—La ciudad se desangra. Los cadáveres se pudren en las calles, cada pirámide es un campamento armado, y en los mercados no hay comida ni esclavos en venta. ¡Y lo peor son los niños! Los secuaces del rey carnicero han cogido a todos los niños de noble cuna de Astapor para preparar nuevos Inmaculados, aunque tardarán años en entrenarlos.
Lo que más sorprendió a Dany fue lo poco sorprendida que se quedó con la noticia. Se acordó de Eroeh, la chica lhazareena a la que había intentado proteger, y de lo que le había sucedido.
«Lo mismo pasará en Meereen cuando me marche», pensó. Los esclavos de las arenas de combate, criados y entrenados para matar, ya empezaban a resultar demasiado pendencieros y desafiantes. Por lo visto pensaban que la ciudad era suya, junto con todos sus habitantes. Entre los que había hecho ahorcar estaban dos de ellos. «No puedo hacer nada más», se dijo.
—¿Qué queréis de mí, capitán?
—Esclavos —dijo—. Tengo las bodegas llenas a reventar de marfil, ámbar gris, pieles de caballos rayados y otras mercancías de calidad.
—No tenemos esclavos en venta —dijo Dany.
—Perdonad, mi reina. —Daario dio un paso adelante—. La orilla del río está llena de meereenos que suplican vuestro permiso para venderse a este mercader. Son incontables.
—¿Quieren ser esclavos? —preguntó Dany boquiabierta.
—Los que se ofrecen son de hablar culto y noble cuna, dulce reina. Los esclavos así son muy valorados. En las Ciudades Libres serían tutores, escribas, esclavos de cama, o incluso sanadores y sacerdotes. Dormirían en lechos blandos, comerían alimentos exquisitos y vivirían en mansiones. Aquí lo han perdido todo, viven inmersos en el miedo y la mugre.
—Ya entiendo. —Tal vez no fuera tan sorprendente, si las noticias sobre Astapor eran ciertas. Dany meditó un instante—. Si un hombre o una mujer quieren venderse, pueden hacerlo. —Alzó una mano—. Pero no permitiré que vendan a los niños, ni que el marido venda a la esposa.
—En Astapor, cada vez que un esclavo cambiaba de manos la ciudad se quedaba con una décima parte del precio —le dijo Missandei.
—Nosotros haremos lo mismo —decidió Dany. Para ganar una guerra hacía falta tanto oro como espadas—. Una décima parte. En monedas de oro o plata, o en marfil. Meereen no tiene necesidad de azafrán, clavos ni pieles extravagantes.
—Se hará como ordenáis, gloriosa reina —dijo Daario—. Mis Cuervos de Tormenta recolectarán el diezmo para vos.
Dany sabía que, si los Cuervos de Tormenta se encargaban de la recaudación, se perdería al menos la mitad del oro. Pero los Segundos Hijos no eran más de fiar y los Inmaculados, aunque incorruptibles, eran analfabetos.
—Hay que llevar un registro —ordenó—. Buscad entre los libertos a unos pocos que sepan leer, escribir y hacer cuentas.
Terminadas sus gestiones, el capitán de la
Estrella índigo
hizo una reverencia y se retiró. Dany se acomodó inquieta en el asiento de ébano. Tenía miedo de lo que iba a continuación, pero sabía que ya lo había demorado demasiado tiempo. Yunkai y Astapor, amenazas de guerra, proposiciones de matrimonio, la marcha hacia el oeste que pendía sobre ella como una sombra... «Necesito a mis caballeros. Necesito sus espadas y necesito sus consejos.» Pero la sola idea de volver a ver a Jorah Mormont la hacía sentir como si se hubiera tragado una nube de moscas: furiosa, nerviosa y asqueada. Casi las oía zumbar en su vientre. «Soy de la sangre del dragón. Tengo que ser fuerte. Cuando me enfrente a ellos en mis ojos debe haber fuego, no lágrimas.»
—Decid a Belwas que haga venir a mis caballeros —ordenó Dany para no permitirse cambiar de opinión—. A mis buenos caballeros.
El ascenso había dejado jadeante a Belwas el Fuerte cuando cruzó las puertas con ellos, agarrando a cada uno por un brazo con una manaza enorme. Ser Barristan entró con la cabeza bien alta, pero Ser Jorah se acercó sin levantar la vista del suelo de mármol.
«Uno se siente orgulloso, y el otro, culpable.»
El anciano se había afeitado la barba blanca, sin ella parecía diez años más joven. En cambio, su oso de pelo cada vez más escaso parecía envejecido. Se detuvieron ante el asiento. Belwas el Fuerte retrocedió un paso, cruzó los brazos ante el pecho lleno de cicatrices y quedó a la espera. Ser Jorah carraspeó para aclararse la garganta.
—
Khaleesi
...
Cuánto había añorado el sonido de su voz... Pero tenía que mostrarse firme.
—Silencio. Yo os diré cuándo podéis hablar. —Se levantó—. Cuando os envié por las cloacas, en parte tenía la esperanza de no volver a veros. Me pareció un fin muy adecuado para los mentirosos, morirían ahogados en excrementos de traficantes. Pensé que los dioses se encargarían de vosotros, pero en vez de eso volvisteis a mí. Mis galantes caballeros de Poniente, un informador y un cambiacapas. Mi hermano os habría colgado a los dos. —Al menos Viserys sí, en cuanto a lo que habría hecho Rhaegar ya no estaba tan segura—. He de reconocer que me ayudasteis a ganar esta ciudad...
—Ganamos esta ciudad para vos. —Ser Jorah apretó los labios—. Nosotros, las ratas de cloaca.
—Silencio —ordenó de nuevo.
Aunque lo que decía era verdad. Mientras la Polla de Joso y los otros arietes destrozaban las puertas de la ciudad y mientras los arqueros disparaban andanadas de flechas llameantes por encima de las murallas, Dany había enviado a doscientos hombres por el río al abrigo de la oscuridad, para prender fuego a los cascos de los barcos allí donde estaban atracados. Pero el objetivo de aquello no era más que ocultar su verdadero propósito. Cuando las naves en llamas atrajeron la atención de los defensores de las murallas, un puñado de nadadores osados se aventuraron a meterse en el río, encontraron una entrada de las cloacas y abrieron las rejas de hierro oxidadas. Ser Jorah, Ser Barristan, Belwas el Fuerte y veinte locos valerosos atravesaron las aguas marrones y subieron por un túnel de ladrillo. Eran una mezcla de mercenarios, Inmaculados y libertos. Dany había ordenado que eligieran sólo a hombres sin familia... y, a ser posible, sin sentido del olfato.
Habían tenido tanta suerte como valor. Un mes entero había transcurrido desde las últimas lluvias, y el agua de las cloacas no les llegaba más que hasta el muslo. Llevaban las antorchas envueltas en hule para mantenerlas secas, así que disponían de luz. Algunos de los libertos tenían miedo de las enormes ratas, hasta que Belwas el Fuerte atrapó una y, de un mordisco, la despedazó. Un gran lagarto blancuzco se les acercó por detrás, agarró con las fauces la pierna de un hombre y se lo llevó, pero la siguiente vez que vieron ondulaciones en el agua Ser Jorah mató a la bestia con la espada. Se equivocaron en algunas encrucijadas, pero cuando llegaron a la superficie, Belwas el Fuerte los guió hasta la arena de combate más cercana, donde cogieron por sorpresa a unos pocos guardias y rompieron las cadenas de los esclavos. En menos de una hora, la mitad de los esclavos de Meereen se habían rebelado.
—Ayudasteis a ganar esta ciudad —repitió, testaruda—. Y en el pasado me servisteis bien. Ser Barristan me salvó del Bastardo del Titán, y también del Hombre Pesaroso en Qarth. Ser Jorah me salvó del envenenador de Vaes Dothrak y de los jinetes de sangre de Drogo tras la muerte de mi sol y estrellas. —Tanta gente la había querido matar que a veces perdía la cuenta—. Y pese a todo me mentisteis, me engañasteis y me traicionasteis. —Se volvió hacia Ser Barristan—. Protegisteis a mi padre durante muchos años, en el Tridente luchasteis junto a mi hermano, pero abandonasteis a Viserys en el exilio y os arrodillasteis ante el Usurpador. ¿Por qué? Quiero saber la verdad.
—Hay verdades duras. Robert era... un buen caballero y valiente... me perdonó la vida a mí y a otros muchos... El príncipe Viserys no era más que un niño, habrían tenido que pasar muchos años para que estuviera en condiciones de reinar y... Perdonadme, mi reina, pero me habéis pedido que diga la verdad. Incluso de niño, vuestro hermano Viserys era digno hijo de su padre, muy diferente de Rhaegar.
—¿Digno hijo de su padre? —Dany frunció el ceño—. ¿Qué queréis decir?
—En Poniente, a vuestro padre lo llamaban el Rey Loco. —El anciano caballero ni siquiera parpadeó—. ¿No os lo ha dicho nadie?
—Viserys, sí. —«El Rey Loco»—. El que lo llamaba así era el Usurpador, el Usurpador y sus perros. —«El Rey Loco»—. Infamias.
—¿Por qué pedís la verdad, si luego vais a cerrar los oídos para no escucharla? —le dijo Barristan con voz amable. Titubeó un momento antes de continuar—. Ya os dije que utilicé un nombre falso para que los Lannister no supieran que me había unido a vos. No era toda la verdad, no era ni la mitad de la verdad, Alteza. Lo que quería era observaros un tiempo antes de juraros lealtad. Para asegurarme de que no...
—¿De que no era digna hija de mi padre?
Y si no era hija de su padre, ¿quién era?
—De que no estabais loca —terminó Ser Barristan—. Pero no veo la lacra en vos.
—¿La lacra? —le espetó Dany.
—No soy un maestre que pueda citaros la historia, Alteza. Mi vida han sido las espadas, no los libros. Pero hasta los niños saben que los Targaryen han bordeado siempre la locura. Vuestro padre no fue el primero. En cierta ocasión el rey Jaehaerys me dijo que la locura y la grandeza no son más que dos caras de la misma moneda. Según él, cada vez que nacía un Targaryen los dioses tiraban la moneda al aire y el mundo entero contenía el aliento para ver de qué lado caía.
«Jaehaerys. Este anciano conoció a mi abuelo.» Aquello la hizo meditar. La mayor parte de lo que sabía de Poniente se lo había contado su hermano, y el resto Ser Jorah. Ser Barristan sabría mucho más que los dos juntos. «Él puede decirme de dónde vengo.»
—¿Estáis diciendo que soy una moneda en las manos de algún dios, ser?
—No —replicó Ser Barristan—. Sois la legítima heredera de Poniente. Os serviré fielmente como caballero hasta el fin de mis días, si es que me consideráis digno de volver a llevar una espada. Si no, me daré por satisfecho con servir como escudero a Belwas el Fuerte.
—¿Y si decido que sólo sois digno de ser mi bufón? —dijo Dany, despectiva—. ¿O tal vez mi cocinero?
—Sería un honor, Alteza —dijo Selmy con tranquila dignidad—. Se me da bien asar manzanas y hervir carne de buey, y he asado muchos patos en la hoguera de un campamento. Espero que os gusten grasientos, con la piel quemada y la carne todavía cruda.
—Tendría que estar loca para comer semejante bazofia. —No pudo por menos que sonreír—. Ben Plumm, entregad vuestra espada larga a Ser Barristan.
Pero Barbablanca no la aceptó.
—Tiré mi espada a los pies de Joffrey, y desde entonces no he vuelto a tocar una. Sólo de la mano de mi legítima reina volveré a aceptar una espada.
—Como deseéis. —Dany cogió la espada de Ben el Moreno y se la ofreció por el puño. El anciano la aceptó con gesto reverente—. Ahora, arrodillaos y prestad juramento.
Ser Barristan hincó una rodilla en el suelo, depositó la espada ante ella y recitó el juramento tradicional. Dany apenas le prestó atención.
«Éste ha sido el fácil —pensó—. El difícil va a ser el otro.» Una vez terminó el juramento, se volvió hacia Jorah Mormont.
—Ahora vos, ser. Decidme la verdad.
El hombretón tenía el cuello rojo, Dany no sabía si por la rabia o por la vergüenza.
—He intentado deciros la verdad un centenar de veces. Os advertí que Arstan no era lo que parecía. Os advertí de que Xaro y Pyat Pree no eran de confianza. Os advertí...
—Me advertisteis contra todo el mundo excepto contra vos. —Su insolencia la ponía furiosa. «Tendría que ser más humilde, tendría que suplicar mi perdón»—. No confiéis en nadie, me decíais, sólo en Jorah Mormont... ¡y mientras, vos erais la marioneta de la Araña!
—No soy la marioneta de nadie. Acepté el oro del eunuco, sí. Aprendí unas claves y escribí unas cuantas cartas, pero nada más.
—¿Nada más? ¡Me espiasteis, me vendisteis a mis enemigos!
—Durante un tiempo, sí —reconoció de mala gana—. Luego dejé de hacerlo.
—¿Cuándo? ¿Cuándo parasteis?
—Envié un informe en Qarth, pero...
—¿En Qarth? —Dany había tenido la esperanza de que hubiera terminado mucho antes—. ¿Y qué les dijisteis desde Qarth, que me erais leal y no queríais saber más de ellos? —Ser Jorah no se atrevía a mirarla a la cara—. Cuando Khal Drogo murió, me pedisteis que fuera con vos a Yi Ti y al mar de Jade. ¿Eran vuestros deseos o los de Robert?
—Sólo quería protegeros —insistió—. Tenía que apartaros de ellos. Sabía que son unas serpientes...
—¿Serpientes? ¿Y vos qué sois, ser? —Se le ocurrió algo inimaginable—. ¿Les dijisteis que estaba embarazada de Drogo?
—
Khaleesi
...
—No intentéis negarlo, ser —intervino Ser Barristan con brusquedad—. Yo estaba presente cuando el eunuco se lo dijo al Consejo, y Robert decretó que Su Alteza y el niño debían morir. Vos erais el informador, ser. Incluso se comentó que os podríais encargar del trabajo a cambio de un perdón.
—Es mentira. —Ser Jorah tenía el rostro sombrío—. Yo jamás habría... Daenerys, fui yo quien impidió que bebierais el vino.
—Cierto. ¿Cómo supisteis que el vino estaba envenenado?
—Pues... lo sospeché... con la caravana llegó una carta de Varys, me decía que intentarían asesinaros. Él os quería tener vigilada, pero sin que sufrierais daño alguno. —Se dejó caer de rodillas—. Si no hubiera sido yo, habrían encontrado otro informador. Lo sabéis bien.
—Sé que me traicionasteis. —Se tocó el vientre, donde había muerto su hijo Rhaego—. Sé que un envenenador trató de matar a mi hijo por vuestra culpa. Eso es lo que sé.
—No... no. —Sacudió la cabeza—. No tuve intención de... Perdonadme. Tenéis que perdonarme.
—¿Tengo que perdonaros? —Era demasiado tarde. «Tendría que haber empezado por suplicar perdón.» Ya no podía exculparlo, como había sido su intención. Había arrastrado al vendedor de vinos atado a la yegua hasta que no quedó nada de él. ¿No merecía lo mismo el hombre que la había vendido? «Es Jorah, mi oso valiente, el brazo derecho que jamás me falló. Sin él habría muerto, pero...»—. No, no puedo perdonaros —dijo.
—Habéis perdonado al viejo.
—Me mintió en cuanto a su nombre. Vos vendisteis mis secretos a los que mataron a mi padre y robaron el trono de mi hermano.
—Os he protegido. He luchado por vos. He matado por vos.