«El baile sigue», pensó.
Jon cojeó hasta donde estaba Seda y lo agarró por el hombro.
—¡Ven conmigo! —gritó.
Se dirigieron juntos hasta el parapeto norte, donde la Torre del Rey dominaba la puerta y la barricada que Donal Noye había hecho levantar con barriles y sacos de maíz. Los thenitas habían llegado antes. Llevaban cascos y se habían cosido a las largas túnicas de cuero finos discos de bronce. Muchos esgrimían hachas también de bronce, aunque las de algunos eran de piedra. Otros llevaban lanzas cortas con puntas en forma de hoja que brillaban rojas a la luz de las llamas de los establos. Gritaban en la antigua lengua mientras atacaban la barricada a golpes de lanza, blandiendo las hachas de bronce, derramando maíz y sangre con el mismo entusiasmo bajo la lluvia de dardos y flechas que les enviaban los arqueros que Donal Noye había apostado en la escalera.
—¿Qué hacemos? —gritó Seda.
—Matarlos —respondió Jon también a gritos con una flecha negra en la mano.
Un arquero no podía pedir blancos más fáciles. Los thenitas estaban de espaldas a la Torre del Rey atacando la media luna, trepando por los sacos y barriles para intentar llegar a los hombres de negro. Por casualidad tanto Jon como Seda eligieron el mismo objetivo. Acababa de alcanzar la cima de la barricada cuando una flecha le brotó del cuello y un dardo de entre los omoplatos. Un instante después una espada se le enterró en el vientre y cayó de espaldas sobre el hombre que lo seguía. Jon echó mano del carcaj y de nuevo se lo encontró vacío. Seda estaba cargando otra vez la ballesta. Lo dejó ocupado en aquella tarea y fue a buscar más flechas, pero no había dado ni tres pasos cuando la trampilla se abrió de golpe enfrente de él.
«Mierda, ni me he dado cuenta de que derribaban la puerta.»
No había tiempo para pensar, para trazar un plan ni para pedir ayuda. Jon soltó el arco, se echó la mano por encima del hombro, desenvainó a
Garra
y enterró la hoja en medio de la primera cabeza que asomó de la torre. El bronce no era rival para el acero valyrio. El golpe destrozó el yelmo del thenita y la hoja se le clavó en el cráneo; se precipitó por donde había llegado. Por los gritos Jon supo al instante que se acercaban varios más. Se dio la vuelta y llamó a Seda. El siguiente que subió recibió como bienvenida un dardo en la mejilla. También él desapareció.
—El aceite —ordenó Jon.
Seda asintió. Cogieron los gruesos paños acolchados que habían dejado junto al fuego, levantaron la pesada olla de aceite hirviendo y derramaron su contenido por el agujero de la trampilla sobre los thenitas. Los chillidos fueron lo más espantoso que había oído jamás; Seda parecía a punto de vomitar. Jon cerró de una patada la trampilla, puso encima la pesada olla de hierro y sacudió por los hombros al muchacho del bonito rostro.
—¡Ya vomitarás luego! —le gritó—. ¡Vamos!
Sólo habían estado unos momentos apartados de los parapetos, pero abajo todo había cambiado. Una docena de hermanos negros y unos cuantos hombres de Villa Topo resistían aún sobre la barricada de barriles y cajones, pero los salvajes habían invadido la media luna y los obligaban a retroceder. Jon vio cómo uno clavaba la lanza en el vientre de Rast con tanta fuerza que lo levantó por los aires. Henly el Joven estaba muerto y Henly el Viejo agonizaba rodeado de enemigos. Divisó a Simple, que giraba y lanzaba tajos mientras se reía como un demente con la capa ondeando a la espalda mientras saltaba de un barril a otro. Un hacha de bronce le acertó debajo de la rodilla y la risa se transformó en un aullido borboteante.
—Van a entrar —dijo Seda.
—No —replicó Jon—. Ya han entrado.
Todo sucedió muy deprisa. Un topo salió huyendo, luego otro, y de repente todos los aldeanos estaban tirando las armas y abandonando las barricadas. Los hermanos no eran suficientes para resistir ellos solos. Jon vio cómo trataban de reorganizar la fila para replegarse en orden, pero los thenitas los arrasaron con lanzas y hachas, y también ellos tuvieron que huir. Dilly el dorniense resbaló y cayó de bruces, y un salvaje le enterró la lanza entre los omoplatos. Tonelete, lento y jadeante, estaba a punto de alcanzar el pie de la escalera cuando un thenita lo agarró por la capa y tiró de él... pero, antes de que pudiera darle un hachazo, un dardo de ballesta lo derribó.
—¡Le he dado! —se jactó Seda mientras Tonelete empezaba a arrastrarse a cuatro patas por las escaleras.
«Hemos perdido la puerta.» Donal Noye la había cerrado con cadenas, pero estaba desprotegida, los barrotes de hierro brillaban rojos con el reflejo de las llamas ante el frío túnel negro que protegían. No había quedado nadie atrás para defenderla. El único lugar seguro estaba en la cima del Muro, a doscientos metros de altura por la zigzagueante escalera de madera.
—¿A qué dioses rezas? —preguntó Jon a Seda.
—A los Siete —respondió el muchacho de Antigua.
—Pues reza. Reza a tus nuevos dioses, que yo rezaré a los antiguos.
A aquello quedaban reducidos.
Con el caos de la trampilla Jon se había olvidado de volver a llenar el carcaj. Cojeó por el tejado en busca de flechas y también recogió el arco. La olla no se había movido de su sitio, de manera que por el momento allí estaban a salvo.
«El baile ha seguido y nosotros estamos mirando desde la galería», pensó mientras volvía a ocupar su lugar. Seda seguía disparando dardos contra los salvajes de las escaleras y luego se agachaba detrás de la almena para volver a cargar la ballesta. «No sólo es una cara bonita, también es rápido.»
La verdadera batalla tenía lugar en los peldaños. Noye había situado lanceros en los dos primeros rellanos, pero la espantada de los aldeanos había hecho que los dominara el pánico y habían huido hacia el tercero, mientras los thenitas mataban a todo el que se quedaba atrás. Los arqueros y los ballesteros de los rellanos superiores trataban de disparar sus proyectiles por encima de sus cabezas. Jon puso una flecha en el arco, lo tensó, soltó y se alegró al ver cómo uno de los salvajes caía rodando por las escaleras. El calor de las hogueras hacía que el muro llorase, y las llamas danzaban y centelleaban contra el hielo. Los peldaños se sacudían bajo las pisadas de los hombres que huían para salvarse.
Jon volvió a tensar y a soltar, pero sólo era uno y Seda otro, mientras que sesenta o setenta thenitas subían por la escalera matando a su paso, ebrios de victoria. En el cuarto rellano tres hermanos con capas negras aguardaban hombro con hombro, con las espadas empuñadas, y por unos momentos volvió a haber batalla. Pero eran sólo tres, y la oleada de los salvajes no tardó en barrerlos, y su sangre corrió escaleras abajo.
—Durante el combate un hombre nunca es tan vulnerable como cuando huye —había dicho Lord Eddard a Jon en cierta ocasión—. Un hombre que huye es para un soldado como un animal herido. Le provoca sed de sangre.
Los arqueros del quinto rellano huyeron antes de que los salvajes llegaran a su altura. Era una derrota sangrienta, total.
—Ve a por las antorchas —dijo Jon a Seda.
Tenían cuatro amontonadas junto al fuego, con las cabezas envueltas en trapos engrasados. Disponían también de una docena de flechas de fuego. El muchacho de Antigua puso una antorcha entre las llamas hasta que se encendió bien y se la llevó a Jon junto con las apagadas. Parecía asustado otra vez, y con motivo. Jon también estaba asustado.
Fue entonces cuando vio a Styr. El Magnar estaba trepando por la barricada, por los sacos de trigo destripados y los barriles destrozados, por los cadáveres de amigos y enemigos por igual. Su armadura de lamas de bronce tenía un brillo oscuro a la luz del fuego. Styr se había quitado el yelmo para contemplar su triunfo. El hijo de puta calvo y desorejado estaba sonriendo. Llevaba en la mano una larga lanza de arciano con punta de bronce muy ornada. Cuando vio la puerta la señaló con la lanza y gritó algo en la antigua lengua a la media docena de thenitas que iban con él.
«Demasiado tarde —pensó Jon—. Tendrías que haber ido al frente de tus hombres cuando atacaron la barricada, habrías podido salvar a algunos.»
Muy arriba sonó un cuerno de guerra con una llamada larga y grave. No era en la cima del Muro, sino en el noveno rellano, a unos sesenta metros de altura, donde se encontraba Donal Noye.
Jon puso una flecha de fuego en el arco y Seda se la encendió con la antorcha. Se subió a la almena, tensó, apuntó y soltó. La saeta dejó una estela de llamas en su trayectoria descendente y se clavó en su objetivo.
No en Styr. En la escalera. O, para ser más exactos, en los barriles, cajones y sacos que Donal Noye había hecho amontonar debajo de las escaleras, hasta la altura del primer rellano: los toneles de sebo y aceite para las lámparas, las sacas de hojarasca y trapos aceitados, la leña y las virutas de madera.
—Otra —pidió Jon—. Y otra. Y otra.
Los demás arqueros también estaban disparando desde las cimas de las torres, algunas flechas describían arcos elevados antes de ir a caer ante el Muro. Cuando Jon se quedó sin flechas de fuego, Seda y él empezaron a encender las antorchas y a lanzarlas desde las almenas.
En las escaleras las llamas eran espectaculares. Los peldaños de madera vieja se habían bebido el aceite como si fueran esponjas, Donal Noye los había empapado por completo desde el noveno rellano hasta el séptimo. Jon deseó con todas sus fuerzas que la mayor parte de los suyos se hubieran puesto a salvo antes de que Noye lanzara las antorchas. Al menos los hermanos negros conocían el plan, pero los aldeanos, no.
El fuego y el viento hicieron el resto. A Jon sólo le quedó mirar. Atrapados entre las llamas, unas arriba y otras abajo, los salvajes no tenían adónde ir. Unos siguieron subiendo y murieron. Otros bajaron y murieron. Algunos se quedaron donde estaban. Ésos también murieron. Muchos saltaron de la escalera para no quemarse y murieron de la caída. Todavía quedaban veintitantos thenitas apelotonados entre los dos fuegos cuando el calor rajó el hielo y el tercio inferior de la escalera se derrumbó junto con varias toneladas del Muro. Fue la última vez que Jon Nieve vio a Styr, el Magnar de Thenn.
«El Muro se defiende», pensó.
Jon pidió a Seda que lo ayudara a bajar al patio. La pierna herida le dolía tanto que casi no podía caminar pese a la muleta.
—Tráete la antorcha —dijo al muchacho de Antigua—. Tengo que buscar a alguien.
Los que habían muerto en la escalera eran casi todos thenitas. Seguro que algunos del pueblo libre habían escapado. Gente de Mance, no del Magnar. Era posible que estuviera viva. De modo que descendieron entre los cadáveres de los que habían intentado subir por la trampilla y Jon vagó por la oscuridad, con la muleta bajo un brazo y el otro en torno a los hombros de un chico que, cuando vivía en Antigua, se había dedicado a la prostitución.
Los establos y la sala común habían ardido hasta los cimientos, sólo quedaban brasas humeantes, pero el fuego aún rugía en el Muro, subía peldaño a peldaño, rellano a rellano. De cuando en cuando se oía un crujido espantoso y se desprendía otro pedazo. El aire estaba lleno de cenizas y cristales de hielo.
Encontró a Quort muerto y a Pulgares de Piedra moribundo. Encontró muertos y moribundos a unos cuantos thenitas a los que en realidad no había llegado a conocer. Encontró a Forúnculo debilitado por la pérdida de sangre, pero todavía vivo.
Y encontró a Ygritte tendida sobre la nieve bajo la Torre del Lord Comandante, con una flecha entre los pechos. Los cristales de hielo se le habían posado en la cara; a la luz de la luna parecía como si llevara una deslumbrante máscara de plata.
Jon vio que la flecha era negra, pero la emplumadura era de plumas blancas de pato. «No es mía —se dijo—. No es una de las mías.» Pero se sentía como si lo fuera.
Cuando se arrodilló en la nieve junto a ella la muchacha abrió los ojos.
—Jon Nieve —dijo en voz muy baja. Por su sonido la flecha le había perforado un pulmón—. ¿Esto es un castillo de verdad? ¿No una simple torre?
—Sí —contestó Jon cogiéndole la mano.
—Bien —susurró—. Quería ver un castillo de verdad antes de... antes de...
—Verás cien castillos —le prometió—. La batalla ha terminado. El maestre Aemon te va a curar. —Le acarició el pelo—. Fuiste besada por el fuego, ¿recuerdas? Tienes suerte. Hace falta mucho más que una flecha para matarte. Aemon te la sacará y te pondrá cataplasmas, y te dará leche de la amapola para quitarte el dolor.
—¿Te acuerdas de aquella cueva? —Ella sonrió—. Nos tendríamos que haber quedado allí. Te lo dije.
—Volveremos a la cueva —le aseguró—. No vas a morir, Ygritte. No vas a morir.
—Oh. —Ygritte le puso una mano en la mejilla—. No sabes nada, Jon Nieve —suspiró agonizante.
—No es más que otro castillo desierto —dijo Meera Reed mientras contemplaba el paisaje desolado de cascotes, ruinas y hierbajos.
«No —pensó Bran—, es el Fuerte de la Noche y es el fin del mundo.» Cuando estaban en las montañas sólo pensaba en llegar al Muro y en dar con el cuervo de tres ojos, pero ahora que estaban allí tenía miedo. El sueño que había tenido... El sueño que había tenido
Verano
... «No, no puedo pensar en ese sueño.» Ni siquiera se lo había dicho a los Reed, aunque al menos Meera parecía presentir que algo iba mal. Si no hablaba nunca de aquello, a lo mejor se olvidaba de que lo había soñado, y entonces no habría sucedido, y Robb y
Viento Gris
todavía estarían...
—Hodor.
Hodor volvió a moverse y Bran con él. Estaba muy cansado, llevaban horas caminando. «Al menos él no tiene miedo.» A Bran aquel lugar lo asustaba, casi tanto como la sola idea de reconocerlo ante los Reed. «Soy un príncipe del norte, un Stark de Invernalia, casi un hombre, tengo que ser tan valiente como Robb.»
Jojen alzó la vista para mirarlo con aquellos ojos color verde oscuro.
—Aquí no hay nada que nos pueda hacer daño, Alteza.
Bran no estaba tan seguro. En algunas de las historias más aterradoras que les había contado la Vieja Tata aparecía el Fuerte de la Noche. Allí era donde había reinado el Rey de la Noche antes de que su nombre quedara borrado de la memoria de los hombres. Allí era donde el Cocinero Rata había servido al rey ándalo la empanada de príncipe y panceta, donde los noventa y siete centinelas montaban guardia, donde la valiente joven Danny Flint había sido violada y asesinada. Aquel castillo era donde el rey Sherrit había invocado la maldición sobre los antiguos ándalos, donde los aprendices se habían enfrentado a la criatura que aparecía en la oscuridad, donde el ciego Symeon Ojos de Estrella había visto pelear a los sabuesos infernales. Hacha Demente había recorrido aquellos patios y había subido a aquellas torres para masacrar a sus hermanos en la oscuridad.