—No —dijo su hermana—. ¿Estás seguro de que éste es el lugar que viste en el sueño? Puede que nos hayamos equivocado de castillo.
—No. El castillo es éste. Aquí hay una puerta.
«Sí —pensó Bran—, pero está taponada con hielo y piedras.»
A medida que el sol empezaba a ponerse, las sombras de las torres se fueron alargando y el viento soplaba con más fuerza, con lo que las hojas secas se arrastraban por los patios. La creciente penumbra hizo que Bran recordara otra de las historias de la Vieja Tata, la leyenda del Rey de la Noche. Según ella había sido el decimotercer jefe de la Guardia de la Noche, un guerrero que no conocía el miedo. «Y ése era su gran fallo —añadía—, porque todos los hombres deben conocer el miedo.» Una mujer fue su perdición, una mujer a la que divisó desde la cima del Muro, con la piel blanca como la luna y ojos como estrellas azules. Sin miedo a nada la persiguió, la alcanzó y la amó, aunque su piel era fría como el hielo, y cuando le entregó su semilla, le entregó también su alma.
La llevó con él al Fuerte de la Noche, la proclamó reina al tiempo que él se proclamaba rey y sometió a los Hermanos Juramentados a su voluntad gracias a extraños sortilegios. El reinado del Rey de la Noche y su cadavérica esposa duró trece años, hasta que por fin el Stark de Invernalia y Joramun de los salvajes unieron sus fuerzas para liberar a la Guardia. Tras su caída, cuando se supo que había estado haciendo sacrificios a los Otros, se destruyeron todos los documentos relativos al Rey de la Noche y hasta su nombre cayó en el olvido.
—Hay quien dice que era un Bolton —terminaba siempre la Vieja Tata—. Otros creen que era un Magnar de Skagos, o un Umber, un Flint, un Norrey... Otros dicen que era un Piedemadera, de los que gobernaban la Isla del Oso antes de la llegada de los hombres del hierro. Pero no. Era un Stark, el hermano del hombre que acabó con él. —Al llegar a ese punto siempre pellizcaba a Bran en la nariz, el chico no lo olvidaría jamás—. Era un Stark de Invernalia, así que, ¿quién sabe? Puede que se llamara «Brandon». Puede que durmiera en esta misma cama, en esta misma habitación.
«No —pensó Bran—, pero caminó por este castillo, donde vamos a dormir esta noche.» Era una idea que no le tentaba lo más mínimo. Como siempre decía la Vieja Tata durante el día, el Rey de la Noche era sólo un hombre, pero la oscuridad le pertenecía. «Y está oscureciendo.»
Los Reed decidieron que lo mejor sería dormir en las cocinas, un octágono de piedra con una cúpula en ruinas. Sería un refugio mucho más adecuado que cualquiera de los otros edificios, aunque un arciano retorcido había destrozado el suelo de baldosas al lado del profundo pozo central para crecer hacia el agujero del techo, con las ramas blancas como huesos buscando el sol. Era un árbol muy extraño, el arciano más escuálido que Bran había visto en su vida, y no tenía ningún rostro, pero al menos lo hacía sentir como si allí estuvieran los antiguos dioses.
Pero eso era lo único que le gustaba de las cocinas. El tejado seguía íntegro en su mayor parte, de manera que si llovía no se mojarían, pero allí no habría manera de entrar en calor. El frío se colaba a través de las baldosas del suelo. Tampoco le gustaban las sombras, ni los enormes hornos de ladrillo que los rodeaban como bocas abiertas, ni los ganchos para la carne oxidados, ni las manchas y cicatrices que vio en el tocón que el carnicero había utilizado para cortar.
«Ahí fue donde el Cocinero Rata troceó al príncipe —supo enseguida— y luego horneó la empanada en uno de estos hornos.»
Pero lo que menos le gustaba de todo era el pozo. Medía sus buenos cuatro metros de diámetro, era todo de piedra, con peldaños tallados en la cara interior que descendían en espiral hacia la oscuridad. Las paredes estaban húmedas y cubiertas de salitre, pero ni siquiera Meera con su vista aguda de cazadora divisaba el agua del fondo.
—Puede que no haya fondo —comentó Bran, inseguro.
—¡Hodor! —gritó Hodor, inclinándose por encima del brocal que le llegaba a la rodilla.
—
Hodorhodorhodorhodorhodor
—retumbó la palabra pozo abajo, cada vez más distante—.
Hodorhodorhodorhodorhodor
. —Hasta que apenas fue un susurro. Hodor pareció sobresaltado. Luego se echó a reír y se agachó para coger un trozo de baldosa rota del suelo.
—¡Hodor, no...! —dijo Bran, pero demasiado tarde. Hodor tiró la baldosa al pozo—. No tendrías que haberlo hecho. No sabemos qué hay ahí abajo. Podrías dañar a algo, o... o despertar a algo.
—¿Hodor? —Hodor lo miraba con inocencia.
Abajo, muy muy abajo, oyeron el sonido de la piedra contra el agua. No fue un sonido chapoteante, en realidad se trató más bien de un sorbetón, como si lo que estuviera en el fondo hubiera abierto una boca trémula y helada para tragarse la piedra de Hodor. Los ecos tenues subieron por el pozo, y por un momento a Bran le pareció oír un movimiento, algo que agitaba las aguas.
—A lo mejor no tendríamos que quedarnos aquí —dijo, inquieto.
—¿Dónde, junto al pozo? —preguntó Meera—. ¿O en el Fuerte de la Noche?
—Sí —dijo Bran.
La muchacha se echó a reír y mandó a Hodor a buscar leña.
Verano
salió también. La oscuridad era ya casi completa y el huargo quería cazar.
El único que regresó fue Hodor con los brazos llenos de leña seca y ramas rotas. Jojen Reed sacó el cuchillo y el pedernal y se dedicó a encender fuego mientras que Meera quitaba las espinas al pescado que había ensartado en el último arroyo que habían cruzado. Bran se preguntó cuántos años habrían pasado desde la última vez que se preparó una cena en las cocinas del Fuerte de la Noche. También se preguntó quién la habría preparado, aunque tal vez sería mejor no saberlo.
Cuando las llamas prendieron, Meera empezó a asar el pescado. «Al menos no es una empanada de carne.» El Cocinero Rata había asado al hijo del rey ándalo en una enorme empanada con cebollas, zanahorias, setas, mucha sal y pimienta, lonchas de panceta y vino tinto de Dorne. Luego se lo sirvió a su padre, que alabó mucho su sabor y pidió repetir. Después de aquello los dioses transformaron al cocinero en una monstruosa rata blanca que sólo podía comerse a sus propios hijos. Desde entonces merodeaba por el Fuerte de la Noche devorando a sus retoños, pero su hambre no se saciaba jamás.
—Los dioses no lo castigaban por el asesinato —contaba la Vieja Tata—, ni por servir al rey ándalo a su hijo en una empanada. Todo hombre tiene derecho a la venganza. Pero asesinó a un invitado bajo su techo, y eso los dioses no lo pueden perdonar.
—Tenemos que dormir —dijo Jojen con solemnidad después de que hubieran cenado. El fuego ardía ya con menos intensidad, y removió las brasas con un palito—. A lo mejor tengo otro sueño verde que nos muestre el camino.
Hodor ya se había arrebujado y empezaba a roncar. De cuando en cuando se removía debajo de su capa y gimoteaba algo que tal vez fuera un «Hodor». Bran se arrastró para acercarse más al fuego. El calor resultaba agradable y el crepitar suave de las llamas era tranquilizador, pero no conseguía conciliar el sueño. Afuera el viento enviaba ejércitos de hojas marchitas a recorrer los patios para que arañaran con suavidad las puertas y las ventanas. Aquellos sonidos le hacían recordar las historias de la Vieja Tata. Casi le parecía oír a los centinelas fantasma llamándose unos a otros en la cima del muro, haciendo sonar sus espectrales cuernos de guerra. La escasa luz de la luna que entraba por el agujero del techo abovedado, pintaba de blanco las ramas del arciano que se alzaban hacia el cielo. Era como si el árbol tratara de coger la luna y arrastrarla hasta el pozo.
«Antiguos dioses —rezó Bran—, si me estáis escuchando no me mandéis ningún sueño esta noche. O si me lo mandáis, que sea un sueño bueno.» Los dioses no respondieron.
Bran se obligó a cerrar los ojos. Tal vez durmió unos minutos o tal vez no fue más que una cabezada a medio camino de la vigilia, siempre tratando de no pensar en Hacha Demente, en el Cocinero Rata ni en la criatura que salía por la noche.
Entonces fue cuando oyó el ruido.
«¿Qué ha sido eso? —pensó, abriendo los ojos. Contuvo el aliento—. ¿Lo he soñado? ¿Estoy teniendo otra pesadilla tonta? —No quería despertar a Meera y a Jojen sólo por un mal sueño, pero...—. Ahí está otra vez. —Un sonido de algo que se arrastraba suavemente, a lo lejos—. Hojas, no son más que hojas que rozan las paredes y entre ellas... o el viento, puede que sea el viento. —Pero el sonido no procedía del exterior. Bran sintió que se le erizaba el vello del brazo—. El sonido está aquí adentro, está con nosotros, cada vez suena más fuerte. —Se incorporó sobre un codo para escuchar. Había viento, sí, y hojas susurrantes, pero también algo más—. Pisadas.»
Alguien se acercaba hacia allí. Algo se acercaba hacia allí.
Sabía que no eran los centinelas, porque los centinelas no bajaban nunca del Muro. Pero tal vez hubiera otros fantasmas en el Fuerte de la Noche, y tal vez fueran aún más aterradores. Recordó lo que le contaba la Vieja Tata sobre Hacha Demente, cómo se quitaba las botas y caminaba entre las paredes del castillo descalzo, en la oscuridad, sin que lo delatara otro sonido que el de las gotas de sangre que le caían del hacha, de los codos y de la punta de la barba empapada y enrojecida. O tal vez no fuera Hacha Demente, tal vez era la criatura que salía por las noches. Según la Vieja Tata todos los aprendices la vieron, pero después, cuando se lo contaron a su Lord Comandante, las descripciones no coincidían en lo más mínimo. «Tres de ellos murieron antes de que terminara el año, y el cuarto se volvió loco, y cien años más tarde, cuando la criatura volvió a aparecer, todos los vieron tras ella, encadenados y arrastrando los pies. A los aprendices.»
Pero no era más que un cuento. Se estaba metiendo miedo él solo. La criatura que salía por las noches no existía, se lo había dicho el maestre Luwin, y si alguna vez había habido algo semejante ya no estaba en el mundo, igual que los gigantes y los dragones.
«No es nada», pensó Bran.
Pero el sonido se oía más alto.
«Viene del pozo —comprendió. Aquello le dio todavía más miedo. Algo estaba saliendo del subsuelo, algo salía de la oscuridad—. Hodor lo ha despertado. Hodor, el muy tonto, tirando baldosas como un tonto, y ahora va y viene.» Costaba mucho oír algo por encima de los ronquidos de Hodor y los latidos retumbantes de su corazón. ¿Era el ruido de la sangre que goteaba de un hacha? ¿O era acaso el sonido tenue, lejano, de unas cadenas fantasmales? Bran trató de concentrarse con toda su atención. «Pisadas.» Sí, eran pisadas, sin duda, cada una de ellas sonaba un poquito más fuerte que la anterior. Pero no sabía cuántas. El pozo despertaba ecos. No se oían goteos ni ruido de cadenas, pero sí que había algo... Una especie de gemido agudo, como el de alguien que estuviera sufriendo mucho, y una respiración densa, ahogada. Pero lo que más resonaba eran las pisadas. Las pisadas que cada vez estaban más cerca.
Bran estaba tan asustado que no podía ni gritar. La hoguera se había reducido a unas pocas brasas y todos sus amigos estaban durmiendo. Estuvo a punto de salirse de su piel y buscar a su lobo, pero
Verano
podía estar a muchas leguas. No podía abandonar allí a sus amigos, indefensos en la oscuridad, para que se enfrentaran a lo que salía del pozo.
«Les dije que no teníamos que venir aquí —pensó desesperado—. Les dije que había fantasmas. Les dije que teníamos que ir al Castillo Negro.»
A Bran las pisadas le sonaban pesadas, lentas y sonoras contra la piedra. «Tiene que ser enorme.» Hacha Demente era un hombre muy grande en las historias de la Vieja Tata, y en las mismas la criatura que salía por las noches había sido monstruosa. Cuando aún estaban todos en Invernalia, Sansa le había dicho que los demonios de la oscuridad no lo podrían tocar si se escondía debajo de la manta. Estuvo a punto de hacerlo antes de acordarse de que era un príncipe y ya casi un hombre.
Bran reptó por el suelo arrastrando las piernas muertas hasta llegar a Meera y tocarle un pie. La muchacha se despertó al instante. Jamás había conocido a nadie que se despertara tan deprisa como Meera Reed, ni que se pusiera alerta tan deprisa. Bran se apretó un dedo contra los labios para que ella supiera que no debía decir nada. Meera enseguida oyó el sonido, se le veía en la cara: las pisadas retumbantes, el gemido distante, la respiración entrecortada...
Se puso en pie sin decir una palabra más y pidió sus armas con un gesto. Con el tridente en la mano derecha y los pliegues de la red colgando de la izquierda se deslizó descalza hacia el pozo. Jojen seguía dormitando, mientras que Hodor mascullaba y se agitaba en un sueño inquieto. Se movía siempre entre las sombras, esquivando el haz de luz de luna silenciosa como una gata. Bran, que no dejaba de mirarla, apenas veía el brillo tenue de las puntas de su fisga.
«No puedo dejar que se enfrente sola a la criatura», pensó.
Verano
estaba demasiado lejos pero...
Se salió de su piel y buscó a Hodor.
No era como deslizarse dentro de
Verano
. Eso le resultaba tan fácil ya que Bran lo hacía casi sin pensar. En cambio con Hodor era más difícil, como intentar ponerse la bota izquierda en el pie derecho. No encajaba, además, la bota también estaba asustada, la bota no sabía qué estaba pasando, la bota se apartaba del pie. Sintió el sabor a vómito en la garganta de Hodor y eso casi bastó para echarlo atrás, pero se retorció, empujó, se incorporó, flexionó sus piernas, sus piernas grandes, fuertes, y se levantó.
«Estoy de pie.» Dio un paso. «Estoy caminando.» Era una sensación tan extraña que estuvo a punto de caerse. Se vio a sí mismo en el frío suelo de baldosas, un ser pequeño, roto, pero en aquel momento no estaba roto. Cogió la espada larga de Hodor. Su respiración era tan sonora como el fuelle de un herrero.
Del pozo salió un aullido, un chillido tan aterrador que lo taladró como un cuchillo. Una enorme forma negra salió del pozo a la oscuridad y se tambaleó hacia la zona iluminada por la luna, y el miedo invadió a Bran en una ola tan arrasadora que ni siquiera se le ocurrió desenvainar la espada de Hodor tal como había pensado, y de repente volvió a encontrarse en el suelo.
—¡Hodor, Hodor, Hodor! —rugía Hodor, como en el lago cada vez que brillaba un relámpago. Pero la criatura que había salido a la noche también gritaba y se debatía como un loco entre los pliegues de la red de Meera. Bran vio la lanza relampaguear en la oscuridad, y la criatura se tambaleó y cayó sin dejar de forcejear con la red. El aullido del pozo seguía resonando cada vez con más fuerza. La criatura negra del suelo se debatía y se agitaba.