Al este del Edén (58 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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La pareja se estremeció ante semejante afirmación, y se miraron entre sí.

Lee había llenado de nuevo sus tazas. Adam vio que el chino hinchaba sus carrillos, y luego oyó el resoplido de felicidad que lanzó cuando se halló en la seguridad del vestíbulo. Los Bacon no hicieron el menor comentario del incidente; preferían hacerlo a solas.

Lee comprendió muy bien cuál era el deseo de los Bacon; así que se precipitó al cobertizo, enganchó la calesa de llantas de goma y la llevó frente a la puerta de entrada.

4

Cuando Abra, Cal y Aron salieron, se quedaron los tres juntos en el pequeño pórtico cubierto, contemplando las gotas de lluvia que caían de los enormes robles. El nubarrón había pasado y los truenos resonaban ya distantes, pero seguía lloviendo de una forma continuada y persistente, sin visos de querer cesar en varias horas.

—Esa señora dijo que había parado de llover —se quejó Aron.

—No lo miró. Habla siempre sin comprobar las cosas —respondió Abra con sensatez.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Cal.

—Diez, y pronto cumpliré once —contestó Abra.

—¡Bah! —dijo Cal—. Nosotros tenemos once y vamos a cumplir pronto doce.

Abra se echó atrás la pamela que le rodeaba la cabeza como un halo. Era bonita, con el cabello oscuro dividido en dos trenzas. Tenía la frente redonda y arqueada, y las cejas rectas. Algún día su naricilla sería delicada y respingona, pero ahora sólo era un pequeño botón. Sin embargo, poseía dos rasgos característicos que nunca desaparecerían: la firmeza del mentón y una boca tan dulce como una flor, muy grande y de labios sonrosados. Sus ojos almendrados, agudos e inteligentes, se hallaban desprovistos por completo de temor. Miraba fijamente el rostro y los ojos de los muchachos, uno después del otro, y no mostraba el menor indicio de la timidez que había fingido en el interior de la casa.

—No creo que seáis mellizos —observó. No os parecéis mucho.

—Pues lo somos —respondió Cal.

—Lo somos —repitió Aron.

—Hay mellizos que no se parecen —insistió Cal.

—Los hay a docenas —corroboró Aarón. Lee nos lo explicó: si la madre tiene un huevo, los gemelos se parecen. Si tiene dos, no se parecen.

—Nosotros somos dos huevos —sentenció Cal.

Abra sonrió divertida ante los mitos de aquellos muchachos campesinos.

—Huevos —repitió. ¡Bah, huevos! —no lo dijo ni en voz alta ni con aspereza, pero la teoría de Lee comenzó a resquebrajarse hasta que ella la derrumbó por completo—. ¿Cuál de vosotros está frito? —preguntó—. ¿Y cuál escalfado?

Los muchachos intercambiaron miradas de desasosiego. Era su primera experiencia con la inexorable lógica de las mujeres, tanto más arrolladora o especialmente arrolladora cuando es errónea. Constituía una nueva experiencia para ellos, que les excitaba y espantaba a la vez.

—Lee es un chino —puntualizó Cal.

—Ah, vamos —respondió Abra amablemente—. Haberlo dicho. En ese caso, puede que seáis huevos de porcelana, como los que se ponen en un nido.

Se interrumpió para permitir que su dardo se clavase profundamente. Miró cómo desaparecía toda oposición y todo deseo de lucha. Abra dominaba, y se había convertido en la dueña de la situación.

—Vamos a jugar a la casa vieja. Hay algunas goteras, pero es muy bonita —sugirió Aron.

Corrieron bajo los robles rezumantes hasta la vieja mansión de Sánchez, y se precipitaron por la puerta abierta, cuyos enmohecidos goznes chirriaban sin cesar.

La casa de adobe había entrado en su segunda fase de decadencia. La gran sala que se extendía a todo lo largo de la fachada estaba medio encalada, y una línea blanca recorría las paredes hasta un punto determinado, que indicaba el momento en que los operarios la abandonaron hacía más de diez años. Las ventanas, profundamente empotradas, con los marcos reconstruidos, seguían sin cristales. El suelo nuevo tenía manchas de humedad, y un montón de papeles y ennegrecidas bolsas de clavos, que no formaban ya más que una masa enmohecida y erizada de puntas, ocupaban un rincón de la habitación.

Mientras los niños permanecían en el umbral, un murciélago salió volando de las profundidades de la casa. La gris bestezuela giró vertiginosamente de un extremo a otro de la estancia, para desaparecer al final por la puerta abierta.

Los muchachos condujeron a Abra por toda la casa y abrieron las puertas de los baños para enseñarle los lavabos, retretes y lámparas que todavía estaban en los cestos y a la espera de su colocación. En el aire flotaba un olor a moho y a papel húmedo. Los tres niños andaban de puntillas, sin pronunciar palabra, por temor a los ecos que resonaban en las paredes de la casa vacía.

De vuelta a la gran sala, los mellizos se encararon con la niña.

—¿Te ha gustado? —preguntó Aron en voz baja, para evitar el eco.

—Sí —admitió ella con vacilación.

—A veces venimos a jugar aquí —explicó Cal con atrevimiento—. Puedes venir y jugar con nosotros si quieres.

—Yo vivo en Salinas —dijo Abra con un tono que les dio a entender que trataban con un ser superior que no tenía tiempo para rústicos solaces.

Abra observó que había hecho pedazos su más querido tesoro. Y, aunque conocía las debilidades de los hombres, le gustaban; además, ella era una dama.

—Cuando pasemos alguna vez cerca de aquí, vendré a jugar con vosotros un poquito —aceptó condescendiente, y ambos muchachos se lo agradecieron.

—Te daré mi conejo —dijo Cal de pronto—. Pensaba dárselo a mi padre, pero puedes quedarte con él.

—¿Qué conejo?

—El que hemos matado hoy, le dimos en mitad del corazón con una flecha. Apenas si se movió.

Aron le miró, sintiéndose ofendido.

—Era mi…

Cal le interrumpió.

—Podrás llevártelo a casa. Es muy grande.

—Pero ¿qué queréis que haga yo con un sucio conejote todo manchado de sangre? —preguntó Abra.

—Yo te lo lavaré, te lo pondré en una caja y le ataré las patas con un cordel, y si no quieres comértelo, puedes enterrarlo en Salinas cuando tengas tiempo —se apresuró a ofrecer Aron.

—Yo voy a entierros de verdad —manifestó Abra—. Ayer fui a uno. Había flores hasta una altura como la de este techo.

—¿Es que no quieres nuestro conejo? —preguntó Aron.

Abra le miró la cabellera dorada y ensortijada y los ojos que parecían próximos a anegarse en llanto, y sintió en su pecho infantil esa nostalgia y dulce comezón que es el principio del amor. Sintió deseos de tocar a Aron, y así lo hizo. Puso su mano sobre el brazo del muchacho, y sintió su temblor bajo la presión de sus dedos.

—Me lo quedaré si lo pones en una caja —respondió.

Una vez controlada la situación, Abra miró a su alrededor e inspeccionó sus conquistas. Estaba tan orgullosa, que ningún principio masculino podía asustarla. Se sentía llena de condescendencia hacia aquellos muchachos. Reparó en sus gastadas ropas, lavadas una y otra vez, y remendadas por Lee. Le pareció estar viviendo un cuento de hadas.

—Pobrecillos —dijo—. ¿Os pega vuestro padre?

Ellos movieron negativamente la cabeza. Se sentían interesados, pero desconcertados.

—¿Sois muy pobres?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Cal.

—¿Os sentáis junto a las cenizas y tenéis que ir a buscar agua y leña?

—Pero ¿qué dices? —exclamó Aron.

Ella evitó responder, prosiguiendo con su fantasía:

—Pobres muchachos —repitió, y se sintió como si sostuviese en la mano una varita con una estrella centelleante en su extremo—. ¿Vuestra malvada madrastra os odia y quiere mataros?

—No tenemos madrastra —contestó Cal.

—Ni madre tampoco —aclaró Aarón. Nuestra madre murió.

Estas palabras echaron por tierra el cuento que ella estaba forjando, pero casi inmediatamente lo remplazó por otro. La varita había desaparecido, pero ahora Abra llevaba un gran sombrero con plumas y un gran cesto al brazo, del cual emergían las patas de un pavo.

—Pobrecitos huérfanos de madre —expresó con dulzura—. Yo seré vuestra madre. Yo os sostendré y meceré, y os contaré cuentos.

—Somos demasiado grandes —dijo Cal—. No podrías sostenemos.

Abra pareció no darse por enterada de aquella brutal afirmación. Aron, en cambio, parecía fascinado por su historia. Sus ojos tenían una expresión risueña y se sentía ya en brazos de la niña, la cual volvió a experimentar el mismo arrebato amoroso por el muchacho. Dijo entonces, manifestando su contento:

—Decidme, ¿le hicisteis un entierro muy bonito a vuestra madre?

—No nos acordamos —respondió Aarón. Éramos demasiado pequeños.

—¿Dónde está entenada? Podríais ir a ponerle flores encima de la tumba. Nosotros lo hacemos siempre por la abuelita y tío Alberto.

—No lo sabemos —dijo Aron.

Los ojos de Cal mostraron un interés nuevo, una expresión resplandeciente y casi de triunfo.

—Le preguntaré a papá dónde está, para que podamos llevarle flores —manifestó con ingenuidad.

—Yo te acompañaré —prometió Abra—. Tejeré una guirnalda y te enseñaré cómo se hace.

Observó que Aron no decía nada.

—¿No quieres que haga una guirnalda?

—Sí —contestó.

Ella no pudo evitar tocarle. Le dio unos golpecitos en la espalda y luego le rozó la mejilla.

—A tu mamá le agradará —le aseguró. Hasta en el cielo se enteran de lo que hacemos y nos observan. Al menos eso dice mi padre. Sabe un poema acerca de eso.

—Voy a envolver el conejo —dijo Aarón. Guardé la caja de los calzoncillos.

Salió corriendo de la vieja mansión, y Cal, sonriendo, observó cómo se alejaba.

—¿De qué te ríes? —preguntó Abra.

—Oh, de nada —respondió Cal, con los ojos fijos en ella.

Ella trató de hacerle apartar la mirada, en lo cual era maestra, pero no lo consiguió. Al principio él se había sentido muy tímido, sin embargo ahora aquella sensación había desaparecido y el triunfo conseguido sobre Abra le hizo reír. Se había dado cuenta de que la niña prefería a su hermano, pero eso no era nada nuevo para él. Casi todo el mundo prefería a Aron, con sus cabellos de oro y su natural abierto que provocaba el afecto de todos. Por el contrario, las emociones de Cal estaban siempre ocultas en lo más hondo de su ser y sólo asomaban cautelosamente, listas para retirarse o atacar. Empezaba a castigar a Abra por el afecto que mostraba hacia su hermano, y lo hacía muy bien, pues lo había practicado desde el mismo instante en que se percató de que podía ejercer ese tipo de poder. Había perfeccionado esos castigos silenciosos hasta tal punto que casi se consideraba su inventor.

Acaso la diferencia entre los dos muchachos se podía describir mejor de la siguiente manera: si Aron descubría por casualidad el montículo de un hormiguero en un pequeño calvero de la maleza, se echaría de bruces al suelo y observaría todos los complicados detalles de la vida de las hormigas: cómo unas arrastraban los blancos huevecillos, cómo dos miembros de la comunidad se saludaban uniendo sus antenas, con las que entablaban una conversación… Durante horas enteras el muchacho permanecería absorto en la contemplación del suelo.

Si, por el contrario, Cal descubría el hormiguero, lo destrozaría a patadas y contemplaría cómo las frenéticas hormigas trataban de remediar el desastre. Aron se sentía contento de ser una parte de su mundo, pero Cal, por el contrario, debía cambiarlo.

Cal no se preguntaba por qué todo el mundo quería más a su hermano, sino que había desarrollado un método para que eso no le afectara e incluso le pareciera bien. Trazaba sus planes y esperaba hasta que la persona que expresaba su admiración por su hermano se descubría, y entonces ocurría algo y la víctima jamás sabía cómo o por qué. De la venganza, Cal extraía una especie de fuerza y de poder, y de éste, la alegría. Era la emoción más fuerte y más pura que conocía. En lugar de odiar a su hermano, le quería porque, por lo general, era precisamente la causa de sus triunfos. Había olvidado —si es que alguna vez se había dado cuenta— que castigaba porque deseaba ser amado como Aron. Y le gustaba tanto, que prefería aquello a lo que Aron poseía.

Abra había iniciado un nuevo proceso en la mente de Cal con su acción de tocar a Aron y con la suavidad de su voz al dirigirse a él. La reacción de Cal fue automática. Su cerebro indagó y tanteó a Abra, buscando un punto débil en la niña; y era tan listo que casi inmediatamente encontró uno en las palabras que pronunció. Hay niños que desean ser todavía más infantiles de lo que son, mientras que otros quieren parecer adultos. Muy pocos están contentos con su edad. Abra quería ser mayor y simulaba, hasta donde podía, ademanes y emociones propias de los adultos. Había dejado muy atrás la primera infancia; sin embargo, no era todavía capaz de ser como las personas mayores que admiraba. Cal se dio cuenta y eso le proporcionó el instrumento que necesitaba para destruir aquel hormiguero.

Sabía poco más o menos lo que su hermano tardaría en encontrar la caja, y se imaginaba lo que ocurriría. Aron tendría que limpiar la sangre del conejo, y eso requeriría tiempo; después, tardaría otro rato en encontrar cordel, y finalmente tendría que atarlo todo cuidadosamente. Y, entretanto, Cal sabía que se estaba haciendo dueño de la situación. Veía cómo Abra empezaba a vacilar, y sabía que todavía podía llegar mucho más lejos.

Al final, Abra apartó la mirada y preguntó:

—¿Por qué miras tan fijamente a la gente?

Cal posó su mirada en los pies de la niña y fue levantando poco a poco los ojos, examinándola tan fríamente como si se tratase de una silla. Sabía que aquello ponía nervioso incluso a un adulto.

Abra no aguantó más y explotó:

—¿Es que tengo monos en la cara?

—¿Vas al colegio? —le preguntó Cal.

—Claro que sí.

—¿En qué curso estás?

—En quinto.

—¿Cuántos años tienes?

—Voy a cumplir once.

Cal rió.

—¿Qué pasa? —Preguntó la niña. Pero él no respondió—. ¡Vamos, dime! ¿Qué pasa? —Pero él siguió sin responder—. Te crees muy listo —dijo Abra, pero como Cal continuó riéndose de ella, añadió con inquietud: Me gustaría saber por qué tarda tanto tu hermano. Mira, ya no llueve.

—Supongo que estará buscándolo —contestó Cal.

—¿Quieres decir el conejo?

—Oh, no. Ese ya lo tiene, está muerto. Pero tal vez no pueda atrapar al otro. Se escapa.

—¿Atrapar qué? ¿Qué es lo que se escapa?

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