Todo eso había sucedido hacía ya cientos o miles de años, claro, y algunas de las cosas en realidad no habían sucedido jamás. El maestre Luwin decía siempre que no había que tragarse enteras las historias de la Vieja Tata. Pero en cierta ocasión en que su tío fue a visitar a su padre Bran le había preguntado acerca del Fuerte de la Noche. Benjen Stark no le dijo que las historias fueran ciertas, pero tampoco que no lo fueran; se limitó a encogerse de hombros y a decirle: «Abandonamos el Fuerte de la Noche hace ya doscientos años», como si eso fuera una respuesta.
Bran se obligó a mirar a su alrededor. La mañana era fría, pero luminosa, el sol brillaba en un cielo azul inmaculado; lo que no le gustaban eran los ruidos. El viento emitía un silbido nervioso al vibrar entre las torres rotas, las piedras de los torreones gemían y se oía a las ratas corretear bajo el suelo de la sala principal. «Son los hijos del Cocinero Rata que huyen de su padre.» Los patios eran bosques en miniatura donde los árboles esqueléticos entrelazaban las ramas desnudas y las hojas muertas se arrastraban como cucarachas sobre la nieve. Donde habían estado los establos crecían más árboles, y un arciano blanco y retorcido se abría camino a través del agujero en el techo en forma de cúpula de la cocina. Ni siquiera
Verano
estaba tranquilo allí. Por un momento Bran se metió en su piel para ver cómo olía aquel lugar. Eso tampoco le gustó.
Y allí no había manera de pasar.
Bran se lo había dicho, se lo había repetido una y otra vez, pero Jojen Reed se había empecinado en comprobarlo. Decía que había tenido un sueño verde, y los sueños verdes no mentían.
«Tampoco abren puertas», pensó Bran.
La puerta que guardaba el Fuerte de la Noche había estado sellada desde el día en que los hermanos negros cargaron las mulas y los caballos y se marcharon a Lago Hondo; el rastrillo de hierro estaba bajado, las cadenas que lo alzaban habían desaparecido, el túnel estaba lleno de cascotes y nieve congelada, con lo que resultaba tan impenetrable como el propio Muro.
—Tendríamos que haber seguido a Jon —dijo Bran cuando lo vio. Pensaba a menudo en su hermano bastardo desde aquella noche en que
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lo había visto alejarse a caballo en medio de la tormenta—. Tendríamos que haber ido al Castillo Negro por el camino real.
—No nos atrevemos, mi príncipe —respondió Jojen—. Ya te he dicho por qué.
—¡Pero es que hay salvajes! Mataron a muchos hombres y también querían matar a Jon. Los había a cientos, Jojen.
—Ya nos lo has dicho. Nosotros somos cuatro. Ayudaste a tu hermano, si es que de verdad era él, pero casi al precio de la vida de
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.
—Ya lo sé —dijo Bran con tristeza.
El huargo había matado a tres, puede que a más, pero eran demasiados. Cuando formaron un círculo cerrado en torno al hombre alto sin orejas trató de escabullirse en medio de la lluvia, pero una de las flechas voló tras él y el aguijonazo repentino de dolor había arrancado a Bran de la piel del lobo para devolverlo a la suya. Cuando por fin cesó la tormenta, se habían acurrucado en la oscuridad sin atreverse a encender un fuego; hablaban en susurros sólo cuando era imprescindible y escuchaban la respiración pesada de Hodor sin dejar de preguntarse si los salvajes tratarían de cruzar el lago a la mañana siguiente. Bran había intentado llegar a
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una y otra vez, pero el dolor lo echaba hacia atrás igual que una tetera al rojo hace que retires la mano cuando vas a cogerla por el asa. El único que durmió aquella noche fue Hodor.
—Hodor, Hodor —murmuraba cada vez que se daba la vuelta en sueños.
Bran estaba muerto de miedo, temía que
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estuviera agonizando en la oscuridad.
«Por favor, antiguos dioses —rezó—, me habéis quitado Invernalia, a mi padre, mis piernas, por favor, no me quitéis también a
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. Y velad también por Jon Nieve, y haced que se vayan los salvajes.»
En aquella isla pedregosa en medio del lago no crecía ningún arciano, aun así los antiguos dioses debieron de oírlo. A la mañana siguiente los salvajes se tomaron tiempo de sobra para preparar la partida: quitaron las ropas y las armas a los cadáveres de sus muertos y al del anciano que habían asesinado, hasta pescaron unos cuantos peces en el lago, y hubo un momento aterrador cuando tres de ellos encontraron el sendero sumergido y empezaron a recorrerlo... pero no vieron una de las curvas, y dos salvajes estuvieron a punto de ahogarse antes de que los demás los sacaran del agua. El hombre alto y calvo les gritaba órdenes, sus palabras les llegaban desde la orilla, hablaba en un idioma que ni siquiera Jojen conocía. Poco después todos recogieron los escudos y las lanzas y se alejaron hacia el noreste, en la misma dirección que Jon. Bran también había querido salir e ir en busca de
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, pero los Reed lo disuadieron.
—Nos quedaremos una noche más —dijo Jojen—. Prefiero que haya unas cuantas leguas entre los salvajes y nosotros. No querrás volvértelos a encontrar, ¿verdad?
Aquella misma tarde
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salió de su escondrijo y volvió con ellos arrastrando una de las patas de atrás. En la posada había devorado algún trozo de cadáver espantando a los cuervos, y luego fue nadando hasta la isla. Meera le había arrancado de la pata la flecha rota y le había frotado la herida con el jugo de unas plantas que crecían al pie de la torre. El huargo aún cojeaba, pero a Bran le parecía que cada día menos. Los dioses lo habían escuchado.
—¿Deberíamos probar con otro castillo? —preguntó Meera a su hermano—. A lo mejor podemos cruzar por otro lado. Si quieres me adelanto para explorar, yo sola iría más deprisa.
—Hacia el este está Lago Hondo —dijo Bran con un gesto de negación— y luego Puerta de la Reina. Al oeste está Marcahielo. Pero son igual que esto, sólo que más pequeños. Todas las entradas están selladas excepto las del Castillo Negro, Guardiaoriente y Torre Sombría.
—Hodor —dijo Hodor, mientras los Reed intercambiaban una mirada.
—Por lo menos voy a trepar a la cima del Muro —decidió Meera—. A lo mejor desde ahí veo algo.
—¿Qué crees que vas a ver? —preguntó Jojen.
—No sé, algo —dijo Meera, que por una vez se mantuvo firme.
«Tendría que ser yo quien trepara.» Bran alzó la vista para contemplar el Muro y se imaginó ascendiendo palmo a palmo, metiendo los dedos en las grietas del hielo, creándose apoyos para los pies a patadas. Aquello lo hizo sonreír pese a todo, pese a los sueños, a los salvajes, a Jon, a todo. Cuando era pequeño había subido por las murallas de Invernalia, también por las torres, pero nunca por un sitio tan alto, además, eran siempre de piedra. El Muro parecía de piedra, sí, todo gris y lleno de marcas, pero cuando las nubes se abrían y el sol lo iluminaba era muy diferente, se transformaba enseguida, se alzaba allí blanco, azul, brillante. La Vieja Tata siempre les había dicho que era el fin del mundo. Al otro lado había monstruos, gigantes y espectros, pero mientras el Muro se alzara firme y fuerte no podrían pasar. «Quiero ir ahí arriba con Meera —pensó Bran—. Quiero subir a la cima y ver qué hay.»
Pero no era más que un niño roto con las piernas inútiles, de modo que se tuvo que conformar con mirar desde abajo mientras Meera subía en su lugar.
La chica no trepaba de verdad tal como había trepado él cuando aún podía. Lo que hacía era subir por unos peldaños que la Guardia de la Noche había tallado en el hielo hacía cientos y miles de años. Recordó que el maestre Luwin le había dicho que el Fuerte de la Noche era el único castillo donde los escalones estaban excavados en el propio hielo del Muro. O tal vez fue el tío Benjen. Los castillos más nuevos tenían escaleras de madera o de piedra, o largas rampas de tierra y gravilla. «El hielo es demasiado traicionero.» Eso sí que se lo había dicho su tío. Decía que la superficie exterior del Muro a veces derramaba lágrimas gélidas, aunque dentro el corazón siguiera congelado, duro como una roca. Los escalones debían de haberse derretido y vuelto a congelar un millar de veces desde que los hermanos negros abandonaron el castillo, y cada vez quedaban más encogidos, más resbaladizos, más redondeados, más traicioneros...
Y más pequeños. «Es casi como si el Muro los estuviera devorando.» Meera Reed era buena trepadora, pero aun así avanzaba muy despacio. Hubo dos ocasiones en las que los peldaños casi habían desaparecido y se vio obligada a ponerse a cuatro patas. «Pues para bajar va a ser aún peor», pensó Bran sin dejar de mirarla. Aun así habría dado cualquier cosa por estar en su lugar. Al llegar a la cima arrastrándose por los salientes helados, que eran lo único que quedaba de los peldaños más altos, Meera desapareció de su vista.
—¿Cuándo bajará? —preguntó Bran a Jojen.
—Cuando lo considere oportuno. Seguro que quiere echar un vistazo con detenimiento... al Muro y a lo que hay más allá. Nosotros deberíamos hacer lo mismo por aquí.
—¿Hodor? —dijo Hodor dubitativo.
—Puede que encontremos algo —insistió Jojen.
«O algo nos puede encontrar a nosotros.» Pero Bran no lo podía decir en voz alta; no quería que Jojen lo considerase un cobarde.
De manera que iniciaron una exploración, Jojen abría la marcha, Bran lo seguía en su cesta a la espalda de Hodor y
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iba cojeando a su lado. En cierta ocasión el huargo salió disparado por una puerta oscura y regresó un momento más tarde con una rata gris entre los dientes.
«El Cocinero Rata», pensó Bran, pero el color no encajaba, y apenas tendría el tamaño de un gato. El Cocinero Rata era blanco y casi tan grande como una puerca...
En el Fuerte de la Noche había muchas puertas oscuras y también muchas ratas. Bran las oía corretear por las criptas y los sótanos y por el oscuro laberinto de túneles que las entrelazaban. Jojen quería ir por allí, pero Hodor le respondió con un «Hodor» rotundo, y Bran también se negó. En las oscuras profundidades del Fuerte de la Noche había cosas peores que ratas.
—Este lugar parece muy antiguo —dijo Jojen mientras recorrían una galería a la que la luz del sol llegaba en haces polvorientos a través de las ventanas.
—Dos veces más viejo que el Castillo Negro —dijo Bran, haciendo memoria—. Fue el primer castillo del Muro, y también el más grande.
Pero también había sido el primero en quedar abandonado, ya en tiempos del Viejo Rey. Aun entonces estaba desierto casi en sus tres cuartas partes y el coste de su mantenimiento era excesivo. La Bondadosa Reina Alysanne había sugerido a la Guardia que lo sustituyeran por un castillo más pequeño y nuevo en un punto situado a tan sólo diez kilómetros al este, donde el Muro describía una curva a lo largo de la orilla de un hermoso lago verde. Fueron las joyas de la reina las que pagaron Lago Hondo y los hombres que el Viejo Rey envió al norte los que lo construyeron, de manera que los hermanos negros habían abandonado el Fuerte de la Noche para las ratas.
Pero aquello había sido hacía ya dos siglos. Ahora Lago Hondo estaba tan desierto como el castillo al que había sustituido, y el Fuerte de la Noche...
—Aquí hay fantasmas —dijo Bran. Hodor ya había oído las historias, pero Jojen tal vez no—. Fantasmas muy antiguos, de antes de los tiempos del Viejo Rey, hasta de antes de Aegon el Dragón, los de setenta y nueve desertores que se fugaron hacia el sur para convertirse en bandidos. Uno era el hijo menor de Lord Ryswell, de manera que cuando llegaron a los Túmulos buscaron refugio en su castillo, pero el propio Lord Ryswell los hizo prisioneros y los devolvió al Fuerte de la Noche. El Lord Comandante hizo excavar agujeros en la cima del Muro, metió dentro a los desertores y los encerró vivos en el hielo. Tienen lanzas y cuernos, y todos miran hacia el norte. Los llaman los setenta y nueve centinelas. En vida abandonaron sus puestos, de manera que muertos montan guardia eternamente. Años más tarde, cuando Lord Ryswell estaba ya viejo y moribundo, hizo que lo trasladaran al Fuerte de la Noche para vestir el negro y estar junto a su hijo. El honor lo había obligado a devolverlo al Muro, pero seguía siendo su hijo amado, de modo que vino aquí para compartir la guardia con él.
Pasaron medio día recorriendo el castillo. Algunas de las torres se habían derrumbado y otras no parecían seguras, pero sí subieron a la torre de la campana (en la que no quedaban campanas) y a la pajarera (en la que no quedaban pájaros). Bajo la destilería encontraron una bodega llena de grandes toneles de roble. Hodor los golpeó y sonaron a hueco. También encontraron una biblioteca (las estanterías se habían derrumbado, no quedaban libros y las ratas correteaban por todas partes). Dieron con una mazmorra mal iluminada con celdas que podrían albergar hasta a quinientos cautivos, pero cuando Bran agarró uno de los barrotes oxidados se le deshizo en la mano. De la sala principal sólo quedaba una pared que no tardaría en desmoronarse, los baños parecían a punto de hundirse en el suelo, y un gigantesco espino había conquistado el patio de armas situado ante la armería, el lugar donde hacía tantos años los hermanos negros habían practicado con lanzas, escudos y espadas. En cambio, la armería y la forja seguían en pie, aunque en lugar de armas, fuelles y yunques había telarañas, ratas y polvo. A veces
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oía cosas para las que Bran estaba sordo y mostraba los dientes con el pelaje del cuello erizado ante amenazas invisibles... pero no apareció el Cocinero Rata, ni tampoco los setenta y nueve centinelas, ni Hacha Demente. Bran sentía un alivio inmenso.
«A lo mejor no es más que un castillo desierto y en ruinas.»
Cuando Meera regresó, el sol ya no era más que un reflejo anaranjado sobre las colinas del oeste.
—¿Qué has visto? —le preguntó su hermano Jojen.
—El Bosque Encantado —respondió ella con tono melancólico—. Colinas que se extienden hasta donde alcanza la vista, cubiertas de árboles que ningún hacha ha talado jamás. Vi la luz del sol reflejada sobre un lago, y nubes que se movían por el cielo del oeste. Vi campos enteros nevados y carámbanos tan largos como lanzas. Hasta vi un águila que volaba en círculos. Creo que ella también me vio. Le hice señales.
—¿Hay alguna manera de bajar? —preguntó Jojen.
—No —negó Mera con un gesto—. Es una caída en picado, y el hielo no tiene asideros... Yo podría bajar si tuviera una buena cuerda y un hacha para ir abriendo asideros, pero...
—Pero nosotros, no —terminó Jojen.