Read Tratado de ateología Online
Authors: Michel Onfray
¿Se puede concebir un ataque más violento y un fuego más concentrado? Y el jesuita continúa: ¿La religión? Una invención de los hombres para asegurarse el poder sobre sus semejantes. ¿La razón? El instrumento que permite luchar contra todas esas tonterías. Cristováo Ferreira desarma aquellas groseras invenciones. Entonces, ¿ateo? No. Porque en ningún momento dice, escribe, afirma o piensa que Dios no existe. Por otra parte, para confirmar la tesis de un espiritualista creyente pese a todo, el jesuita abjura de la religión cristiana, sin duda, pero se convierte al budismo zen... Aún no hemos encontrado al primer ateo, pero no estamos demasiado lejos...
Pronto llegará el milagro, con otro sacerdote, el padre Meslier, santo, héroe y mártir de la causa atea, al fin reconocible. Cura de Etrépigny en las Ardenas, discreto durante toda la duración de su ministerio, salvo un altercado con el señor del pueblo, Jean Meslier (1664-1729) escribe un voluminoso
Testamento
en el cual tira mierda a la Iglesia, la Religión, Jesús, Dios, pero también a la aristocracia, la monarquía, el Antiguo Régimen, denuncia con violencia inaudita la injusticia social, el pensamiento idealista, la moral cristiana del dolor, y profesa, al mismo tiempo, un comunalismo anarquista, una filosofía materialista auténtica e inaugural y un ateísmo hedonista de sorprendente actualidad.
Por primera vez en la historia de las ideas, un filósofo —¿cuándo será reconocido?— dedica una obra al ateísmo: lo profesa, lo demuestra, lo argumenta, lo cita, forma parte de sus lecturas y reflexiones, pero se apoya igualmente en sus comentarios sobre la situación del mundo. El título lo dice con toda claridad:
Memoria de pensamientos y sentimientos de Jean Meslier
y también su desarrollo, que presenta
Demostraciones claras y evidentes de la vanidad y falsedad de todas las divinidades y de todas las religiones del mundo.
El libro apareció en 1729, después de su muerte; Meslier le dedicó gran parte de su vida. Comienza así la verdadera historia del ateísmo...
La historiografía dominante oculta la filosofía atea. Además del olvido puro y simple del padre Meslier, apenas citado como una curiosidad, un oxímoron escolar —¡un cura incrédulo!—, cuando se lo honra con una mención al pasar, se buscan en vano pruebas y rastros de trabajos dignos de ese nombre entre las figuras del materialismo francés, por ejemplo: La Mettrie, el terrible exaltador del placer; dom Deschamps, el inventor del hegelianismo comunalista; d'Holbach, el imprecador de Dios; Helvetius, el materialista voluptuoso; Sylvain Maréchal y su
Diccionario de ateos;
pero también los ideólogos Cabanis, Volney o Destutt de Tracy, silenciados por lo general, cuando la biblioteca del idealismo alemán rebosa de títulos, trabajos e investigaciones.
Por ejemplo: la obra del barón de Holbach no está en la Universidad: ninguna edición erudita o científica de un editor filosófico que sea solvente; ningún trabajo, tesis o investigaciones actuales de un profesor influyente en la institución; ninguna obra en libros de bolsillo, por supuesto, y menos en La Pléiade —cuando sus contemporáneos Rousseau, Voltaire, Kant o Montesquieu disponen de sus ediciones—; ningún curso o seminario dedicados al desmontaje y a la difusión de su pensamiento; ni una biografía... ¡Alarmante!
La Universidad repite hasta el cansancio, para no ir más lejos del siglo llamado de las Luces, el contrato social rousseauniano, la tolerancia voltaireana, el criticismo kantiano o la separación de los poderes del pensador De la Bréde, esas cantinelas y cuentitos filosóficos bienintencionados. Y nada sobre el ateísmo de Holbach, sobre su lectura renovadora e histórica de los textos bíblicos; nada sobre la crítica a la teocracia cristiana, a la colusión entre el Estado y la Iglesia, nada sobre la necesidad de la separación de las dos instancias; nada sobre la autonomización de la ética y lo religioso; nada sobre el desmontaje de las fábulas católicas; nada sobre las religiones comparadas; nada sobre las críticas hechas a su obra por Rousseau, Diderot, Voltaire y la camarilla deísta pretendidamente esclarecida; nada sobre el concepto de etocracia o de la posibilidad de la moral poscristiana; nada sobre el poder de la ciencia, instrumento para combatir la creencia; nada sobre la genealogía fisiológica del pensamiento; nada sobre la intolerancia constitutiva del monoteísmo cristiano; nada sobre la necesaria sumisión de la política a la ética; nada sobre la propuesta de utilizar una parte de los bienes de la Iglesia en beneficio de los pobres; nada sobre el feminismo y la crítica de la misoginia católica. Tesis de Holbach, entre otras, de una actualidad asombrosa...
Silencio sobre Meslier,
el imprecador (El testamento,
1729), silencio sobre d'Holbach,
el desmitificador {El contagio sagrado,
con fecha de 1768), silencio, también, en la historiografía sobre Feuerbach,
el deconstructor {La esencia del cristianismo,
1841), ese tercer gran momento del ateísmo occidental, pilar formidable de una ateología digna de ese nombre; pues Ludwig Feuerbach propone una explicación de lo que Dios es. No niega su existencia; hace la disección de la quimera. No se trata de decir
Dios no existe,
sino
¿qué es ese Dios en el que cree la mayoría?
Y de responder: una ficción, una creación de los hombres, una invención que obedece a leyes particulares, en este caso, a la proyección y la hipóstasis: los hombres crean a Dios a su imagen inversa.
Mortales, finitos, limitados, dolidos por esas constricciones, los humanos, preocupados por la completud, inventan una potencia dotada precisamente de las cualidades opuestas: con sus defectos dados vuelta como los dedos de un par de guantes, fabrican las cualidades ante las cuales se arrodillan, y luego se postran. ¿Soy mortal? Dios es inmortal. ¿Soy finito? Dios es infinito. ¿Soy limitado? Dios es ilimitado. ¿No lo sé todo? Dios es omnisciente. ¿No lo puedo todo? Dios es omnipotente. ¿No tengo el don de la ubicuidad? Dios es omnipresente. ¿Fui creado? Dios es increado. ¿Soy débil? Dios encarna la Omnipotencia. ¿Estoy en la tierra? Dios está en el cielo. ¿Soy imperfecto? Dios es perfecto. ¿No soy nada? Dios es todo, etcétera.
Por lo tanto, la religión se convierte en la práctica por excelencia de la alienación; supone la ruptura del hombre consigo mismo y la creación de un mundo imaginario en el cual la verdad se encuentra investida imaginariamente. La teología, afirma Feuerbach, es una «patología psíquica», a la que opone su antropología basada en una especie de «química analítica». No sin humor, propone una «hidroterapia neumática»: utilizar el agua fría de la razón natural contra los calores y vapores religiosos, en especial, los cristianos...
A pesar de esa inmensa construcción filosófica, Feuerbach sigue siendo uno de los grandes olvidados de la historia de la filosofía dominante. Su nombre aparece a veces, sin duda, pero porque en la época de esplendor de Althusser, el Caimán de la Normal Superior le echó el ojo como útil eslabón hegeliano pata vender a su joven Marx y su lectura de los
Manuscritos de 1844,
y luego de
La ideología alemana.
La mejor ocasión que tuvo Althusser para preparar el Día de la Revolución Social fue el oral de oposición de filosofía de sus alumnos en 1967... El genio de Feuerbach desapareció bajo las consideraciones utilitarias del profesor. Tal vez el olvido puro y simple sea mejor que el malentendido o la falsa y mala reputación permanentes...
Y llegó Nietzsche... Después de las imprecaciones del cura, la desmitologización del químico —d'Holbach practicaba la geología y la ciencia de alto vuelo— y la deconstrucción del empresario —Feuerbach no era filósofo profesional: fue rechazado por la Universidad por la publicación de
Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad,
en el que negaba la inmortalidad personal, pero, a través del matrimonio, se hizo propietario de izquierda de una fábrica de porcelana, muy querido por sus obreros...—, apareció Nietzsche. Y con él, el pensamiento idealista, espiritualista, judeocristiano, dualista, es decir, el pensamiento dominante, empieza a preocuparse: su monismo dionisíaco, su lógica de las fuerzas, su método genealógico, su ética atea, permiten vislumbrar una salida del cristianismo. Por primera vez, un pensamiento poscristiano radical y elaborado aparece en el horizonte occidental.
En broma (?), Nietzsche escribe en
Ecce homo
que él divide la historia en dos y que, a la manera de Cristo, hay un antes y un después de él... Al filósofo de Sils-Maria le faltan su Pablo y su Constantino, su viajante de comercio histérico y su emperador planetario para transformar su conversión en metamorfosis del universo, lo que no es deseable de ningún modo históricamente hablando. La dinamita de su pensamiento representa un peligro demasiado grande para esos brutos que son siempre los actores de la historia concreta.
Pero en el terreno filosófico, el padre de Zaratustra tiene razón: después de
Más allá del bien y del mal y
de
El Anticristo,
el mundo ideológico deja de ser el mismo. Nietzsche abre una brecha en el edificio judeocristiano. Sin llevar a cabo por sí solo toda la tarea ateológica, la hace por fin posible. De ahí surge la utilidad de ser nietzscheano. ¿A saber? Ser nietzscheano —lo que no quiere decir ser Nietzsche, como creen los imbéciles...— no es tomar por cuenta propia y de modo sinuoso las tesis mayores del filósofo: el resentimiento, el eterno retorno, el superhombre, la voluntad de poder, la fisiología del arte y otros grandes momentos del sistema filosófico. No hay necesidad —¿cuál es el interés?— de tomarse por él, creerse Nietzsche, asumir esa responsabilidad y luego adjudicarse todo su pensamiento. Sólo las mentes pequeñas imaginan eso...
Ser nietzscheano implica pensar a partir de él, allí donde la construcción de la filosofía quedó transfigurada por su pasaje. Recurrió a discípulos infieles que, por su sola traición, demostrarían su fidelidad, quería personas que lo obedecieran siguiéndose a sí mismas y a nadie más, ni siquiera a él. Sobre todo, no a él. El camello, el león y el niño de
Así habló Zaratustra
enseñan una dialéctica y una poética que debe practicarse: conservarlo y sobrepasarlo, recordar su obra, sin duda, pero sobre todo apoyarse en ella como quien se apoya en una formidable palanca para mover las montañas filosóficas.
De ahí surge una construcción nueva y superior para el ateísmo: Meslier niega la divinidad, d'Holbach desarticula el cristianismo; Feuerbach deconstruye a Dios; Nietzsche revela la transvaluación: el ateísmo no debe funcionar como un fin solamente. Suprimir a Dios, desde luego, pero ¿para qué? Otra moral, nueva ética, valores inéditos, impensados porque son impensables, eso es lo que la liquidación y la superación del ateísmo permiten. Una tarea temible se avecina.
El Anticristo
habla sobre el nihilismo europeo, el nuestro, por lo demás..., y propone una farmacopea para la patología metafísica y ontológica de nuestra civilización. Nietzsche da soluciones. Las conocemos y ya tienen más de un siglo de vida y de malentendidos. Ser nietzscheano significa proponer otras hipótesis, nuevas, posnietzscheanas, pero integrando su lucha en la cúspide. Las formas del nihilismo contemporáneo exigen más que nunca una transvaluación que supere, de una vez por todas, las soluciones y las hipótesis religiosas o laicas que surgen del monoteísmo. Zaratustra debe reincorporarse al servicio: sólo el ateísmo hace posible la salida del nihilismo.
Cuando, a partir del 11 de septiembre, los Estados Unidos —Occidente, por lo tanto— intiman a todos a tomar partido en la guerra religiosa entre el judeocristianismo y el islam, tal vez la posición preferible sea rechazar los términos de la alternativa planteados de ese modo y optar por una posición nietzscheana, ni judeocristiana ni musulmana, por la sencilla razón de que esos contrincantes continúan su propia guerra religiosa, iniciada a partir de las incitaciones judías en Números —titulado originalmente el «Libro de guerra del Señor»— y constitutivas de la Tora, que justifican desde el combate sangriento contra los enemigos hasta variaciones recurrentes sobre el tema en el Corán acerca de la masacre de infieles. Es decir, pese a todo, casi veinticinco siglos de incitación al crimen de
una y otra parte
Lección de Nietzsche: entre los tres monoteísmos, podemos no querer elegir. Y no optar por Israel y los Estados Unidos no obliga, de hecho, a convertirse en compañero de ruta de los talibanes...
Al parecer, el Talmud y la Tora, la Biblia y el Nuevo Testamento, el Corán y los
hadit
no ofrecen garantías suficientes para que el filósofo elija entre la misoginia judía, cristiana o musulmana, para que opte en contra del cerdo y el alcohol, pero a favor del velo y la
burka,
para quien frecuente la sinagoga, el templo, la iglesia o la mezquita, lugares donde la inteligencia no hace buen papel y donde predomina desde hace siglos la obediencia a los dogmas y la sumisión a la Ley, o sea, a los que pretenden ser los elegidos, los enviados y la palabra de Dios.
A la hora en que se plantea la cuestión de la enseñanza de la religión en las escuelas con el pretexto de recrear el vínculo social, de volver a unir a la comunidad olvidada —a causa del liberalismo que produce la negatividad cotidiana, recordémoslo...—, de generar un nuevo tipo de contrato social, de reencontrar las fuentes comunes —monoteístas, en este caso...—, me parece que podemos optar por la enseñanza del ateísmo. Antes la
Genealogía de la moral
que las Epístolas a los Corintios.
El deseo de meter la Biblia por la ventana y otras baratijas monoteístas que varios siglos de esfuerzos filosóficos echaron por la puerta —los de las Luces y la Revolución Francesa, el socialismo y la Comuna, la izquierda y el Frente Popular, el espíritu libertario y el Mayo del '68, y también Freud y Marx, la Escuela de Francfort y la sospecha de los nietzscheanos franceses de izquierda...— significa consentir, dicho con propiedad y desde el punto de vista etimológico, el pensamiento reaccionario. No a la manera de Joseph de Maistre, Louis de Bonald o Blanc de Saint-Bonnet —artificios demasiado obvios...—, sino a la gramsciana del retorno de las ideas diluidas, disimuladas, disfrazadas, reactivadas, de modo hipócrita, del judeocristianismo.
No ponderamos con suficiente claridad los méritos de la teocracia, no asesinamos 1789 —aunque...—, no publicamos abiertamente una obra titulada
Del Papa,
para celebrar la grandeza del poder político del soberano pontífice, pero estigmatizamos al individuo, le negamos sus derechos y le imponemos deberes en abundancia, celebramos la colectividad contra la mónada, recurrimos a la trascendencia, eximimos al Estado y a sus parásitos de rendir cuentas con el pretexto de su extraterritorialidad ontológica, descuidamos al pueblo y calificamos de populista y demagogo a quien se preocupe por él, despreciamos a los intelectuales y a los filósofos que llevan a cabo su labor y resisten, y la lista puede continuar...