Tratado de ateología

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Authors: Michel Onfray

BOOK: Tratado de ateología
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Dios no está muerto o, si lo estuvo, ahora se encuentra en la plenitud de su renacimiento, tanto en Occidente como en Oriente. De aquí la urgencia, según Onfray, de un nuevo ateísmo, argumentado, sólido y militante; que se presente como una postura nueva y positiva respecto a la vida, la historia y el mundo. La ateología debe enunciar una crítica robusta contra los tres monoteísmos principales, para después presentar un rechazo a la existencia de lo trascendente y promover el interés por «nuestro único bien verdadero: la vida terrena», el bienestar y la emancipación de los cuerpos y las mentes de mujeres y hombres. Algo alcanzable solamente a través de una «descristianización radical de la sociedad». Un libro que, sin duda, provocará discusiones y apasionará a miles de lectores. «Apuesta por una autonomía capaz de reír con los materialistas, los rebeldes, los voluptuosos, en resumen, los verdaderos filósofos» (Christian Descamps, La Quinzaine littéraire).

«Este libro será un bálsamo para quien crea que la religión es una debilidad y que existe una única Trinidad: hombre, materia y razón» (Lire).

Michel Onfray

Tratado de ateología

Física de la metafísica

ePUB v1.1

chungalitos
28.12.11

Título del original francés:
Traite d'athéologie. Physique de la métaphysique

© 2005 Éditions Grasset & Fasquelle, París, Francia

Traducción: Luz Freiré

Editorial Anagrama, 2006

A Raoul Vaneigem

El concepto de «Dios» fue inventado como antítesis de la vida: concentra en sí, en espantosa unidad, todo lo nocivo, venenoso y difamador, todo el odio contra la vida. El concepto de «más allá», de «mundo verdadero», fue inventado con el fin de desvalorizar el
único
mundo que existe, para no dejar a nuestra realidad terrenal ninguna meta, ninguna razón, ningún quehacer. El concepto de «alma», de «espíritu», y, en fin, incluso de «alma inmortal», fue inventado para despreciar el cuerpo, enfermarlo —volverlo «santo»—, para contraponer una espantosa despreocupación a todo lo que merece seriedad en la vida, a las cuestiones de la alimentación, vivienda, régimen intelectual, asistencia a los enfermos, limpieza, clima. En lugar de la salud, la «salvación del alma», es decir, una
folie circulaire
[locura circular] que abarca desde las convulsiones de penitencia hasta las histerias de redención. El concepto de «pecado» fue inventado al mismo tiempo que su correspondiente instrumento de tortura, el concepto de «libre albedrío», para obnubilar los instintos, con el propósito de convertir en una segunda naturaleza la desconfianza con respecto a ellos.

NIETZSCHE
,
Ecce Homo,
"Por qué
soy
un destino", § 8

PREFACIO
I. LA MEMORIA DEL DESIERTO

Después de recorrer varias horas el desierto mauritano, la visión de un viejo pastor con dos dromedarios, la joven esposa y la suegra, la hija acompañada de sus dos hijos montados en burros, cargando en conjunto todo lo que forma parte de lo esencial de la supervivencia, es decir, de la vida, me da la impresión de estar frente a un coetáneo de Mahoma. Cielo blanco y ardiente, árboles calcinados y escasos, matas de espinas arrastradas por los vientos de arena a través de las extensiones infinitas de arena anaranjada, el espectáculo me transporta al paisaje geográfico —es decir, mental— del Corán, a los tiempos intempestivos de las caravanas de camellos, de los campamentos de los nómadas, de las tribus del desierto y de los avatares de su vida.

Pienso en las tierras de Israel y de la Judea samaría, de Jerusalén y Belén, en el lago de Tiberíades, esos lugares donde el sol quema las cabezas, reseca los cuerpos, deja sedientas las almas y provoca deseos de oasis, ansias de paraísos donde el agua corre fresca, límpida, abundante, y el aire es dulce, perfumado y grato, en los que abunda el alimento y la bebida. Los mundos subyacentes me parecen de pronto mundos contrarios, concebidos por hombres fatigados, exhaustos, consumidos por el trajín continuo a través de las dunas y las huellas de grava calcinada al rojo vivo. El monoteísmo surge de la arena.

En la noche de Ouadane, al este de Chinguetti, adonde he venido a consultar las bibliotecas islámicas ocultas bajo la arena de las dunas que con paciencia y sin tregua devoran pueblos enteros, Abdurahmán —nuestro chofer— extiende afuera su alfombra, en el suelo del patio de la casa que nos aloja. Me encuentro en una pequeña habitación, sobre un colchón improvisado. La noche gris azulado reluce en su piel negra, la luna llena suaviza los colores y su cuerpo adquiere un tono violeta. Con lentitud, como inspirado en los vaivenes del mundo, animado por los ritmos ancestrales del planeta, se agacha, se arrodilla, apoya la cabeza en el suelo, y reza. La luz de las estrellas extinguidas nos alumbra en el calor nocturno del desierto. Me parece que estoy en presencia de una escena primitiva, que soy espectador de una manifestación tal vez idéntica al primer arrebato místico del hombre. Al día siguiente, durante el trayecto, le pregunto a Abdurahmán sobre el Islam. Le asombra que un blanco occidental se muestre interesado por el Islam y rechaza que se le haga cualquier referencia al texto. Acabo de leer el Corán, pluma en mano, y recuerdo algunos versículos, palabra por palabra. Su fe no tolera que se recurra a su libro sagrado para cuestionar los fundamentos de ciertas tesis islámicas. Para él, el Islam es bueno, tolerante, generoso y pacifista. ¿La guerra santa? ¿La
jihad
decretada contra los infieles? ¿Las
fatwas
lanzadas contra un escritor? ¿El terrorismo hipermoderno? Actos llevados a cabo por locos, pero, sin duda, no por musulmanes...

No le agrada que una persona no musulmana lea el Corán y se remita a tal o cual sura para decirle que tiene razón si elige los versículos que lo confirman, pero que hay muchos otros textos en ese mismo libro que le dan la razón al combatiente armado que ciñe la cinta verde de los sacrificados a la causa, al terrorista de la Hezbollah, cargado de explosivos, al ayatolá Jomeini, que condena a muerte a Salman Rushdie, a los kamikazes, que lanzan aviones civiles contra las torres de Manhattan, a los émulos de Ben Laden, que decapitan a los rehenes civiles. Rozo la blasfemia... Vuelta al silencio en los paisajes devastados por el calor del
sol.

II. EL CHACAL ONTOLÓGICO

Después de varias horas de silencio en el mismo paisaje de desierto inmutable, vuelvo al Corán, en este caso, al Paraíso. ¿Creerá Abdurahmán en esta geografía fantástica por completo, o la tomará como un símbolo? ¿Los ríos de leche y vino, las huríes de grandes ojos, los lechos de seda y brocado, las músicas celestes, los magníficos jardines? Sí, afirma: «Es así...». ¿Y el infierno, entonces? «También como dicen.» Él, que vive tan cerca de la santidad, solícito y delicado, generoso, atento al prójimo, apacible y tranquilo, en paz consigo mismo, y por lo tanto con los demás y el mundo... ¿verá algún día esas delicias? «Así lo espero.» Se lo deseo con toda sinceridad, mientras mantengo en mi fuero interno la certidumbre de que se engaña, que le mienten y que, por desgracia, no llegará nunca a conocer nada de eso...

Luego de unos instantes de silencio, me explica que, no obstante, antes de entrar en el Paraíso tendrá que rendir cuentas de su vida como hombre de fe, y que es probable que no le alcance toda su existencia para expiar una culpa que bien podría costarle la paz y la eternidad... ¿Un delito? ¿Un asesinato? ¿Un pecado mortal, como dicen los cristianos? Sí, de algún modo: un chacal que un día aplastó con las ruedas de su vehículo... Abdú iba muy rápido, no respetaba los límites de velocidad en las carreteras del desierto —donde se puede distinguir el resplandor de un faro a kilómetros de distancia—, y no lo vio venir. El animal salió de entre las sombras y dos segundos después agonizaba bajo el chasis del auto.

Respetuoso de la ley del código de la circulación, no debería haber cometido tal sacrilegio: matar a un animal sin tener necesidad de alimentarse de él. Además de que el Corán no estipula tal cosa, me parece..., no podemos sentirnos responsables de todo lo que nos ocurre. Abdurahmán piensa que sí: Alá se manifiesta en las minucias, y esta anécdota demuestra la obligación de someterse a la ley, a las reglas y al orden, porque cualquier transgresión, aunque sea mínima, nos acerca al infierno; incluso nos lleva directamente a él...

Durante mucho tiempo, el chacal lo atormentó por las noches. Le impidió dormir en más de una ocasión, y lo vio a menudo en sueños, prohibiéndole la entrada al Paraíso. Al hablar de ello, lo invadía la emoción. Su padre, un viejo sabio nonagenario, ex combatiente de la guerra del 14, se lo ratificó: era evidente que le había faltado el respeto a la ley, y debía por lo tanto dar una explicación el día de su muerte. Mientras tanto, hasta en lo más ínfimo de su vida, Abdurahmán tenía que tratar de expiar lo hecho. El chacal lo esperaría en las puertas del Paraíso. Personalmente, hubiera dado cualquier cosa por lograr que la bestia se fuese y liberara el alma de un hombre tan íntegro.

Puede parecer muy extraño que ese creyente bienaventurado comparta la misma religión que los pilotos del 11 de septiembre. Uno carga con el peso de un chacal enviado, por desgracia, al Cinosargo; los otros se alegran de haber aniquilado a un gran número de inocentes. El primero cree que le será difícil entrar en el Paraíso por haber convertido en carroña a un carroñero; los otros imaginan que merecen la beatitud por reducir a polvo la vida de miles de individuos, incluso musulmanes... No obstante, el mismo libro justifica a ambos, que se ubican en polos opuestos de la humanidad: el primero tiende hacia la santidad, y los otros llevan a cabo la barbarie.

III. TARJETAS POSTALES MÍSTICAS

He visto a
Dios
a menudo en mi vida. Allá, en ese desierto mauritano, bajo la luna que pintaba la noche con tonos violetas y azules; en las mezquitas frescas de Bengasi o de Trípoli, en Libia; durante mi periplo hacia Cirene, la patria de Aristipo; no lejos de Port Louis, en Mauricio, en un santuario consagrado a Gamesh, el dios adornado con una trompa de elefante; en la sinagoga del barrio del gueto, en Venecia, con una
kipá
en la cabeza; en el coro de las iglesias ortodoxas en Moscú, un ataúd abierto en la entrada del monasterio de Novodevichye, mientras que en el interior rezaban la familia, los amigos y los popes con sus magníficas voces, cubiertos de oro y rodeados de incienso; en Sevilla, delante de la Macarena, en presencia de mujeres bañadas en lágrimas y hombres de rostros estáticos; o en Napóles, en la iglesia de San Javier —el patrono del pueblo construido al pie del volcán—, cuya sangre se licua, según dicen, en determinadas fechas; en Palermo, en el convento de los capuchinos, al pasar ante los ocho mil esqueletos de cristianos vestidos con sus ropajes más suntuosos; en Tbilisi, en Georgia, donde invitan al forastero a compartir la carne de cordero sangrienta, cocida bajo árboles donde los fieles cuelgan pequeños pañuelos a modo de ofrenda; en la plaza de San Pedro, un día en que, sin fijarme en la fecha, fui a visitar de nuevo la Capilla Sixtina: era el domingo de Pascuas y Juan Pablo II pronunciaba sus glosolalias al micrófono, mientras exhibía su mitra desplomada en una pantalla gigante.

También he visto a Dios en otros lugares y de otros modos: en las aguas heladas del Ártico, durante el ascenso de un salmón pescado por un chamán, atrapado por la red y, según el rito, devuelto al cosmos del que provenía; en una trascocina de La Habana, entre un cobayo crucificado y envuelto en humo, hachas de piedra pulida y conchillas, con un sacerdote de santería; en Haití, en un templo vudú perdido en el campo, en medio de depósitos manchados de líquidos rojos, entre aromas acres de hierbas y pociones, rodeado de dibujos diseñados en el templo en nombre de los
loa;
en Azerbaiyán, cerca de Bakú, en Surakhany, en un templo zoroastra de adoradores del fuego; incluso en Kyoto, en los jardines zen, con excelentes ejercicios para la teología negativa.

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