Al este del Edén (8 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Tom, el tercer hijo, se parecía más a su padre. Nació en un arrebato y vivió en un torbellino. Tom irrumpió en la vida de cabeza. Era un gigante, tanto por su alegría como por su entusiasmo. No descubrió el mundo ni a sus pobladores, sino que los creó. Fue el primero que leyó los libros de su padre. Vivía en un mundo brillante y fresco, y tan inocente como el paraíso al sexto día. Su espíritu retozaba como un potro por los prados fértiles, y, cuando más tarde el mundo levantó vallas a su paso, él se lanzó contra ellas, y cuando la última estacada lo rodeó, la embistió de cabeza y la atravesó. Y así como era capaz de experimentar una alegría gigantesca, también podía sentir una pena desmesurada; por eso, cuando murió su perro, el mundo se hundió bajo sus pies.

Tom poseía la misma inventiva de su padre, pero era más atrevido. Intentaba cosas que su padre nunca se hubiera atrevido a hacer.

Además, se sentía apremiado por una gran excitación sexual, cosa que jamás le había pasado a Samuel. Tal vez la causa de que permaneciese soltero se hallaba en su apremiante apetito sexual. Había nacido en el seno de una familia de estricta moralidad. Pudiera ser que sus sueños y sus ardientes deseos, sus divagaciones y sus deliquios sexuales lo hicieran sentirse indigno y lo empujasen a confiar sus cuitas y lamentos a la soledad de las colinas. Tom era una bella mezcla de salvajismo y ternura. Trabajaba hasta la extenuación para dar así salida a sus apremiantes impulsos.

Los irlandeses suelen tener un excesivo buen humor, pero también van por el mundo acompañados de un sombrío e inquietante fantasma que se cierne sobre sus cabezas y penetra en sus pensamientos. Cuando ríen demasiado estrepitosamente, el fantasma les mete un dedo en la garganta. Se condenan a sí mismos antes de que se les culpe, lo que provoca que siempre estén a la defensiva.

Cuando Tom tenía nueve años, le preocupaba que su linda hermanita Mollie no pudiera hablar normalmente. Le pidió que abriera la boca para examinarla, y comprobó que ello se debía a una membrana que había bajo la lengua. «Puedo arreglarlo», afirmó, y tras llevar a su hermana a un lugar secreto, lejos de la casa, afiló su cortaplumas en una piedra y cortó el molesto frenillo. Luego, huyó y vomitó.

La casa de los Hamilton crecía a medida que la familia lo hacia. Había sido diseñada para nunca ser terminada, así que se podían añadir cuantos cobertizos fuesen necesarios. El comedor y la cocina originales pronto desaparecieron en el maremágnum de estos cobertizos.

Pero Samuel continuaba siendo pobre. Comenzó a adoptar la mala costumbre de patentar sus inventos, una enfermedad de la que muchos son víctimas. Inventó una pieza para una máquina trilladora que la hacía mejor, más barata y más útil que cualquiera de las existentes. El agente de patentes le consumió los pequeños beneficios que había obtenido aquel año. Samuel envió sus modelos a un fabricante, quien rehusó los planos al instante, pero puso en práctica el método. Los años siguientes fueron muy duros debido al dinero gastado en pleitear, y la sangría sólo terminó con la pérdida del pleito. Fue la primera y amarga experiencia con la realidad de que no se puede luchar contra el dinero sin él. Pero la fiebre de las patentes se había apoderado de Samuel, y año tras año los pocos ahorros obtenidos con la trilladora y la herrería iban desapareciendo. Los pequeños Hamilton andaban descalzos y llevaban los abrigos despedazados, y a veces la comida escaseaba, todo para poder pagar tos frágiles documentos azules con ruedas dentadas, planos y alzados.

Hay hombres que tienen gran imaginación y otros que son de lo más simplones. Samuel y sus hijos Tom y Joe pertenecían a los primeros, mientras que George y Will encajaban mejor en el segundo grupo. Joseph era el cuarto vástago, un muchacho algo atontado, muy querido y protegido por toda la familia. Pronto descubrió que la mejor forma de no hacer nada era adoptar un aspecto desvalido y bobalicón. Todos sus hermanos eran trabajadores duros e infatigables. Resultaba más fácil hacer el trabajo de Joe que obligar a éste a que lo hiciera. Su padre y su madre lo tomaban por un poeta, ya que no servía para nada. Y llegaron a decírselo tanto, que acabó por creérselo, e incluso escribió versos fáciles para demostrarlo. En realidad Joe era un perezoso, y no sólo físicamente, sino que a buen seguro también mentalmente. Soñaba despierto, y su madre le quería más que a los otros porque estaba convencida de que era el más indefenso. Pero, de hecho, era el más listo, porque siempre conseguía lo que deseaba con el mínimo de esfuerzo. Joe era el niño mimado de la familia.

En los tiempos feudales, la falta de aptitud en el manejo de la espada y de la lanza conducía a un joven a la Iglesia; en el seno de la familia Hamilton la falta de aptitud de Joe para el trabajo en la granja y en la forja le condujo hacia una educación superior. No era ni enfermizo ni débil, pero no estaba muy dotado físicamente; montaba muy mal a caballo y además detestaba a estos animales. Toda la familia rió con afecto ante la idea de que Joe quisiera aprender a arar; el primer surco que trazó era tortuoso y serpenteaba como un río en el llano, y el segundo tocaba en un punto al primero, luego lo cruzaba y se perdía en la nada.

De forma gradual fue abandonando todas las labores agrícolas. Su madre decía que tenía la cabeza en las nubes, como si eso constituyese una virtud singular.

Después de que Joe hubo fracasado en todas las tareas que se le encomendaron, su padre, desesperado, lo puso a apacentar sesenta ovejas. Esta era la faena más fácil de todas y la única que no requería ninguna habilidad especial. Todo lo que tenía que hacer era no separarse del rebaño. Pero Joe perdió las sesenta ovejas y no fue capaz de encontrarlas, pues se habían resguardado a la sombra de un barranco seco. Según la versión familiar, Samuel reunió a todos los suyos, chicos y chicas, y les hizo prometer que se ocuparían de Joe cuando él faltase porque si no lo hacían, Joe, a buen seguro, se moriría de hambre.

Entremezcladas con los muchachos, había cinco hijas en la familia Hamilton: la mayor se llamaba Una, y era una muchacha reflexiva, estudiosa y triste; Lizzie, la segunda —aunque creo que en realidad era la mayor porque llevaba el nombre de su madre, era una muchacha acerca de la cual sé muy pocas cosas. Pareció avergonzarse muy temprano de su familia. Se casó muy joven y abandonó a los suyos, y desde entonces sólo la veían en los funerales. Lizzie tenía una capacidad para el odio y el desprecio que era única entre los Hamilton. Tuvo un hijo y cuando éste creció y se casó con una joven que a Lizzie no le gustaba, dejó de dirigir la palabra a su hijo durante muchos años.

Luego venía Dessie, cuya risa constante era una alegría para los demás y todos preferían estar con ella que con cualquier otra persona, pues resultaba más divertido.

La siguiente hermana era Olive, mi madre. Y por último, venía Mollie, una diminuta beldad de hermosa cabellera rubia y ojos color violeta.

Estos eran los Hamilton, y fue casi un milagro que Liza, aquella personita menuda e insignificante, fuese capaz de traerlos al mundo año tras año y de alimentarlos, de amasar el pan, de hacerles vestidos, de educarlos y de inculcarles una férrea moral.

Es sorprendente cómo Liza formó a sus hijos. No tenía la menor experiencia de la vida ni educación y, si exceptuamos el largo trayecto desde Irlanda, nunca había viajado. No había conocido otro hombre que su marido y consideraba el matrimonio un deber cansado e incluso doloroso a veces. Una buena parte de su vida estuvo consagrada a traer hijos al mundo y a criarlos. Su única fuente intelectual era la Biblia, aparte de la conversación de Samuel y de sus propios hijos, pero casi nunca les prestaba atención. Toda su historia y su poesía, su conocimiento de los hombres y de las cosas, su ética, su código moral y su salvación, todo estaba condensado en aquel único libro. Jamás se dedicó a estudiar la Biblia o a analizarla; se limitaba a leerla. Los muchos pasajes en que parece contradecirse no la conturbaron lo más mínimo. Al final llegó a conocerla tan bien, que la leía sin necesidad de fijarse en las palabras.

Disfrutaba del aprecio de todos porque era una buena mujer y madre, y criaba buenos hijos. Podía estar orgullosa de sí misma. Su marido, sus hijos y sus nietos la respetaban. Su resistencia y fortaleza, su absoluto cumplimiento de las obligaciones, su rectitud ante todos los contratiempos y desdichas hacían que todos le tuviesen cierto temor, pero no afecto.

Liza odiaba las bebidas alcohólicas. Consideraba que beber alcohol, fuera de la clase que fuera, era como atentar contra una deidad. No solamente rehusaba ingerirlo, sino que se oponía a que lo tomasen los demás. El resultado, naturalmente, fue que Samuel, su marido, y todos sus hijos se morían de ganas de echar un trago.

En cierta ocasión en que Samuel estaba muy enfermo, preguntó a su mujer:

—Liza, ¿no crees que un vaso de whisky me haría bien? Y ella, apretando sus pequeñas mandíbulas, le respondió: —¡Quieres presentarte ante el Señor con el aliento apestando a licor?

¡Seguro que no!

Samuel dio media vuelta en el lecho y tuvo que soportar la enfermedad sin el alivio del alcohol.

Cuando Liza andaba cerca de los setenta empezó a sufrir estreñimiento y el médico le ordenó que tomase una cucharada de vino de Oporto como medicina. Tragó a la fuerza la primera cucharada, hizo una mueca, pero no lo halló tan malo como creía. Desde aquel momento, su aliento tuvo cierto olor a vino. Lo tomaba a cucharadas, ya que era una medicina, pero al cabo de un tiempo se bebía más de un cuarto al día, y era una mujer mucho más locuaz y feliz.

Samuel y Liza criaron a todos sus hijos y los vieron convertirse en adultos antes de finalizar el siglo. En el rancho situado al este de King City creció toda una generación de Hamilton. Y todos eran norteamericanos. Samuel nunca volvió a Irlanda y poco a poco la fue olvidando por completo. Era un hombre demasiado ocupado. No tenía tiempo para sentir nostalgia. El valle Salinas era su mundo. Un viaje hasta Salinas, a noventa y seis kilómetros al norte, en el extremo superior del valle, era un acontecimiento que proporcionaba materia de conversación para todo un año, y con trabajar en el rancho y cuidar, alimentar y vestir a su numerosa familia ya tenia suficiente, aunque no ocupaban todo su tiempo. Su capacidad y su energía eran muy grandes.

Su hija Una era toda una empollona, seria y sombría, que se sentía muy orgullosa de poseer una mente salvaje y aventurera. Olive se preparaba para sus exámenes, tras una estancia en la escuela secundaria de Salinas; pensaba dedicarse a la enseñanza, que en Irlanda era un honor tan grande como tener un sacerdote en la familia. Joe sería enviado también a la escuela, ya que en casa no servía absolutamente para nada. Will seguía sin contratiempos el camino del éxito y de la fortuna. Tom recibía los primeros golpes de la vida y se lamía las heridas. Dessie estudiaba corte y confección, y Mollie, la bella Mollie, se casaría seguramente con algún galán acomodado.

No había problema respecto a la herencia. Si bien el rancho de la colina era grande, no valía ni cinco céntimos. Samuel abría pozo tras pozo, sin poder encontrar el menor rastro de agua en sus tierras. Aquello hubiera variado la situación. El agua lo hubiera hecho relativamente rico. La única fuente existente estaba constituida por una mísera bomba de mano, que penetraba a gran profundidad y que estaba instalada cerca de la casa; a veces parecía a punto de agotarse del todo, y en dos ocasiones se quedó seca. El ganado tenía que venir desde el otro extremo del rancho para beber y luego volver a los pastos.

Pero, a pesar de todo, era una familia firmemente asentada, permanente y arraigada con éxito en el valle Salinas, no más pobre que muchas ni más rica que otras. Era una familia equilibrada, con conservadores y radicales en su seno, soñadores y realistas. Samuel estaba muy satisfecho con el fruto del sudor de su frente.

Capítulo 6
1

Tras el ingreso de Adam en el ejército y el traslado de Cyrus a Washington, Charles se quedó solo en la granja. Se jactaba de poder encontrar pronto una esposa, pero no trató de hacerlo por el procedimiento acostumbrado de salir con muchachas, llevarlas a bailar, probar su virtud y todo lo demás, para caer por último en las redes del matrimonio, oponiendo una débil resistencia. La verdad es que Charles era extraordinariamente tímido con las mujeres. Y, como la mayoría de los tímidos, satisfacía sus apetitos sexuales en el anonimato de la prostitución. Un hombre retraído se siente muy seguro con una ramera. Al estar pagada por adelantado, se convierte en una mercancía, y un hombre tímido puede pasar un buen rato con ella e incluso mostrarse brutal. Además, no existe el horror del posible forcejeo para llegar a la violación que revuelve las tripas de los hombres vergonzosos.

El trato era sencillo y bastante discreto. El dueño de la taberna tenía tres habitaciones en el piso superior para los viajeros, que alquilaba a las chicas por un periodo de dos semanas. Transcurridas esas dos semanas, otro equipo de chicas tomaba el lugar de las anteriores. El señor Hallan, el tabernero, no tenía parte en el negocio. Podía decirse casi que no sabía una palabra acerca de ello. Se limitaba a cobrar cinco veces el alquiler normal por las tres habitaciones. Las muchachas eran escogidas, buscadas, trasladadas, disciplinadas y robadas por un individuo llamado Edwards —que se dedicaba a la trata de blancas y que vivía en Boston— y se dedicaban a recorrer en lento peregrinar las ciudades pequeñas, sin permanecer en ellas nunca más de dos semanas. Era un sistema que daba excelentes resultados, pues las muchachas no estaban en el mismo lugar el tiempo suficiente para despertar las sospechas de los ciudadanos o del jefe de la policía local. Permanecían casi siempre en sus habitaciones y evitaban los lugares públicos. Se les prohibía, bajo pena de azotes, beber o armar escándalo o enamorar a alguien. Se les servía la comida en la habitación, y los clientes se ocultaban cuidadosamente tras biombos. Los borrachos no podían subir. Cada seis meses, las chicas tenían uno de vacaciones para emborracharse y desfogarse a placer. Si durante el trabajo a alguna se le ocurría desobedecer las reglas, el propio señor Edwards la desnudaba, la amordazaba y le daba latigazos hasta dejarla medio muerta; y si reincidía, acababa en la cárcel acusada de holgazanería y prostitución.

La estancia de dos semanas tenía otra ventaja. La mayoría de las chicas padecían enfermedades venéreas, y cuando un cliente se percataba del contagio, ellas ya habían desaparecido. La víctima nunca podía agarrar a la culpable. El señor Hallan no sabía una palabra del asunto, y el señor Edwards jamás se mostraba en público haciendo uso de sus funciones. Gozaba de muy buena reputación en su círculo.

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