—¿Con tres barcos? Diremos al capitán Groleo que eche un vistazo a la muralla del río, pero, a no ser que se esté derrumbando, no es más que una manera más húmeda de morir.
—¿Y si construimos torres de asalto? Mi hermano Viserys me hablaba de esas cosas, sé que se puede hacer.
—Si hay madera, Alteza —señaló Ser Jorah—. Los traficantes de esclavos han quemado todos los árboles en veinte leguas a la redonda. Sin madera no hay trabuquetes para derruir las murallas, ni escaleras para saltarlas, ni torres de asalto, ni tortugas, ni arietes. Sí, podríamos atacar las puertas con hachas, pero...
—¿Habéis visto esas cabezas de bronce que hay sobre las puertas? —intervino Ben Plumm el Moreno—. Son hileras de cabezas de arpía con las bocas abiertas. Los meereenos pueden derramar aceite hirviendo por esas bocas y cocinar vivo a cualquiera que ataque con un hacha.
—Tal vez deberían ser los Inmaculados los que fueran con las hachas —dijo Daario Naharis sonriendo a Gusano Gris—. Para vosotros, el aceite hirviendo no es más que un baño caliente, tengo entendido.
—Es falso. —Gusano Gris no le devolvió la sonrisa—. Unos no sienten las quemaduras igual que los hombres, pero el aceite así ciega y mata. En cambio, los Inmaculados no temen a la muerte. Dadnos arietes y derribaremos las puertas o moriremos en el intento.
—Más bien moriríais en el intento —señaló Ben el Moreno.
En Yunkai, cuando se puso al frente de los Segundos Hijos, había asegurado a Dany que era veterano de cien batallas. «Aunque no puedo decir que en todas ellas luchara con valentía. Hay mercenarios viejos y mercenarios valerosos, pero no hay mercenarios viejos y valerosos.» Había llegado a comprender que era verdad.
—No pienso desperdiciar las vidas de los Inmaculados, Gusano Gris. —Dany suspiró—. Quizá podamos derrotarlos por hambre.
—Nosotros moriríamos de hambre mucho antes que ellos, Alteza. —Ser Jorah no estaba de acuerdo—. Aquí no hay alimentos, ni tampoco forraje para las mulas y los caballos. Además, no me gusta este río. Meereen caga en el Skahazadhan, pero el agua para beber la extrae de pozos más profundos. Ya hay informes de enfermos en el campamento, fiebres, diarrea y tres casos de colerina sangrienta. Si nos quedamos habrá más. La marcha ha debilitado a los esclavos.
—A los libertos —lo corrigió Dany—. Ya no son esclavos.
—Esclavos o libres, tienen hambre y no tardarán en caer enfermos. La ciudad está mucho mejor aprovisionada que nosotros y disponen de suministro de agua potable. Con los tres barcos que tenéis no basta para cortarles el acceso tanto al río como al mar.
—En ese caso, ¿qué me aconsejáis, Ser Jorah?
—No os va a gustar.
—De todos modos os escucharé.
—Como gustéis. Yo digo que pasemos de largo de esta ciudad. No podéis liberar a todos los esclavos del mundo,
khaleesi
. Os espera una guerra en Poniente.
—No me he olvidado de Poniente. —Algunas noches Dany soñaba con aquella tierra fabulosa donde no había estado jamás—. Pero, si permito que los viejos muros de adoquines de Meereen me derroten con tanta facilidad, ¿cómo podré tomar algún día los grandes castillos de piedra de Poniente?
—Igual que lo hizo Aegon —dijo Ser Jorah—. Con fuego. Cuando lleguemos a los Siete Reinos, vuestros dragones ya serán adultos. Allí tendremos torres de asedio y trabuquetes, cosas de las que carecemos aquí... pero el viaje a través de las Tierras del Largo Verano es prolongado y penoso, hay peligros que no podemos imaginar. Os detuvisteis en Astapor para comprar un ejército, no para iniciar una guerra. Reservad las espadas y las lanzas para los Siete Reinos, mi señora. Dejad Meereen para los meereenos y proseguid hacia el oeste, hacia Pentos.
—¿Derrotada? —se crispó Dany.
—Cuando los cobardes se esconden detrás de las murallas son ellos los derrotados,
khaleesi
—dijo Ko Jhogo.
Los demás jinetes de sangre estaban de acuerdo.
—Sangre de mi sangre —dijo Rakharo—, cuando los cobardes se esconden y queman la comida y el forraje, los grandes
khals
tienen que buscar enemigos más valientes. Todo el mundo lo sabe.
—Todo el mundo lo sabe —corroboró Jhiqui mientras servía vino.
—Pues yo no lo sé. —Dany tenía en gran estima el consejo de Ser Jorah, pero dejar intacta Meereen era más de lo que podía soportar. No olvidaba a los niños clavados en los mojones, a los pájaros que les picoteaban las entrañas ni los bracitos flacos que señalaban la dirección en el camino de la costa—. Ser Jorah, decís que no nos quedan provisiones. Si marchamos hacia el oeste, ¿cómo podré alimentar a mis libertos?
—No podréis. Lo siento,
khaleesi
. Tendrán que alimentarse solos, o fallecerán de hambre. Y muchos morirán durante la marcha, sí. Va a ser duro, pero no hay manera de salvarlos. Tenemos que alejarnos cuanto antes de esta tierra devastada.
Al cruzar el desierto rojo, Dany había dejado tras ella un rastro de cadáveres. Era una imagen que no quería volver a ver jamás.
—No —dijo—. No me pondré en marcha con mi pueblo para que mueran. —«Son mis hijos»—. Tiene que haber alguna manera de entrar en la ciudad.
—Yo sé una manera. —Ben Plumm el Moreno se acarició la barba salpicada de gris y blanco—. Las cloacas.
—¿Las cloacas? ¿Qué queréis decir?
—Hay grandes cloacas de ladrillo que vacían en el Skahazadhan los desperdicios de la ciudad. Por ahí podrían entrar unos pocos. Así fue como escapé de Meereen cuando mataron a Scarb. —Ben el Moreno hizo una mueca—. No he sido capaz de quitarme aquel olor. A veces todavía sueño con él por las noches.
—De todos modos, sería más fácil salir que entrar. —Ser Jorah no parecía convencido—. ¿Decís que esas cloacas van a dar al río? Eso quiere decir que las entradas estarán justo debajo de las murallas.
—Y cerradas con verjas de hierro —reconoció Ben el Moreno—, aunque algunas están muy oxidadas, de lo contrario me habría ahogado en mierda. Una vez dentro hay una larga subida en la oscuridad más absoluta, y un laberinto de ladrillo donde cualquiera se podría perder para toda la vida. La porquería llega siempre al menos a la cintura, y por las manchas de las paredes puede quedar por encima de la cabeza de un hombre. Además, dentro hay bichos. Las ratas más grandes que os podáis imaginar y cosas aún peores. Es asqueroso.
—¿Tan asqueroso como vos cuando salisteis? —Daario Naharis se echó a reír—. Si hubiera alguien tan idiota como para intentar lo que proponéis, hasta el último traficante de esclavos de Meereen lo olería cuando saliera.
—Su Alteza preguntaba si había alguna manera de entrar —dijo Ben el Moreno encogiéndose de hombros—, así que se lo he dicho... pero Ben Plumm no volvería a entrar en esas cloacas ni por todo el oro de los Siete Reinos. Si otros quieren intentarlo, por mí perfecto.
Aggo, Jhogo y Gusano Gris fueron a hablar todos a la vez, pero Dany alzó una mano para pedir silencio.
—Esas cloacas no parecen prometedoras. —Sabía que Gusano Gris guiaría a los Inmaculados por ellas si lo ordenaba, y sus jinetes de sangre no se quedarían atrás. Pero ni unos ni otros eran adecuados para la misión. Los dothrakis eran jinetes, y la fuerza de los Inmaculados residía en su disciplina en el campo de batalla. «¿Debo enviar a unos hombres a morir en la oscuridad, si las posibilidades de éxito son tan escasas?»—. Tengo que meditar sobre esto. Volved a vuestras tareas.
Sus capitanes hicieron una reverencia y la dejaron con las doncellas y los dragones. Pero, cuando Ben el Moreno se disponía a salir,
Viserion
extendió las alas blancas y revoloteó perezoso hacia su cabeza. Una de las alas rozó el rostro del mercenario. El dragón blanco se posó de forma inestable con una pata en la cabeza del hombre y otra en el hombro, gritó y salió volando de nuevo.
—Por lo visto le gustáis, Ben —dijo Dany.
—Por supuesto. —Ben el Moreno se echó a reír—. Tengo una gota de sangre de dragón, ¿no lo sabíais?
—¿Vos?
Fue una sorpresa para Dany. Plumm era un hombre de las compañías libres, un mestizo simpático. Tenía el rostro ancho, la nariz rota y el cabello gris, y de su madre dothraki había heredado unos ojos grandes, oscuros y almendrados. Decía que era en parte bravoosi, en parte isleño del verano, en parte ibbenés, en parte qohoriense, en parte dothraki, en parte dorniense y en parte de Poniente, pero era la primera vez que lo oía hablar de su sangre Targaryen. Lo miró inquisitiva.
—¿Cómo es posible?
—Bueno —dijo Ben el Moreno—, hubo un Plumm en los Reinos del Ocaso que contrajo matrimonio con una princesa dragón. Mi abuela me lo contaba a menudo. Vivió en tiempos del rey Aegon.
—¿Qué rey Aegon? —quiso saber Dany—. Cinco reyes Aegon han reinado en Poniente. —El hijo de su hermano habría sido el sexto, pero los hombres del Usurpador le aplastaron la cabeza contra una pared.
—¿Hubo cinco? Pues vaya lío. No os puedo decir el número, mi reina. Pero ese viejo Plumm era un señor, debió de ser muy famoso en sus tiempos, seguro que todo el mundo hablaba de él. Con vuestro regio permiso, os diré que tenía una polla de veinte palmos de largo.
Las tres campanitas de la trenza de Dany tintinearon cuando se echó a reír.
—Querrás decir dedos.
—Palmos —insistió Ben el Moreno—. Si fueran dedos, ¿quién hablaría de ello?
—¿Vuestra abuela en persona vio semejante prodigio? —Dany dejó escapar una risita infantil.
—¿La vieja bruja? No. Era medio ibbenesa y medio qohoriense, no estuvo nunca en Poniente, se lo debió de contar mi abuelo. Unos dothrakis lo mataron antes de que naciera yo.
—¿Y de dónde le vino ese conocimiento a vuestro abuelo?
—Será una de esas historias que cuentan mientras lo amamantan a uno, digo yo. —Ben el Moreno se encogió de hombros—. Lo siento, eso es todo lo que sé de Aegon el Desnumerado y del enorme miembro del viejo Lord Plumm. Más vale que vaya a vigilar a mis Hijos.
—Adelante —le dijo Dany.
Una vez Ben el Moreno hubo salido de la tienda, volvió a tumbarse entre los cojines.
—Si ya fueras adulto —le dijo a
Drogon
mientras le rascaba entre los cuernos—, montaría sobre ti, sobrevolaríamos esas murallas y derretirías la arpía con tus llamas.
Pero pasarían años antes de que los dragones tuvieran tamaño suficiente para montar en ellos.
«Y cuando sean grandes, ¿quién los cabalgará? El dragón tiene tres cabezas y yo, sólo una. —Pensó en Daario—. Si ha habido alguna vez un hombre capaz de violar a una mujer con los ojos...»
Desde luego, ella tenía tanta culpa como el tyroshi. Más de una vez le había lanzado miradas cuando se reunía el Consejo con los capitanes, y muchas noches recordaba cómo le brillaba el diente de oro al sonreír. Eso y los ojos. «Esos ojos tan azules.» En el camino desde Yunkai, todas las noches, al ir a presentar el informe diario, Daario le había llevado una flor o alguna plantita... Para que aprendiera a conocer aquellas tierras, decía. Ramas de sauce avispa, rosas pardas, menta silvestre, aspérula olorosa, junco filoso, retama de escobas, zarza del desierto, oro de arpía... «Además, intentó evitarme la visión de los niños muertos.» No debería haberlo hecho, pero la intención fue buena. Y Daario Naharis la hacía reír, cosa que no le pasaba con Ser Jorah.
Dany trató de imaginar qué pasaría si permitía que Daario la besara, igual que había hecho Ser Jorah en el barco. La sola idea era excitante y turbadora a la vez.
«Es demasiado arriesgado.» El mercenario tyroshi no era una buena persona, eso no hacía falta que se lo dijera nadie. Por debajo de las sonrisas y las bromas, era peligroso y hasta cruel. Sallor y Prendahl se habían despertado una mañana como compañeros suyos y esa misma noche la había obsequiado con sus cabezas. «Khal Drogo también podía ser cruel y jamás hubo hombre más peligroso. —Y de todos modos lo había llegado a amar—. ¿Podría amar a Daario? ¿Qué pasaría si lo dejara entrar en mi cama? ¿Lo convertiría eso en una de las cabezas del dragón? —Ser Jorah se pondría furioso, sin duda, pero había sido él quien dijo que debería tomar dos esposos—. A lo mejor debería casarme con los dos, y se acabó.»
Pero eran pensamientos vanos. Tenía que tomar una ciudad, y soñar con besos y con los ojos azules de un mercenario no la ayudaría a derribar las murallas de Meereen.
«Soy de la sangre del dragón», se recordó Dany. Sus pensamientos giraban en círculos, como una rata que se persiguiera la cola. De pronto se sintió como si no pudiera soportar los confines de su pabellón ni un instante más. «Quiero notar el viento en la cara, quiero oler el mar.»
—Missandei —llamó—, haz que ensillen a mi plata. Y tu montura también.
—Como Vuestra Alteza ordene —dijo la pequeña escriba con una reverencia—. ¿Pido que vengan vuestros jinetes de sangre para que os protejan?
—Iré con Arstan. No voy a salir del campamento.
Entre sus hijos no tenía enemigos. Además, el anciano escudero no hablaría tanto como Belwas ni la miraría como la miraba Daario.
El bosquecillo de olivos quemados donde habían levantado su pabellón se encontraba junto al mar, entre el campamento dothraki y el de los Inmaculados. Cuando los caballos estuvieron ensillados, Dany y sus acompañantes pasearon por la orilla, alejándose de la ciudad. Pese a todo, sentía la presencia de Meereen a su espalda, burlándose de ella. Volvió la vista atrás y allí estaba, con el sol de la tarde arrancando destellos de la arpía de bronce que había sobre la Gran Pirámide. Dentro de Meereen los traficantes de esclavos se tenderían pronto con sus
tokars
ribeteados para celebrar banquetes con cordero, aceitunas, perritos nonatos, lirones con miel y otras delicias semejantes, mientras afuera sus hijos pasaban hambre. Sintió una oleada de rabia.
«Acabaré contigo», juró.
Al pasar junto a las zanjas y las estacas que rodeaban el campamento de los eunucos Dany oyó a Gusano Gris y a sus sargentos, que dirigían los ejercicios de una compañía con escudos, espadas cortas y lanzas. Otra compañía se estaba bañando en el mar, con unos calzones de lino blanco por todo atuendo. Ya se había fijado en que los eunucos eran muy limpios. Algunos de los mercenarios olían como si no se hubieran lavado o cambiado la ropa desde que su padre perdió el Trono de Hierro, pero los Inmaculados se bañaban todas las noches, aunque hubieran estado marchando el día entero. Si no había agua se lavaban con arena, al estilo dothraki.