—Una tripulación sin lengua es todavía mejor. —El lyseno se echó a reír—. Un montón de mudos fuertes que no sepan leer ni escribir. —Se puso serio—. Pero me alegro de que alguien te vigile las espaldas, viejo amigo. ¿Qué opinas tú, el rey entregará el chico a la sacerdotisa roja? Un dragoncito podría poner fin a esta guerra.
Por la fuerza de la costumbre se llevó la mano al cuello para tocar su suerte, pero ya no tenía los huesos de las falanges y no encontró nada.
—No —respondió Davos—. No es capaz de hacer daño a los de su sangre.
—Lord Renly se alegrará mucho cuando se entere.
—Renly era un traidor que se había alzado en armas. Edric Tormenta es inocente de todo crimen. Su Alteza es un hombre justo.
—Ya veremos. —Salla se encogió de hombros—. O ya verás. En cuanto a mí, vuelvo al mar. Puede que haya viles contrabandistas navegando por la bahía del Aguasnegras que no quieran pagar los legítimos impuestos de su señor. —Dio una palmada en la espalda a Davos—. Cuídate. Y tus amigos mudos también. Ahora eres muy grande, pero cuanto más alto está un hombre desde más arriba cae.
Davos reflexionó sobre aquellas palabras mientras subía por los peldaños de la Torre del Dragón Marino hacia las habitaciones del maestre, debajo de las pajareras. No hacía falta que Salla le dijera que había ascendido demasiado.
«No sé leer, no sé escribir, los señores me desprecian, no sé nada de gobernar, ¿cómo puedo ser la Mano del Rey? Mi lugar está en la cubierta de un barco, no en la torre de un castillo.»
Eso mismo le había dicho al maestre Pylos.
—Sois un excelente capitán —fue la respuesta del maestre—. Un capitán gobierna su barco, ¿no? Tiene que navegar por aguas traicioneras, mover las velas para captar el viento, debe saber cuándo se acerca una tormenta y la mejor manera de capearla. Esto viene a ser lo mismo.
La intención de Pylos era buena, pero sus palabras tranquilizadoras no lo convencían.
—¡No es lo mismo! —protestó Davos—. Un reino no es un barco... y menos mal, porque en ese caso este reino se estaría hundiendo. Entiendo de tablones, de sogas y de agua, sí, pero ¿de qué me sirve eso ahora? ¿Cómo voy a dar con un viento que sople para llevar al rey Stannis a su trono?
El maestre se había reído.
—Ahí tenéis, mi señor. Las palabras son viento, ya lo sabéis, y vos habéis enviado muy lejos las mías con vuestro sentido común. Creo que Su Alteza sabe muy bien qué le podéis dar.
—Cebollas —dijo Davos, sombrío—. Eso es todo lo que le puedo dar. La Mano del Rey debería ser un señor de noble cuna, alguien sabio y culto, un buen comandante de batalla o un gran caballero...
—Ser Ryam Redwyne fue el caballero más grande de sus tiempos, y también una de las peores Manos que jamás han servido a un rey. Las plegarias del septon Murmison hacían milagros, pero cuando fue Mano, el reino entero no tardó en rezar pidiendo a los dioses que muriera pronto. Lord Butterwell era famoso por su ingenio, Myles Smallwood por su valor, Ser Otto Hightower por sus conocimientos, pero todos y cada uno de ellos fracasaron como Manos. En cuanto a la cuna, los reyes dragón solían elegir a las Manos entre los de su sangre, con resultados tan diversos como Baelor Rompelanzas y Maegor el Cruel. En cambio, tenemos al septon Barth, el hijo de un herrero, que el Viejo Rey encontró en la biblioteca de la Fortaleza Roja. Dio al reino cuarenta años de paz y abundancia. —Pylos sonrió—. Leed la historia, Lord Davos, descubriréis que vuestras dudas no tienen fundamento.
—¿Cómo voy a leer la historia si no sé leer?
—Cualquiera puede aprender, mi señor —dijo el maestre Pylos—. No hace falta ninguna magia ni haber nacido en una familia noble. Por orden del rey estoy enseñando ese arte a vuestro hijo. Dejad que os enseñe a vos también.
Fue una oferta generosa, y Davos no podía rechazarla, de manera que todos los días visitaba las habitaciones del maestre en la Torre del Dragón Marino para romperse la cabeza sobre rollos, pergaminos y grandes tomos encuadernados en cuero, intentando desentrañar unas pocas palabras más. El esfuerzo a menudo le provocaba jaquecas y encima lo hacía sentir tan grotesco como Caramanchada. Su hijo Devan aún no tenía doce años y ya iba mucho más adelantado que su padre, y para la princesa Shireen y Edric Tormenta el hecho de leer era tan natural como respirar. Cuando de libros se trataba, Davos era más niño que cualquiera de ellos, pero perseveró. Ahora era la Mano del Rey, y la Mano del Rey tenía que saber leer.
La estrecha escalera de caracol de la Torre del Dragón Marino había sido una dura prueba para el maestre Cressen después de que se rompiera la cadera. Davos todavía echaba de menos al anciano. Pensaba que a Stannis le pasaba lo mismo. Pylos era listo, diligente y bienintencionado, pero también muy joven, y el rey no confiaba en él como había confiado en Cressen. El anciano había estado tanto tiempo con Stannis...
«Hasta que se enfrentó a Melisandre, y por ello murió.»
En la cima de las escaleras, Davos oyó el tintineo de unas campanillas que sólo podían pertenecer a Caramanchada. El bufón de la princesa estaba esperándola ante la puerta del maestre como un perro fiel. Gordo, fofo, de hombros caídos y con el rostro amplio cubierto por un tatuaje de escaques rojos y verdes, Caramanchada lucía un yelmo que en realidad eran unas astas de ciervo atadas a un cubo de hojalata. De las puntas colgaban una docena de cascabeles que tintineaban cuando se movía... es decir, constantemente, ya que el bufón no sabía estarse quieto. El tintineo lo acompañaba siempre, no era de extrañar que Pylos le hubiera prohibido estar presente durante las clases de Shireen.
—Bajo el mar los peces viejos se comen a los peces jóvenes —farfulló el bufón al ver a Davos. Inclinó la cabeza y las campanillas entrechocaron y tintinearon de nuevo—. Lo sé, lo sé, je, je, je.
—Aquí arriba el pez joven enseña al pez viejo —dijo Davos, que no se sentía nunca tan anciano como cuando se sentaba para intentar leer.
La cosa habría sido muy diferente si el viejo maestre Cressen le hubiera dado las lecciones, pero Pylos era tan joven que podría ser su hijo. Cuando entró, el maestre estaba sentado junto a la mesa larga de madera cubierta de libros y pergaminos, frente a los tres niños. La princesa Shireen estaba entre los dos muchachitos. Ver a un descendiente suyo en compañía de una princesa y el bastardo de un rey proporcionaba a Davos una gran alegría.
«Devan será algún día un señor, no un simple caballero. El señor de La Selva. —A Davos aquello lo hacía más feliz que el hecho de ostentar él mismo el título—. Y sabe leer. Leer y escribir, como si hubiera nacido para ello. —Pylos no hacía más que alabarlo por su diligencia, y el maestro de armas decía que Devan parecía muy prometedor también con la espada y con la lanza—. Además es un chico piadoso.»
—Mis hermanos han subido al Salón de Luz —había dicho Devan cuando su padre le contó cómo habían muerto sus cuatro hermanos mayores—. Rezaré por ellos junto a las hogueras nocturnas y también por ti, padre, para que camines bajo la Luz del Señor hasta el fin de tus días.
«Se parece mucho a Dale cuando tenía su edad», pensó Davos. Su primogénito no había tenido nunca ropa tan elegante como el atuendo de escudero de Devan, claro, pero compartían el mismo rostro cuadrado, los mismos ojos castaños de mirada franca, el mismo cabello castaño fino y alborotado... Las mejillas y la barbilla de Devan estaban salpicadas de vello rubio, una pelusa que no habría sido digna ni de un melocotón, pero el muchacho estaba orgullosísimo de su barba. «Igual que Dale de la suya hace años.» De los tres niños sentados a la mesa, Devan era el mayor, pero Edric Tormenta era medio palmo más alto y tenía el pecho más amplio y los hombros más anchos. En eso era igual que su padre, además de que ninguna mañana se perdía los ejercicios con la espada y el escudo. Los que habían conocido a Robert y a Renly de niños decían que el bastardo se parecía a ellos mucho más de lo que nunca se había parecido Stannis: en el pelo negro como el carbón, los ojos azul oscuro, la boca, la mandíbula, los pómulos... Sólo sus orejas daban testimonio de que su madre había sido una Florent.
—Buenos días, padre —lo saludó el muchacho.
—Buenos días, mi señor —saludó también Edric. El muchacho era impetuoso y orgulloso, pero los maestres, los castellanos y los maestros de armas que lo habían criado le habían inculcado modales corteses—. ¿Venís de ver a mi tío? ¿Cómo está Su Alteza?
—Bien —mintió Davos. A decir verdad el rey estaba demacrado y macilento, pero no consideró necesario cargar al niño con sus temores—. Espero no haber interrumpido la lección.
—Acabamos de terminar, mi señor —dijo el maestre Pylos.
—Hemos leído cosas sobre el rey Daeron I. —La princesa Shireen era una niña triste, dulce y gentil, pero en absoluto bonita. Había heredado la mandíbula cuadrada de Stannis y las orejas Florent de Selyse, y los dioses, en su cruel sabiduría, habían considerado oportuno empeorar su fealdad aquejándola de psoriagris cuando aún era un bebé. La enfermedad le había dejado una mejilla y la mitad del cuello de color gris y con la piel dura y agrietada, aunque no le había arrebatado la vida ni la vista—. Fue a la guerra y conquistó Dorne. Lo llamaban el Joven Dragón.
—Adoraba a falsos dioses —apuntó Devan—, pero por lo demás fue un gran rey y muy valiente en las batallas.
—Es verdad —asintió Edric Tormenta—, pero mi padre era más valiente aún. El Joven Dragón no ganó nunca tres batallas el mismo día.
—¿El tío Robert ganó tres batallas en un día? —La princesa lo miraba con los ojos muy abiertos.
—Fue cuando vino para convocar a sus señores vasallos —dijo el bastardo con un gesto de asentimiento—. Los señores Grandison, Cafferen y Fell planeaban unir sus fuerzas en Refugio Estival y atacar Bastión de Tormentas, pero mi padre se enteró gracias a un informador y enseguida se puso en marcha con sus caballeros y escuderos. A medida que los conspiradores iban llegando a Refugio Estival uno a uno, los fue derrotando por turnos antes de que pudieran reunirse con los otros. Mató a Lord Fell en combate singular y capturó a su hijo Hacha de Plata.
—¿Fue así de verdad? —preguntó Devan a Pylos.
—Ya te he dicho que sí —respondió Edric Tormenta antes de que el maestre pudiera decir nada—. Los derrotó a los tres y luchó con tanto valor que luego Lord Grandison y Lord Cafferen se pasaron a su bando, igual que Hacha de Plata. A mi padre no lo pudo vencer nadie jamás.
—No está bien fanfarronear, Edric —le dijo el maestre Pylos—. El rey Robert sufrió derrotas igual que cualquier otro hombre. Lord Tyrell lo venció en Vado Ceniza, y más de una vez lo descabalgaron en los torneos.
—Pero ganó más veces de las que perdió. Además, mató al príncipe Rhaegar en el Tridente.
—Eso es verdad —asintió el maestre—. Bueno, ahora tengo que atender a Lord Davos, que está teniendo mucha paciencia. Mañana seguiremos leyendo
La conquista de Dorne
, del rey Daeron.
La princesa Shireen y los muchachos se despidieron con cortesía. En cuanto salieron, el maestre Pylos se acercó a Davos.
—Tal vez vos también deberíais probar con
La conquista de Dorne
, mi señor. —Empujó sobre la mesa el libro encuadernado en cuero—. El rey Daeron escribía con elegante sencillez, y la historia está llena de sangre, batallas y hazañas valerosas. Vuestro hijo está fascinado.
—Mi hijo aún no tiene doce años. Yo soy la Mano del Rey. Dadme otra carta, por favor.
—Como queráis, mi señor. —El maestre Pylos rebuscó en la mesa y desenrolló varios trozos de pergamino para luego descartarlos—. No hay cartas nuevas. A ver si aparece alguna vieja...
A Davos le gustaban las buenas historias tanto como a cualquiera, pero tenía la sensación de que Stannis no lo había nombrado Mano para que se divirtiera. Su principal obligación era ayudar al rey a gobernar, y para eso tenía que comprender las palabras que llevaban los cuervos. La mejor manera de aprender una cosa era hacerla, tanto si se trataba de velas como de pergaminos. Pylos le pasó una carta.
—Ésta nos puede servir.
Davos estiró el cuadrado de pergamino arrugado y escudriñó la letra menuda. Leer era un gran esfuerzo para los ojos, eso era lo primero que había aprendido. A veces se preguntaba si en la Ciudadela le daban un premio al maestre que escribiera con la caligrafía más pequeña. Pylos se rió cuando se lo dijo, pero...
—A los... cinco reyes —leyó Davos titubeando un instante con el «cinco», que no veía escrito muy a menudo. El rey... Ma... El rey... ¿masilla?
—Más allá —le corrigió el maestre.
—El rey más allá del muro avanza... —Davos hizo una mueca—. Avanza hacia el sur. Va al frente de un... un... grano...
—Gran.
—Un gran ejército de sal... sal... salvajes. Lord Mmmor... Mormont envió un... cuervo desde el bo... bo... bo...
—Bosque. El Bosque Encantado —dijo Pylos señalando las palabras con el dedo.
—El Bosque Encantado. Lo han... ¿atacado?
—Sí.
Siguió leyendo, satisfecho.
—Des... después llegaron otros pájaros sin mensajes. Te... tememos que... Mormont haya muerto con todos sus... todos sus... hombros... no, hombres. Tememos que Mormont haya muerto con todos sus hombres. —De repente Davos comprendió lo que estaba leyendo. Dio la vuelta a la carta y vio que la cera con la que la habían sellado era negra—. Esto es de la Guardia de la Noche. ¿La ha visto el rey Stannis, maestre?
—Se la llevé a Lord Alester en cuanto llegó. Por aquel entonces él era la Mano. Creo que habló del tema con la reina. Cuando le pregunté si quería enviar alguna respuesta, me dijo que no fuera idiota.
»—Su Alteza no tiene hombres para sus propias batallas, no le van a sobrar para desperdiciarlos con los salvajes —me respondió.
Era verdad. Además, la mención a los cinco reyes habría puesto furioso a Stannis.
—Sólo un hombre que se muere de hambre suplica pan a un mendigo —murmuró.
—¿Cómo decís, mi señor?
—Es una frase de mi esposa.
Davos tamborileó sobre la mesa con los dedos cortados. La primera vez que había visto el Muro no tenía ni la edad de Devan y viajaba en la
Gata de piedra
bajo las órdenes de Roro Uhoris, un tyroshi conocido en todo el mar Angosto como el Bastardo Ciego, aunque no era ni una cosa ni la otra. Roro había navegado más allá de Skagos hasta el mar de los Escalofríos, había visitado un centenar de calas que hasta entonces no habían visto una nave mercante. Llevaba acero; espadas, hachas, yelmos y buenas cotas de mallas que luego intercambiaba por pieles, marfil, ámbar y obsidiana. Cuando la
Gata de piedra
volvió hacia el sur llevaba las bodegas abarrotadas, pero en la bahía de las Focas tres galeras negras les cortaron el paso y los obligaron a poner rumbo a Guardiaoriente. Perdieron el cargamento y el Bastardo perdió la cabeza por el crimen de vender armas a los salvajes.