Tormenta de Espadas (117 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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Tres cuartas partes de los aldeanos habían seguido al pie de la letra el consejo de Jon y habían acudido al Castillo Negro en busca de refugio. Noye había decretado que todo hombre capaz de sujetar una lanza o blandir un hacha contribuyera a defender la barricada, de lo contrario que se volvieran a su poblado a ver qué les decían los thenitas. Había vaciado la armería para poner en sus manos el mejor acero: hachas de doble filo, dagas bien afiladas, mandobles, martillos y mazas. Embutidos en jubones de cuero y cotas de mallas, con grebas en las piernas y gorjales para que no les quitaran la cabeza de encima de los hombros, algunos hasta parecían soldados.

«Si hay poca luz. Y si uno entrecierra los ojos.»

Noye también había encomendado trabajos a las mujeres y a los niños. Los que eran demasiado jóvenes para luchar acarrearían agua y se ocuparían de las hogueras, la partera de Villa Topo iba a ayudar a Clydas y al maestre Aemon con los heridos, y de repente Hobb Tresdedos tenía tantos chicos para girar los espetones, remover los guisados y picar cebollas que no sabía ni qué hacer con ellos. Dos de las prostitutas se habían ofrecido también para pelear y habían demostrado suficiente habilidad con la ballesta para que se les dejara un lugar en las escaleras, a doce metros de altura.

—Hace frío.

Seda se había metido las manos bajo los sobacos por debajo de la capa. Tenía las mejillas coloradas. Jon se forzó a sonreír.

—Frío hace en los Colmillos Helados. Esto es un día otoñal un poco fresco.

—Entonces no quiero ver los Colmillos Helados. Conocía a una chica de Antigua a la que le gustaba ponerle hielo al vino. Ése es el mejor lugar para el hielo, si quieres que te diga la verdad. El vino. —Seda miró hacia el sur y frunció el ceño—. ¿Crees que los centinelas espantapájaros los han asustado, mi señor?

—Es posible.

Cierto, era posible... pero, en opinión de Jon, lo más probable era que los salvajes hubieran hecho una pausa para violar y saquear Villa Topo. O tal vez Styr estuviera esperando a que cayera la noche para acercarse amparados por la oscuridad.

Llegó y pasó el mediodía sin rastro de los thenitas en el camino real. En cambio, Jon oyó pisadas en el interior de la torre, y Owen el Bestia asomó la cabeza por la trampilla, con el rostro congestionado por el esfuerzo de la subida. Llevaba bajo un brazo una cesta de panecillos, bajo el otro un queso grande y en una mano una bolsa de cebollas.

—Hobb ha dicho que os trajera algo de comer por si tenéis que quedaros aquí mucho tiempo.

«Sí, o para nuestra última cena.»

—Dale las gracias de nuestra parte, Owen.

Dick Follard estaba sordo como una tapia, pero la nariz le funcionaba perfectamente. Los panecillos estaban aún calientes cuando metió la mano en la cesta para sacar uno recién horneado. Encontró también un cuenco de mantequilla y la extendió sobre el pan con la punta de la daga.

—Tiene pasas —anunció satisfecho—. Y frutos secos.

Vocalizaba mal, pero una vez se acostumbraba uno, no costaba mucho entenderlo.

—Quédate con mi ración —dijo Seda—. No tengo hambre.

—Come —le dijo Jon—. No sabes cuándo volverás a tener otra oportunidad.

Él mismo cogió dos panecillos. Los frutos secos eran piñones, y además de pasas llevaban trocitos de manzana seca.

—¿Vendrán hoy los salvajes, Jon Nieve? —preguntó Owen.

—En ese caso te enterarás —dijo Jon—. Presta atención por si suenan los cuernos.

—Dos. Dos toques de cuerno significa que vienen los salvajes.

Owen era alto, con el pelo rubio y buen carácter, trabajador incansable y con una sorprendente habilidad a la hora de tallar madera, arreglar catapultas y cosas por el estilo, pero como contaba él siempre, a su madre se le había caído de cabeza cuando era un bebé y la mitad de los sesos se le habían salido por una oreja.

—¿Te acordarás de adónde tienes que ir? —le preguntó Jon.

—Sí, a las escaleras, me lo ha dicho Donal Noye. Tengo que subir al tercer rellano y disparar con la ballesta a los salvajes si intentan trepar por la barricada. El tercer rellano, uno, dos y tres. —Movió la cabeza arriba y abajo—. Si los salvajes nos atacan el rey vendrá a ayudarnos, ¿a que sí? El rey Robert es un gran guerrero. Seguro que viene. El maestre Aemon le ha enviado un pájaro.

Era inútil explicarle que Robert Baratheon había muerto. Se le olvidaría, como ya se le había olvidado antes.

—El maestre Aemon le ha enviado un pájaro —asintió Jon.

Con eso Owen se dio por satisfecho.

Era cierto que el maestre Aemon había enviado muchos pájaros... No a un rey, sino a cuatro. «Salvajes en la puerta —decía el mensaje—. El reino peligra. Enviad toda la ayuda posible al Castillo Negro.» Los cuervos habían volado a lugares tan distantes como Antigua o la Ciudadela y a medio centenar de castillos de poderosos señores. Los señores norteños eran su mayor esperanza, de modo que Aemon les había enviado dos pájaros. Las aves negras llevaron la súplica de ayuda a los Umber y a los Bolton, al Castillo Cerwyn y a la Ciudadela de Torrhen, a Bastión Kar y a Bosquespeso, a la Isla del Oso, a Castillo Viejo, a Atalaya de la Viuda, a Fuerte Túmulo y a los Riachuelos, a las fortalezas montañosas de los Liddle, los Burley, los Norrey, los Harclay y los Wull. «Salvajes en la puerta. El norte corre peligro. Acudid con todos vuestros hombres.»

Tal vez los cuervos tuvieran alas, pero los señores y los reyes, no. No llegarían aquel día; si es que se habían puesto en marcha.

A medida que la mañana dejaba paso a la tarde el humo de Villa Topo se fue disipando y el cielo volvió a estar despejado hacia el sur.

«No hay nubes», pensó Jon. Era una suerte. La lluvia o la nieve podían suponer el final para ellos.

Clydas y el maestre Aemon subieron en la jaula a la seguridad de la cima del Muro, junto con la mayor parte de las mujeres de Villa Topo. Los hombres de negro paseaban inquietos por la parte superior de las torres y se gritaban a través de los patios. El septon Cellador puso a rezar a los hombres de la barricada implorando al Guerrero que les diera fuerzas. Dick Follard el Sordo se arrebujó bajo la capa y se echó a dormir. Seda recorrió unas cien leguas caminando en círculos. El Muro lloraba y el sol se deslizaba por el cielo azul. Cerca del anochecer, Owen el Bestia volvió a visitarlos con una hogaza de pan moreno y un cubo del mejor cordero que jamás había preparado Hobb, guisado en una espesa salsa de cerveza y cebollas. Hasta Dick se despertó para probarlo. Se lo comieron sin dejar rastro, porque rebañaron el fondo del cubo con pedazos de pan. Cuando terminaron el sol se estaba poniendo en el oeste y las sombras del castillo eran cada vez más alargadas y oscuras.

—Enciende el fuego —le dijo Jon a Seda— y llena de aceite la olla.

Bajó en persona para atrancar la puerta, con la idea de que un poco de ejercicio le aliviaría la rigidez de la pierna. Fue un error, se dio cuenta enseguida, pero de todos modos se aferró a la muleta y lo hizo. La puerta de la Torre del Rey era de roble con tachones de hierro. Serviría para demorar a los thenitas si intentaban entrar, pero a largo plazo no se lo impediría. Jon bajó la tranca, fue al excusado pensando que tal vez sería su última oportunidad, y volvió a subir cojeando al tejado con una mueca de dolor en el rostro.

Hacia el oeste el cielo era del color de una magulladura, pero sobre ellos todavía era de un azul cobalto, aunque cada vez más purpúreo; las estrellas empezaban a aparecer. Jon se sentó entre dos almenas con la única compañía de un espantapájaros y observó cómo el Corcel galopaba por el cielo. ¿O era el Señor Astado? Se preguntó dónde estaría
Fantasma
en aquel momento. Se preguntó también por Ygritte y se dijo que si seguía así sólo conseguiría volverse loco.

Llegaron de noche, por supuesto.

«Como ladrones —pensó Jon—. Como asesinos.»

Cuando los cuernos sonaron, Seda se orinó en los calzones, pero Jon fingió que no se daba cuenta.

—Ve a sacudir a Dick por el hombro —dijo al muchacho de Antigua—. Si no, se pasará la batalla durmiendo.

—Tengo miedo —dijo Seda; estaba pálido como un fantasma.

—Ellos también. —Jon recostó la muleta en una almena y cogió el arco, dobló la suave madera de tejo dorniense para poner la cuerda—. No desperdicies un dardo a menos que tengas buen ángulo de tiro —le dijo a Seda cuando volvió de despertar a Dick—. Aquí arriba tenemos una buena provisión, pero buena no significa inagotable. Y agáchate detrás de una almena para volver a cargar, no te vayas a esconder tras un espantapájaros. Son de paja, las flechas los atravesarán.

No se molestó en decirle nada a Dick Follard. Dick era capaz de leer los labios si había suficiente luz y tenía algún interés en lo que uno dijera, pero aquello ya lo sabía.

Los tres ocuparon posiciones en tres lados de la torre redonda. Jon se colgó un carcaj del cinturón y sacó una flecha. El asta era negra y la emplumadura, gris. Al ponerla en la cuerda recordó algo que había dicho Theon Greyjoy cuando regresaban de una cacería.

—Que el jabalí se quede con sus colmillos y el oso con sus zarpas —declaró con aquella sonrisa suya—. No hay nada tan mortífero como una pluma de ganso gris.

Jon no había sido nunca tan buen cazador como Theon, pero tampoco manejaba mal el arco. Había sombras oscuras y escurridizas en torno a la armería con las espaldas contra las paredes de piedra, pero no las distinguía tan bien como para desperdiciar una flecha. Oyó gritos a lo lejos y vio cómo los arqueros de la Torre de los Guardias lanzaban sus flechas hacia el suelo. Estaban demasiado lejos para que fueran de la incumbencia de Jon. Pero, cuando vio cómo tres sombras se apartaban de los antiguos establos a cincuenta metros de distancia se puso en pie, alzó el arco y lo tensó. Iban corriendo, de manera que los siguió con la flecha, aguardó, aguardó, aguardó...

El asta siseó al liberarse de la cuerda. Un instante después se oyó un gruñido y de pronto eran sólo dos las sombras que corrían por el patio. Iban tan deprisa como podían, pero Jon ya había sacado una segunda flecha del carcaj. En aquella ocasión se apresuró demasiado y falló. Cuando tuvo preparada otra, los salvajes habían desaparecido. Buscó con la vista otro objetivo y divisó cuatro que estaban rodeando el cascarón vacío que era la Torre del Lord Comandante. La luz de la luna arrancaba destellos de las lanzas y las hachas que llevaban, e iluminaba los macabros emblemas de sus escudos redondos de cuero: cráneos y huesos, serpientes, zarpas de oso, rostros demoníacos...

«Son del pueblo libre», supo al momento. Los thenitas llevaban escudos de cuero negro endurecido con bordes y tachones de bronce, pero los suyos eran lisos, sin adornos. Éstos, en cambio, eran los escudos de mimbre, más ligeros, de los invasores.

Jon se llevó la pluma de ganso hasta la oreja, apuntó y soltó la cuerda, sacó otra flecha, tensó y volvió a soltar. La primera perforó el escudo con una zarpa de oso, la segunda una garganta. El salvaje gritó al caer. Oyó a su izquierda el disparo ronco de la ballesta de Dick el Sordo y un momento más tarde el de la de Seda.

—¡Le he dado a uno! —exclamó el chico con voz ronca—. ¡Le he dado en el pecho!

—Dale a otro —dijo Jon.

Ya no tenía que buscar objetivos, sólo elegirlos. Mató a un arquero de los salvajes mientras ponía una flecha en el arco, luego disparó contra otro que estaba tratando de derribar la puerta de la Torre de Hardin con un hacha. La segunda vez falló, pero la flecha que se clavó vibrante en el roble hizo que el salvaje se lo pensara mejor. Sólo cuando echó a correr reconoció Jon a Forúnculo. Un segundo más tarde el viejo Mully le clavó una flecha en la pierna desde el tejado de los Barracones de Pedernal, y el salvaje se arrastró sangrando.

«Así dejará de quejarse de lo del culo», pensó Jon.

Una vez tuvo vacío el carcaj, fue a buscar otro y se cambió de almena para estar al lado de Dick Follard el Sordo. Jon disparaba tres flechas por cada dardo de Dick, ésa era la ventaja del arco. Según algunos las saetas disparadas con ballesta se clavaban más hondas, pero costaba más volver a cargar. Le llegaban las voces de los salvajes que se hablaban a gritos; hacia el oeste resonó un cuerno de guerra. El mundo era un contraste entre las sombras y la luz de luna, el tiempo se convirtió en una rueda interminable de tensar y disparar. Una flecha salvaje atravesó la garganta del centinela de paja que tenía a un lado, pero Jon Nieve casi ni se dio cuenta.

«Ponedme a tiro al Magnar de Thenn —rezó a los dioses de su padre. Al menos el Magnar era un enemigo al que podía odiar—. Ponedme a tiro a Styr.»

Empezaba a tener calambres en los dedos y el pulgar le sangraba ya, pero Jon siguió tensando y disparando, tensando y disparando. El brillo de las llamas atrajo su atención, se volvió y vio cómo empezaba a arder la puerta de la sala común. En pocos instantes el fuego engulló toda la edificación de madera. Sabía que Hobb Tresdedos y sus ayudantes de Villa Topo estaban a salvo en la cima del Muro, pero aun así fue como si le dieran un puñetazo en el estómago.

—¡Jon! —gritó Dick el Sordo con su voz peculiar—. ¡La armería!

Los vio. Estaban en el tejado. Uno tenía una antorcha. Dick se subió a una almena para tener mejor ángulo de disparo, se llevó la ballesta al hombro y lanzó un dardo vibrante contra el de la antorcha. Falló.

El arquero que había abajo, no.

Follard no emitió sonido alguno. Simplemente cayó de cabeza por encima del parapeto. El patio estaba treinta metros más abajo. Jon oyó el sonido del impacto mientras miraba desde detrás de un soldado de paja para averiguar de dónde había salido la flecha. A menos de tres metros del cuerpo de Dick el Sordo divisó un escudo de cuero, una capa desastrada y una mata de pelo rojo.

«Besada por el fuego —pensó—. Afortunada.» Alzó el arco, pero no fue capaz de soltar la cuerda, y ella desapareció tan repentinamente como había aparecido. Se dio la vuelta mascullando una maldición y lanzó la flecha a los hombres del tejado de la armería, pero también falló.

Para entonces los establos del este del castillo también estaban ardiendo, de los pesebres surgían columnas de humo negro y briznas de heno ardiente. Cuando el tejado se derrumbó, las llamas se elevaron con un rugido tan atronador que casi ahogó el sonido de los cuernos de guerra de los thenitas. Cincuenta de ellos se acercaban por el camino real en una prieta columna con los escudos sobre las cabezas. Otros habían invadido el huerto, cruzaban el patio de baldosas y rodeaban el viejo pozo seco. Tres se habían abierto camino a hachazos hasta las estancias del maestre Aemon, en el edificio de madera bajo las pajareras, y en la cima de la Torre Silenciosa tenía lugar una lucha desesperada, espadas de acero contra hachas de bronce. Nada de aquello importaba ya.

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