Tratado de ateología (12 page)

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Authors: Michel Onfray

BOOK: Tratado de ateología
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Éste es el peligro del atomismo y del materialismo: vuelve metafísicamente imposibles las necedades teológicas de la Iglesia. En la estandarización contemporánea de los átomos, encontramos en el pan y el vino únicamente la predicción de Epicuro: materia. Los escamoteos que la verborrea sobre las sustancias y las especies hace posibles, se vuelven imposibles con la teoría epicúrea. Ésta es la razón por la que era necesario destruir a los discípulos de Demócrito. Sobre todo, desacreditando su vida, su biografía, convirtiendo su ética ascética en licencia, desvergüenza y bestialidad.

En 1340, Nicolás d'Autrecourt tuvo el descaro de proponer una teoría extremadamente moderna, pero atomista, de la luz: creía en su naturaleza corpuscular (la modernidad valida hoy esta teoría), lo que presupone identificar la sustancia con sus cualidades. ¡Peligro para la sopa metafísica aristotélica! Sin titubeos, la Iglesia lo obligó a abjurar y quemó sus escritos. Fue el principio de la persecución de todas las investigaciones científicas que incluían el atomismo... que los jesuitas prohibieron desde 1632 y durante siglos. El materialismo (artículos 285 y 2124 del
Catecismo)
aparece siempre entre las cosas condenadas por la Iglesia contemporánea...

7. LA ETERNA ELECCIÓN DEL FRACASO

Puesto que el párrafo bíblico vale más que la ciencia, la Iglesia ignora todos los grandes descubrimientos de los últimos diez siglos, durante los cuales las autoridades de la Iglesia católica, apostólica y romana inhibieron el ímpetu de la inteligencia, pero no pudieron detenerlo. El progreso se lleva a cabo gracias a los individuos rebeldes, a los investigadores decididos y a los científicos que ponen las verdades de la razón por encima de las creencias de la fe. Pero si examinamos de cerca las reacciones de la Iglesia frente a los descubrimientos científicos de los últimos mil años, nos quedamos estupefactos ante la cantidad acumulada de fracasos.

Así pues, rechazo del atomismo en nombre del aristotelismo; luego, recusación de todo mecanismo en nombre de la intencionalidad de un Dios creador; puesto que el Génesis dice que Dios creó el mundo de la nada en una semana, todo lo que se opone a esta tesis desencadena los anatemas del Vaticano. ¿Causalidades racionales? ¿Enlaces razonables? ¿Relaciones deducibles de la observación? ¿Método experimental? ¿Dialéctica de la razón? Y qué más quieres... Dios decide, desea, crea: ¡y ya está! ¿Otra opción que el creacionismo? Imposible.

¿Creen los investigadores en la eternidad del mundo? ¿En la pluralidad de mundos? (Tesis epicúreas, por otra parte...) Imposible: Dios creó el universo a partir de la nada. Antes de la nada, no había... nada. Las tinieblas, el caos, pero también, entre ese desorden de la nada, Dios y sus veleidades de cambiarlo todo. La luz, el día, la noche, el firmamento, el cielo, la tierra, las aguas, conocemos la historia hasta las bestias, los reptiles, los animales salvajes y los humanos. Ésta es la historia oficial: genealogía fechada. ¿La eternidad de los mundos? Imposible...

Después de realizar cálculos precisos y minuciosos, los científicos confirmaron la noción de Aristarco: el Sol se encuentra en el centro de nuestro universo. La Iglesia respondió: imposible. La creación de un Dios perfecto no puede estar en otro lado que no sea el centro, lugar de la perfección. Además, el sol central reaviva hasta cierto punto los cultos solares paganos... La periferia sería la señal de una inconcebible imperfección, ¡y
por lo tanto,
no puede demostrarse científicamente! Lo real está equivocado y la ficción tiene razón. ¿Heliocentrismo? Imposible...

Primero Lamarck y luego Darwin publicaron sus descubrimientos, después expusieron, uno, que las especies se transforman y, el otro, que evolucionan conforme a leyes llamadas de la selección natural. Los lectores del único Libro mueven la cabeza: Dios creó íntegramente al lobo y al perro, a la rata de ciudad y a la rata de campo, al gato, a la comadreja y al conejo. No existe posibilidad alguna de que la comparación de huesos demuestre la evolución o la transformación. Además, ¡qué idea esa de que el hombre descienda del mono! Insoportable herida narcisista, dice Freud. ¿El Papa, primo de un babuino? Qué calamidad... ¿El transformismo? ¿La evolución? Imposible...

En la atmósfera diligente de sus lugares de trabajo, los científicos afirman el poligenismo: la aparición simultánea, en el origen, de un grupo de humanos en varios puntos geográficos. Contradicción, profiere la Iglesia: Adán y Eva son realmente, de hecho, el primer hombre y la primera mujer; antes que ellos, no existía nada. La primera pareja, la del pecado original, permite la lógica de la falta, de la culpa, de la salvación y la redención. ¿Qué hacemos con los hombres y mujeres que existían antes del pecado y que fueron tratados, por lo tanto, con indulgencia? ¿Los hombres anteriores a Adán? Imposible...

Por medio de la limpieza de piedras y del examen de fósiles, los geólogos han determinado la datación de la tierra. Las conchillas descubiertas en los picos de montañas y los estratos y las capas muestran una cronología inmanente. Pero hay un problema: la cifra no corresponde a la numerología sagrada que aparece en la Biblia. Los cristianos afirman que el mundo tiene cuatro mil años, ni más ni menos. Los científicos han demostrado la existencia de un mundo anterior a su mundo. La ciencia está equivocada... ¿La geología es una disciplina digna de confianza? Imposible...

Algunos hombres de buena voluntad no toleraban la muerte y la enfermedad, y con el fin de aprender cómo alejar las epidemias y las patologías, abrieron cuerpos con el propósito de extraer del cadáver lecciones útiles para los vivos. ¿Su deseo? Que la muerte salvase la vida. La Iglesia se opone en forma absoluta a que se investigue el cuerpo. No por causalidades racionales, sino por razones teológicas: el mal y la muerte derivan de Eva, la pecadora. El dolor, el sufrimiento y la enfermedad provienen de la voluntad y decisión divinas: se trata de poner a prueba la fe de los hombres. Las vías del Señor son inescrutables, pues obra de acuerdo con un plan que sólo El conoce. ¿Causalidades materiales de las patologías? ¿Etiología racional? Imposible...

Al pie de su diván, hacia 1900, un médico vienes descubrió el inconsciente, los mecanismos de la represión y la sublimación, la existencia de la pulsión de muerte, el papel que desempeña el sueño, y muchos otros hallazgos que revolucionaron una psicología aún en su estadio prehistórico: perfeccionó un método que trata, aplaca, cura las neurosis, las afecciones mentales y las psicosis. De paso, también demostró, en
El porvenir de una ilusión,
que la religión proviene de la «neurosis obsesiva», que a su vez se relaciona con la «psicosis alucinatoria». La Iglesia condena, decreta su
fatwa
y lo incluye en el Index. ¿El hombre, animado por una fuerza oscura que surge del inconsciente? Esto contradice el libre albedrío, tan necesario para los cristianos con el fin de volverlos responsables, por lo tanto culpables y, en consecuencia, merecedores de castigo... ¡Tan útil también para justificar la lógica del Juicio Final! ¿Freud y sus descubrimientos? No creíbles... ¿El psicoanálisis? Imposible...

Y además, para terminar: los genetistas del siglo XX descubrieron el documento de identidad genético. Ingresaron despacio en ese universo que ofrece magníficas posibilidades en términos de la realización de diagnósticos, de la prevención de enfermedades, de curas más precisas y de patologías que pueden evitarse. Trabajan para lograr una medicina predictiva que revolucione la disciplina: la
Carta del personal de la salud
editada por el Vaticano, la condena. ¿Evitar los dolores y el sufrimiento? ¿Imaginarse liberados de pagar el precio por el pecado original? ¿Desear una medicina humana? Imposible...

¡Asombrosa, esta eterna elección del fracaso! Esa perseverancia en engañar(se), en rechazar la verdad, esa persistencia en la pulsión de muerte lanzada contra lo vigoroso de las investigaciones, la vitalidad de la ciencia y el dinamismo del progreso, nos dejan estupefactos La condena de las verdades científicas —la teoría atomista, la opción materialista, la astronomía heliocéntrica, la datación geológica, el transformismo, luego el evolucionismo, la terapia psicoanalítica, la ingeniería genética—, ése es el éxito de Pablo de Tarso, que incitaba a acabar con la ciencia. ¡Proyecto logrado más allá de sus expectativas!

Se comprende que para alcanzar ese grado fenomenal de éxito en el fracaso, la Iglesia haya tenido que hacer gala de una determinación inaudita. La persecución, el Index, las hogueras, los artefactos de la Inquisición, los encarcelamientos y los procesos no cesaron... Durante siglos se prohibió la lectura directa de la Biblia, sin la mediación del clero. De ningún modo se podía abordar aquel libro con las armas de la razón, del análisis o de la crítica, ya sea como historiador, filólogo, geólogo o científico. Con Richard Simón, en el siglo XVII, aparecieron los primeros estudios exegéticos cristianos sobre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Por cierto, Bossuet y la Iglesia católica lo persiguieron tenazmente. El fruto del árbol del conocimiento deja un sabor amargo en la boca...

III. DESEAR LO CONTRARIO DE LO REAL
1. INVENTAR MUNDOS SUBYACENTES

A los monoteísmos no les agradan la inteligencia, los libros, el saber y la ciencia. A eso, suman un profundo aborrecimiento por la materia y lo real, y por lo tanto, por toda forma de inmanencia. Las tres religiones del Libro alaban la ignorancia, la inocencia, el candor, la obediencia, la sumisión, a lo que añaden la repugnancia por la textura, las formas y las fuerzas del mundo. La tierra no tiene derecho de ciudadanía porque el mundo entero carga con el peso del pecado original hasta el fin de los tiempos.

Para demostrar su odio contra la materia, los monoteístas crearon un mundo completo de antimateria. En la Antigüedad, deshonrada cuando se trataba de la ciencia, los doctrinarios del Dios único recurrieron a Pitágoras —formado a su vez en el pensamiento religioso oriental...— y a Platón, para construir su ciudad sin carne: las Ideas produjeron efectos maravillosos en ese taller intelectual, hasta el punto de parecer confundirse con clones de Dios. Como él, eran eternas e inmortales, sin límite e inaccesibles al tiempo; eludían la generación y la corrupción, resistían a la percepción sensual, fenomenal y corporal, y sólo necesitaban de sí mismas para existir, durar y perseverar en su ser, ¡y
tutti quanti!
Sus identidades reflejaban las de Yahvé, Dios y Alá. Con una sustancia similar, los monoteísmos crearon castillos en el aire, aptos para desacreditar cualquier otro tipo de morada real, concreta e inmanente.

De allí proviene la esquizofrenia de los monoteísmos: enjuician y juzgan el aquí y ahora en nombre de otro lugar; piensan la ciudad terrestre únicamente en relación con la ciudad celestial; se preocupan por los hombres, pero con la vara con que miden a los ángeles; consideran la inmanencia si, y sólo si, les sirve de trampolín a la trascendencia; quisieran ocuparse de lo real sensible, pero para medir la relación que mantiene con su modelo inteligible; y toman en cuenta a la Tierra, con tal de que otorgue la posibilidad de ir al Cielo. A fuerza de encontrarse entre dos instancias contradictorias, se produce una hendidura en el ser, una herida ontológica imposible de cerrar. De ese vacío existencial que no se puede llenar nace el malestar de los hombres.

Ahí también el monismo atomista y la unidad materialista permiten evitar esas metafísicas agujereadas. La lógica de quien piensa lo real como constituido exclusivamente de materia y lo real reductible sólo a sus manifestaciones terrestres, sensuales, mundanas y fenomenales impide las divagaciones mentales y la ruptura con el único y verdadero mundo. El dualismo pitagórico, platónico y cristiano divide con crueldad al ser que se somete a él. Por apuntar al Paraíso, erramos la Tierra. La esperanza del más allá y la aspiración a un mundo subyacente generan, de modo indefectible, la desesperación aquí y ahora. O la imbécil beatitud del embeleso ante el Nacimiento...

2. LAS AVES DEL PARAÍSO

El mundo fuera del mundo produce dos criaturas fantásticas: el Ángel y el Paraíso. El primero funciona como prototipo del antihombre; el segundo, como antimundo.

Con lo cual se les exige a los humanos que detesten su condición y desprecien lo real para aspirar a otra esencia, y luego a otra vida. El ala del Ángel significa lo contrario de la sujeción de los hombres a la Tierra; la geografía del Paraíso muestra una atopía definitiva, una utopía eterna y una ucrania congénita.

Los judíos disponen de su propio rebaño de criaturas aladas: los querubines cuidan la entrada del Jardín del Edén, los serafines los acompañan —recordamos al que visitó a Abraham, y a su compinche, que luchó contra Jacob—. ¿Su oficio? Alabar al Eterno en una corte celestial. Pues Dios ignora las bajezas humanas; sin duda, pero de todos modos le gusta la celebración de su grandeza, que abunda en el Talmud y la Cábala. Son servidores de Dios, pero también protectores de los justos y de los hijos de Israel, de modo que los vemos salir de su morada celestial para traer mensajes de Dios a los hombres. El Hermes pagano nunca se halla demasiado lejos, también él alado, pero en el casco y los pies...

Como espíritus puros compuestos de luz —lo que, lógicamente, no impide las plumas y las alas, sin duda espirituales y luminosas—, los ángeles merecen nuestra atención porque no tienen sexo. No son ni hombres ni mujeres, más bien andróginos, un poco de ambos, incluso infantiles, salvados de las ansias de la copulación. Como volátiles felices, ignoran la condición sexuada: no tienen deseos, ni libido. Como aves beatíficas, no conocen el hambre ni la sed, se alimentan, sin embargo, de maná —la ambrosía de los dioses paganos—, pero, desde luego, no defecan: como pájaros alegres, ignoran la corrupción, la decadencia y la muerte.

Además, también hay ángeles caídos, rebeldes: las criaturas insumisas. En el Jardín del Edén, el Diablo —«el calumniador, el que expulsa», dice el diccionario Littré— enseña lo que sabe: la posibilidad de desobedecer, de no someterse, de decir que no. Satanás —«el opositor, el acusador», sigue el Littré— sopla el espíritu de libertad sobre las aguas sucias del mundo de los orígenes donde triunfa la obediencia, reino de la total servidumbre. Más allá del Bien y del Mal, y no la encarnación de este último, el Diablo representa a los posibles libertarios. Les devuelve a los hombres el poder sobre sí mismos y el mundo, y los libra de toda tutela. Esos ángeles caídos, lo sospechábamos, se granjean el odio de los monoteístas. En cambio, gozan de la pasión ardiente de los ateos...

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