Tratado de ateología (13 page)

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Authors: Michel Onfray

BOOK: Tratado de ateología
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3. LO CONTRARIO DE LO REAL

Lo suponíamos: el lugar de esos cuerpos imposibles también es imposible: el Paraíso —siempre según el Littré, «jardín cercado»—. El Pentateuco, el Génesis y el Corán rinden pleitesía a esa geografía histérica. Pero los musulmanes le dan su más acabada descripción. ¡Vale la pena! Arroyos, jardines, ríos, manantiales, terrazas floridas, frutos y bebidas magníficas, huríes de grandes ojos, siempre vírgenes, jóvenes amables, camas en abundancia, vestimentas magníficas, telas lujosas, adornos extraordinarios, oro, perlas, perfumes, vajillas preciosas, nada le falta a ese folleto de agencia de turismo ontológico.

¿La definición del Paraíso? El antimundo, lo contrario de lo real. Los musulmanes respetan escrupulosamente los ritos, observan una lógica rigurosa de lo lícito y lo ilícito y obedecen las leyes drásticas que norman la división de las cosas en pura e impuras. En el Paraíso, todo eso se termina. No hay obligaciones, ni ritos, ni rezos. En el banquete celestial, beben vino (83:25 y 47:15), consumen cerdo (52:22), cantan, lucen adornos de oro (18:31) —prohibidos en vida—, comen y beben en platos y vasos hechos con metales preciosos —ilícitos en la Tierra—, visten de seda —repugnante en este mundo, pues el hilo es una excreción de la larva...—, bromean con las huríes (44 54), disponen de vírgenes eternas (55:70) o de efebos (56:17) en divanes bordados con piedras preciosas —en la tienda del desierto, sólo hay una alfombra; y mujeres legítimas, tres como máximo—: de hecho, todo lo prohibido se vuelve accesible,
ad libitum...

En el campamento, la vajilla es de barro cocido; en el Paraíso, de piedras y metales preciosos; en la tienda, sentados en alfombras de pieles ásperas, comparten una modesta ración difícil de encontrar todos los días, leche de camello, carne de cordero, té de menta: en el Cielo, los manjares y bebidas abundan en cantidades astronómicas, dispuestos sobre tapices de satén verde, y brocados; bajo el toldo tribal, los olores son agrios, fuertes e intensos —sudor, mugre, cuero, pieles de animales, humo, sebo, grasa—; en compañía de Mahoma, sólo se aspiran magníficas fragancias: alcanfor, almizcle, jengibre, incienso, mirra, canela, cinamomo, ládano; alrededor del fuego, si por casualidad beben alcohol, los amenaza la ebriedad: en los empíreos musulmanes se desconoce la ebriedad (37:47) y, cosa apreciable, los dolores de cabeza (56:19). ¡Además, el consumo inmoderado no es pecado!

Siempre en la lógica del Paraíso como antimundo deseable para inducir la aceptación del mundo real, a menudo, indeseable: el islam fue originalmente una religión del desierto con un clima inhóspito, en extremo cálido y violento; en el Paraíso reina la primavera eterna, ni sol, ni luna, una claridad eterna, nunca de día, nunca de noche. ¿El siroco curte la piel y el
harmattan
[3]
calcina la carne? En el cielo islámico, el viento impregnado de almizcle se colma de la dulzura de los ríos de leche, miel, vino y agua, luego distribuye generosamente su dulzor. ¿La cosecha es a menudo azarosa, a veces recolectan, a veces no, o recolectan poco, bayas ridículas, dátiles sueltos, unos cuantos higos? ¡En la morada de Mahoma hay uvas tan grandes que un cuervo que quiera volar alrededor del racimo necesitará más de un mes para dar toda la vuelta! ¿En la inmensa superficie de arena de los desiertos, la frescura de la sombra es escasa y bienvenida? En el palacio de la Ideas musulmanas, un caballo tarda cien años en salir de la sombra de un banano. ¿Las caravanas se extienden en las dunas, las progresiones son lentas y los kilómetros resultan interminables en la arena? Los establos del Profeta poseen caballos alados, hechos de rubíes rojos, liberados de obligaciones materialistas, que se desplazan a velocidades siderales...

Por último, podemos hacer las mismas observaciones con respecto al cuerpo. Compañero pesado, que, sin descanso, exige raciones de agua, alimento, satisfacciones libidinales, otras tantas ocasiones de alejarse del Profeta y la oración, otros tantos motivos de servidumbre con relación a las necesidades naturales, el cuerpo en el Paraíso irradia inmaterialidad: ya no son necesarias las comidas, excepto por el puro placer. En caso de que se ingiera alimento, la digestión no estorba. Jesús, por ejemplo, que come pan y pescado, y bebe vino, no evacúa jamás... No tiene flatulencias ni se le escapan gases, ¡porque sus vapores pestilentes en la Tierra se convierten en eructos perfumados de almizcle en el Cielo, exhalados del cuerpo a través de la humedad de la piel!

Ya no estamos sometidos a las exigencias de la procreación para asegurar la descendencia; ya no dormimos, porque en lo sucesivo no sufrimos de fatiga; ya no nos limpiamos los mocos ni escupimos; ignoramos las enfermedades hasta el fin de los tiempos; borramos de nuestro vocabulario la tristeza, el miedo y la humillación, tan imperiosos en la Tierra; ya no deseamos —el deseo es dolor y falta, dice la tradición platónica...—, al deseo le basta con aparecer para transformarse en placer de inmediato; mirar una fruta con ganas es suficiente para sentir su gusto, textura y perfume en la boca...

¿Quién puede negarse a eso? Comprendemos que, tentados por esas vacaciones de sueño perpetuo, millones de musulmanes vayan a los campos de batalla desde la primera expedición del Profeta en Najla hasta la guerra de Irán-Irak; que bombas humanas terroristas palestinas desencadenen la muerte en las terrazas de los cafés israelíes; que piratas del aire lancen aviones de línea contra las Torres Gemelas de Nueva York; que armadores de explosivos de plástico despanzurren trenes llenos de personas que van a trabajar a Madrid. Aún se obedecen esas fábulas que dejan pasmada a la inteligencia más modesta...

4. PARA ACABAR DE UNA VEZ CON LAS MUJERES

¿Habrá que ver en el odio a las mujeres, compartido por el judaísmo, el cristianismo y el Islam, la consecuencia lógica del odio a la inteligencia? Volvamos a los textos: el pecado original, la culpa, la voluntad de saber, se deben primero a la decisión de una mujer, Eva. Adán, el imbécil, se queda satisfecho con obedecer y someterse. Cuando la serpiente (Iblis, en el Corán, que desde hace siglos lapidan millones de peregrinos en La Meca bajo la forma primitiva de un betilo...) habla —lo cual es normal, es sabido que todas las serpientes hablan—, se dirige a la mujer y entabla un diálogo con ella. Serpiente tentadora, mujer tentada, por lo tanto, mujer tentadora para toda la eternidad; es un paso fácil de dar...

El odio a las mujeres es similar a una variación sobre el tema del odio a la inteligencia, a lo que se suma el odio a todo lo que ellas representan para los hombres: el deseo, el placer y la vida. Incluso la curiosidad: el Littré confirma que se denomina «hija de Eva» a toda mujer curiosa. Ella da deseos y también da la vida: por su intermedio se perpetúa el pecado original, que, como asegura Agustín, se transmite desde el nacimiento, en el vientre de la madre, a través del esperma del padre. Sexualización de la culpa.

Los monoteísmos prefieren mil veces el Ángel a la Mujer. Mejor un mundo de serafines, tronos y arcángeles que un universo femenino, ¡por lo menos mixto! Nada de sexo, sobre todo: nada. La carne, la sangre y la libido, asociadas de modo natural a las mujeres, les proveen al judaísmo, al cristianismo y al islam más de una ocasión para establecer lo ilícito y lo impuro, y así atacar el cuerpo deseable, la sangre de las mujeres liberadas de la maternidad y la energía hedonista. La Biblia y el Corán se regodean en esos temas.

Las religiones del Libro detestan a las mujeres: sólo aman a las madres y a las esposas. Para salvarlas de su negatividad consustancial, para ellas no hay más que dos soluciones —de hecho, una en dos tiempos—, casarse con un hombre y darle hijos. Cuando atienden a su marido, cocinan y se ocupan de los problemas del hogar, cuando además alimentan a los niños, los cuidan y los educan, ya no queda lugar para lo femenino en ellas: la esposa y la madre matan a la mujer. Con eso cuentan los rabinos, los curas y los imanes, para tranquilidad del varón.

El judeocristianismo sostiene la idea de que Eva —aparece en el Corán como mujer de Adán, es cierto, pero nunca la nombran, apenas un signo... ¡lo innominado es innombrable!— fue creada en segundo lugar (sura 3:1), como un accesorio, de la costilla de Adán (Gen 2:22). Un despojo retirado del cuerpo principal. Primero, el macho, y luego, como fragmento separado, el resto, la migaja: la hembra. El orden de llegada, la modalidad existencial participativa, la responsabilidad de la culpa, todo agobia a Eva. Desde entonces, paga el más alto precio.

Su cuerpo está maldito y ella también, en su totalidad. El óvulo no fecundado exacerba lo femenino en falta, por negación de la madre. De allí proviene la impureza de la regla. La sangre menstrual presenta igualmente el peligro de períodos de infecundidad. Una mujer estéril e infecunda es el peor oxímoron para el monoteísta. Además, durante el período no hay riesgo de embarazo; por lo tanto, la sexualidad queda disociada del temor a la maternidad y así puede practicarse por sí misma. La potencialidad de la sexualidad separada de la procreación, en consecuencia, de la sexualidad pura, de la pura sexualidad: he ahí el mal absoluto.

En nombre del mismo principio, las leyes monoteístas condenan a muerte a los homosexuales. ¿Por qué? Porque su sexualidad impide —por el momento— las funciones de padre, madre, esposo y esposa, y afirma a las claras la primacía y el valor absoluto del individuo libre. El soltero, dice el Talmud, es un hombre a medias (!), a lo que el Corán responde en los mismos términos (24:32), mientras que Pablo de Tarso ve en el solitario el peligro de la concupiscencia, el adulterio y la sexualidad libre. De ahí proviene —ante la imposible castidad— su exhortación al matrimonio, la mejor manera de acabar con la libido.

Asimismo, las tres religiones censuran el aborto. La familia funciona como límite insuperable y como célula básica de la comunidad. Implica niños, que el judaísmo considera como la condición de supervivencia de su Pueblo, que la Iglesia desea ver crecer y multiplicarse, y que los musulmanes consideran la bendición del Profeta. Todo lo que ponga trabas a la demografía metafísica desata la ira monoteísta. A Dios no le gusta el
planning
familiar.

Por ello, en cuanto da a luz, la madre judía ingresa en un ciclo de impureza. La sangre, siempre la sangre. En el caso de un hijo, la prohibición de entrar en el santuario es de cuarenta días; para las hijas, ¡sesenta!, el Levítico
dixit...
Conocemos la oración judía de la mañana que invita a todos los hombres a bendecir a Dios durante el día por haberlo hecho judío, no esclavo ni... ¡mujer! (Men. 43b). Tampoco ignoramos que el Corán no condena explícitamente la tradición tribal preislámica que justifica la
vergüenza
de convertirse en padre de una hija y justifica la pregunta:
¿conservará
a la niña o
la esconderá bajo tierra?
(16:58). (La edición resumida de La Pléiade advierte en una nota, para atenuar la barbarie probablemente, que es por temor a la pobreza, ¡lo que faltaba!)

Por su parte, los cristianos, muy graciosos, sometieron a discusión en el Concilio de Macón, en 585, el libro de Alcidalus Valeus, titulado
Disertación paradójica en la que se intenta demostrar que las mujeres no son criaturas humanas...
No se sabe dónde está la paradoja (!), ni si el ensayo sufrió algún cambio, tampoco si Alcidalus conquistó a su público de jerarcas cristianos ya ganados a su causa —basta con adherir a las innumerables imprecaciones misóginas de Pablo de Tarso...—, pero la prevención de la Iglesia con respecto a las mujeres sigue siendo de una actualidad siniestra.

5. ALABANZA DE LA CASTRACIÓN

Son conocidas las peripecias de Orígenes cuando toma a Mateo al pie de la letra. El evangelista diserta (19:12) sobre los eunucos, establece una tipología —privados de testículos desde el nacimiento, castrados por otros o automutilados a causa del Reino de Dios— y concluye: «El que puede comprender, comprende». Astuto, Orígenes corta por lo sano y de un cuchillazo se elimina los genitales, antes de descubrir, probablemente, que el deseo no es asunto de testículos sino de cabeza... Pero demasiado tarde...

La literatura monoteísta abunda en referencias a la extinción de la libido y la destrucción del deseo: elogia la continencia y celebra la castidad en todo sentido; luego, en forma relativa, porque los hombres no son dioses ni ángeles, sino más bien bestias con las que hay que contemporizar, promociona el matrimonio y la fidelidad hacia la esposa —o a las esposas, en los casos judío y musulmán—, y por último, concentra la sexualidad en la procreación. La familia, el matrimonio, la monogamia y la fidelidad son variaciones sobre el tema de la castración... Cómo volverse un Orígenes virtual...

El Levítico y los Números establecen, precisamente, la regla en materia de la intersubjetividad sexual judía: no mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio; legitimación de la poligamia; divorcio a voluntad del esposo, sin grandes formalidades —el envío de una carta, un
guet,
a la esposa repudiada es suficiente—; ilegalidad de matrimonio con un no judío; transmisión de la identidad judía a través de la madre —tiene nueve meses para demostrar que lo es, ya que el padre es siempre incierto...—; prohibición de leer la Tora a las mujeres —obligatoria para los hombres—: las descendientes de Eva no están autorizadas a decir las oraciones, llevar el chai, enarbolar las filacterias, tocar el
shofar,
construir el cobertizo ritual —una
suká
—, formar parte de un grupo mínimo de diez, necesario para la oración —el
minyan
—; inaptitud para ser elegidas para funciones administrativas y judiciales; autorización para poseer, pero no para manejar ni administrar sus propios bienes, tarea del marido. Con ello verificamos que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, no a la de la mujer...

La lectura del Corán muestra la evidente similitud entre ambas religiones. El islam afirma, claramente, la superioridad de los hombres con respecto a las mujeres, pues Dios prefiere los hombres a las mujeres (4:34). De ahí surgen varias imposiciones: prohibición de dejar al descubierto el cabello —el velo (24:30)—, la piel de los brazos y las piernas; no mantener relaciones sexuales fuera de la relación legítima con un miembro de la comunidad, que sí puede tener varias esposas (4:3): condena, por supuesto, de la poliandria; elogio, sin duda alguna, de la castidad (17:32 - 33:35); interdicción de casarse con un no musulmán (3:28); prohibición a las mujeres de utilizar vestimenta de hombre; no mezclar hombres y mujeres en la mezquita; de ningún modo darle la mano a un hombre si no se lleva guantes; el matrimonio es obligatorio, no se tolera el celibato (24:32), incluso en nombre de la religión; no es recomendable la pasión y el amor en el matrimonio, celebrado por el bien de la familia (4:25), de la tribu y de la comunidad; incitación a someterse a
todos los
deseos sexuales del marido —que
labra
a su mujer a voluntad, como la tierra: la metáfora es coránica (2:223)...; legitimación de golpear a la esposa en caso de sospecha, pues la culpabilidad no tiene que ser demostrada; igual facilidad para repudiar, igual minoridad existencial, igual inferioridad jurídica (2:228): el testimonio femenino equivale a medio testimonio masculino; una mujer estéril y una mujer desflorada antes del matrimonio valen lo mismo: nada. De ahí proviene el elogio de la castración: las mujeres son demasiado. Demasiado deseo, demasiado placer, demasiado exceso, demasiadas pasiones, demasiado desenfreno, demasiado sexo, demasiado delirio. Ponen en peligro la virilidad del hombre. Hay que tender hacia Dios, la meditación, la oración, el cumplimiento de los ritos, la observancia de lo lícito y lo ilícito y el cuidado de lo divino en el mínimo detalle de la vida cotidiana. El Cielo, no la Tierra. Y aun menos, lo peor de la Tierra: los Cuerpos... La mujer, antaño tentada y convertida en perpetua tentadora, amenaza la representación que el hombre se hace de sí mismo, falo triunfante, exhibido como un amuleto del ser. La angustia de castración impulsa toda existencia vivida bajo la mirada de Dios.

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