Tratado de ateología (9 page)

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Authors: Michel Onfray

BOOK: Tratado de ateología
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Segunda parte

Monoteísmos

I. TIRANÍAS Y SERVIDUMBRES DE LOS MUNDOS SUBYACENTES
1. EL OJO PERVERSO DEL MONOTEÍSMO

Sabemos que los animales no tienen dios. Libres de religión, ignoran el incienso y la hostia, las genuflexiones y los rezos, no los vemos extasiados ante los astros o los sacerdotes, no construyen catedrales, ni templos, nunca los sorprendemos dirigiendo invocaciones a obras de ficción. Con Spinoza, imaginamos que si se crearan un Dios, lo inventarían a su imagen y semejanza: con grandes orejas para los asnos, una trompa para los elefantes y un aguijón para las abejas. Del mismo modo, pues, cuando a los hombres se les mete en la cabeza dar a luz a un Dios único, lo hacen a su imagen y semejanza: violento, celoso, vengativo, misógino, agresivo, tiránico, intolerante... En resumidas cuentas, esculpen su pulsión de muerte, el aspecto sombrío, y hacen de ello una máquina lanzada a toda velocidad contra sí mismos...

Pues únicamente los hombres inventan mundos subyacentes, dioses o un solo Dios: sólo ellos se prosternan, humillan y rebajan; sólo ellos fantasean y creen firmemente en historias inventadas con esmero para evitar mirar cara a cara su destino; sólo ellos, a partir de esas ficciones, construyen un delirio que arrastra consigo una retahíla de disparates peligrosos y nuevas evasivas; solos, según el principio de la máxima estupidez, trabajan con ardor por la realización de lo que, sin embargo, esperan evitar más que nada: la muerte.

¿La vida les parece insoportable con la muerte como fin ineludible? Rápidamente se avienen a llamar al enemigo para que gobierne su vida; desean morir un poco, con regularidad, todos los días, a fin de creer, cuando llegue la hora, que les será más fácil morir. Las tres religiones monoteístas incitan a renunciar a la vida del aquí y ahora, con el pretexto de que algún día será necesario resignarse a ello: preconizan un más allá (ficticio) para impedir el goce pleno en la tierra (real). ¿Su combustible? La pulsión de muerte y las incesantes variaciones sobre el tema.

¡Extraña paradoja! La religión responde al vacío ontológico que descubre todo el que se entera de que va a morir un día, que su estadía en la tierra está limitada en el tiempo y que la vida se inscribe brevemente entre dos nadas. Las fábulas aceleran el proceso. Instalan la muerte en la tierra en nombre de la eternidad en el cielo. Por ello, arruinan el único bien del que disponemos: la materia viva de una existencia cortada de raíz con el pretexto de su finitud. Ahora bien, dejar de ser para evitar la muerte es un mal cálculo. Pues dos veces pagamos a la muerte un tributo que hubiese bastado con pagar una vez.

La religión surge de la pulsión de muerte. Esa extraña fuerza perversa en el vacío del ser trabaja para destruir lo que es. Donde algo vive, se expande, vibra, se mueve una fuerza contraria indispensable para el equilibrio que desea detener el movimiento e inmovilizar el flujo. Cuando la vitalidad abre caminos, cava galerías, la muerte se activa, es su modo de vida, su manera de ser. Echa a perder los proyectos de ser para destruir el conjunto. Venir al mundo es descubrir el ser para la muerte; ser para la muerte es vivir día a día el descuento de la vida. Sólo la religión parece detener el movimiento. En realidad, lo precipita...

Cuando se vuelve contra uno mismo, la pulsión de muerte genera todas las conductas de riesgo, los tropismos suicidas y las exposiciones al peligro; dirigida contra el otro, genera agresión, violencia, crímenes y asesinatos. La religión del Dios único se adhiere a esos movimientos: trabaja a favor del odio hacia sí mismo, el desprecio al cuerpo, el desprestigio de la inteligencia, la denigración de la carne y la valorización de todo lo que niega la subjetividad gozosa; proyectada contra el otro, fomenta el desprecio, la maldad y la intolerancia que dan lugar a los racismos, la xenofobia, el colonialismo, las guerras y la injusticia social. Una mirada a la historia basta para comprobar la miseria y los ríos de sangre vertidos en nombre del Dios único...

Los tres monoteísmos, a los que anima la misma pulsión de muerte genealógica, comparten idénticos desprecios: odio a la razón y a la inteligencia; odio a la libertad; odio a todos los libros en nombre de uno solo; odio a la vida; odio a la sexualidad, a las mujeres y al placer; odio a lo femenino; odio al cuerpo, a los deseos y pulsiones. En su lugar, el judaísmo, el cristianismo y el islam defienden la fe y la creencia, la obediencia y la sumisión, el gusto por la muerte y la pasión por el más allá, el ángel asexuado y la castidad, la virginidad y la fidelidad monogámica, la esposa y la madre, el alma y el espíritu. Eso es tanto como decir «crucifiquemos la vida y celebremos la nada».

2. APLASTAR LA INTELIGENCIA

El monoteísmo detesta la inteligencia, esa virtud sublime definida como el arte de unir lo que,
a priori y
casi siempre, parece desunido. Posibilita las causalidades inesperadas, pero verdaderas: enuncia explicaciones racionales, convincentes, basadas en razonamientos, y rechaza todas las ficciones fabricadas. Con la inteligencia, evitamos los mitos y los cuentos para niños. No hay paraíso después de la muerte, ni alma salvada o condenada, no hay Dios que todo lo sabe y todo lo ve: bien dirigida, y según el orden lógico, la inteligencia, atea
a priori,
impide el pensamiento mágico.

Los defensores de la ley mosaica, de las tonterías crísticas y de sus clones coránicos comparten la misma fábula sobre el origen de la negatividad en el mundo: en el Génesis (3:6) —tanto en la Tora como en el Antiguo Testamento de la Biblia cristiana— y en el Corán (2:29), encontramos la misma historia de Adán y Eva en un Paraíso en el que un Dios prohíbe acercarse a un árbol mientras que un demonio incita a la desobediencia. Versión monoteísta del mito griego de Pandora, la primera mujer comete lo irreparable, sin duda alguna, y su acto propaga el mal por todo el planeta.

Ese relato, que en tiempos normales sólo sirve para engrosar la colección de cuentos o historias sin pies ni cabeza, ha tenido consecuencias considerables en las civilizaciones. Odio a las mujeres y a la carne, culpa y deseo de arrepentimiento, búsqueda de una reparación imposible y sometimiento a la necesidad, fascinación por la muerte y pasión por el dolor: otras tantas ocasiones para activar la pulsión de muerte.

¿Qué deja entrever esta historia? Un Dios que prohíbe a la pareja primordial comer del fruto del árbol del conocimiento. Sin duda, se trata de una metáfora. Fue necesario que los Padres de la Iglesia sexualizaran la historia, porque el texto es claro: comer ese fruto desengaña y permite distinguir entre el bien y el mal, por lo tanto, ser semejante a Dios. Un versículo habla de un árbol
deseable para adquirir la inteligencia
(3:6). No hacer caso de la imposición es preferir el saber a la obediencia, querer saber antes que someterse. Digámoslo de otro modo: optar por la filosofía contra la religión.

¿Qué significa la prohibición de la inteligencia? Todo se puede en ese magnífico jardín, menos volverse inteligente —el árbol del conocimiento— o inmortal —¿el árbol de la vida?—. ¿Qué destino les reserva Dios a los hombres? ¿La imbecilidad y la mortalidad? Sólo un Dios muy perverso sería capaz de ofrecer esos dones a sus criaturas... Alabemos, pues, a Eva, que opta por la inteligencia al precio de la muerte, cuando Adán no percibe de inmediato lo que está en juego en el Paraíso: la eterna felicidad del imbécil contento.

Después que la dama comió del fruto sublime, ¿qué descubrieron los desgraciados? Lo real. Lo real y nada más: la desnudez, sus partes pudendas, pero también, luego de la reciente adquisición del saber, su lado cultural, al menos sus potencialidades por medio de la creación de un taparrabos con hojas de higuera —y no de parra—... Y también el rigor de lo cotidiano, lo trágico de todo destino, la brutalidad de la diferencia sexual, el abismo que separa para siempre a hombre y mujer, la imposibilidad de evitar el trabajo pesado, la maternidad dolorosa y la muerte soberana. Una vez liberados, y para evitar la transgresión que permite acceder a la vida eterna —pues el árbol de la vida roza el árbol del conocimiento—, el Dios único, desde luego bueno, dulce, amable y generoso, expulsó a Adán y a Eva del Paraíso. Aquí estamos desde entonces...

Primera lección: si rechazamos la ilusión de la fe, el consuelo de Dios y las fábulas de la religión, si preferimos querer saber y optamos por el conocimiento y la inteligencia,
entonces
lo real se nos aparecerá tal como es: trágico. Pero más vale una verdad que mata de inmediato la ilusión y permite no perder del todo la vida sometiéndola a la muerte en vida, que una historia que consuela en el momento, sin duda, pero no toma en cuenta nuestro verdadero bien: la vida del aquí y ahora.

3. LA LETANÍA DE LAS PROHIBICIONES

No satisfecho con la prohibición de comer el fruto prohibido, Dios no cesó de manifestarse mediante interdicciones. Las religiones monoteístas no viven sino de prescripciones y de exhortaciones: hacer y no hacer, decir y no decir, pensar y no pensar, actuar y no actuar... Prohibido y autorizado, lícito e ilícito, aprobado y desaprobado, los textos religiosos abundan en codificaciones existenciales, alimentarias, de comportamiento, rituales, y otras...

Pues la obediencia sólo se puede evaluar de modo adecuado través de las prohibiciones. Cuanto más se multiplican, más numerosas son las posibilidades de fallar; cuanto más se reducen las probabilidades de perfección, más aumenta la culpabilidad. Y a Dios le viene bien —al menos al clero que se vale de él— poder manejar ese poderoso recurso psicológico. Todos deben saber, todo el tiempo, que tienen que obedecer siempre, conformarse a las reglas y actuar como es debido, tal como la religión manda. No hay que comportarse como Eva sino, igual que Adán, someterse a la voluntad del Dios único.

Por la etimología nos enteramos de que
islam
significa
sumisión...
Y no hay mejor manera de renunciar a la inteligencia que sometiéndose a las prohibiciones de los hombres. Pues oímos mal, poco o nada la voz de Dios. ¿Cómo puede manifestar sus preferencias alimentarias, rituales, de indumentaria, si no por mediación de un clero que impone prohibiciones y decide en su nombre qué es lo lícito y lo ilícito? Obedecer esas leyes y reglas es someterse a Dios, tal vez, pero, con mayor seguridad, a quien se apoya en su autoridad: el sacerdote.

En el Jardín del Edén, Dios hablaba con Adán y Eva, época bendita de relación directa entre la Divinidad y sus criaturas... Pero después de la expulsión del Paraíso, se rompió el contacto. De ahí proviene el interés de manifestar Su presencia en el mínimo detalle, en todo momento de la vida cotidiana, en el gesto más ínfimo... No sólo en el cielo: Dios vigila y amenaza en todas partes; también el diablo, pues, acecha en la sombra...

Lo esencial está en la anécdota: por ejemplo, los judíos tienen prohibido comer crustáceos, porque Dios siente repugnancia por los animales sin aletas ni escamas que, por añadidura, muestran el esqueleto en el exterior; del mismo modo, los cristianos evitan la carne el Viernes Santo —día célebre por su exceso de hemoglobina—; e incluso los musulmanes se cuidan de no saborear la morcilla. Vemos aquí tres ocasiones, entre otras, de demostrar la fe, la creencia, la piedad y la devoción a Dios...

Lo lícito y lo ilícito ocupan un lugar destacado en la Tora y el Talmud, no tanto en el Corán, pero sí en los
hadit.
El cristianismo —rindámosle honores a San Pablo, una vez al año no hace daño— no se hace cargo en absoluto de lo que, en el Levítico o en el Deuteronomio —entre otros textos que imponen prohibiciones mayores—, obliga, impide y coarta en todas las esferas de la vida: modales de mesa, los comportamientos en la cama, la cosecha, la textura y los colores del guardarropa, el empleo del tiempo cada hora...

Los Evangelios no prohíben ni el vino ni el cerdo, ni ningún alimento, como tampoco obligan a llevar una ropa determinada. La pertenencia a la comunidad cristiana presupone la adhesión al mensaje evangélico, y no a detalles de prescripción delirante. A ningún cristiano se le ocurriría prohibirle el sacerdocio a un individuo contrahecho, ciego, cojo, desfigurado, deforme, jorobado y enclenque, como Yahvé le pide a Moisés que tome en cuenta con respecto a los que consideren el culto como profesión (Levítico 21:16)... En cambio, Pablo conserva la manía de lo lícito e ilícito sólo en el campo sexual. En este punto, los Hechos de los Apóstoles muestran una íntima relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Los judíos y los musulmanes están obligados a pensar en Dios cada segundo de su vida. Desde que se levantan hasta que se acuestan, pasando por las horas de rezos, nada queda librado a la interpretación: lo que se debe o no se debe comer, la manera de vestirse, cualquier comportamiento, incluso el más insignificante
a priori.
No se permite el juicio personal o la evaluación individual: obediencia y sumisión. Negación de toda libertad de acción y declaración del reinado de la necesidad. La lógica de lo lícito y lo ilícito encierra al individuo en una cárcel donde la abdicación de la voluntad equivale a un juramento de fidelidad y a la demostración de comportamiento devoto: una inversión que se recupera hasta el último centavo, pero más tarde, en el Paraíso...

4. LA OBSESIÓN DE LA PUREZA

La pareja lícito/ilícito funciona con el dúo puro/impuro. ¿Qué es puro? ¿O impuro? ¿Quién lo es? ¿Quién no lo es? ¿Qué individuo decide sobre eso? ¿Autorizado y legitimado por quién? Lo puro designa lo que carece de mezcla. Lo contrario de la aleación. Del lado de lo puro: el Uno, Dios, el Paraíso, la Idea, el Espíritu; en el lado opuesto, lo impuro: lo Diverso, lo Múltiple, el Mundo, lo Real, la Materia, el Cuerpo, la Carne. Los tres monoteísmos comparten esa visión del mundo y desacreditan la materialidad del mundo.

Sin duda alguna, es posible justificar una serie de impurezas que señala el Talmud, y que provienen de la sabiduría popular: declarar impuro el cadáver, la carroña, las secreciones de sustancias corporales, la lepra, es comprensible. El sentido común asocia la descomposición, la podredumbre y la enfermedad a riesgos y daños que pueden poner en peligro la salud de la comunidad. Contagiarse fiebres, contraer una enfermedad, generar una epidemia, una pandemia, propagar enfermedades de transmisión sexual, todo ello justifica el discurso preventivo y la medicina popular eficaz. Más vale prevenir que curar.

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