—En cada patrulla hay cuatro hombres, dos exploradores y dos constructores —dijo—. La misión de los constructores es fijarse en si hay grietas, hielo fundido u otros problemas estructurales, mientras que los exploradores intentan detectar la presencia de enemigos. Todos van a lomos de mulas.
—¿Mulas? —El hombre sin orejas frunció el ceño—. Las mulas son lentas.
—Sí, pero tienen menos tendencia a resbalar en el hielo. Las patrullas van la mayor parte de las veces por la parte superior del Muro, y aparte de la zona que corresponde al Castillo Negro hace muchos años que el camino no se cubre de gravilla. Las mulas las crían en Guardiaoriente y están entrenadas para este cometido.
—¿Van por la parte superior del Muro la mayor parte de las veces? ¿No siempre?
—No. Una de cada cuatro patrulla por la base por si hay grietas en los cimientos o algún indicio de excavación de túneles.
El Magnar asintió.
—Hasta en el lejano Thenn conocemos la historia de Arson Hacha de Hielo y su túnel.
Jon también conocía la historia. Arson Hacha de Hielo había cavado un túnel que llegaba ya a la mitad del Muro cuando lo descubrieron los exploradores del Fuerte de la Noche. No se molestaron en interrumpirlo, sino que sellaron la salida tras él con hielo, piedras y nieve. Edd el Penas decía siempre que si se apoyaba la oreja contra el Muro aún se oía a Arson cavar con el hacha.
—¿De dónde salen esas patrullas? ¿Cada cuánto tiempo?
—Eso depende. —Jon se encogió de hombros—. Tengo entendido que el Lord Comandante Qorgyle las mandaba cada tres días del Castillo Negro a Guardiaoriente del Mar, y cada dos días, del Castillo Negro a la Torre Sombría. Pero en sus tiempos había más hombres en la guardia. El Lord Comandante Mormont prefiere variar el número de patrullas y los días en que salen para ponérselo difícil a quien quiera saber de sus idas y venidas. A veces el Viejo Oso hasta enviaba un contingente más grande a alguno de los castillos abandonados durante quince días o una luna entera. —Jon sabía que la idea de aquella táctica había sido de su tío. Cualquier cosa con tal de confundir al enemigo.
—¿Hay guardias en Puertapiedra en el presente? —preguntó Jarl—. ¿Y en Guardiagrís?
«Así que estamos entre esos dos castillos, ¿eh?» Jon consiguió que su rostro permaneciera imperturbable.
—Cuando salí del Muro las únicas fortalezas habitadas eran Guardiaoriente, el Castillo Negro y la Torre Sombría. No sé qué habrán hecho Bowen Marsh o Ser Denys desde entonces.
—¿Cuántos cuervos hay en los castillos? —preguntó Styr.
—En el Castillo Negro unos quinientos. En la Torre Sombría serán doscientos, y en Guardiaoriente, alrededor de trescientos.
Jon estaba exagerando al menos en trescientos el número de hermanos.
«Ojalá todo fuera tan sencillo...»
—Está mintiendo —dijo Jarl, que no se había dejado engañar, a Styr—. O eso o mete en la cuenta los que murieron en el Puño.
—Cuervo, no te confundas —le advirtió el Magnar—, yo no soy Mance Rayder. Si me mientes, haré que te corten la lengua.
—No soy ningún cuervo y no consiento que me llamen mentiroso.
Jon flexionó los dedos de la mano de la espada. El Magnar de Thenn lo escudriñó con aquellos ojos grises, gélidos.
—No tardaremos en averiguar cuántos son —dijo tras unos instantes—. Vete. Si quiero hacerte más preguntas te mandaré a buscar.
Jon inclinó la cabeza con gesto rígido y se marchó.
«Si todos los salvajes fueran como Styr, sería más fácil traicionarlos.» Pero los thenitas no se parecían en nada al resto del pueblo libre. El Magnar decía ser el último de los primeros hombres y gobernaba con mano de hierro. Su reducida tierra de Thenn se encontraba en un alto valle de la montaña, oculto entre los picos más lejanos de los Colmillos Helados, rodeado de cavernícolas, hombres Pies de Cuerno, gigantes y los clanes caníbales de los ríos de hielo. Ygritte le había contado que los thenitas luchaban con valor y que para ellos su Magnar era una especie de dios. Jon se lo creía. A diferencia de Jarl, Harma y Casaca de Matraca, Styr exigía de sus hombres obediencia ciega, y sin duda su disciplina era el motivo por el que Mance lo había elegido para saltar el Muro.
Se alejó del campamento de los thenitas, que estaban cocinando sentados en sus redondos yelmos de bronce.
«¿Dónde se ha metido Ygritte?» Encontró sus cosas y las de ella donde las había dejado, pero ni rastro de la chica.
—Ha cogido una antorcha y se ha ido por allí —le dijo Grigg el Cabra señalando en dirección al fondo de la cueva.
Jon fue hacia donde le indicaba y se encontró en una sala en penumbra, en medio de un laberinto de columnas y estalactitas.
«No puede estar aquí», empezaba a pensar cuando oyó su risa. Se volvió en dirección al sonido, pero no había caminado ni diez metros cuando se dio de bruces contra una pared de calcita rosa y blanca. Volvió sobre sus pasos, desconcertado, y sólo entonces lo vio: un agujero oscuro bajo un saliente de piedra húmeda. Se arrodilló, prestó atención y oyó el sonido tenue del agua.
—¿Ygritte?
—Estoy aquí. —Su voz como un débil eco.
Jon tuvo que arrastrarse una docena de pasos antes de que la cueva se abriera a su alrededor. Cuando volvió a ponerse de pie se tomó un momento para que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad. Ygritte había llevado una antorcha, pero no había ninguna otra luz. Estaba de pie junto a una pequeña cascada que caía de una grieta en la roca para formar un amplio estanque. Las llamas amarillas y anaranjadas se reflejaban en las aguas verde claro.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó.
—Oí el sonido del agua. Quería ver hasta dónde llegaba la cueva. —Hizo una señal con la antorcha—. Hay un pasadizo que sigue hacia abajo. Lo seguí como cien pasos antes de dar la vuelta.
—¿Era un túnel sin salida?
—No sabes nada, Jon Nieve. Parecía que no tenía fin. En estas colinas hay cientos de cuevas y todas están conectadas por túneles. Hasta hay uno que pasa bajo vuestro Muro. El Camino de Gorne.
—Gorne —dijo Jon—. Gorne fue Rey-más-allá-del-Muro.
—Sí —asintió Ygritte—. Junto con su hermano Gendel, hace ya tres mil años. Encabezaron un ejército del pueblo libre que pasó por las cuevas, y la Guardia ni se enteró. Pero cuando salieron los lobos de Invernalia cayeron sobre ellos.
—Hubo una batalla —recordó Jon—. Gorne mató al Rey en el Norte, pero su hijo recogió su estandarte, le quitó la corona de la cabeza y mató al asesino de su padre.
—El sonido de las espadas despertó a los cuervos en sus castillos, y cabalgaron con sus capas negras para atacar la retaguardia del pueblo libre.
—Sí. Gendel se encontró con que tenía al rey al sur, a los Umber al este y a la Guardia al norte. También él murió.
—No sabes nada, Jon Nieve. Gendel no murió. Se abrió camino entre los cuervos y guió a su pueblo de vuelta al norte mientras los lobos aullaban y le pisaban los talones. Pero Gendel no conocía las cuevas tan bien como su hermano Gorne y se equivocó en una encrucijada. —Movió la antorcha adelante y atrás de manera que las sombras saltaron y se agitaron—. Se adentraba en las colinas cada vez más, cada vez más, y cuando intentó retroceder los caminos que le parecían familiares terminaban en piedra en vez de en cielo. Pronto las antorchas se empezaron a apagar una tras otra, hasta que al final sólo les quedó la oscuridad. Nadie volvió a ver al pueblo de Gendel, pero en las noches silenciosas se oyen a los hijos de los hijos de sus hijos que sollozan bajo las colinas, todavía buscando la salida. Escucha. ¿No los oyes?
Lo único que oía Jon era el sonido del agua al caer y el tenue crepitar de las llamas.
—¿También se perdió ese camino bajo el Muro?
—Muchos lo han buscado. Los que se adentran demasiado en los túneles se encuentran con los hijos de Gendel, y los hijos de Gendel siempre están hambrientos. —Sonrió, depositó la antorcha con cuidado en una hendidura de la roca y se acercó a él—. En la oscuridad no hay nada para comer, sólo carne —susurró al tiempo que le mordisqueaba el cuello.
Jon le apoyó la nariz en el pelo y se llenó de su olor.
—Hablas como la Vieja Tata cuando le contaba a Bran un cuento de monstruos.
—¿Me estás llamando vieja? —preguntó Ygritte, dándole un puñetazo en el hombro.
—Eres más vieja que yo.
—Sí, y también más lista. No sabes nada, Jon Nieve. —Se apartó de él y se quitó el chaleco de piel de conejo.
—¿Qué haces?
—Te voy a enseñar lo vieja que soy. —Se desató las lazadas de la camisa de cervatillo, la tiró a un lado y se quitó de una vez las tres camisetas de lana—. Quiero que me veas.
—No deberíamos...
—Deberíamos. —Se le agitaron los pechos cuando saltó sobre una pierna para quitarse una bota y luego sobre la otra para repetir la operación. Sus pezones eran amplios círculos rosados—. Tú también —dijo mientras se bajaba los calzones de piel de oveja—. A ver qué tenemos. No sabes nada, Jon Nieve.
—Sé que te quiero —se oyó decir, olvidados ya los votos, olvidado ya el honor. Se erguía ante él desnuda como en el día de su nombre, y él estaba tan duro como la roca que los rodeaba. Para entonces ya había estado dentro de ella medio centenar de veces, pero siempre bajo las pieles, rodeados de gente. No había visto nunca lo hermosa que era. Tenía las piernas delgadas pero musculosas y, allí donde se juntaban los muslos, el pelo era de un rojo aún más vivo que el de su cabeza. «¿Eso significa más suerte todavía?» La atrajo hacia él—. Adoro tu olor —dijo—. Adoro tu pelo rojo. Adoro tu boca y tu manera de besarme. Adoro tu sonrisa. Adoro tus tetas. —Le besó primero una y luego la otra—. Adoro tus piernas delgadas y lo que hay entre ellas. —Se arrodilló para besarla también allí, primero con suavidad en el pubis, pero Ygritte separó las piernas y vio el interior rosado, y también la besó allí, y la saboreó. Ella dejó escapar un gemido.
—Si tanto me adoras, ¿qué haces todavía vestido? —jadeó—. No sabes nada, Jon Nieve. Na... ah... Ah. Aaah.
Después, mientras yacían juntos sobre el montón que eran sus ropas, se mostró casi tímida, o tan tímida como podía ser Ygritte.
—Eso que me has hecho... —dijo —. Lo de... la boca... —Titubeó—. ¿Eso es... es lo que los señores hacen a sus damas en el sur?
—No sé, no creo. —Nadie le había contado jamás lo que hacían los señores a sus damas—. Sólo quería... quería besarte, nada más. Me ha parecido que te gustaba.
—Sí. No... No estaba mal. ¿No te lo ha enseñado nadie?
—No ha habido nadie antes —confesó—. Sólo tú.
—Eras virgen —le tomó el pelo—. Virgen, virgen, virgen.
Jon le dio un pellizquito en un pezón.
—Era un hombre de la Guardia de la Noche. —«Era», se oyó decir. ¿Qué era ahora? No quería pensarlo—. ¿Y tú eras virgen?
—Tengo diecinueve —dijo Ygritte, incorporándose sobre un codo—, soy una mujer del acero, besada por el fuego. ¿Cómo voy a ser virgen?
—¿Con quién fue la primera vez?
—Con un chico, durante un banquete, hace cinco años. Había venido con sus hermanos para comerciar, y tenía el pelo como yo, besado por el fuego, así que pensé que nos traería suerte. Pero era débil. Cuando regresó e intentó secuestrarme, Lanzalarga le rompió un brazo y lo puso en fuga, y no lo volvió a intentar ni una vez.
—Entonces, ¿no fue con Lanzalarga? —Jon sentía cierto alivio. Le caía bien Lanzalarga, con su rostro feúcho y sus modales amistosos.
—No seas asqueroso. —Ella le dio un puñetazo—. ¿Tú te acostarías con tu hermana?
—Lanzalarga no es tu hermano.
—Es de mi aldea. No sabes nada, Jon Nieve. Un hombre de verdad secuestra a una mujer de lejos para fortalecer el clan. Las mujeres que se acuestan con sus hermanos, sus padres o los miembros de su clan ofenden a los dioses y ellos las maldicen con hijos débiles y enfermizos, a veces hasta con monstruos.
—Craster se casa con sus hijas —señaló Jon.
—Craster —dijo Ygritte, recalcando el nombre con otro puñetazo— se parece más a los tuyos que a nosotros. Su padre era un cuervo que secuestró a una mujer del pueblo de Arbolblanco, pero después de tomarla huyó a su Muro. Volvió una vez al Castillo Negro para mostrar a su hijo a los cuervos, pero los hermanos hicieron sonar los cuernos y lo pusieron en fuga. Craster tiene la sangre negra y sobre él pesa una maldición. —Le acarició el estómago con los dedos—. Antes tenía miedo de que hicieras lo mismo. De que volvieras al Muro. Después de secuestrarme no sabías qué hacer.
—Yo no te secuestré, Ygritte. —Jon se sentó.
—Claro que sí. Te echaste encima de mí en la montaña, mataste a Orell y antes de que me diera tiempo a coger el hacha ya me habías puesto un cuchillo en el cuello. Pensé que me ibas a tomar entonces, o que me ibas a matar, o las dos cosas, pero no. Y cuanto te conté la historia de Bael el Bardo y la rosa de Invernalia pensé que te echarías encima de mí, pero tampoco. No sabes nada, Jon Nieve. —Le dirigió una sonrisa tímida—. Aunque parece que vas aprendiendo.
De repente, Jon se dio cuenta de que la luz oscilaba en torno a ellos. Miró a su alrededor.
—Más vale que volvamos arriba. La antorcha casi se ha consumido.
—¿Qué pasa, el cuervo tiene miedo de los hijos de Gendel? —rió—. Es una subida de nada, y todavía no he acabado contigo, Jon Nieve. —Lo empujó contra las ropas y montó sobre él a horcajadas—. ¿Querrías...? —titubeó.
—¿El qué? —preguntó mientras la antorcha empezaba a extinguirse.
—¿Querrías hacerlo otra vez? —Soltó de sopetón Ygritte—. Lo de la boca, el beso de los señores. Y yo... veré si te gusta a ti...
Jon Nieve ni siquiera se dio cuenta de cuándo se consumió la antorcha.
Más tarde volvió a sentirse culpable, pero no tanto como al principio.
«Si esto está tan mal, ¿por qué los dioses hicieron que nos sintiéramos tan bien?», se preguntó.
Cuando terminaron, la oscuridad en la gruta era absoluta. La única luz era la penumbra del pasadizo que llevaba arriba, a la caverna grande, donde ardían una veintena de hogueras. No tardaron en tambalearse y tropezar el uno contra el otro mientras intentaban vestirse en la oscuridad. Ygritte se cayó al estanque y chilló ante el contacto con el agua fría. Cuando Jon se echó a reír tiró de él y también cayó al agua. Lucharon y chapotearon en la oscuridad, y cuando la volvió a tener entre sus brazos resultó que aún no habían terminado.