

—Creo que está enfermo o ha bebido, joven. Váyase a casa y trate de dormir. Es más de medianoche.

—No puedo esperar. Tengo que hablar con usted.

—Venga a verme mañana por la mañana a la curtiduría —contestó el señor Ames, y le dio con la puerta en las narices; sin embargo, permaneció tras ella para escuchar y oyó una voz lastimera que decía:

—No puedo esperar, no puedo esperar.

Y el señor Ames oyó luego unos pies que se arrastraban lentamente por los escalones de la entrada.

El señor Ames regresó a la cama, protegiendo con la mano la llama de la vela. Le pareció ver cerrarse silenciosamente la puerta de Cathy, pero tal vez se debía a un efecto de la llama temblorosa, pues también tuvo la impresión de que se movía una cortina.

—¿Qué ocurre? —le preguntó su esposa cuando volvió al lecho.

El señor Ames no supo luego por qué le había respondido de la forma en que lo hizo. Quizá para evitar discusiones.

—Un borracho —dijo—. Se había equivocado de casa.

—¡Ah, Señor, adonde iremos a parar! —comentó la señora Ames.

Tendido en la oscuridad después de apagar la vela, sus pupilas todavía retenían el reflejo luminoso de la llama y, enmarcados por su fantasmagórica silueta, vio los ojos frenéticos y suplicantes de James Grew. Le costó mucho volver a conciliar el sueño.

Por la mañana corría un rumor por el pueblo, falseado aquí y allá, con cambios y adiciones, pero por la tarde todo se aclaró. El sacristán había encontrado a James Grew tendido frente al altar. Se había volado la tapa de los sesos. Junto a él había una escopeta, y a su lado, el palo que le había servido para empujar el gatillo. Cerca del cuerpo, en el suelo, se hallaba una de las velas del altar. De las tres velas restantes, una todavía ardía; las otras no habían sido encendidas. Y en el suelo se encontraron dos libros, uno encima del otro: el de himnos y el de oraciones. Según la reconstrucción de los hechos del sacristán, James Grew tuvo que haber apoyado el cañón de la escopeta sobre los dos libros para que apuntase a la sien, y el retroceso había hecho caer la escopeta en esa posición.

Muchas personas recordaban luego haber oído una explosión aquella madrugada antes del alba. James Grew no dejó ninguna carta. Nadie pudo adivinar qué lo empujó al suicidio.

El primer impulso del señor Ames fue ir a ver al forense y contarle la visita que había recibido aquella noche, pero lo pensó mejor. ¿De qué serviría? En el caso de que él supiese algo concreto, hubiera sido diferente. Pero no sabía nada de nada. Sentía un nudo en el estómago. Se repitió una y otra vez que él no tenía culpa ninguna. ¿Cómo podía haberlo evitado? Ni tan siquiera conocía los motivos que impulsaron a Grew a matarse. Sin embargo, se sentía culpable y lleno de remordimientos.

Durante la cena, su esposa empezó a hablar del suicidio, y él fue incapaz de tragar bocado. Cathy permanecía silenciosa, pero no más que de costumbre. Comía a pequeños bocaditos y se secaba frecuentemente los labios con la servilleta.

La señora Ames explicaba con todo detalle la posición en que habían encontrado el cuerpo y la escopeta.

—Hay una cosa que me gustaría saber —dijo—. Ese borracho que llamó aquí anoche, ¿no habrá sido el joven Grew?

—No —atajó prontamente su marido.

—¿Estás seguro? No pudiste verle bien.

—Yo llevaba una vela —respondió con aspereza—. No se parecía a nadie conocido. Tenía una gran barba.

—No tienes que enfadarte por eso —contestó su esposa—. Sólo te lo preguntaba.

Cathy secó sus labios, y cuando dejó la servilleta en su regazo, sonreía.

La señora Ames se volvió hacia su hija.

—Tú lo veías a diario en la escuela, Cathy. ¿Te pareció triste últimamente? ¿No
advertiste nada que pudiese dar a
entender…?

Cathy miró al plato, y luego levantó los ojos.

—Creo que estaba enfermo —dijo—. Sí, no tenía buen aspecto. Todo el mundo lo comentaba hoy en la escuela. Y alguien, no recuerdo quién, dijo que el señor Grew estaba metido en algún lío en Boston. No sé a qué se referirían. Todos queríamos al señor Grew.

Volvió a secarse los labios delicadamente.

Así eran los métodos de Cathy. Al día siguiente, todo el pueblo sabía que James Grew había estado metido en algún lío en Boston, y nadie podía imaginar que era Cathy quien había lanzado el bulo. Incluso la señora Ames había olvidado quién se lo dijo por primera vez.

4

A poco de cumplir dieciséis años, Cathy experimentó un cambio. Una mañana no se levantó, como solía, para ir al instituto. Su madre entró en su habitación y la encontró en la cama, mirando al techo.

—Anda, date prisa. Vas a llegar tarde. Van a dar las nueve —le dijo su madre.

—No pienso ir —respondió la joven, sin el menor énfasis.

—¿Te encuentras mal?

—No.

—Pues entonces date prisa. Levántate ya.

—No pienso ir.

—Seguro que estás enferma. Nunca has faltado un día.

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