—¡No, no, por favor, no! —chillaba.
Meera estaba de pie junto a él, la luz de la luna arrancaba destellos plateados de las púas de la fisga.
—¿Quién eres? —preguntó, imperiosa.
—Soy Sam —sollozó la criatura negra—. Sam, Sam, soy Sam, déjame, ¡me has pinchado!
Rodó en el claro de luz de luna sacudiendo los brazos para liberarse de los pliegues de la red de Meera.
—¡Hodor, Hodor, Hodor! —seguía gritando Hodor.
Sólo Jojen tuvo la serenidad de añadir unas cuantas astillas al fuego y soplar hasta que las llamas empezaron a crepitar de nuevo. Pronto tuvieron luz, y Bran vio a la muchachita pálida y delgada que había junto al brocal del pozo, toda envuelta en pieles y pellejos bajo una enorme capa negra, que trataba de calmar al bebé que llevaba en brazos. La criatura del suelo estaba intentando sacar un brazo de la red para desenvainar el cuchillo, pero los pliegues se lo impedían. No era ninguna bestia monstruosa, no era Hacha Demente rezumando sangre, sólo un hombre muy gordo vestido con ropas de lana negra, piel negra, cuero negro y cota de mallas negra.
—Es un hermano negro —dijo Bran—. Es de la Guardia de la Noche, Meera.
—¿Hodor? —Hodor se sentó en cuclillas para mirar al hombre de la red—. ¡Hodor! —gritó de nuevo.
—De la Guardia de la Noche, sí. —El hombre gordo seguía jadeando como un fuelle—. Soy un hermano de la Guardia. —Uno de los hilos de la malla se le había clavado bajo la papada y le obligaba a mirar hacia arriba, mientras que otros se le hundían profundos en las mejillas—. Soy un cuervo, por favor, sacadme de aquí.
—¿Eres el cuervo de tres ojos? —Bran lo miraba, sobresaltado. «No puede ser el cuervo de tres ojos.»
—Claro que no. —El hombre gordo puso los ojos en blanco, pero sólo tenía dos—. Sólo soy Sam. Samwell Tarly. ¡Sacadme de aquí, que esto duele!
Empezó a debatirse otra vez. Meera dejó escapar una exclamación despectiva.
—Deja de moverte así. Como me rompas la red te tiro al pozo. Quédate quieto, yo te desenredo.
—¿Quién eres tú? —preguntó Jojen a la niña del bebé.
—Elí —respondió—. Me lo pusieron por la flor, el alhelí. Ése es Sam. No teníamos intención de asustaros.
Meció al bebé, lo tranquilizó con susurros y por fin consiguió que dejara de llorar.
Meera estaba liberando de la red al rollizo hermano. Jojen se acercó al pozo para mirar hacia abajo.
—¿De dónde venís?
—Del Torreón de Craster —dijo la chica—. ¿Eres tú el que buscamos?
—¿El que buscáis? —preguntó Jojen, volviéndose hacia ella para mirarla.
—Él dijo que Sam no era el que buscaba —explicó—. Que había otro, nos contó. El que estaba buscando.
—¿Quién dijo eso? —inquirió Bran.
—Manosfrías —respondió Elí en voz baja.
Meera recogió un extremo de la red y el hombre gordo consiguió sentarse. Bran se dio cuenta de que estaba temblando y jadeaba sin aliento.
—También nos dijo que aquí habría gente —resopló—. En el castillo. Lo que no me imaginaba es que estaríais justo encima de la escalera. No me imaginaba que me ibais a tirar una red ni que me ibais a clavar una lanza en el estómago. —Se tocó la barriga con una mano enguantada—. ¿Estoy sangrando? No veo nada.
—No fue más que un golpecito para hacerte caer —replicó Meera—. Espera, que te lo miro. —Se arrodilló a su lado y le palpó en torno al ombligo—. ¡Pero si llevas cota de mallas! Ni siquiera me he acercado a la piel.
—Y qué, duele igual —se quejó Sam.
—¿De verdad eres un hermano de la Guardia de la Noche? —se asombró Bran.
Las papadas del hombre gordo temblaron cuando asintió. Tenía la piel muy pálida y floja.
—Aunque sólo soy un mayordomo. Antes cuidaba de los cuervos de Lord Mormont. —Por un momento pareció que se iba a echar a llorar—. Pero los perdí en el Puño. Fue culpa mía. También fue culpa mía que nos extraviáramos. No encontraba el Muro. Mide cien leguas de largo y más de doscientos metros de alto, ¡y no lo encontraba!
—Bueno, pues ya lo has encontrado —dijo Meera—. Levanta el trasero del suelo, tengo que recoger la red.
—¿Cómo habéis cruzado el Muro? —quiso saber Jojen mientras Sam se ponía en pie con esfuerzo—. ¿Es que el pozo lleva a un río subterráneo, habéis venido por ahí? Pero ni siquiera estáis mojados...
—Hay una puerta —dijo el rollizo Sam—. Una puerta oculta, tan vieja como el propio Muro. Él dijo que era la Puerta Negra.
Los Reed se miraron.
—¿Encontraremos esa puerta que dices en el fondo del pozo? —preguntó Jojen.
Sam sacudió la cabeza.
—No. Os tengo que llevar yo.
—¿Por qué? —preguntó Meera—. Si hay una puerta...
—No la encontraréis. Y aunque la encontrarais, no se abriría para vosotros. Es la Puerta Negra. —Sam se dio un tironcito de la raída lana negra de la manga—. Sólo la puede abrir un hombre de la Guardia de la Noche, nos lo dijo él. Un Hermano Juramentado. Con esas mismas palabras lo dijo.
—Él. —Jojen frunció el ceño—. ¿Ese... Manosfrías?
—No era su verdadero nombre —dijo Elí mientras mecía al bebé—. Es como lo llamábamos Sam y yo. Tenía las manos frías como el hielo, pero él y sus cuervos nos salvaron de los hombres muertos, nos trajo hasta aquí a lomos de su alce.
—¿Su alce? —dijo Bran, maravillado.
—¿Su alce? —dijo Meera, sobresaltada.
—¿Sus cuervos? —dijo Jojen.
—¿Hodor? —dijo Hodor.
—¿Era verde? —quiso saber Bran—. ¿Tenía astas?
—¿El alce? —El hombre gordo lo miró, confuso.
—Manosfrías —se impacientó Bran—. Los hombres verdes cabalgaban a lomos de alces, nos lo contaba siempre la Vieja Tata. Algunos además tenían astas.
—No era un hombre verde. Vestía de negro, como un hermano de la Guardia, pero estaba pálido como un espectro y tenía las manos tan heladas que al principio me dio miedo. Pero los espectros tienen los ojos azules y carecen de lengua, o quizá es que ya no saben utilizarla. —El hombre gordo se volvió hacia Jojen—. Os estará esperando. Tenemos que bajar. ¿Tenéis ropas abrigadas? En la Puerta Negra hace frío, y al otro lado del Muro todavía más. Vamos...
—¿Por qué no ha subido contigo? —Meera hizo un gesto en dirección a Elí y a su bebé—. Ellos han subido, ¿por qué él no? ¿Por qué no ha cruzado esa Puerta Negra?
—No... No puede.
—¿Por qué?
—Por el Muro. Dice que el Muro es mucho más que un montón de piedra y hielo. También está hecho de hechizos... hechizos antiguos, muy poderosos. No puede cruzar el Muro.
Se hizo un silencio denso en la cocina del castillo. Bran oía el crepitar tenue de las llamas, el susurro del viento que arrastraba las hojas en la noche, el crujido del esquelético arciano que tendía las ramas hacia la luna.
«Más allá de las puertas habitan monstruos, sí, y gigantes, y espectros —recordó que solía contarles la Vieja Tata—, pero mientras el Muro siga fuerte y en pie no pueden pasar. Así que duérmete, mi pequeño Brandon, mi muchachito. No tengas miedo de nada. Aquí no hay monstruos.»
—Yo no soy el que te han dicho que lleves —dijo Jojen Reed al gordo Sam, el de las ropas negras manchadas y deformes—. Es él.
—Ah. —Sam lo miró desde arriba con cierta inseguridad. Era posible que hasta entonces no se diera cuenta de que Bran estaba tullido—. No... No creo que tenga fuerzas para llevarte.
—Me puede llevar Hodor. —Bran señaló la cesta—. Yo me meto ahí y él me carga a la espalda.
Sam se lo había quedado mirando fijamente.
—Tú eres el hermano de Jon Nieve, el que se cayó...
—No —dijo Jojen—. El chico que tú dices está muerto.
—No se lo digas a nadie —suplicó Bran—. Por favor.
Por un momento Sam pareció confuso, pero acabó por asentir.
—Sé... Sé guardar un secreto. Elí también. —La miró y la chica asintió—. Jon... Jon también era mi hermano. Era el mejor amigo que he tenido jamás, pero salió de expedición con Qhorin Mediamano para explorar los Colmillos Helados y no regresaron. Los estábamos esperando en el Puño cuando... cuando...
—Jon está aquí —dijo Bran—.
Verano
lo vio. Estaba con unos salvajes, pero mataron a un hombre y Jon cogió su caballo y escapó. Seguro que se fue al Castillo Negro.
—¿Estás segura de que era Jon? —Sam miró a Meera con los ojos muy abiertos—. ¿Lo viste bien?
—Yo me llamo Meera —dijo la chica con una sonrisa—.
Verano
es...
Una sombra se separó de la cúpula derruida y saltó a través de la zona iluminada por la luna. Hasta con la pata herida el lobo cayó con la agilidad y silencio de un copo de nieve. Elí dejó escapar un gritito de miedo y abrazó a su bebé con tanta fuerza que empezó a llorar otra vez.
—No te hará daño —dijo Bran—. Éste es
Verano
.
—Jon me contó que todos teníais lobos. —Sam se quitó un guante—. Yo conocía a
Fantasma
. —Extendió una mano temblorosa de dedos blancos y blandos, gruesos como salchichas.
Verano
se acercó, se los olisqueó y le dio un lametón.
Fue entonces cuando Bran tomó la decisión.
—Iremos contigo.
—¿Todos? —se sorprendió Sam.
—Es nuestro príncipe —dijo Meera revolviéndole el pelo a Bran.
Verano
dio unas cuantas vueltas en torno al pozo sin dejar de olisquear. Se detuvo junto al peldaño superior y miró a Bran.
«Quiere bajar.»
—¿Creéis que Elí se puede quedar aquí sola hasta que vuelva? —les preguntó Sam.
—No le pasará nada —le aseguró Meera—. Estará muy bien al lado de la hoguera.
—No hay nadie en el castillo —dijo Jojen.
Elí miró a su alrededor.
—Craster siempre nos contaba cosas de los castillos, pero no me imaginaba que fueran tan grandes.
«Esto no son más que las cocinas.» Bran no podía ni imaginarse qué le parecería Invernalia si alguna vez llegaba a ir allí.
Tardaron unos minutos en recoger sus cosas y meter a Bran en el cesto de mimbre que Hodor se cargó a la espalda. Mientras se preparaban para partir Elí empezó a amamantar a su bebé junto a la hoguera.
—¿Volverás a buscarme? —le dijo a Sam.
—En cuanto pueda —prometió él—. Luego iremos a algún sitio donde haga calor.
Al oír aquello una parte de Bran se preguntó qué estaba haciendo.
«¿Volveré a estar alguna vez en un sitio donde haga calor?»
—Bajo yo primero, que conozco el camino. —Sam titubeó un instante—. Es que hay tantos peldaños... —suspiró antes de iniciar el descenso.
Jojen lo siguió, después
Verano
y luego Hodor con Bran en la cesta. Meera iba la última, con la lanza y la red en la mano.
El descenso fue muy largo. La parte superior del pozo estaba iluminada por la luz de la luna, pero a medida que bajaban en espiral, la luz se iba haciendo más tenue y estaba más distante. Sus pisadas despertaban ecos en la piedra desnuda y el sonido del agua era cada vez más alto.
—¿No tendríamos que haber cogido antorchas? —preguntó Jojen.
—Enseguida se os acostumbrarán los ojos —respondió Sam—. Poned una mano en la pared para guiaros, así no os caeréis.
Con cada vuelta descendente el pozo era más oscuro y más frío. Cuando Bran alzó la vista hacia arriba la boca del pozo era apenas más grande que una media luna.
—Hodor —susurró Hodor.
—
Hodorhodorhodorhodorhodorhodor
—susurró a su vez el pozo. El sonido del agua estaba más cerca, pero al mirar hacia abajo Bran sólo veía oscuridad.
Un par de giros más tarde, Sam se detuvo de repente. Estaba apenas un par de metros más abajo que Bran y Hodor, y aun así casi no se le veía. Lo que sí vio Bran fue la puerta. La Puerta Negra, había dicho Sam, pero en realidad no era negra.
Era de arciano blanco y tenía un rostro.
La puerta emitía un brillo de leche y luz de luna, tan tenue que apenas si tocaba nada que no fuera la propia puerta, ni siquiera a Sam, que estaba justo a su lado. El rostro era viejo y blanquecino, arrugado y encogido.
«Parece muerto. —La boca estaba cerrada, al igual que los ojos. Las mejillas estaban demacradas; la frente, marchita, y la barbilla, temblorosa—. Si un hombre pudiera vivir mil años y no morir nunca, pero seguir envejeciendo, tendría una cara como ésta.»
La puerta abrió los ojos.
También eran blancos, ciegos.
—¿Quiénes sois? —preguntó la puerta.
—
Quiénes-quiénes-quiénes-quiénes-quiénes
—susurró el pozo.
—Soy la espada en la oscuridad —dijo Samwell Tarly—. Soy el vigilante del Muro. Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres.
—Pasad, pues —dijo la puerta.
Los labios se abrieron, se abrieron y se abrieron hasta que sólo quedó una enorme boca rodeada de un anillo de arrugas. Sam se hizo a un lado e indicó a Jojen que pasara delante. Lo siguió
Verano
, que lo iba olisqueando todo; luego fue el turno de Bran. Hodor se agachó, pero no lo suficiente. El labio superior de la puerta rozó la cabeza de Bran, una gota de agua le cayó encima y le corrió lenta por la nariz. Aunque pareciera extraño, estaba tibia y era salada como una lágrima.
Meereen era tan grande como Astapor y Yunkai juntas. Al igual que sus ciudades hermanas era toda de adoquines, pero si los de Astapor habían sido rojos y los de Yunkai amarillos, Meereen era de adoquines multicolores. Las murallas eran más altas que las de Yunkai y estaban en mejor estado, con muchos bastiones y grandes torreones defensivos en todas las esquinas. Tras ellas, destacaba gigantesca ante el cielo la Gran Pirámide, una estructura monstruosa de doscientos cincuenta metros de altura, con una monumental arpía de bronce en la cima.
—La arpía es un ser cobarde —dijo Daario Naharis cuando la vio—. Tiene corazón de mujer y patas de gallina. No es de extrañar que sus hijos se escondan detrás de las murallas.
Pero el héroe no se escondió. Salió a caballo por las puertas de la ciudad, con una armadura de escamas de cobre y azabache. La montura era un corcel blanco cuyas defensas eran de rayas rosas y blancas, a juego con la capa de seda que caía de los hombros del héroe. La lanza que llevaba medía cinco metros, con espirales rosas y blancas en el asta, y su peinado tenía la forma de dos cuernos de carnero, grandes y ensortijados. Paseaba de un lado a otro bajo las murallas de adoquines multicolores y desafiaba a los sitiadores para que enviaran un campeón que se enfrentara a él en combate singular.