En sus tiempos como contrabandista, Davos había comerciado con Guardiaoriente. Los hermanos negros eran enemigos difíciles, pero buenos clientes para un barco que llevara la carga adecuada. Pero, aunque aceptaba sus monedas, no había olvidado cómo rodó la cabeza del Bastardo Ciego por la cubierta de la
Gata de piedra
.
—Cuando era niño conocí a algunos salvajes —dijo al maestre Pylos—. Eran buenos ladrones, pero nefastos regateando. Uno se escapó con nuestra chica de los camarotes. Parecían hombres como todos los demás, unos buenos y otros malos.
—Los hombres son hombres —asintió el maestre Pylos—. ¿Seguimos leyendo, mi señor Mano?
«Sí, soy la Mano del Rey.» Stannis podía hacerse llamar rey de Poniente, pero en realidad era el rey de la Mesa Pintada. Controlaba Rocadragón y Bastión de Tormentas, y tenía una alianza un tanto inestable con Salladhor Saan, pero nada más. ¿Cómo era posible que la Guardia le pidiera ayuda? «Tal vez no sepan que cuenta con muy pocos hombres ni que su causa está perdida.»
—¿Estáis seguro de que Stannis no llegó a ver esta carta? ¿Y tampoco Melisandre?
—No. ¿Creéis que se la debo llevar, aunque haya pasado mucho tiempo?
—No —replicó Davos al instante—. Cumplisteis con vuestro deber al llevársela a Lord Alester.
«Si Melisandre supiera lo que dice esta carta...» ¿Cómo había dicho la mujer roja? «Las fuerzas de aquel cuyo nombre no debe pronunciarse están tomando posiciones, Davos Seaworth. Pronto llegará el frío y la noche que no acaba jamás.» Y Stannis había tenido una visión en las llamas, un círculo de antorchas en la nieve y alrededor criaturas terroríficas.
—¿Os encontráis bien, mi señor? —preguntó Pylos.
«Tengo miedo, maestre», podría haberle dicho. Davos estaba recordando una historia que le había contado Salladhor Saan, acerca de cómo Azor Ahai había templado la
Dueña de Luz
clavándola en el corazón de su amada esposa. «Mató a su esposa para combatir la oscuridad. Si Stannis es Azor Ahai renacido, ¿significa eso que Edric Tormenta debe ocupar el lugar de Nissa Nissa?»
—Estaba distraído, maestre. Disculpadme. —«¿Qué tendría de malo que un rey salvaje conquistara el norte?» El norte no estaba en poder de Stannis. No se podía pedir a Su Alteza que defendiera a unas personas que no lo reconocían como rey—. Dadme otra carta —pidió bruscamente—. Ésta es demasiado...
—¿Difícil? —sugirió Pylos.
«Pronto llegará el frío —susurró Melisandre—. Y la noche que no acaba jamás.»
—Problemática —dijo Davos—. Demasiado problemática. Otra carta, por favor.
Los despertó la noticia de la humareda. Villa Topo estaba ardiendo.
En la cima de la Torre del Rey, Jon Nieve se apoyó en la muleta acolchada que le había proporcionado el maestre Aemon y vio cómo ascendía el penacho gris. Cuando Jon se les escapó, Styr había perdido toda esperanza de tomar el Castillo Negro por sorpresa, aun así no hacía falta que anunciara su llegada de manera tan abierta.
«Puede que nos matéis —reflexionó—, pero no moriremos en la cama. Al menos eso lo he logrado.»
La pierna todavía le hacía ver las estrellas cuando apoyaba su peso en ella. Aquella mañana había necesitado la ayuda de Clydas para ponerse la ropa negra recién lavada y anudarse las botas, y cuando terminó habría dado cualquier cosa por volver a ahogarse en la leche de la amapola. En lugar de eso se conformó con media copa de vino del sueño, con morder un trozo de corteza de sauce y con la muleta. El faro estaba ardiendo en el Saliente de la Almenara y la Guardia de la Noche necesitaba de todos sus hombres.
—Puedo pelear —insistió cuando intentaron detenerlo.
—Ya tienes la pierna curada, ¿no? —se mofó Noye—. Supongo que entonces no te importará si te doy una patadita.
—Pues preferiría que no. La tengo rígida, pero con la muleta me puedo mover y puedo luchar si hago falta.
—Necesito hasta al último hombre que sepa qué extremo de la lanza sirve para ensartar salvajes.
—El extremo puntiagudo. —Jon recordó haberle dicho algo parecido a su hermana pequeña hacía tiempo.
—Puede que sirvas de algo —dijo Noye frotándose las cerdas de la barba—. Te pondremos en una torre con un arco, pero si te caes y te matas luego no me vengas llorando.
Contempló el serpenteante trazado del camino real hacia el sur, a través de campos pedregosos y colinas azotadas por el viento. El Magnar llegaría por aquel camino antes de que terminara el día, sus thenitas marcharían tras él con hachas y lanzas en las manos, con sus escudos de bronce y cuero a la espalda.
«Grigg el Cabra, Quort, Forúnculo y todos los demás. Y también Ygritte.» Los salvajes no habían llegado a ser sus amigos, no había permitido que llegaran a ser sus amigos, pero en cambio ella...
Sintió un latido de dolor allí donde su flecha se le había clavado en la carne del muslo. Recordó también los ojos del anciano y la sangre negra que le manó de la garganta mientras la tormenta restallaba en el cielo. Pero lo que mejor recordaba era la gruta, la muchacha desnuda a la luz de la antorcha, el sabor de su boca cuando la abrió para besarlo.
«No te acerques, Ygritte. Ve hacia el sur a saquear o escóndete en uno de esos torreones que tanto te han gustado. Aquí no encontrarás nada, sólo la muerte.»
Al otro lado del patio uno de los arqueros situados en el techo de los viejos Barracones de Pedernal se había desanudado los calzones y estaba meando desde una almena.
«Mully.» Era fácil identificarlo por su grasiento pelo anaranjado. En otros tejados y también en las cimas de las torres se veían más hombres con capas negras, aunque nueve de cada diez estaban hechos de paja. Eran los «centinelas espantapájaros», tal como los llamaba Donal Noye. «Pero los pájaros somos nosotros —meditó Jon—, y estamos más que espantados.»
Les pusieran el nombre que les pusieran, los soldados de paja habían sido idea del maestre Aemon. Tenían en los almacenes más calzones, túnicas y jubones que hombres para llenarlos, así que, ¿por qué no rellenar unos cuantos de paja, ponerles capas sobre los hombros y situarlos para montar guardia? Noye los había colocado en todas las torres y en la mitad de las ventanas. Algunos incluso tenían lanzas en las manos o ballestas preparadas bajo los brazos. El objetivo era que los thenitas los vieran desde lejos y decidieran que el Castillo Negro estaba demasiado bien defendido para atacarlo.
Jon compartía el tejado de la Torre del Rey con seis espantapájaros y dos hermanos que respiraban de verdad. Dick Follard el Sordo estaba sentado en una almena y se dedicaba a limpiar y engrasar metódicamente la ballesta para asegurarse de que el mecanismo funcionaba sin problemas, mientras el muchacho de Antigua vagaba inquieto por los parapetos y recolocaba la ropa de los espantapájaros.
«Quizá piensa que pelearán mejor si están bien abrigados. O quizá es que esta espera le está destrozando los nervios igual que a mí.»
El muchacho decía tener dieciocho años, con lo que era mayor que Jon, pero estaba más verde que la hierba del verano. Lo llamaban Seda pese a vestir la lana, la cota de mallas y el cuero endurecido de la Guardia de la Noche; era el nombre que le habían puesto en el burdel donde había nacido y crecido. Era hermoso como una muchachita, con ojos oscuros, piel suave y bucles negros. Pero medio año en el Castillo Negro le había endurecido las manos, y Noye decía que era aceptablemente diestro con la ballesta. En cambio, de su valor para enfrentarse a lo que se avecinaba...
Jon se apoyó en la muleta para cojear por la cima de la torre. La Torre del Rey no era la más alta del castillo, ese honor le correspondía a la esbelta y ruinosa Lanza, aunque según Othell Yarwyck podía venirse abajo el día menos pensado. Tampoco era la más fuerte, la Torre de los Guardias, junto al camino real, sería un hueso más duro de roer. Pero era lo suficientemente alta y fuerte, y estaba bien situada junto al Muro; desde allí se dominaba la puerta y la base de la escalera de madera.
La primera vez que había visto el Castillo Negro Jon se había preguntado cómo habría alguien tan idiota como para construir un castillo sin murallas. ¿Cómo se podría defender?
—No se puede —le había dicho su tío—. De eso se trata. La Guardia de la Noche ha jurado no tomar parte en las disputas del reino. Pero, a lo largo de los siglos, ciertos comandantes, más orgullosos que sensatos, dejaron de lado sus votos y con su ambición estuvieron a punto de acabar con nosotros. El Lord Comandante Runcel Hightower intentó que su hijo bastardo heredara el mando de la Guardia. El Lord Comandante Rodrik Flint quiso convertirse en el Rey-más-allá-del-Muro. Tristan Mudd, Marq Rankenfell el Loco, Robin Hill... ¿Sabías que hace seiscientos años los comandantes de Puerta de la Nieve y el Fuerte de la Noche se declararon la guerra el uno al otro? ¿Y que cuando el Lord Comandante trató de detenerlos, unieron sus fuerzas para asesinarlo? El Stark de Invernalia tuvo que intervenir... y les cortó la cabeza a los dos. Cosa que consiguió sin dificultades porque no pudieron defender sus fortalezas. La Guardia de la Noche ha tenido novecientos noventa y seis Lords Comandantes antes de Jeor Mormont, la mayoría fueron hombres valientes, hombres de honor... pero también hemos tenido nuestra ración de cobardes, de estúpidos, de tiranos y de locos. Sobrevivimos porque los señores y los reyes de los Siete Reinos saben que, sea quien sea nuestro Comandante, no somos una amenaza para ellos. Nuestros únicos enemigos están al norte, y al norte tenemos el Muro.
«Pero ahora esos enemigos han saltado el Muro y vienen desde el sur —reflexionó Jon—, y los señores y los reyes de los Siete Reinos se han olvidado de nosotros. Estamos atrapados entre la espada y la pared.» Sin murallas el Castillo Negro era indefendible; Donal Noye lo sabía tan bien como los demás.
—El castillo no les servirá de nada —dijo el armero a su reducida guarnición—. Las cocinas, la sala común, los establos, las torres... Que se lo queden todo. Vaciaremos la armería y trasladaremos las provisiones de las despensas al Muro, y organizaremos la defensa en torno a la puerta.
De manera que el Castillo Negro tenía por fin una especie de muralla, una barricada en forma de media luna de tres metros de altura hecha de todo lo que encontraron en los almacenes: barriles de clavos y toneles de cordero en salazón, cajones, fardos de paño negro, troncos apilados, maderas, estacas endurecidas y sacos y más sacos de cereales. El rudimentario baluarte circundaba las dos cosas que más defensa necesitaban: la puerta al norte y el pie de la gran escalera de madera en zigzag que ascendía por la cara del Muro como un relámpago borracho gracias al apoyo de vigas grandes como troncos de árboles clavadas muy profundamente en el hielo.
Jon vio que los pocos topos que faltaban seguían ascendiendo, apremiados por sus hermanos. Grenn llevaba en brazos a un niño pequeño mientras que Pyp, dos tramos más abajo, cargaba con un anciano al hombro. Los aldeanos más viejos seguían abajo, esperando que volviera a bajar la jaula para recogerlos. Vio a una madre que subía con dos niños, uno de cada mano, mientras otro un poco más mayor la adelantaba por las escaleras. A sesenta metros por encima de ellos Sue Cielo Azul y Lady Meliana, que, según todos sus amigos, en realidad no era ninguna dama y lo de «Lady» le sobraba, estaban en un rellano mirando hacia el sur. Desde donde se encontraban sin duda veían el humo mejor que él. Jon se preguntó qué habría sido de los aldeanos que habían optado por quedarse. Siempre había alguno, demasiado testarudo, demasiado idiota o demasiado valiente para huir, siempre alguien elegía quedarse para luchar, para esconderse o para doblar la rodilla. Tal vez los thenitas les perdonarían la vida.
«Lo mejor sería tomar la iniciativa del ataque —pensó—. Con cincuenta exploradores y buenos caballos les cortaríamos el paso.» Pero no disponían de cincuenta exploradores, ni siquiera de veinticinco caballos. La guarnición no había regresado, no había manera de saber dónde estaban, ni siquiera si los jinetes que había enviado Noye los habían encontrado.
«La guarnición somos nosotros —se dijo Jon—. Bien poca cosa.» Los hermanos que no se había llevado Bowen Marsh eran los ancianos, los tullidos y los novatos, tal como le había advertido Donal Noye. Vio a algunos que subían jadeantes con toneles por las escaleras, a otros en la barricada; el viejo y corpulento Tonelete, tan lento como siempre; Bota de Sobra, que caminaba a saltitos con una pata de madera; Simple, que estaba medio loco y se consideraba una reencarnación del bufón Florian; Dilly el dorniense; Alyn el Rojo de Palisandro; Henly el Joven, con más de cincuenta años; Henly el Viejo, bien pasados los setenta; Hal el Peludo; Calvasucia de Poza de la Doncella... Un par de ellos vieron que Jon los miraba desde la cima de la Torre del Rey y lo saludaron con la mano. Otros se dieron la vuelta. «Siguen pensando que soy un cambiacapas.» Era un trago amargo, pero Jon los comprendía. Al fin y al cabo era un bastardo. Todo el mundo sabía que los bastardos eran por naturaleza licenciosos y traicioneros, porque habían nacido de la lujuria y el engaño. Y en el Castillo Negro se había ganado tantos amigos como enemigos... Por ejemplo, Rast. En cierta ocasión, Jon lo había amenazado con ordenar a
Fantasma
que le arrancara el cuello de un mordisco si no dejaba de meterse con Samwell Tarly, y Rast no era de los que olvidaban esas cosas. En aquel momento estaba amontonando hojas secas bajo la escalera, pero de cuando en cuando se detenía un instante para lanzarle una mirada de odio.
—¡No! —rugió Donal Noye a tres hombres de Villa Topo que estaban mucho más abajo—. La brea va al elevador, el aceite por las escaleras, los dardos para las ballestas a los rellanos cuarto, quinto y sexto, y las lanzas al primero y al segundo. El sebo dejadlo bajo la escalera, sí, ahí, detrás de los peldaños. Los toneles de carne son para la barricada. ¡Venga! ¿Es que sólo sabéis tirar de un arado? ¡Venga!
«Tiene voz de gran señor», pensó Jon. Su padre siempre decía que, en una batalla, los pulmones del capitán eran tan importantes como el brazo con el que manejaba la espada.
—No importa lo valeroso o astuto que sea un hombre si no consigue hacer oír sus órdenes —explicaba Lord Eddard a sus hijos, de manera que Robb y él solían subirse a las torres de Invernalia para gritarse desde extremos opuestos del patio.
El vozarrón de Donal Noye los habría acallado a los dos. Los topos le tenían un miedo de muerte, y con buenos motivos, porque siempre los estaba amenazando con arrancarles las cabezas.