—No pienso ir al instituto —repitió Cathy con la mayor calma—. Nunca volveré a ir.
Su madre se quedó boquiabierta.
—¿Qué quieres decir?
—Nunca más —insistió Cathy, y continuó mirando al techo.
—¡Bueno, ya veremos lo que dice tu padre al respecto! ¡Después de tanto sacrificio y tantos gastos, y faltándote sólo dos años para obtener el título! —Entonces se acercó a ella, y preguntó con ternura—: ¿No será que quieres casarte?
—No.
—¿Qué libro es ese que escondes ahí?
—¡Aquí está! Yo no lo escondo.
—¡Oh!
Alicia en el país de las maravillas.
Ya eres demasiado mayorcita.
—Puedo hacerme tan pequeña que no podrías verme —aseguró Cathy.
—¿Pero qué tonterías estás diciendo?
—Nadie me podrá encontrar.
Su madre respondió enfadada:
—¡Basta de bromas! No sé qué quieres decir con todo eso. ¿Qué piensa hacer ahora la Señorita Fantasía?
—Todavía no lo sé —replicó Cathy—. Creo que me iré.
—Bueno, pues espere usted aquí, Señorita Fantasía, que cuando venga su padre a casa, él le dirá lo que tiene que hacer.
Cathy volvió lentamente la cabeza y miró a su madre con ojos fríos e inexpresivos. Y la señora Ames sintió de pronto miedo ante su hija. Salió despacio y cerró la puerta. Cuando llegó a la cocina, se sentó en una silla y se retorció las manos en la falda, mirando por la ventana abierta al cochambroso cobertizo de los carruajes.
Su hija se había convertido en una extraña para ella. Sentía, como la mayoría de los padres en un momento u otro, que perdía su dominio, que se le escapaban de las manos las riendas con las que había intentado conducir a Cathy. Ignoraba que nunca había tenido el menor poder sobre su hija. Ésta la había utilizado para sus propios fines. Transcurridos unos instantes, la señora Ames se puso un sombrero y se dirigió a la curtiduría. Quería hablar con su marido fuera de la casa.
Por la tarde, Cathy se levantó negligentemente de la cama y pasó largo tiempo ante el espejo. Al atardecer, el señor Ames, muy a pesar suyo, se vio obligado a sermonear a su hija. Habló de sus deberes, sus obligaciones, el amor que debía a sus padres… Cuando terminaba su discurso, se dio cuenta de que su hija no le prestaba la menor atención. Aquello le enfureció y le hizo prorrumpir en amenazas. Habló de la autoridad que Dios le había otorgado sobre su hija, y de cómo esta sagrada autoridad natural había sido refrendada por el estado. Ahora consiguió que le prestase atención. La jovencita le miraba fijamente, con una ligera sonrisa y sin pestañear. Al final, el señor Ames tuvo que apartar la mirada, y esto le enfureció aún más. Ordenó a su hija que se comportase como era debido. La amenazó vagamente con azotarla si no le obedecía.
Terminó con un tono que mostraba su debilidad.
—Quiero que me prometas que mañana por la mañana volverás al instituto y dejarás de hacer tonterías.
El rostro de la joven no mostraba la menor expresión. Tenía la boca fruncida.
—Muy bien —fue todo lo que dijo.
Aquella noche, el señor Ames comentó a su esposa, con una segundad que no sentía:
—Ya ves, lo que necesita es un poco de autoridad. Es posible que hayamos sido demasiado indulgentes con ella. Pero es una buena chica. Lo que le ha pasado es que se ha olvidado de quién manda aquí. Un poco de mano firme no hace daño a nadie.
En su fuero interno deseaba tener la misma confianza que manifestaban sus palabras.
A la mañana siguiente, Cathy había desaparecido. Faltaban también su maletín de viaje y sus mejores vestidos. La cama estaba hecha con todo cuidado. La habitación tenía un aspecto frío e impersonal, sin nada que indicase que una joven había vivido entre sus paredes. No había ni cuadros ni grabados, ningún recuerdo, nada de lo acostumbrado en las habitaciones de las jóvenes. Cathy nunca había jugado con muñecas. La habitación no guardaba ningún sello personal de ella.
En ciertos aspectos, el señor Ames era un hombre inteligente. Agarró su sombrero hongo y se dirigió a toda prisa a la estación del ferrocarril. El jefe de estación estaba seguro. Sí, Cathy había tomado el primer tren de la mañana. Sacó un billete para Boston. El jefe ayudó al señor Ames a redactar un telegrama para la policía de Boston. El señor Ames sacó un billete de ida y vuelta y tomó el tren de las 9:50 para aquella ciudad. En circunstancias excepcionales, era un hombre que valía mucho.
Aquella noche la señora Ames se sentó en la cocina con la puerta cerrada. Estaba intensamente pálida y agarraba la mesa con ambas manos, para dominar su temblor. El sonido, primero de los golpes y luego de los chillidos, se filtraba con claridad a través de las puertas cerradas.
El señor Ames no sabía propinar latigazos debido a que nunca se había visto obligado a hacerlo. Azotaba las piernas de Cathy con el látigo de nudos, y cuando vio que ella permanecía quieta y tranquila, sin dejar de mirarlo fijamente con sus fríos ojos, perdió por completo los estribos. Los primeros golpes eran inexpertos y tímidos, pero al percatarse de que no lloraba, la azotó sobre los hombros y en la espalda. El látigo restallaba y cortaba la carne. Cegado por su rabia, falló el golpe varias veces, y en ocasiones llegó a acercarse tanto que el látigo se enroscó en torno al cuerpo de la joven.
Cathy comprendió enseguida la actitud que debía adoptar. Conocía cuál era el punto flaco de su padre, y por consiguiente se puso a chillar, a retorcerse de dolor, a llorar, a suplicar, y así tuvo la satisfacción de ver cómo los azotes menguaban instantáneamente.
Al señor Ames le horrorizaba el escándalo y la conmoción que estaba causando. Así que dejó de propinar azotes a Cathy. Ésta se dejó caer sollozando en el lecho. Si su padre se hubiese tomado la molestia de mirarle a la cara, hubiese visto que sus ojos estaban secos, pero con los músculos del cuello en tensión, y que bajo sus sienes aparecían unos pequeños bultos, producidos por la contracción del músculo de la mandíbula.
—¿Lo volverás a hacer? —le preguntó su padre.
—¡Oh, no, no! ¡Perdóneme! —exclamó Cathy.
Se volvió hacia la pared para que su padre no pudiese ver la fría expresión de su rostro.
—Acuérdate de quién eres, y no olvides quién soy yo.
La voz de Cathy se quebró, y dejó escapar un seco sollozo:
—No lo olvidaré —aseguró.
En la cocina, la señora Ames se retorcía las manos; mientras, su marido, le acariciaba los hombros.
—Para mí ha sido muy doloroso —dijo—, pero tenía que hacerlo. Y creo que a ella le ha hecho mucho bien. Parece otra. Quizás hemos sido demasiado blandos con ella. Nunca la hemos azotado y puede que nos hayamos equivocado.
Y sabía que, aunque su esposa había insistido en que debía azotarla, aunque le había obligado a hacerlo, en el fondo le odiaba por ello. Y la desesperación se apoderó de él.
Parecía estar fuera de duda que aquello era lo que Cathy necesitaba. Como decía el señor Ames, «aquello la espabiló». Siempre había sido educada, pero ahora se volvió también atenta. En las semanas que siguieron, ayudó a su madre en la cocina, y se ofreció a hacer más cosas. Comenzó a tejer una colcha para su madre, una labor que la ocuparía durante meses. La señora Ames se lo contaba a sus vecinas.
—Tiene un gran sentido del color… ocre y amarillo, ya ha terminado tres cuartas partes.
Para su padre, siempre tenía dispuesta una sonrisa. Le colgaba el sombrero cuando venía, y colocaba convenientemente su sillón bajo la luz para que pudiese leer con toda comodidad.
Incluso en el instituto era diferente. Siempre había sido una buena estudiante, pero ahora comenzó a hacer planes para el futuro. Habló con el director acerca del examen para obtener el título de maestra un año antes de lo que le correspondía. Y el director miró sus notas y opinó que podía intentarlo con grandes posibilidades de éxito. Fue a visitar al señor Ames a la curtiduría para tratar del asunto.
—No nos había dicho ni una palabra —dijo el señor Ames lleno de orgullo.
—Bueno, acaso no debiera haberle dicho nada. Me temo haber echado por tierra la sorpresa que le preparaba.
El matrimonio Ames estaba convencido de que habían descubierto la fórmula mágica que resolvía todos sus problemas. Lo expresaron con una sabiduría inconsciente que se presenta sólo en los padres.
—En mi vida he visto un cambio semejante —dijo el señor Ames.
—Pero siempre ha sido una buena niña —observó su esposa—, ¿Y te has dado cuenta de lo bonita que se ha vuelto? Es realmente guapa. ¡Qué mejillas tan sonrosadas tiene!
—No creo que sea maestra por mucho tiempo con semejantes atributos —dijo el señor Ames.
Ciertamente, Cathy estaba muy guapa. Mientras preparaba los exámenes tenía permanentemente una sonrisa infantil en los labios. Disponía de todo el tiempo del mundo. Limpió el sótano y colocó papeles en las punturas de
los cimientos para
evitar las corrientes de aire. Como la puerta de la cocina chirriaba, engrasó los goznes, y también la cerradura, que estaba muy dura, y luego aprovechó para engrasar también las bisagras de la puerta de la entrada. Se preocupó de que los quinqués tuvieran petróleo
y
las tulipas
estuvieran
limpias; y para limpiarlas, ideó un método que consistía en sumergirlas en una enorme lata llena de petróleo que guardaba en el sótano.
—Hay que verlo para creerlo —comentó su padre.
Y no era solamente en casa. Afrontó el desagradable olor de la curtiduría para visitar a su padre. Tenía poco más de dieciséis años, pero para su padre seguía siendo una niña. Se sorprendió ante sus preguntas acerca del negocio.
—Es mucho más lista que muchos hombres que conozco —le dijo a su encargado—. Será capaz de llevar el negocio algún día.
La joven se sentía interesada, no sólo por el proceso de la tenería y curtido de pieles, sino por todos los aspectos del negocio. Su padre le explicó el mecanismo de los pedidos, los pagos, la facturación y las ventas. Le enseñó la combinación para abrir la caja y se quedó muy satisfecho al comprobar que, al primer intento, Cathy recordara la combinación.
—Voy a decirte lo que pienso al respecto —le dijo a su esposa—. Todos nosotros tenemos algo de diablillos. No me gustaría tener una hija totalmente desprovista de vigor. Según yo lo veo, esto no es más que una muestra de energía. Si se sabe dominarla y mantenerla dentro de los límites, no hay razón para que no sea útil y aprovechable.
Cathy remendó todos sus vestidos y ordenó todas sus cosas.
Un día de mayo, al volver del instituto, fue directamente adonde tenía sus agujas de punto. Su madre ya estaba arreglada para salir.
—Tengo que ir a la reunión de la Hermandad del Altar —dijo—. Debemos discutir la rifa del pastel para la semana próxima. Me han nombrado presidenta. Tu padre me ha preguntado si podrías ir al banco a buscar el dinero para los jornales y llevarlo a la curtiduría. Le conté lo de la rifa, así que yo no puedo ir.
—Lo haré con mucho gusto —respondió Cathy.
—Te tienen el dinero preparado en un saquito —dijo la señora Ames, y se fue a toda prisa.
Cathy actuó rápidamente, pero sin nerviosismo. Se puso un viejo delantal sobre su vestido. En el sótano encontró un bote de jalea vacío, con tapadera, y lo llevó al cobertizo de los carruajes, donde se guardaban las herramientas. En el gallinero cogió una pollita, la llevó al cobertizo y le cortó la cabeza, sosteniendo el cuello tembloroso sobre el bote de jalea, hasta que éste estuvo medio lleno de sangre. Luego llevó el convulsionado cuerpo de la pollita a la pila del estiércol y lo enterró allí profundamente. De vuelta a la cocina, se quitó el delantal, lo metió en la estufa, y atizó las brasas, hasta que la llama prendió en la tela. Se lavó las manos, inspeccionó sus zapatos y medias y se limpió una mancha oscura que tenía en la punta del zapato derecho. Luego se miró al espejo. Tenía las mejillas arreboladas, los ojos brillantes y la boca contraída en una ligera sonrisa infantil. Al salir, ocultó el bote con la sangre en la parte inferior de la escalera de la cocina. Hacia apenas diez minutos que su madre se había marchado. Cathy caminaba con paso leve, como si estuviera danzando. Los árboles empezaban a cubrirse de hojas, y en los prados comenzaban a brotar las primeras flores amarillas de dientes de león. Se dirigía alegre hacia el centro del pueblo, donde se hallaba situado el banco. Y era tan lozana y bonita, que los caminantes se volvían a su paso y la seguían con la mirada.
El incendio comenzó a eso de las tres de la madrugada. Las llamas se alzaron, brillaron, rugieron y adquirieron grandes proporciones antes de que nadie pudiese darse cuenta. Cuando los voluntarios acudieron, tirando del carro que llevaba la manguera, ya no pudieron hacer otra cosa que rociar de agua los tejados de las casas vecinas para evitar que el fuego se propagase sobre ellas.
La casa de los Ames había estallado como un cohete. Los bomberos y el público que suele acudir a contemplar los incendios buscaban entre los rostros iluminados por las llamas, tratando de encontrar a los Ames y a su hija; pero pronto se dieron cuenta de que no estaban allí. Todos contemplaban las ruinas calcinadas, y se imaginaban a sus moradores entre ellas; sus corazones latían apresuradamente, y se les hacía un nudo en la garganta. Los voluntarios comenzaron a rociar las ascuas, como si creyesen que todavía estaban a tiempo de salvar a algún miembro de la familia. Pronto se esparció por el pueblo el terrible rumor de que toda la familia Ames había perecido carbonizada.
Cuando salió el sol, toda la población se hallaba aglomerada en torno a los negros restos humeantes. Los que se hallaban en primera fila tenían que volver el rostro ante el calor que irradiaban las pavesas. Los bomberos continuaban arrojando agua para enfriar las ruinas carbonizadas. Al mediodía, el juez local pudo colocar algunos tablones húmedos y hurgar con un palo entre los empapados restos de maderas chamuscadas. Quedaba lo bastante del matrimonio Ames para poder certificar que se trataba de sus cuerpos. Los vecinos señalaron el lugar aproximado donde se hallaba la habitación de Cathy, pero aunque el juez, ayudado por otras muchas personas, escudriñó los cascotes y escarbó entre ellos con un rastrillo de jardinero, no pudieron descubrir ni tan siquiera un hueso o un diente de la chica.
Entretanto, el jefe de los bomberos había encontrado los picaportes y la cerradura de la puerta de la cocina. Miraba el metal ennegrecido con expresión sorprendida, pero sin llegar a saber bien qué era lo que le sorprendía. Pidió el rastrillo al juez, y se puso a desescombrar furiosamente, hasta llegar al lugar donde había estado la puerta de entrada. Siguió entonces la búsqueda, hasta descubrir la cerradura, retorcida y medio fundida. En aquel momento se veía rodeado por un tropel de curiosos, que le preguntaban: