—Jon Nieve —le dijo después de que derramara su semilla dentro de ella—, no te muevas, mi amor. Me gusta sentirte dentro, me gusta mucho. No volvamos con Styr ni con Jarl. Sigamos por los túneles, vayamos con los hijos de Gendel. No quiero salir de esta cueva nunca, Jon Nieve. Nunca.
—¿Todos? —La niña esclava parecía recelar—. ¿Os han entendido mal las orejas indignas de una, Alteza?
Una fresca luz verdosa se filtraba por los cristales coloreados de las gruesas ventanas en forma de rombo, que había en las paredes triangulares descendentes, y una brisa suave entraba por las puertas abiertas de las terrazas, y les llevaba los aromas a frutas y a flores de los jardines que había al otro lado.
—Me has entendido bien —dijo Dany—. Quiero comprarlos todos. Por favor, díselo a los Bondadosos Amos.
Aquel día había elegido una túnica de Qarth. La seda violeta oscuro hacía juego con el color de sus ojos y se los resaltaba. El diseño le dejaba el pecho izquierdo al descubierto. Mientras los Bondadosos Amos de Astapor hablaban entre ellos en voz baja, Dany bebía sorbos de un vino ácido de palo santo en una copa alta de plata. No alcanzaba a entender todo lo que decían, pero en sus voces vibraba la codicia.
Cada uno de los ocho mercaderes contaba con la asistencia de dos o tres esclavos, aunque un tal Grazdan, el más viejo, tenía seis. Para no parecer una mendiga, Dany se había hecho acompañar por sus ayudantes: Irri y Jhiqui, vestidas con pantalones de seda y chalecos pintados, el anciano Barbablanca y el poderoso Belwas, y sus jinetes de sangre. Ser Jorah estaba de pie tras ella, sudando a chorros en su sobrevesta verde con el bordado del oso negro de los Mormont. El olor de su sudor era una réplica vulgar a los perfumes dulzones con que se empapaban los astaporis.
—Todos —gruñó Kraznys mo Nakloz, que aquel día olía a melocotones. La niña repitió la palabra en la lengua común de Poniente—. De miles, son ocho. ¿Se refiere a eso cuando dice todos? También hay seis centurias, que cuando se completen serán parte de un nueve mil. ¿Los quiere también?
—Sí —dijo Dany después de oír la traducción—. Los ocho mil, las seis centurias... y los que todavía se estén entrenando. Los que aún no se hayan ganado el casco con la púa.
Kraznys se volvió hacia sus compañeros. De nuevo hablaron entre ellos. La traductora había dicho sus nombres a Dany, pero no eran fáciles de distinguir. Por lo visto cuatro de ellos se llamaban Grazdan, era de suponer que en homenaje a Grazdan el Grande, que había fundado el Antiguo Ghis en el principio de los tiempos. Todos tenían un aspecto muy semejante: eran achaparrados y gruesos, de piel ambarina, narices anchas y ojos oscuros. Tenían el cabello negro, rojo oscuro o de aquella extraña mezcla tan característica de Astapor.
Lo que marcaba el estatus de cada hombre eran los flecos del ribete del
tokar
, según había explicado a Dany el capitán Groleo. En aquella fresca estancia verde de la cúspide de la pirámide, dos de los vendedores de esclavos vestían
tokars
con flecos de plata, cinco con flecos de oro y uno, el Grazdan más viejo, lucía unos flecos de gruesas perlas blancas que entrechocaban con suavidad cada vez que se acomodaba en el asiento o movía un brazo.
—No podemos vender chicos a medio entrenar —decía uno de los Grazdans de flecos de plata a los otros.
—Claro que podemos, si tiene oro con que pagarlos —replicó un hombre más gordo que llevaba flecos de oro.
—No son Inmaculados. No han matado a los bebés. Si luego fracasan en la batalla serán nuestra vergüenza. Y además, aunque mañana mismo castráramos a otros cinco mil chicos, tendrían que pasar diez años antes de que estuvieran preparados para venderlos. ¿Qué vamos a decirle al próximo cliente que venga a comprar Inmaculados?
—Le diremos que tendrá que esperar —insistió el gordo—. El oro en el bolsillo es mejor que el oro en el futuro.
Dany dejó que discutieran mientras bebía el ácido vino de fruta y trataba de mantenerse inexpresiva, como si no entendiera nada.
«Me haré con todos, no me importa el precio», se dijo. En la ciudad había un centenar de mercaderes de esclavos, pero los ocho que tenía ante ella eran los más importantes. Cuando se trataba de vender esclavos de cama, peones para el campo, escribanos, artesanos o tutores, aquellos hombres eran rivales, pero sus antepasados se habían aliado entre ellos para crear y vender a los Inmaculados.
«Con adoquines y sangre se construyó Astapor; y con adoquines y sangre, su gente.»
Al final, fue Kraznys quien anunció la decisión.
—Dile que los ocho mil tendrá, si trae oro suficiente. Y las seis centurias, si las quiere. Dile que vuelva dentro de un año, entonces le venderemos otros dos mil.
—Dentro de un año estaré en Poniente —dijo Dany tras escuchar la traducción—. Los necesito de inmediato. Los Inmaculados han recibido un entrenamiento excelente, pero aun así muchos caerán en la batalla. Necesitaré a los niños para sustituirlos, para que cojan las espadas que caigan. —Dejó la copa de vino y se inclinó hacia la pequeña esclava—. Di a los Bondadosos Amos que quiero incluso a los más pequeños, a los que aún tienen a sus cachorros. Diles que pagaré lo mismo por el niño al que castraron ayer que por el Inmaculado con púa en el casco.
La niña tradujo. La respuesta siguió siendo no.
—Muy bien. —Dany frunció el ceño, molesta—. Diles que pagaré el doble, pero que los quiero a todos.
—¿El doble? —Al gordo de los flecos de oro únicamente le faltaba babear.
—Esta putilla es idiota —dijo Kraznys mo Nakloz—. Propongo que le pidamos el triple. Está tan desesperada que pagará. Sí, pidámosle diez veces el precio de cada esclavo.
El Grazdan alto de la barbita puntiaguda hablaba la lengua común, aunque no tan bien como la esclava.
—Alteza —gruñó—, Poniente siendo rico, sí, pero vos no siendo reina ahora. Quizá nunca siendo reina. Hasta los Inmaculados pueden perdiendo batallas contra salvajes caballeros de acero de Siete Reinos. Yo os recordando los Bondadosos Amos de Astapor no vendiendo carne a cambio de prometidos. ¿Teniendo vos oro y mercancías suficiente para pagar tantos eunucos como queriendo?
—Conocéis la respuesta mejor que yo, Bondadoso Amo —replicó Dany—. Vuestros hombres han recorrido mis barcos y han contabilizado hasta la última cuenta de ámbar, hasta el último tarro de azafrán. ¿Cuánto tengo?
—Suficiente para comprando uno mil —dijo el Bondadoso Amo con una sonrisa despectiva—. Pero como pagando el doble decís, por tanto, cinco centurias pudiendo comprar.
—Con la bonita corona que lleváis podríais comprar otra centuria —dijo el gordo en Valyrio—. La corona de los tres dragones.
Dany aguardó la traducción.
—Mi corona no está en venta. —Cuando Viserys vendió la corona de su madre, perdió el último vestigio de alegría y sólo le quedó la rabia—. Tampoco venderé a los míos, ni sus posesiones, ni sus caballos. En cambio sí pueden quedarse con los barcos. La gran coca
Balerion
y las galeras
Vhagar
y
Meraxes
. —Ya había advertido a Groleo y a los otros capitanes que tal vez se viera obligada a hacer aquello, aunque habían protestado con energía—. Tres buenos barcos tienen que valer más que unos cuantos eunucos despreciables.
El Grazdan gordo se volvió hacia los demás. Una vez más conferenciaron en voz baja.
—Dos de los miles —dijo el de la barbita puntiaguda al final—. Es demasiado, pero los Bondadosos Amos siendo generosos, y vos muy necesitada.
Dos mil no eran suficientes para lo que pretendía. «Los necesito a todos.» Dany sabía qué tenía que hacer, pero el sabor que le dejaba en la boca era tan amargo que ni el vino ácido se lo quitaba de la boca. Lo había meditado mucho la noche previa, y no había encontrado otra solución.
«Es lo único que puedo hacer.»
—Dádmelos a todos —dijo—, y tendréis un dragón.
Oyó cómo Jhiqui se atragantaba a su lado. Kraznys sonrió a sus compañeros.
—Lo que os había dicho, nos daría cualquier cosa.
Barbablanca la miraba conmocionado, incrédulo. La mano fina y manchada con que sujetaba el cayado le temblaba.
—No. —Hincó una rodilla en el suelo ante ella—. Alteza, os lo suplico, ganad vuestro trono con dragones, no con esclavos. No podéis hacer esto...
—No tengáis la osadía de darme instrucciones. Ser Jorah, llevaos a Barbablanca de mi presencia.
Mormont agarró al anciano por un codo con brusquedad, lo obligó a ponerse en pie y salió con él a la terraza.
—Di a los Bondadosos Amos que lamento esta interrupción —dijo Dany a la esclava—. Diles que estoy esperando su respuesta.
Pero ya conocía la respuesta. La veía en el brillo de sus ojos y en las sonrisas que tanto intentaban ocultar. En Astapor había miles de eunucos, y muchos más niños esclavos a punto para ser castrados, pero en todo el ancho mundo no había más que tres dragones vivos. Y los ghiscarios anhelaban tener dragones. ¿Cómo podía ser de otra manera? Cinco veces se había enfrentado el Antiguo Ghis a Valyria cuando el mundo aún era joven, y cinco veces había caído derrotado. Porque el Feudo Franco tenía dragones, y el Imperio, no.
El Grazdan más viejo se agitó en el asiento, y sus perlas entrechocaron con suavidad.
—Un dragón que elijamos —dijo con un hilo de voz temblorosa—. El negro es el más grande y sano.
Ella asintió.
—Se llama
Drogon
.
—Todos vuestros bienes, salvo la corona y las ropas regias, que permitiendo conservar. Los tres barcos. Y
Drogon
.
—Hecho —dijo ella en la lengua común.
—Hecho —respondió el Grazdan viejo en su ronco valyrio.
Los otros se hicieron eco del anciano de los flecos de perlas.
—Hecho —tradujo la esclava—. Y hecho, y hecho, ocho veces hecho.
—Los Inmaculados aprenderán pronto vuestra salvaje lengua —añadió Kraznys rao Nakloz una vez ultimados todos los acuerdos—. Hasta entonces, necesitaréis un esclavo para hablar con ellos. Llevaos a ésta de regalo, como recuerdo del trato que acabamos de cerrar.
—Así haré —dijo Dany.
La niña esclava tradujo las palabras del hombre para Dany, luego las de Dany para él. Si el hecho de ser entregada como recuerdo provocaba algún sentimiento en ella, se guardó muy bien de dejarlo entrever.
Tampoco dijo nada Arstan Barbablanca cuando Dany salió a la terraza a reunirse con él. El anciano la siguió escaleras abajo en silencio, pero la joven oía el golpeteo del cayado de madera dura contra los adoquines rojos. Comprendía que estuviera furioso. Lo que había hecho era horrible. La Madre de Dragones había vendido a su hijo más fuerte. La idea le provocaba náuseas.
Pero, cuando estuvieron en la Plaza del Orgullo, de pie en los calientes adoquines rojos que separaban la pirámide de los traficantes de los barracones de los eunucos, se volvió hacia el anciano.
—Barbablanca —dijo—. Quiero vuestro consejo, y jamás debéis tener miedo de hablarme con toda libertad... cuando estemos a solas. Pero no cuestionéis nunca mi autoridad delante de desconocidos. ¿Entendido?
—Sí, Alteza —respondió con voz triste.
—No soy ninguna niña. Soy una reina.
—Pero hasta las reinas pueden errar. Los astaporis os han engañado, Alteza. Un dragón vale muchísimo más que cualquier ejército. Aegon lo demostró hace trescientos años, en el Campo de Fuego.
—Sé muy bien qué demostró Aegon. Tengo intención de demostrar yo también unas cuantas cosas. —Dany se apartó de él y se volvió hacia la pequeña esclava, que estaba dócilmente de pie junto a la litera—. ¿Tienes nombre o cada día sacas uno nuevo de un barril?
—Eso es sólo para los Inmaculados —dijo la niña. Sólo entonces se dio cuenta de que la pregunta había sido formulada en alto valyrio—. Oh...
—¿Te llamas Oh?
—No. Perdonad el exabrupto de una, Alteza. El nombre de vuestra esclava es Missandei, pero...
—Missandei ya no es esclava de nadie. Desde este momento, te libero. Ven, sube conmigo a la litera, quiero conversar. —Rakharo las ayudó a subir, y Dany echó las cortinas para protegerse del polvo y el calor—. Si te quedas conmigo, me servirás como cualquiera de mis doncellas —dijo cuando se pusieron en marcha—. Querré que estés a mi lado para hablar por mí, como hablabas por Kraznys. Pero cuando quieras, puedes dejar de estar a mi servicio, si tienes madre o padre con los que quieras volver.
—Una se quedará —dijo la niña—. Una... Yo... no tengo a dónde ir. Una... Yo... os serviré de buena gana.
—Te puedo dar libertad, pero no seguridad —advirtió Dany—. Tengo que cruzar un mundo y librar guerras. Puede que pases hambre. Puede que enfermes. Puede que mueras.
—
Valar morghulis
—dijo Missandei en alto valyrio.
—Todos los hombres mueren —asintió Dany—, pero recemos para que no sea pronto. —Se recostó entre los cojines y cogió la mano de la niña—. ¿Es cierto que los Inmaculados no tienen miedo de nada?
—Sí, Alteza.
—Ahora me sirves a mí. ¿Es verdad que no sienten dolor?
—El vino del valor acaba con esa sensación. Cuando matan a sus bebes ya llevan años bebiéndolo.
—¿Y son obedientes?
—No conocen otra cosa que la obediencia. Si les ordenáis que no respiren, les resultará más fácil que dejar de obedecer.
Dany asintió.
—¿Qué pasará cuando ya no los necesite?
—¿Perdonad, Alteza?
—Cuando haya ganado la guerra y recuperado el trono que perteneció a mi padre, mis caballeros envainarán las espadas y volverán a sus fortalezas, a sus madres, a sus esposas... a sus vidas. Pero estos eunucos no tienen vidas. ¿Qué haré con ocho mil eunucos cuando ya no queden batallas que librar?
—Los Inmaculados son buenos guardias y excelentes vigilantes, Alteza —dijo Missandei—. Además, no os costará encontrar un comprador para soldados de tanta valía.
—Me han dicho que en Poniente no se compran ni venden hombres.
—Con todos los respetos, Alteza, los Inmaculados no son hombres.
—Si los revendiera, ¿cómo sabría que no los iban a utilizar contra mí? —preguntó Dany—. ¿Obedecerían? ¿Lucharían contra mí, llegarían a hacerme daño?
—Sí, si su amo se lo ordenara. No cuestionan nada, Alteza. Les han extirpado esa posibilidad. Sólo obedecen. —Se detuvo un instante. Cuando volvió a hablar, parecía afligida—. Cuando ya no... los necesitéis... Su Alteza puede ordenarles que se dejen caer sobre sus espadas.